—¿Los rabillos?
—Eso es, querido, los rabillos del jubón.
Stern miró a los otros. Apilaban tranquilamente la ropa a medida que les daban cada una de las prendas. Parecían familiarizados con todo ello; actuaban con la misma calma que si estuvieran en unos grandes almacenes. Stern, en cambio, se sentía desorientado, y el pánico comenzaba a adueñarse de él. A continuación le dieron una camisa blanca de hilo que le llegaba hasta los muslos y otra prenda más larga, llamada «jubón» y hecha de fieltro enguatado. Y finalmente una daga colgada de una cadena. Stern la observó con recelo.
—Todo el mundo la lleva. La necesitarás aunque sólo sea para comer.
Stern dejó la daga sobre la pila distraídamente y hurgó entre la ropa, intentando aún encontrar los «rabillos».
—Es una indumentaria destinada a aparentar una posición social neutra, ni ostentosa ni pobre. Pretendemos que se aproxime a la vestimenta de un mercader medio, un paje o un noble venido a menos.
Luego Stern recibió los zapatos, semejantes a unas zapatillas caseras de piel con las punteras afiladas, salvo por las hebillas. Como los zapatos de un bufón, pensó sin el menor entusiasmo.
—No te preocupes —dijo la anciana, sonriendo—, llevan cámara de aire en la suela, igual que unas Nike.
—¿Por qué está todo tan sucio? —preguntó Stern, contemplando el jubón con expresión ceñuda.
—No quieres desentonar con el resto de la gente, ¿verdad?
Se cambiaron en un vestuario. Stern observó a sus dos compañeros.
—¿Cómo se supone que…, esto…?
—¿Quieres saber cómo se viste uno en el siglo
XIV
? —dijo Marek—. Muy sencillo.
Marek se había quitado la ropa y, relajado, se paseaba desnudo de un lado a otro. Era una masa de músculos. Stern se sintió intimidado mientras se sacaba lentamente los pantalones.
—En primer lugar —continuó Marek—, ponte el calzón interior. Es de hilo de muy buena calidad. En aquella época tenían un hilo excelente. Para sostenerte el calzón, átate la correa a la cintura y enrolla la parte superior del calzón alrededor de la correa, dándole un par de vueltas. Así se aguantará, ¿de acuerdo?
—¿La correa va por debajo de la ropa?
—Sí, para sujetar el calzón. Luego ponte las calzas. —Marek empezó a colocarse las mallas negras de lana. En su extremo inferior, las perneras no eran abiertas sino que tenían pies, como un pijama de niño—. Hay unos cordones en la cintura, ¿ves?
—Las calzas me vienen muy holgadas —comentó Stern al subírselas, viendo las rodillas abolsadas.
—Así han de ir. Éstas no son calzas de gala, y por tanto no se llevan ajustadas. A continuación, la camisa de hilo. Sólo has de pasártela por la cabeza y dejarla colgar. No, no, David. El lado abierto del cuello va por delante.
Stern volvió a sacar los brazos de las mangas y, torpemente, reviró la camisa.
—Y por último —dijo Marek, cogiendo la prenda de fieltro— te pones el jubón, que es una mezcla de chaqueta y cazadora. Se usa tanto en interior como al aire libre, y sólo hay que quitársela si hace mucho calor. ¿Ves los rabillos? Son los cordones, debajo del fieltro. Ahora ata las calzas a los rabillos del jubón, pasando los cordones de la cintura por las aberturas de la camisa.
Marek acabó de atárselas en un momento, como si lo hubiera hecho toda su vida. A Chris le costó mucho más, advirtió Stern con satisfacción. Stern en particular tuvo que contorsionarse para anudar los cordones de la espalda.
—¿Y esto te parece sencillo? —rezongó.
—Sencillamente no te has fijado en tu indumentaria habitual —contestó Marek—. Por término medio, un occidental del siglo
XX
se pone a diario entre nueve y doce prendas de vestir. Aquí son sólo seis.
Stern dejó caer los faldones del jubón y, tirándose de los costados, intentó acomodárselo para que el dobladillo quedara a la altura de los muslos. Al hacerlo se arrugó la camisa, y finalmente Marek tuvo que ayudarlo a arreglárselo todo y, de paso, ceñirle más las calzas.
Por último, Marek le enlazó alrededor de la cintura la cadena de la que pendía la daga, sin ajustarla demasiado. Luego retrocedió para admirarlo.
—Listo —anunció Marek, asintiendo con la cabeza—. ¿Qué tal te sientes?
Stern, incómodo, movió los hombros.
—Me siento como un pollo relleno atado.
Marek se echó a reír.
—Ya te acostumbrarás.
Cuando Kate terminaba de vestirse, entró Susan Gómez, la mujer que poco antes había ido al pasado en viaje de comprobación. Ahora Gómez llevaba ropa de época y una peluca. Lanzó otra peluca a Kate.
Kate hizo una mueca de aversión.
—Tienes que ponértela —dijo Gómez—. Allí, el pelo corto en una mujer es señal de deshonra o herejía. Procura que nadie vea tu verdadero pelo.
Kate se encasquetó la peluca, notando caer sobre sus hombros los mechones de cabello trigueño. Se volvió para mirarse en el espejo, y vio el rostro de una desconocida. Le daba un aspecto más juvenil, más delicado. Más débil.
—La otra opción es cortarse el pelo como un hombre —añadió Gómez—. Tú decides.
—Me pondré la peluca —respondió Kate.
Diane Kramer miró a Víctor Baretto y dijo:
—Pero ésa ha sido siempre la norma, Víctor; ya lo sabe.
—Sí, pero el problema es que ahora nos encargan una misión distinta —objetó Baretto, un hombre delgado y curtido de más de treinta años. Antiguo miembro de una unidad de operaciones especiales del ejército, llevaba dos años en la empresa. En ese tiempo se había forjado una sólida reputación como guardia de seguridad, pero tendía a darse aires de grandeza—. Ahora quieren que entremos en el mundo, y sin embargo no nos permiten ir armados.
—Así es, Víctor. Nada de anacronismos. Nada de artefactos modernos en el pasado. Ésa ha sido la norma desde el principio. —Kramer trató de disimular su desesperación. Aquellos ex soldados eran gente de trato difícil, en particular los hombres. Las mujeres, como Gómez, no causaban molestias. Pero los hombres se obstinaban en «aplicar su instrucción», como ellos decían, en los viajes al pasado de la ITC, y nunca daba resultado. Personalmente, Kramer pensaba que, para aquellos hombres, eso era sólo una manera de camuflar su nerviosismo, pero por supuesto jamás lo expresaba en voz alta. Aun sin esa clase de reproches, les costaba ya bastante aceptar órdenes de una mujer como ella.
Asimismo, a los hombres les representaba un mayor esfuerzo mantener en secreto su trabajo. Para las mujeres era más fácil; los hombres, en cambio, necesitaban alardear de sus visitas al pasado. Naturalmente, tenían prohibido hablar de ello mediante las más diversas cláusulas contractuales, pero después de unas cuantas copas uno podía olvidarse de los contratos. Por eso Kramer les había informado a todos sin excepción de la existencia de ciertos marcadores de navegación con registros especiales. Esos marcadores habían pasado a formar parte de la mitología de la empresa, junto con sus nombres: Tunguska, Vesubio, Tokio. El marcador denominado Vesubio lo situaba a uno en la bahía de Nápoles a las siete de la mañana del 24 de agosto del año 79 d. C., justo antes de que la lluvia de ceniza acabara con la vida de todos los habitantes de la zona. El Tunguska llevaba al portador a Siberia en 1908, poco antes de que cayera allí el meteorito gigante provocando una onda expansiva que mató a todos los seres vivos en un radio de cientos de kilómetros a la redonda. El Tokio enviaba a esa ciudad en 1923, momentos antes de quedar asolada por el terremoto. El objetivo de aquello era dejar claro que si se divulgaba la naturaleza del proyecto, alguien podía acabar con un marcador equivocado en su siguiente viaje. Ninguno de los ex soldados sabía con seguridad si eso era verdad o simple mitología de la empresa.
Y así quería Kramer que fuese.
—Esto es una misión nueva —repitió Baretto como si no la hubiera oído—. Nos piden que entremos en el mundo, que traspasemos las filas enemigas, por así decirlo, sin armas.
—Están adiestrados en el combate cuerpo a cuerpo, usted, Gómez, todos.
—No creo que sea suficiente.
—Víctor…
—Con el debido respeto, señorita Kramer, opino que no asumen la actual situación —insistió Baretto tercamente—. Han perdido ya a dos personas. Tres si contamos a Traub.
—No, Víctor; no hemos perdido a nadie.
—Sin duda perdieron a Traub.
—No perdimos al doctor Traub —repuso Kramer—. Traub se ofreció voluntario, y Traub padecía una depresión.
—Presuponen que padecía una depresión.
—Nos consta, Víctor. Desde la muerte de su esposa, estaba muy deprimido y tenía tendencias suicidas. Pese a haber rebasado el límite de viajes, se obstinó en volver para perfeccionar la tecnología. Pensaba que podía modificar las máquinas para reducir los errores de transcripción. Pero, por lo visto, se equivocaba. Por eso terminó en el desierto de Arizona. Personalmente, dudo que tuviese verdadera intención de volver al presente. Sospecho que fue un suicidio.
—Y perdieron a Rob —afirmó Baretto—. El desde luego no se suicidó.
Kramer lanzó un suspiro. Rob Deckard había sido uno de los primeros observadores enviados al pasado, hacía casi dos años, y uno de los primeros en mostrar síntomas de los errores de transcripción.
—Eso ocurrió en una etapa del proyecto muy anterior, Víctor. La tecnología estaba menos evolucionada. Y usted sabe de sobra qué pasó. Después de varios viajes Rob empezó a presentar efectos secundarios. Fue él quien insistió en continuar. Pero no lo perdimos.
—Se fue y no volvió —recordó Baretto—. Ésa es la realidad. —Rob era consciente del peligro.
—Y ahora el profesor.
—No hemos perdido al profesor —aseguró Kramer—. Sigue vivo.
—O eso esperan. Y no saben por qué no volvió.
—Víctor…
—Sólo digo que en este caso la logística no se ajusta al perfil de la misión. Nos piden que corramos un riesgo innecesario.
—No está obligado a ir —dijo Kramer sin mucha convicción.
—No, yo no he dicho eso.
—Pero no está obligado.
—Ésa no es la cuestión —contestó Baretto—. Iré.
—Bien, pues ya conoce las normas. No puede introducirse tecnología moderna en el pasado. ¿Entendido?
—Entendido.
—Y nada de esto debe mencionarse a los historiadores.
—No, claro que no. Soy un profesional.
—Muy bien —dijo Kramer.
Observó marcharse a Baretto. Estaba molesto, pero obedecería. Al final, siempre acataban órdenes. Y las normas eran importantes, pensó Kramer. Aunque a Doniger le gustaba discursear sobre la imposibilidad de alterar la historia, lo cierto era que a ese respecto nada se sabía con certeza, y nadie deseaba arriesgarse. No querían enviar armas modernas ni objetos de plástico al pasado.
Y nunca lo habían hecho.
Sentados en las incómodas sillas de una sala con mapas, Stern y los otros escuchaban a Susan Gómez, la mujer que acababa de regresar en la máquina. Ésta exponía la situación con un estilo parco y expeditivo en el que Stern detectó cierta precipitación.
—Iremos al monasterio de Sainte-Mère, a orillas del río Dordogne, en el sur de Francia —decía Gómez—. Llegaremos a las 8.04 del martes 7 de abril de 1357, el día en que estaba fechado el mensaje del profesor. Afortunadamente para nosotros, coincide con la celebración de un torneo en Castelgard, y el espectáculo atraerá a mucha gente de los alrededores, lo cual nos permitirá pasar inadvertidos. —Apoyó el dedo en uno de los mapas—. Sólo a modo de orientación, ved este plano de la zona. Aquí está el monasterio, y aquí, al otro lado del río, Castelgard. La fortaleza de La Roque se encuentra en lo alto de este peñasco, al norte del monasterio. ¿Alguna duda hasta el momento?
Ellos negaron con la cabeza.
—Muy bien. Estos territorios atraviesan un período de cierta agitación. Como sabéis, abril de 1357 nos sitúa aproximadamente veinte años después del inicio de la guerra de los Cien Años. Han pasado siete meses desde la victoria inglesa de Poitiers, en la que se tomó prisionero al rey de Francia. Ahora el rey francés sigue retenido mientras se negocian las condiciones de su liberación. Y Francia, sin rey, está al borde del caos.
»En este momento Castelgard se halla en manos de sir Oliver de Vannes, un caballero inglés nacido en Francia. Oliver se ha apoderado también de La Roque, donde refuerza las defensas del castillo. Sir Oliver es un personaje impopular, conocido por su mal genio. Lo apodan el Carnicero de Crécy, por sus excesos en esa batalla.
—¿Oliver controla, pues, las dos plazas fuertes? —preguntó Marek.
—Por ahora, sí. No obstante, una tropa de caballeros renegados bajo el mando de Arnaud de Cervole, un monje despojado del hábito…
—El Arcipreste —apuntó Marek.
—Sí, exacto, el Arcipreste. Él y sus hombres han penetrado en la zona, y sin duda intentarán arrebatar los castillos a Oliver. Creemos que el Arcipreste se encuentra aún a varios días de camino. Pero las hostilidades pueden desatarse en cualquier momento, así que actuaremos deprisa. —Pasó a otro mapa, a mayor escala. Mostraba el monasterio con todas sus dependencias—. Apareceremos más o menos por aquí, en el límite del bosque de Sainte-Mère. Desde nuestro punto de llegada deberíamos ver el monasterio. Puesto que el mensaje del profesor procedía del monasterio, iremos allí directamente. Como sabéis, los monjes toman la principal comida del día a las diez de la mañana, y es probable que el profesor esté presente. Con un poco de suerte, lo encontraremos allí y lo traeremos.
—¿De dónde ha salido toda esa información? —dijo Marek—. Creía que no había entrado nadie en el mundo.
—Y así es. No ha entrado nadie. Pero los observadores, pese a quedarse cerca de las máquinas, han suministrado datos suficientes para permitirnos un buen conocimiento de las circunstancias de este período en particular. ¿Alguna otra pregunta?
Volvieron a negar con la cabeza.
—Muy bien —prosiguió Gómez—. Es vital que rescatemos al profesor en el monasterio. Si va a Castelgard o La Roque, será mucho más difícil. Tenemos un plan de acción apretado. Según nuestros cálculos, estaremos allí entre dos y tres horas. Permaneceremos juntos en todo momento. Si alguien se separa del grupo, usaremos los auriculares para reunimos de nuevo. Localizaremos al profesor y regresaremos de inmediato, ¿de acuerdo?
—Entendido.
—Os acompañarán dos escoltas, yo misma y Víctor Baretto, que está en el rincón. Saluda, Vic.