Conferían al castillo un aspecto festivo, y de hecho en un campo cercano a las murallas del pueblo estaba montándose en esos momentos una tribuna de madera para el público del torneo. Una muchedumbre empezaba ya a congregarse. Había allí unos cuantos caballeros, sus caballos amarrados junto a las vistosas tiendas de campaña listadas que rodeaban el palenque.
Contemplándolo, Marek dejó escapar un largo suspiro de satisfacción.
Todo lo que veía era preciso, fiel hasta el último detalle. Todo era real.
Y él estaba allí.
Kate Erickson mantenía la vista fija en Castelgard con una sensación de perplejidad. Junto a ella, Marek suspiraba como un amante, pero Kate no sabía bien por qué. Castelgard, desde luego, era ahora un pueblo rebosante de vida, mostrado en todo su esplendor pasado, con las casas y el castillo íntegramente construidos. Pero en conjunto la escena no se diferenciaba demasiado de cualquier paisaje rural francés. Quizá con mayores signos de retraso, con caballos y bueyes en lugar de tractores. Pero por lo demás…, en fin, no era tan distinto.
Desde el punto de vista arquitectónico, la principal diferencia entre aquella escena y el presente residía en los tejados de
lauzes
de las casas, hechos de piedra negra apilada. Esos tejados, debido a su extraordinario peso, requerían un considerable apuntalamiento interno, razón por la cual habían dejado de usarse en las casas del Périgord, excepto en zonas turísticas. Kate estaba acostumbrada a ver las casas francesas con techumbres ocres, compuestas de tejas romanas abarquilladas o de las características tejas planas francesas.
Allí, en cambio, había sólo
lauzes
; no se veían tejas por ninguna parte.
Continuó observando el paisaje y, poco a poco, notó otros detalles. Por ejemplo, abundaban los caballos. Sumando los caballos de los campos de labranza, los caballos preparados para el torneo, los caballos montados que recorrían los caminos y los caballos puestos a pastar, había al menos un centenar de animales. Kate nunca había visto tantos caballos juntos, ni siquiera en su Colorado natal. Caballos de todas las clases, desde los magníficos y lustrosos caballos de guerra amarrados alrededor del palenque hasta los jamelgos de los campos.
Y si bien muchos campesinos vestían de un gris apagado, otros lucían ropa de colores tan vivos que casi recordaban al Caribe. Esas prendas estaban apedazadas una y otra vez, pero cada añadido contrastaba con los anteriores, de manera que la labor de retazos resultante era claramente visible incluso a gran distancia; de hecho, parecía obedecer a un diseño intencionado.
Advirtió asimismo una precisa demarcación entre las áreas relativamente pequeñas de asentamiento humano —pueblos y tierras de labranza— y el bosque circundante, una vasta y espesa alfombra verde que se extendía en todas las direcciones. En aquel paisaje predominaba el bosque. Kate tenía la sensación de hallarse rodeada de una agreste naturaleza donde los seres humanos eran intrusos. Además, intrusos de segundo orden.
Y cuando volvió a centrar la atención en el pueblo de Castelgard, percibió algo anómalo que fue incapaz de determinar. Hasta que por fin cayó en la cuenta: ¡No había chimeneas!
No asomaba una sola chimenea por ninguna parte.
En las chozas del campesinado, la salida de humo era un simple agujero en la techumbre de paja y juncos. En el pueblo, la situación era similar, pese a que las casas tenían tejados de piedra: el humo escapaba por un orificio del techo o por un respiradero abierto en alguna pared. También el castillo carecía de chimeneas.
Se hallaba, pues, en una época anterior a la aparición de las chimeneas en esa región de Francia. Por algún motivo, ese insignificante detalle arquitectónico le produjo un escalofrío de algo rayano en terror. Un mundo sin chimeneas. ¿Cuándo se habían inventado las chimeneas? No recordaba la fecha exacta. En el año 1600 eran sin duda de uso común. Pero el presente estaba aún lejos del siglo
XVII
.
Este presente, se recordó.
Detrás de ella, oyó decir a Gómez:
—¿Qué demonios estás haciendo?
Kate miró atrás y vio que el tipo malhumorado, Baretto, acababa de llegar. Su jaula independiente se hallaba al otro lado del camino, unos metros bosque adentro.
—Haré lo que me venga en gana —respondió a Gómez. Se había levantado el capote de arpillera, revelando un ancho cinturón de piel del que pendían la funda de una pistola y dos granadas negras. En ese momento comprobaba el cargador de la pistola—. Si vamos a entrar en el mundo, quiero estar preparado.
—Llevando eso encima, no puedes venir con nosotros —replicó Gómez.
—Eso lo dirás tú.
—Con eso, no puedes venir —repitió Gómez—. Sabes que está prohibido. Gordon no te permitiría entrar armas modernas en el mundo.
—Pero Gordon no está aquí, ¿verdad?
—Maldita sea, mira esto —dijo Gómez, y sacando el marcador de navegación, lo blandió ante Baretto.
Al parecer, lo amenazaba con regresar.
En la sala de control, uno de los técnicos sentados ante los monitores anunció:
—Se detectan cabriolas de campo.
—¿Ah, sí? Ésa es una buena noticia —comentó Gordon.
—¿Por qué? —preguntó Stern.
—Significa que alguien regresará en las próximas dos horas —explicó Gordon—. Sus amigos, sin duda.
—¿Encontrarán al profesor y estarán aquí de vuelta dentro de dos horas?
—Sí, eso exactamente… —Gordon se interrumpió, fijando la mirada en el gráfico del monitor, una superficie ondulada con un pronunciado pico ascendente—. ¿Es esa señal?
—Sí —contestó el técnico.
—Pero la amplitud de onda es demasiado grande —observó Gordon.
—Sí, y el intervalo se reduce rápidamente.
—¿Quiere eso decir que alguien está volviendo en este instante?
—Sí. O al menos que volverá en breve, según parece.
Stern consultó su reloj. El equipo había emprendido el viaje hacía sólo unos minutos. No podían haber rescatado al profesor tan pronto.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
—No lo sé —respondió Gordon. Lo cierto era que aquel imprevisto le daba mala espina—. Debe de haberles surgido algún problema.
—¿Qué clase de problema?
—En tan poco tiempo, probablemente sea un fallo mecánico. Un error de transcripción, quizá.
—¿Qué es un error de transcripción? —dijo Stern.
—Según mis cálculos, llegará dentro de veinte minutos cincuenta y siete segundos —informó el técnico, midiendo las intensidades de campo y los intervalos de pulsación.
—¿Cuántos vuelven? —preguntó Gordon—. ¿Todos?
—No —contestó el técnico—. Sólo uno.
Chris Hughes no pudo evitarlo: el nerviosismo se había adueñado nuevamente de él. Tenía la piel fría y el corazón acelerado, y pese al aire fresco de la mañana, estaba bañado en sudor. Escuchar la discusión entre Baretto y Gómez no contribuyó a devolverle la serenidad.
Regresó al camino y lo cruzó sorteando los charcos de denso barro. Marek y Kate volvían también. Los tres permanecieron a cierta distancia de los dos escoltas, que seguían enzarzados en su disputa.
—Está bien, está bien, maldita sea —decía Baretto. Se quitó el cinto con las armas y lo dejó cuidadosamente en el suelo de su máquina—. Está bien. ¿Contenta?
Gómez seguía hablando en voz baja, apenas un susurro. Kate no la oía.
—No hay problema —respondió Baretto, casi gruñendo.
Gómez volvió a hablar con un murmullo inaudible. Baretto apretaba los dientes. Resultaba muy violento presenciar la escena. Chris se apartó unos pasos y volvió la espalda a los escoltas, aguardando a que dieran por terminada la discusión.
Extrañado, advirtió que el camino descendía en abrupta pendiente, y un hueco entre los árboles dejaba a la vista el llano que se extendía a la orilla del río. Allí estaba el monasterio, un tendido geométrico de patios, corredores cubiertos y claustros —todo ello construido de piedra ocre— rodeado por un alto muro. Semejaba una pequeña ciudad, concentrada y compacta. Era sorprendente que estuviera tan cerca, quizá a unos quinientos metros. No más.
—A la mierda, yo me voy —dijo Kate, y empezó a bajar por el camino.
Marek y Chris cruzaron una mirada y siguieron a Kate.
—No os perdáis de vista, maldita sea —gritó Baretto al grupo.
—Mejor será que nos pongamos en marcha —propuso Gómez.
Baretto la sujetó del brazo.
—No antes de dejar claro un asunto —dijo—, sobre la manera en que se lleva a cabo esta expedición.
—Creo que ya está todo más que claro —repuso Gómez.
Baretto se inclinó hacia ella.
—Porque no me gusta cómo me has… —añadió entre dientes, y su voz se desvaneció gradualmente, convirtiéndose en un siseo colérico e ininteligible.
Chris se alegró de doblar en ese momento el primer recodo del camino y dejarlos atrás.
Alejándose cuesta abajo con andar brioso, Kate notó que, en movimiento, la tensión abandonaba su cuerpo. El enfrentamiento entre los dos escoltas le había producido malestar y crispación. Detrás de ella, a corta distancia, oyó hablar a Chris y Marek. Chris estaba nervioso, y Marek intentaba tranquilizarlo. Kate no deseaba oírlos. Apretó un poco más el paso. Al fin y al cabo, hallarse allí, en aquel magnífico bosque, rodeada de aquellos enormes árboles…
En cuestión de minutos dejó rezagados a Marek y Chris, y aunque sabía que no estaban lejos, disfrutó de la sensación de soledad. El frescor del bosque la relajaba. Escuchaba los trinos de los pájaros y el ruido de sus propias pisadas en el camino. De pronto le pareció oír algo más. Aminoró la marcha y prestó atención.
Sí, le llegaba otro sonido: unos pasos rápidos, acercándose cuesta arriba. Oyó un jadeo, una respiración entrecortada. Y también un rumor más débil, como la reverberación de un trueno lejano. Trataba de identificar ese rumor cuando un muchacho, apenas un adolescente, surgió de detrás del siguiente recodo, corriendo hacia ella. Vestía unas calzas negras, un vistoso sayo enguatado de color verde y un bonete negro. Tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo; era obvio que corría desde hacía rato. Por lo visto, lo sorprendió encontrarla en el camino. Cuando se acercaba a Kate, exclamó:
—
¡Abscondeos, amsel! ¡Grassa Due, abscondeos!
Al cabo de un instante, Kate oyó sus palabras traducidas en el auricular: «¡Escondeos, señora! ¡Por Dios, escondeos!».
Esconderme ¿de qué?, se preguntó Kate. En aquel bosque no había nadie. ¿A qué se refería? Quizá no lo había entendido bien. Quizá la traducción no era correcta. Cuando el muchacho llegó hasta ella, volvió a instarla a ocultarse y, a empujones, la obligó a salir del camino y entrar en el bosque. Kate tropezó con una raíz retorcida y cayó de bruces entre los matorrales, golpeándose la cabeza. Sintió un punzante dolor y un momentáneo aturdimiento. Mientras se ponía en pie lentamente, identificó el rumor.
Caballos.
A todo galope hacia ella.
Chris vio correr al muchacho cuesta arriba y, casi de inmediato, oyó el ruido de los caballos que iban en su persecución. El muchacho, ya sin aliento, se detuvo un instante junto a ellos, se dobló por la cintura y finalmente, con tono perentorio, les dijo que se escondieran. Después se adentró a toda prisa en el bosque.
Marek no prestó atención al muchacho. Miraba camino abajo.
Chris arrugó la frente.
—¿Qué pasa aquí…?
—Vamos —instó Marek, y agarrando a Chris por los hombros, lo arrastró hacia el follaje.
—Por Dios, ¿te importaría explicarme…? —protestó Chris.
—¡Chist! —Marek le tapó la boca con la mano—. ¿Quieres que nos maten?
No, pensó Chris; a ese respecto no tenía la menor duda: no quería que nadie resultara muerto. Hacia ellos cabalgaban seis hombres con armadura completa: yelmo de acero, loriga y sobreveste de colores marrón y gris. Los caballos iban cubiertos con gualdrapas de paño negro tachonado de plata. Producían un siniestro efecto. El caballero situado a la cabeza del grupo, con un penacho negro en el yelmo, señaló al frente y exclamó:
—
¡Godin!
Baretto y Gómez seguían al borde del camino, inmóviles, atónitos al parecer ante lo que veían acercarse al galope. El caballero negro se ladeó en la silla y, al pasar junto a Gómez, trazó un arco con la espada.
Chris vio desplomarse el torso decapitado de Gómez, sangrando a borbotones. Baretto, salpicado de sangre, lanzó un juramento y corrió bosque adentro. Más hombres galopaban camino arriba. Ahora todos gritaban:
«¡Godin! ¡Godin!».
Uno de los jinetes revolvió a su caballo y tensó el arco.
La flecha atravesó de parte a parte el hombro izquierdo de Baretto, que cayó de rodillas a causa del impacto. Maldiciendo, se levantó y por fin llegó tambaleándose a su máquina.
Cogió el cinturón, desprendió una de las granadas y se dio media vuelta para arrojarla. Una flecha le alcanzó en el pecho. Baretto, sorprendido, tosió y cayó de espaldas, quedando sentado en el suelo de la máquina, recostado contra una barra. Hizo un débil esfuerzo por arrancarse la flecha del pecho. La siguiente flecha le traspasó la garganta. La granada rodó de su mano.
En el camino, los caballos, encabritados, relincharon y caracolearon, y los jinetes, sofrenándolos, gritaron y señalaron hacia Baretto.
Se produjo un intenso destello.
Chris miró atrás a tiempo de ver a Baretto todavía sentado, inmóvil, mientras la máquina menguaba con sucesivos fogonazos.
Al cabo de un momento, había desaparecido. En los rostros de los jinetes se dibujó una expresión de miedo. El caballero del penacho negro dio una orden a voz en grito, y los otros, reagrupándose, fustigaron a sus monturas y continuaron camino arriba hasta perderse de vista.
Cuando el caballero negro se volvía para seguirlos, su caballo tropezó con el cuerpo de Gómez. Maldiciendo, obligó al caballo a empinarse y pisotear una y otra vez el cadáver. Chorretadas de sangre surcaron el aire; las patas delanteras del caballo se tiñeron de rojo. Finalmente, con un último juramento, el caballero negro reanudó el galope cuesta arriba para unirse a sus hombres.
—Dios santo —susurró Chris, asombrado ante lo repentino del hecho, ante aquella violencia gratuita.
Apresuradamente, se puso en pie y regresó al camino.
El cuerpo de Gómez yacía en el barro, casi irreconocible. Pero tenía un brazo extendido sobre la tierra, con la mano abierta. Y junto a la mano estaba la oblea blanca de cerámica.