Sangre fría (38 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

BOOK: Sangre fría
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—Mierda, un incendio...

—¿Dónde?

—En uno de los botes.

—¡Pues lánzalo al agua! ¡Lánzalo ya!

—¡Sí, señor!

Viktor bajó a toda prisa a la cubierta principal y corrió hacia la barca auxiliar. No vio al tal Pendergast por ninguna parte. Sin duda yacía en el interior del bote, acribillado a balazos. Retiró los cables que lo sujetaban, abrió el espejo de popa y apretó el botón del chigre. El bote se movió hacia atrás y empezó a deslizarse por los raíles de botadura. Viktor se acercó a la proa y empujó para darle un impulso adicional. Cuando la popa en llamas rozó la estela del yate, la ola zarandeó el bote y lo arrancó de la cubierta. Viktor perdió momentáneamente el equilibrio, pero se las arregló para agarrarse a la barandilla y se recompuso rápidamente. La barca en llamas cayó al mar, empezó a dar vueltas y a hundirse, llevándose con ella el fuego y sin duda el cuerpo sin vida de Pendergast. Viktor se sintió profundamente aliviado.

Hasta que notó que lo empujaban por detrás al tiempo que le arrancaban el dispositivo de radio de la cabeza, y cayó a las agitadas aguas, tras el bote auxiliar en llamas.

Capítulo 69

Agachado tras el costado de babor del segundo bote auxiliar, Pendergast observó como la barca en llamas desaparecía a medida que las oscuras aguas del puerto de Nueva York se cerraban sobre ella. Los gritos del hombre al que había arrojado por la borda se fueron haciendo cada vez más débiles, y enseguida quedaron ahogados por el ruido de los motores, el viento y el mar. Se colocó los auriculares y el micrófono y empezó a escuchar las voces de alarma. Enseguida se hizo una imagen mental del número de jugadores, de sus respectivas ubicaciones y de sus distintos estados de ánimo.

De lo más revelador.

Mientras escuchaba, se quitó el mojado y molesto traje de neopreno y lo arrojó por la borda. Sacó la ropa que llevaba en la bolsa de submarinismo, se vistió rápidamente y se deshizo también de esta. Minutos después se arrastró hacia la proa del bote auxiliar. El
flybridge
que se hallaba encima de los botes parecía desierto. Un único hombre armado patrullaba en esos momentos el puente superior, y desde ambos extremos disponía de una posición dominante sobre el puente de popa.

Pendergast vio que el hombre miraba hacia el lugar donde se había hundido el bote auxiliar y hablaba por el intercomunicador. Al cabo de un momento, entró en el salón superior y empezó a caminar arriba y abajo frente a la timonera, vigilando. Pendergast contó los segundos que tardaba en ir y venir y calculó sus propios movimientos. Esperó el momento oportuno y cruzó corriendo el puente principal hacia la entrada trasera del salón principal y se agachó al pie de la puerta. El voladizo del
flybridge
impedía que lo vieran desde arriba. Probó a abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. La ventana era de cristal ahumado y el salón se hallaba a oscuras, de modo que era imposible ver en su interior.

La cerradura cedió enseguida a sus manipulaciones. El ruido ambiente ensordecía sus movimientos. Aunque había forzado la cerradura, no abrió la puerta todavía. Por las conversaciones de la radio sabía que había más hombres a bordo de lo que había creído inicialmente. Se dio cuenta de que habían engañado a Lowe y de que él había caído en una trampa. El yate se dirigía hacia los Narrows y el mar abierto que se extendía más allá.

Mala suerte.

Sí, mala suerte para las posibilidades de supervivencia de los que se hallaban a bordo.

Escuchó nuevamente las conversaciones por radio y, aunque no se dijo nada del paradero de Constance, Pendergast se hizo un detallado panorama de la situación. Un hombre, sin lugar a dudas el que estaba al mando, se expresaba en una combinación de inglés y alemán desde un lugar donde había mucho ruido de fondo, tal vez la sala de máquinas. Los demás estaban desperdigados por el yate, en sus posiciones, esperando órdenes. No oyó la voz de Esterhazy.

Por lo que pudo deducir, no había nadie en el salón principal. Entreabrió la puerta con sumo cuidado y se asomó al oscuro y elegante interior; las paredes revestidas de caoba, los sofás de cuero blanco, el bar con la encimera de granito y la gruesa moqueta apenas eran visibles en la penumbra. Echó un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que estaba desierto.

Oyó pasos apresurados en la escalerilla y el chisporroteo de una radio. Varios hombres se acercaban y llegarían al salón en cualquier momento.

Retrocedió rápidamente y cerró la puerta con sigilo. Se agachó de nuevo tras ella y pegó el oído contra el panel de fibra de vidrio. Los pasos entraron en el salón desde la proa. Por las conversaciones por radio supo enseguida que solo eran dos. Iban a ver qué pasaba con Viktor; lo último que sabían de él era que estaba en el puente de popa, y no había contestado a sus llamadas desde que había lanzado al mar la barca en llamas.

Perfecto.

Se arrastró fuera de su escondite y se pegó a la pared trasera, protegido por el voladizo. Todo volvía a estar en silencio en el salón. Los dos hombres aguzaban el oído y aguardaban, evidentemente asustados.

Desplazándose con sumo cuidado, Pendergast alcanzó la escalerilla que llevaba a la cubierta superior, subió sigilosamente y al llegar arriba se deslizó por la cubierta, oculto a la vista del
flybridge
por un tubo de ventilación.

Reptando por el suelo de fibra, se asomó al voladizo, alargó el brazo y arañó brevemente la puerta con el cañón de la pistola. Sin duda, el ruido habría sonado mucho más fuerte en el interior del salón.

No hubo respuesta. En esos momentos los dos hombres estarían aún más nerviosos que antes. No tenían modo de saber si el ruido había sido una casualidad o si había alguien detrás de la puerta. Esa incerteza los mantendría en el mismo sitio durante unos segundos más.

Se deslizó hacia atrás, siempre oculto tras el tubo de ventilación, apretó el cañón de su Les Baer contra el suelo de fibra de vidrio y disparó. Se oyó una tremenda explosión en el salón cuando el proyectil expansivo de calibre 45 abrió un agujero en el techo, llenando la sala con polvo de fibra y de resina. Pendergast bajó rápida y sigilosamente de la cubierta y volvió a situarse tras la puerta mientras los dos aterrorizados marineros abrían fuego contra el techo con sus metralletas, agujereando la zona que él acababa de abandonar y desvelando su posición en el salón. Uno de ellos hizo lo que era de esperar: salió por la puerta sin dejar de disparar. Pendergast, escondido detrás, lo golpeó en las espinillas y lo remató con un golpe de karate en la nuca. El hombre cayó de bruces, sin sentido.

—¡Hammar! —gritó su compañero desde el salón.

Sin perder tiempo, el agente del FBI entró por la puerta, ahora abierta, del salón. El hombre disparó una ráfaga, pero Pendergast, que lo había previsto, se lanzó al suelo, rodó sobre sí mismo y le atravesó el pecho con un único balazo. El hombre salió despedido hacia atrás contra un gran televisor de plasma y se desplomó bajo una lluvia de cristales.

Pendergast se puso rápidamente en pie, giró hacia la izquierda, salió por la puerta de babor del salón y se pegó a la pared exterior. Oculto por un saliente, se detuvo de nuevo para escuchar las conversaciones por radio. No tardó en volver a hacerse una imagen mental de la situación en el barco y de las variaciones en la posición de los marineros.

—¡Szell, responda! —dijo la voz de la persona al mando. Otras voces saturaron la frecuencia preguntando aterrorizadas por los disparos, hasta que el alemán las mandó callar—. ¡Szell! —repitió—. ¿Me oye?

Pendergast pensó con satisfacción que Szell ya no podía oír nada.

Capítulo 70

Esterhazy escuchaba con creciente alarma como Falkoner hablaba por el intercomunicador.

—¡Szell, Hammar! ¡Respondan!

La estática fue lo único que sonó por el altavoz.

—¡Maldita sea! —estalló Esterhazy—. Se lo he dicho: ¡lo está subestimando! —Golpeó el mamparo en un gesto de frustración—. ¡No tiene la menor idea de a quién se enfrenta! ¡Los matará a todos! ¡Y después vendrá por nosotros!

—Son una docena de hombres armados contra uno solo.

—¡Ya no tiene una docena! —replicó Esterhazy.

Falkoner escupió en el suelo, luego habló por el intercomunicador:

—Capitán, informe.

—Aquí el capitán, señor. —La voz sonaba serena—. Acabo de oír disparos en el salón y uno de los botes auxiliares se ha incendiado.

—Todo eso ya lo sé. ¿Cuál es la situación en el puente de mando?

—Aquí todo está en orden. Gruber está conmigo. Hemos cerrado y atrancado la puerta y estamos bien armados. ¿Qué demonios está pasando ahí abajo?

—Pendergast se ha cargado a Berger y a Vic Klemper. He enviado a Szell y Hammar al salón principal pero no consigo comunicar con ellos. Abra bien los ojos.

—Sí, señor.

—Mantenga el rumbo y espere órdenes.

Esterhazy lo miró. Las duras facciones de Falkoner seguían tranquilas e imperturbables. El alemán se volvió hacia él.

—Su hombre parece anticiparse a todos nuestros movimientos. ¿Cómo es eso?

—Es un demonio —respondió Esterhazy.

Falkoner entrecerró los ojos y dio la impresión de que iba a decir algo, pero luego volvió la cabeza y habló a través del intercomunicador.

—¿Baumann?

—Aquí estoy, señor.

—¿Cuál es su posición?

—En el camarote principal, con Eberstark.

—Klemper ha caído, ahora está usted al mando. Quiero que los dos se reúnan con Nast en el puente superior. Usted suba por la escalerilla delantera; Eberstark, por la trasera. Si el objetivo está allí, abátanlo con fuego cruzado. Muévanse con suma precaución. Si no lo ven, peinen el puente de proa a popa y olvídense de lo que les dije. Disparen a matar.

—Sí, señor. Disparar a matar.

—Quiero a Zimmermann y a Schultz en el puente principal, en posición para emboscar a cualquiera que baje por una de las dos escalerillas. Si ustedes no lo matan en el puente superior, su movimiento de pinza lo obligará a bajar y a ir hacia proa, donde ellos lo estarán esperando.

—Sí, señor.

Esterhazy caminaba por la estrecha sala de máquinas pensando frenéticamente. El plan de Falkoner parecía bueno. ¿Cómo iba alguien, incluso Pendergast, a escapar de cinco hombres armados con metralletas que le disparasen con fuego cruzado en el confinado espacio de un barco?

Observó a Falkoner; seguía hablando con calma por la radio. Recordó con horror su mirada ansiosa mientras torturaba y mataba al periodista. Era la primera vez que había visto a Falkoner disfrutar con algo. Entonces se acordó de sus ojos cuando le habló de capturar a Pendergast: la misma mirada ansiosa. Sedienta. A pesar del calor que reinaba en la sala de máquinas, tembló. Empezaba a comprender que, aunque consiguieran matar a Pendergast, sus problemas con la Alianza estarían lejos de haber terminado. De hecho, acabarían de empezar.

Montar aquella operación a bordo del
Vergeltung
había sido un grave error: también él se había puesto a su merced.

Capítulo 71

Pendergast trepó por el costado del barco, agarrándose como una lapa a los vierteaguas de las ventanas y utilizándolos a modo de peldaños. Llegó justo debajo de las ventanas del puente. Los cristales de los camarotes eran ahumados, por lo que no se veía nada del interior, pero los del puente eran claros. Se asomó al borde y, bajo la débil luz de los instrumentos electrónicos, vio quién estaba en la sala de mando: el capitán y un hombre armado que pilotaba el barco. Más allá, en el salón del puente situado tras la cabina, un centinela montaba guardia, caminando arriba y abajo, armado con un subfusil. De vez en cuando salía al exterior, hacía un recorrido por el puente y volvía a su puesto. La parte descubierta del puente superior estaba despejada salvo por una pequeña piscina vacía y unas cuantas tumbonas.

El puente de mando estaba cerrado con llave. Un yate como aquel sin duda contaba con altas medidas de seguridad. A juzgar por su grosor, los cristales de las ventanas eran a prueba de balas. No había forma de que pudiera entrar en la cabina de mando, ninguna.

Avanzó pegado a la inclinada pared hasta situarse justo debajo del perfil de aluminio donde las puertas correderas de vidrio del salón se abrían al puente superior.

Metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda y la lanzó contra el cristal de las puertas.

El marinero que montaba guardia se quedó muy quieto y enseguida se agachó, con el arma preparada.

—Aquí Nast —dijo por el intercomunicador—. Acabo de oír algo.

—¿Dónde?

—Aquí, en el puente superior.

—Compruébelo —fue la respuesta—. Tenga cuidado. Baumann y Eberstark, prepárense para cubrirlo.

Pendergast vio asomarse la silueta del hombre, agazapado tras las puertas correderas. Cuando el centinela estuvo seguro de que en el puente no había nadie, se levantó, abrió la puerta y salió cautelosamente, con el arma preparada. Pendergast agachó la cabeza por debajo del nivel del puente y, hablando por su radio con un susurro ronco imposible de identificar, dijo:

—Nast. La amura de babor, a la altura de la barandilla. Compruébela.

Aguardó. Al cabo de un momento, la oscura silueta de la cabeza del marinero se asomó a la barandilla, justo encima de él, y miró hacia abajo. Entonces Pendergast le disparó en toda la cara.

Con un grito ahogado, la cabeza dio un latigazo hacia atrás y el cuerpo se desplomó hacia delante; Pendergast lo agarró y lo ayudó a caer por encima de la barandilla. Cayó contra la barandilla del puente inferior y quedó con medio cuerpo fuera y el otro medio espatarrado en el pasillo. Agarrándose a un poste, Pendergast saltó al puente superior en el momento en que su radio volvía a sonar. Se metió en la piscina vacía y se agachó. Acababa de oír que dos hombres se dirigían hacia allí.

Perfecto.

Irrumpieron en el puente casi al mismo tiempo, uno por la proa y el otro por la popa. Pendergast esperó a que estuvieran correctamente alineados y entonces saltó fuera de la piscina al tiempo que disparaba una vez para asustarlos. Tal como había previsto, los dos hombres dispararon sus armas automáticas y uno de ellos cayó abatido por los proyectiles del fuego cruzado de su compañero. Este, al ver lo ocurrido, se lanzó al suelo y siguió disparando en vano.

Pendergast lo liquidó con un único disparo, a continuación saltó por encima de la barandilla y cayó en el pasillo del puente principal. El cadáver de Nast le proporcionó un mullido aterrizaje. Luego pasó al otro lado de la barandilla de cubierta y se agarró a dos candeleros para no caer al mar. Durante unos instantes sus piernas se balancearon sobre el agua, pues el casco se inclinaba suavemente hacia dentro. Haciendo un rápido esfuerzo, encontró un punto de apoyo en el borde inferior de un ojo de buey.

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