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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (41 page)

BOOK: Sangre fría
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Oyó como desatrancaban y abrían la puerta del puente de mando. Pendergast le asestó una fuerte patada y golpeó a Gruber en la cabeza con la culata de su pistola, dejándolo inconsciente, mientras Esterhazy irrumpía en la cabina y clavaba el cañón de su arma en la sien del capitán.

—¡Al suelo! —gritó.

—¡Qué demo...!

Esterhazy desvió la pistola unos centímetros, disparó y volvió a encañonarlo.

—¡Ya me ha oído! ¡Al suelo y con los brazos extendidos!

El capitán obedeció, se puso de rodillas y luego se tumbó en el suelo y separó los brazos. Esterhazy se dio la vuelta y vio que Pendergast estaba maniatando al otro hombre.

Se acercó al puesto de mando, sin dejar de apuntar al capitán, y puso los motores del yate en punto muerto. El barco aminoró la marcha y se detuvo lentamente.

—¿Qué demonios está haciendo? —gritó el capitán—. ¿Dónde está Falkoner?

—Ata también a este —dijo Esterhazy.

Pendergast se acercó y maniató al capitán.

—Es usted hombre muerto —dijo este a Esterhazy—. Puede estar seguro de que lo matarán. Usted debería saberlo mejor que nadie.

Esterhazy vio que Pendergast se inclinaba sobre el tablero de mandos, lo examinaba y levantaba un arco de seguridad que protegía una palanca roja. La empujó. Una sirena empezó a sonar por todo el barco.

—¿Qué es eso? —preguntó Esterhazy, alarmado.

—He activado el EPIRB, el radiofaro localizador de emergencia —explicó Pendergast—. Ahora quiero que bajes, lances al agua el bote auxiliar y me esperes.

—¿Por qué? —Esterhazy estaba desconcertado por la rapidez con la que Pendergast se había hecho con el mando.

—Vamos a abandonar el barco. Haz lo que te digo.

El tono frío y ausente de su voz irritó a Esterhazy. El agente desapareció por la escalerilla que se adentraba en las entrañas del barco. Esterhazy bajó al salón y luego salió a popa, donde encontró a Constance, esperando.

—Abandonamos el barco —dijo Esterhazy. Retiró la lona que cubría la segunda barca auxiliar. Era una Valiant de cinco metros y medio con un fuera borda Honda de setenta y cinco caballos. Abatió el espejo de popa y accionó el chigre de botadura. La lancha se deslizó hacia el agua, la amarró a una bita de popa, subió a bordo y puso el motor en marcha—. Suba —dijo a Constance.

—No hasta que Aloysius haya vuelto —replicó ella. Sus violáceos ojos se posaron en él y al poco volvió a hablar con ese estilo extrañamente arcaico—: Supongo que no ha olvidado lo que le dije hace un rato, doctor Esterhazy, pero permítame que se lo recuerde: en algún momento del futuro, a su debido tiempo, lo mataré.

Esterhazy rió burlonamente.

—No malgaste saliva en vanas amenazas.

—¿Vanas? —dijo ella con una sonrisa agradable—. Es un hecho de la naturaleza tan ineluctable como que la Tierra gire sobre su eje.

Capítulo 78

Esterhazy centró sus pensamientos en Pendergast y en lo que estaría haciendo. La respuesta le llegó cuando oyó una apagada explosión bajo cubierta. El agente especial apareció poco después. Ayudó a Constance a subir al bote y la siguió a bordo mientras una nueva explosión estremecía el yate. El aire se llenó de olor a humo.

—¿Qué has hecho? —preguntó Esterhazy.

—He provocado un incendio en la sala de máquinas. El EPIRB dará una oportunidad de sobrevivir a los que todavía quedan a bordo. Ponte al timón y sácanos de aquí.

Esterhazy alejó el bote del yate. Poco después, una tercera explosión lanzaba una bola de fuego al cielo y una lluvia de fragmentos de madera en llamas y fibra de vidrio cayó alrededor de ellos. Esterhazy hizo girar la barca y aceleró todo lo que el tamaño de las olas se lo permitió. La lancha cabeceaba y se balanceaba mientras el motor rugía.

—Hacia el noroeste —indicó Pendergast.

—¿Adónde vamos? —preguntó Esterhazy, todavía perplejo por su tono de mando.

—Al extremo sur de Fire Island. En esta época del año estará desierto. Es el lugar ideal para desembarcar sin que nos vean.

—¿Y luego?

El bote subía y bajaba al compás de las olas. Pendergast no respondió a la pregunta. El yate desapareció tras ellos, en la oscuridad. Incluso las llamas y la negra nube de humo se tornaron una mancha difusa. Estaban rodeados de una negrura absoluta. Las luces de Nueva York no eran más que un tenue resplandor tras la capa de bruma que cubría las aguas.

—Pon punto muerto —dijo Pendergast.

—¿Para qué?

—Hazlo.

Esterhazy obedeció. Entonces, justo cuando una ola pasó bajo la barca y le hizo perder el equilibrio, Pendergast se lanzó sobre él y lo inmovilizó en el suelo de la embarcación. Esterhazy tuvo una sensación de
déjà vu,
se acordó de que el agente le había hecho lo mismo en Escocia. Sintió el cañón de una pistola en la sien.

—¿Qué haces? —gritó—. ¡Acabo de salvarte la vida!

—Desgraciadamente, no soy un hombre dado a los sentimentalismos —repuso Pendergast en voz baja y amenazadora—. Quiero respuestas, y las quiero ahora. Primera pregunta: ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué la sacrificaste?

—¡Pero si yo no sacrifiqué a Helen! ¡Helen está viva! No sería capaz de matarla..., ¡la quiero!

—No me refiero a Helen. Me refiero a su gemela. Esa a la que llamabas Emma Grolier.

La sorpresa que embargó a Esterhazy fue superior a su miedo.

—¿Cómo... cómo lo sabes?

—Pura lógica. Empecé a sospecharlo en cuanto me enteré de que la mujer de Bay Manor era joven. No había otra explicación. Los gemelos tienen idéntico ADN. Así fue como conseguiste que el engaño se mantuviera incluso después de la muerte. Helen tenía unos dientes preciosos, y está claro que su hermana gemela también. Ponerle el mismo empaste debió de ser una obra de arte dental.

—Sí—dijo Esterhazy al cabo de un momento—. Lo fue.

—¿Cómo pudiste hacerlo?

—Era ella o Helen. Emma estaba... muy mal, era profundamente retrasada. La muerte casi fue una liberación. Aloysius, por favor, créeme cuando te digo que no soy el canalla que crees. Por el amor de Dios, si supieras a lo que sobrevivimos Helen y yo verías todo esto bajo una luz totalmente diferente.

El cañón de la pistola se hundió un poco más.

—¿Y cómo es que tú sobreviviste? ¿Por qué organizaste todo este maldito engaño?

—Alguien tenía que morir. ¿Acaso no lo ves? La Alianza quería a Helen muerta. Pensaron que yo la había matado en el ataque de aquel león, pero ahora saben que no fue así, y como consecuencia Helen se encuentra en grave peligro. Tenemos que desaparecer, ¡todos nosotros!

—¿Qué es la Alianza?

Esterhazy notó que el corazón le latía con fuerza.

—¿Cómo puedo hacer para que lo entiendas? ¿Longitude Pharmaceuticals? ¿Charlie Slade? Todo eso no es más que el principio. Lo que viste en Spanish Island era un simple apunte, una nota a pie de página.

Pendergast permaneció callado.

—La Alianza está cerrando su actividad en Nueva York y borrando sus huellas en Estados Unidos. Los peces gordos van a venir a la ciudad para supervisarlo todo. Es posible que incluso ya hayan llegado.

Pendergast siguió sin decir nada.

—¡Por el amor de Dios, tenemos que seguir adelante! Es la única manera de que Helen consiga sobrevivir. Todo lo que he hecho ha sido para que siguiera con vida, porque... —Hizo una pausa—. Incluso sacrifiqué a mi otra hermana, por muy descerebrada que fuera. Tienes que entenderlo. Esto ya no te concierne solo a ti y a Helen. Es algo mucho mayor. Te lo explicaré, pero ahora tenemos que salvar a Helen. —Su voz se convirtió en un sollozo que contuvo rápidamente—. ¿No entiendes que es la única manera?

Pendergast se levantó y apartó la pistola.

Pero Constance, que hasta ese momento había permanecido en silencio, habló:

—No confíes en este hombre, Aloysius.

—Su emoción es genuina. No está mintiendo.

Pendergast se puso al timón, aceleró y tomó rumbo nordeste, hacia Fire Island. Luego se volvió hacia Esterhazy.

—Cuando lleguemos a tierra, me llevarás directamente con Helen.

Esterhazy vaciló.

—No es tan sencillo.

—¿Por qué no?

—Durante todos estos años la he instruido para que tome todo tipo de precauciones. Las mismas precauciones que le salvaron la vida en África. Una llamada telefónica no bastará, y tomarla por sorpresa podría ser demasiado peligroso. Tengo que ir a verla personalmente... y entonces la llevaré hasta ti.

—¿Tienes un plan?

—Todavía no. Debemos encontrar la manera de delatar y destruir a la Alianza. Son ellos o nosotros. Helen y yo sabemos mucho sobre la organización, y tú eres un fenómeno en estrategia. Juntos podemos conseguirlo.

Pendergast pareció meditarlo.

—¿Cuánto tiempo necesitas para llegar hasta ella?

—Dieciséis horas, puede que dieciocho. Deberíamos encontrarnos en un lugar público, donde la Alianza no se atreva a intervenir, y desde allí ocultarnos rápidamente.

—Está mintiendo, Aloysius —murmuró Constance—. Miente para salvar su miserable vida.

Pendergast le acarició una mano.

—Tienes razón en cuanto a que su instinto de supervivencia es excesivo, pero sigo creyendo que dice la verdad.

La joven no dijo nada. Pendergast prosiguió.

—Mi piso del Dakota cuenta con una zona de seguridad y dispone de una puerta trasera secreta por donde se puede entrar y salir sin ser visto. En Central Park, delante del Dakota, hay un espacio público llamado Conservatory Water, es un estanque adonde la gente lleva sus barcos en miniatura. ¿Lo conoces?

Esterhazy asintió.

—No está lejos del zoo —añadió Constance con sarcasmo.

—Estaré esperando delante del Kerbs Boathouse —dijo Pendergast—, mañana a las seis de la tarde. ¿Podrás llevar a Helen a esa hora?

Esterhazy miró su reloj: pasaban de las once.

—Sí.

—El traslado llevará cinco minutos. El Dakota está al otro lado del parque.

Esterhazy vio a lo lejos el débil parpadeo de la luz de Moriches Inlet y el perfil de las Dunas de Cupsogue, blancas como la nieve a la luz de la luna. Pendergast viró el bote en esa dirección.

—Judson... —dijo en voz baja.

Esterhazy se volvió hacia él.

—¿Sí?

—Creo que me has dicho la verdad. Sin embargo, este asunto me afecta tanto que es posible que me equivoque. Constance así lo cree. Llevarás a Helen hasta mí, como hemos planeado, o de lo contrario, parafraseando a Thomas Hobbes, lo que te quede de vida en este mundo será desagradable, brutal y breve.

Capítulo 79

Nueva York

Corrie había pasado buena parte de la tarde ayudando a su nueva amiga a limpiar la casa y a cocinar una bandeja de lasaña, todo ello sin quitar ojo al edificio de al lado. A las ocho y media, Maggie se había ido a trabajar al club de jazz y no volvería hasta las dos de la mañana.

En ese momento era casi medianoche y Corrie estaba apurando su tercera taza de café en la diminuta cocina mientras contemplaba su equipo. Había leído y releído su viejo ejemplar de un clásico de la literatura
underground, MIT. Guide to Lock Picking,
pero temía que las cerraduras y candados de la casa tuvieran barriletes de acero y fueran inviolables.

Además, había visto que contaba con un sistema de alarma. Eso significaba que, aunque lograra forzar la cerradura, al abrir la puerta se dispararía la alarma, y lo mismo pasaría con las ventanas. Y para colmo, a pesar del aspecto decrépito de la casa, seguramente había detectores de movimiento repartidos por su interior. O quizá no. No podía saberlo hasta que estuviera dentro.

«¿Dentro?» ¿De verdad iba a hacerlo? Al principio había decidido que se limitaría a realizar un reconocimiento exterior; pero a lo largo de la tarde sus planes habían ido cambiando de manera inconsciente. ¿Por qué? Había prometido a Pendergast que se mantendría apartada del caso, pero lo cierto era que su intuición le decía que el agente del FBI no era consciente de la magnitud del peligro al que se enfrentaba. ¿Acaso sabía lo que esos traficantes de droga habían hecho con el pobre Betterton y con los Brodie? Eran mala gente, muy mala.

En cuanto a ella..., no era ninguna tonta. No haría nada que pudiera ponerla en peligro. La casa del 428 de East End Avenue daba la impresión de hallarse desierta: ni había luz en su interior ni había visto a nadie entrar o salir de ella.

No iba a romper la promesa que le había hecho a Pendergast. No iba a meterse en líos con unos traficantes de droga. Lo único que haría sería meter la nariz en aquella casa, husmear un poco y largarse. A la primera señal de peligro, por insignificante que fuera, pondría los pies en polvorosa. Si encontrara algo importante, se lo llevaría a ese presuntuoso chófer, Proctor, para que se lo hiciera llegar a Pendergast.

Miró el reloj. Las doce de la noche. No tenía sentido esperar más. Recogió su conjunto de ganzúas y lo guardó en la mochila con el resto de sus cosas: un taladro portátil con brocas para vidrio, madera y hormigón, un cortavidrios, ventosas, cables, pelacables, herramientas, un espejo dental, una media para el rostro en caso de que hubiera cámaras, guantes, una cachiporra, aceite para cerraduras, trapos, cinta americana, pintura en espray y dos teléfonos móviles, uno de ellos escondido en su bota.

Sintió cierta emoción. Iba a ser divertido. En Medicine Creek había realizado incursiones similares y no le parecía mala idea practicar un poco para no perder técnica. Por un momento se preguntó si lo suyo era hacer carrera en las fuerzas del orden o al otro lado de la ley... Lo cierto era que muchos de los que trabajaban para las fuerzas del orden sentían una perversa atracción por el mundo del crimen. Pendergast, sin ir más lejos.

Salió al pequeño patio trasero, el cual estaba rodeado por un muro de ladrillo de dos metros y medio de altura. El jardín estaba lleno de malas hierbas, y había unos cuantos muebles de exterior de hierro fundido. Las luces de las ventanas traseras de los edificios arrojaban la claridad suficiente para que pudiera ver sin ser vista.

Escogió el tramo más oscuro del muro que daba al número 428, colocó allí una mesa, trepó a ella, saltó al otro lado y cayó en el jardín de la casa abandonada. Estaba lleno de maleza, con ailantos y zumaques: una cobertura perfecta. Encontró una vieja y tambaleante mesa y la apoyó contra la pared en el punto por donde había entrado. Luego se abrió paso entre la maleza hasta la parte trasera de la casa. Dentro no se veían luces ni se apreciaba actividad alguna.

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