Se quedó allí, agarrado al casco, por debajo del nivel del puente principal, escuchando atentamente. De nuevo el intercomunicador le decía todo lo que necesitaba saber.
Esterhazy caminaba arriba y abajo por la sala de máquinas, consciente de que la creciente sensación de caos y miedo reflejaba su agitación interior.
¿Cómo demonios lo estaba haciendo Pendergast? Era como si les leyera el pensamiento...
Y entonces, de repente, lo comprendió. «¡Claro!» Era de lo más sencillo... Y eso le dio una idea.
Habló por primera vez a través de su radio portátil.
—Soy Esterhazy. Lleven a la chica a la cubierta de proa. ¿Me oyen? Llévenla rápidamente. Tenemos que deshacernos de ella. Ahora solo es un obstáculo para nosotros.
Apagó el intercomunicador e indicó con un gesto a Falkoner que no utilizara el suyo.
—¿Qué demonios pretende? —preguntó este en voz baja—. ¿A quién le ha dicho eso? No podemos deshacernos de la mujer, ¡perderíamos todo nuestro poder de coacción!
Esterhazy lo interrumpió con otro gesto.
—Pendergast tiene una radio. Así es como ha logrado anticiparse a todos nuestros movimientos. Ese hijo de puta tiene una radio.
El rostro de Falkoner se iluminó.
—Usted y yo iremos arriba. Lo pillaremos por sorpresa cuando vaya a proa a rescatar a la chica. Deprisa. Tenemos que reunir a todos los hombres que podamos.
Salieron de la sala de máquinas y con las armas preparadas, subieron por la escalerilla, cruzaron la cocina y emergieron por una escotilla. Allí los esperaba Schultz con un subfusil.
—Ha habido un tiroteo en la cubierta superior... —empezó a decir, pero Falkoner lo hizo callar con un gesto brusco.
—Venga con nosotros —susurró.
Los tres se dirigieron rápida y silenciosamente hacia la cubierta de proa y se agazaparon tras los contenedores de los salvavidas. Menos de un minuto más tarde, una figura vestida de negro saltó la barandilla del lado de estribor, ágil como un murciélago, y se pegó a la pared de la cabina.
Schultz apuntó.
—Deje que se acerque —susurró Falkoner—. Espere hasta estar seguro.
Sin embargo, no ocurrió nada. Pendergast no se movió de su posición.
—Nos ha visto —murmuró Falkoner.
—No —repuso Esterhazy—. Espere.
Al cabo de unos minutos, de repente la figura salió de su escondite y cruzó a todo correr la cubierta.
Schultz disparó una ráfaga que dio en el muro de la cabina, y la figura se agachó tras un pescante, utilizando el refuerzo de acero para cubrirse.
El juego se había acabado. Falkoner disparó, y sus proyectiles rebotaron ruidosamente en el armazón de acero con una lluvia de chispas.
—¡Lo tenemos inmovilizado! —gritó, disparando de nuevo—. No puede salir de su escondite. Tengan cuidado de a quién disparan.
Un disparo salió de detrás del pescante a modo de respuesta y todos se agacharon. Aprovechando aquella momentánea distracción, la figura de negro salió de donde estaba y voló literalmente por los aires, lanzándose de cabeza por encima de la barandilla y desapareciendo por el otro lado. Falkoner, Schultz y Esterhazy dispararon demasiado tarde.
—Lo tiene claro —dijo Schultz—. Con lo fría que está el agua, en quince minutos estará muerto.
—No esté tan seguro —replicó Esterhazy, acercándose a ellos y mirando hacia popa. El negro mar se extendía en todas direcciones, tumultuoso y frío, la estela del barco se difuminaba hasta la nada—. Volverá a subir a bordo utilizando la plataforma de baño.
Falkoner lo miró fijamente y por primera vez apareció una grieta en su frialdad sobrenatural: a pesar del frío, unas gotas de sudor le perlaban la frente.
—Entonces iremos a popa y nos lo cargaremos cuando suba.
—Demasiado tarde —dijo Esterhazy—. A la velocidad que vamos, ya está a bordo, esperando que hagamos justo eso.
Pendergast se agachó tras la popa y aguardó a que sus atacantes aparecieran. La breve inmersión había estropeado el intercomunicador. Una lástima, pero después de los últimos acontecimientos había dejado de ser útil. Lo arrojó por la borda. El yate seguía navegando y cruzó los Narrows. El puente de Verrazano brillaba cuando pasaron bajo él. Las luces de sus arcos se fueron desvaneciendo a medida que el
Vergeltung
salió de la bahía y se adentró en mar abierto.
Pendergast siguió esperando.
Falkoner se volvió hacia Esterhazy.
—Todavía podemos acabar con él —dijo—. Tenemos media docena de hombres armados hasta los dientes. Los reuniremos a todos y haremos un ataque frontal.
—Dudo que le queden tantos hombres. ¿Es que no lo ve? Nos está liquidando uno a uno. Ningún ataque a lo bruto funcionará. Tenemos que ser más listos que él.
Falkoner lo miró fijamente, tenía la respiración agitada.
La verdad era que Esterhazy había estado pensando frenéticamente desde que habían salido de la sala de máquinas. Pero las cosas habían ido demasiado rápido, simplemente no había tiempo. Pendergast y Constance estaban...
«Constance.» Sí..., eso podía funcionar.
Se volvió hacia Falkoner.
—La treta con la mujer le ha hecho salir de su escondite. Ese es su punto vulnerable.
—Pero no volverá a funcionar.
—Sí, funcionará. Esta vez utilizaremos de verdad a la mujer.
Falkoner frunció el entrecejo.
—¿Para qué?
—Conozco a Pendergast. Créame, dará resultado.
Falkoner lo miró y se limpió el sudor de la frente.
—De acuerdo. Vaya a buscar a la mujer. Yo los esperaré aquí, con Schultz.
Un corto pasillo enlazaba la sala de máquinas con la bodega de proa. Esterhazy llegó al final de la escalerilla, corrió por el pasillo, abrió la puerta, entró, la cerró a su espalda y la atrancó. Ninguna ganzúa podría abrirla.
El suelo estaba impoluto tras el asesinato del periodista el día anterior; la lona había desaparecido. Se acercó a la escotilla que había al fondo de la bodega en forma de «V», la desbloqueó y la levantó. El rostro de la joven lo miró desde la penumbra de la sentina: el pelo apelmazado, el rostro sucio de gasoil. Cuando la luz le iluminó los ojos, a Esterhazy le sorprendió una vez más el poderoso odio que vio en ellos. Era una expresión de lo más perturbadora, una expresión que hablaba de una violencia insondable, latente bajo una apariencia de fría calma. Estaba amordazada; Esterhazy se sintió aliviado por el hecho de que no pudiera hablar.
—La voy a sacar. Por favor, no se resista.
Se guardó la pistola en el cinturón, alargó una mano, la agarró del pelo y la cogió por los hombros con la otra. Estaba maniatada y amordazada, pero podía forcejear. Esterhazy consiguió sacarla de la sentina; la torva mirada de Constance seguía clavada en él. La empujó hacia la puerta, se detuvo un momento y aguzó el oído. Luego, usándola como escudo por si acaso se topaba con Pendergast, desatrancó la puerta y la hizo salir fuera clavándole la pistola en la nuca. El pasillo estaba desierto.
—Camine —le ordenó.
Esterhazy la guió hasta la escalerilla de proa. Subieron y salieron a la cubierta. El barco navegaba entre un mar rizado y con fuerte viento de cara. Las luces de Nueva York no eran más que una distante claridad, y las del puente Verrazano se perdían en la oscuridad. Notó el cabeceo del yate. Navegaban en aguas abiertas.
Falkoner estaba aún más pálido que antes.
—Nadie sabe nada de Baumann ni de Eberstark —dijo—. Y mire lo que le ha pasado a Nast. —Señalaba la barandilla del puente principal, donde un cuerpo colgaba inerte y chorreaba sangre.
—Debemos darnos prisa —repuso Esterhazy—. Sigan mis órdenes.
Falkoner asintió.
—Sujétenla fuerte y tengan mucho cuidado, la voy a desatar.
Los dos hombres agarraron a Constance, que había dejado de resistirse. Esterhazy le cortó las ligaduras de las muñecas y le quitó la cinta adhesiva de la boca.
—Lo mataré por lo que ha hecho —le dijo en el acto la joven.
Esterhazy se volvió hacia Falkoner.
—Vamos a lanzarla por la borda.
Falkoner parecía sorprendido.
—En ese caso nos quedaremos sin nuestra principal ventaja...
—Todo lo contrario.
—¡Es una chiflada! No arriesgará su vida por ella. Dejará que se ahogue.
—Me equivoqué —dijo Esterhazy—. No está loca, en absoluto. Pendergast cuida de ella, y mucho. Diga al capitán que marque un punto de paso en el GPS cuando la tiremos. ¡Deprisa!
Acercaron a Constance a la barandilla. De repente ella soltó un grito y empezó a forcejear con fiereza.
—¡No! —exclamó—. ¡No me tiren! ¡No sé...!
Esterhazy se detuvo.
—¿No sabe qué?
—No sé nadar.
Esterhazy soltó una maldición y se volvió hacia Falkoner.
—¡Un salvavidas!
Falkoner cogió un chaleco inflable del contenedor de cubierta. Esterhazy se lo quitó de las manos y se lo dio a Constance.
—Póngaselo.
Ella intentó abrochárselo. Había recobrado su fría compostura, pero las manos le temblaban y no acertaba con el cierre.
—No puedo...
Esterhazy se acercó, abrochó el cierre y se inclinó para ajustarle la cinta.
Con un rápido movimiento, Constance alzó el puño y le asestó en plena barbilla. Esterhazy trastabilló y vio otra vez que la mujer intentaba arrancarle los ojos con las uñas. Se zafó con un gruñido de dolor y la tiró al suelo. Falkoner le propinó un puntapié en el costado, la agarró por el pelo y tiró de ella para levantarla mientras Schultz le sujetaba los brazos y la obligaba a doblarse encima de la barandilla. Constance gritó, agitó la cabeza e intentó morderles.
—¡Tranquilos! —advirtió Esterhazy—. No le hagan daño o nuestro plan no funcionará.
—¡Levantémosla! —gritó Falkoner—. ¡Ya!
Constance se resistió con una fuerza sorprendente.
—¡Al agua! —ordenó el alemán.
La alzaron por encima de la borda y la lanzaron al océano. Constance se hundió en el agua y un momento después resurgió agitando los brazos. Sus gritos se oyeron por encima del ruido del viento y los motores. Luego, desapareció rápidamente en la oscuridad.
Pendergast echó a correr hacia la proa tan pronto como oyó los gritos de Constance. Cuando cruzaba a toda velocidad uno de los pasillos, atisbó un destello blanco en el agua, vio pasar a Constance, y luego desaparecer en la oscuridad tras la estela del barco.
Durante un instante se quedó paralizado por la sorpresa. Entonces lo comprendió.
Oyó una voz procedente de la cubierta de proa: Esterhazy.
—¡Aloysius! —gritó—. ¿Me oyes? Sal con las manos en alto. Ríndete. Si lo haces, daremos media vuelta. De lo contrario, seguiremos navegando. ¡Date prisa!
Pendergast, con su .45 en la mano, no se movió.
—Si quieres que demos la vuelta, sal a donde podamos verte con las manos en alto. Estamos en noviembre..., y sabes mejor que nadie lo fría que está el agua. Le doy quince minutos de vida, veinte como mucho.
Pendergast siguió sin moverse. No podía moverse.
—Tenemos su localización en el GPS —siguió diciendo Esterhazy—. Podemos encontrarla en cuestión de minutos.
Pendergast vaciló durante un último y agónico momento. Casi admiraba el astuto plan de Esterhazy. Entonces levantó las manos y caminó despacio por el costado del barco. Cuando salió a la cubierta de proa, vio a Esterhazy y a los demás de pie con las armas preparadas.
—Camina hacia nosotros, despacio y con las manos por encima de la cabeza.
Obedeció.
Esterhazy se adelantó, le quitó la pistola y se la guardó en el cinturón. Luego lo registró. Fue un registro meticuloso, profesional. Le quitó sus cuchillos, una Walther del .32, paquetes de productos químicos, alambre y varias herramientas. Siguió palpando el forro de la cazadora y encontró más herramientas y objetos cosidos en él.
—Quítatela.
Pendergast obedeció y dejó caer la cazadora en la cubierta.
Esterhazy se volvió hacia los otros.
—Espósenlo, átenlo y amordácenlo. Lo quiero más inmovilizado que una momia.
Uno de los hombres se acercó. Le ató las muñecas a la espalda con una brida de nailon y lo amordazó con cinta americana.
—Túmbese —dijo el otro; hablaba con acento alemán.
Pendergast hizo lo que le decían. Le ataron los tobillos y después le sujetaron con cinta adhesiva las muñecas, los brazos y las piernas, dejándolo boca abajo en la cubierta, incapaz de moverse.
—Muy bien —dijo Esterhazy al alemán—, ahora ordene al capitán que dé media vuelta y recoja a la chica.
—¿Por qué? —objetó el otro—. Ya tenemos lo que queríamos. ¿Qué más nos da?
—Usted quiere que hable, ¿no? ¿Acaso no es esa la razón por la que sigue con vida?
Tras una breve vacilación, el alemán habló con el capitán por el intercomunicador. Al poco, el yate aminoró y empezó a virar.
Esterhazy miró su reloj. Luego se volvió hacia Pendergast.
—Han pasado doce minutos —dijo—. Espero que no hayas gastado demasiado tiempo en decidirte.
Esterhazy cogió un cabo del puente.
—Ayúdeme a atarlo a esas bitas —le dijo a Schultz.
Su mente funcionaba a toda velocidad. Había estado fingiendo coraje y dándose aires de mando, pero bajo aquella fachada estaba muerto de miedo. No tenía más remedio que pensar en la manera de salvar su propio pellejo, pero no se le ocurría nada. «¿Qué pasa, Judson?», le había dicho Falkoner, «¿no confía en nosotros? Me sorprende y me ofende.» Sabía que tenía tantas probabilidades de sobrevivir como el mismo Pendergast.
El yate había dado media vuelta y en ese momento había reducido la velocidad porque se acercaban al punto de ruta. Esterhazy se asomó a la proa y buscó a la joven mientras dos reflectores barrían las tumultuosas aguas desde el puente.
—¡Allí! —gritó cuando una de las luces captó un destello de la tela reflectante del salvavidas.
El yate se situó al instante a sotavento de la joven. Esterhazy corrió a popa, cogió las cintas del salvavidas con un bichero y tiró de Constance hacia la popa. Falkoner se acercó y entre los dos la subieron hasta la plataforma de baño. Luego cargaron con ella y la llevaron al salón principal, donde la dejaron tumbada en el suelo de moqueta.
Estaba semiinconsciente pero todavía respiraba. Esterhazy le tomó el pulso. Era lento e irregular.