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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

Sangre fría (42 page)

BOOK: Sangre fría
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La puerta del jardín era de hierro y tenía una cerradura relativamente nueva. Fue hasta ella agachada, se arrodilló, eligió una ganzúa y la introdujo en la ranura. La movió dentro del barrilete y enseguida comprendió que iba a ser una cerradura difícil de forzar. Quizá no para Pendergast, pero sí para ella.

Más valía buscar una alternativa.

Avanzó pegada a la pared y espió por las ventanas de la planta baja y los sótanos, hasta que finalmente se decidió por la más próxima. Se arrodilló e iluminó el cristal con la linterna. Era opaco de lo sucio que estaba. Lo limpió con el trapo y pudo ver que por dentro la ventana estaba sellada con cinta metálica: la alarma.

Al menos eso era algo que podía solucionar. Insertó una broca de diamante en el taladro portátil e hizo dos agujeros en el cristal, uno por encima de la cinta metálica y otro por debajo, con cuidado de no romper la cinta y cortar el circuito. A continuación peló un cable de cobre y lo pasó por ambos agujeros; utilizó un fino palillo dental para atarlo a la cinta interior, de ese modo se mantenía el circuito cerrado y se desactivaba la alarma del resto de la ventana.

Luego, utilizando nuevamente el taladro, hizo una serie de agujeros en el cristal, trazando una abertura lo bastante grande para pasar por ella. Después recorrió todos los agujeros con el cortavidrios. Acto seguido aplicó varias ventosas al cristal y le dio un golpe seco. El vidrio se rompió limpiamente por la línea de puntos. Lo quitó y lo dejó a un lado.

Dio un paso atrás y observó las ventanas de los edificios vecinos. Nadie parecía haber visto ni oído nada. Echó una mirada a la casa que se alzaba ante ella. Seguía tan silenciosa y oscura como una tumba.

Volvió su atención a la ventana. No le apetecía toparse con sensores de movimiento, así que iluminó el interior con su linterna. Lo único que vio fueron archivadores y pilas de libros. La cinta metálica era un sistema de alarma rudimentario, y se dijo que si había otro dentro de la casa no sería más sofisticado. Utilizando el espejo dental iluminó las cuatro esquinas de la habitación, pero no vio nada que se pareciera a un detector de movimiento ni a una alarma láser.

Metió el brazo por la ventana y lo movió en todas direcciones, preparada para salir corriendo ante cualquier luz roja que apareciera en la oscuridad.

Nada.

«Vale», se dijo. Pasó una pierna por la abertura de la ventana, se deslizó al interior y tiró de su mochila.

Permaneció un momento agachada en la oscuridad, sin moverse, buscando luces parpadeantes o cualquier otro indicio de un sistema de seguridad activado. Todo estaba en silencio.

Cogió una silla y la colocó bajo la ventana, por si tenía que huir precipitadamente. Miró en derredor. La claridad de la luna le permitía ver el contenido de la habitación. Tal como le había parecido desde fuera, era una especie de almacén, lleno de archivadores metálicos, expedientes amarillentos y montones de libros.

Se acercó a la pila de libros más próxima y levantó el polvoriento plástico que la cubría. Un montón de libros encuadernados en cartoné, todos iguales, quedaron al descubierto. En sus tapas duras lucía una gran esvástica negra dentro de un círculo blanco rodeado de rojo.

El libro era
Mein Kampf
y su autor era Adolf Hitler.

Capítulo 80

«Nazis», se dijo Corrie, volviendo a cubrir los libros con el plástico y cuidando de no dejarlo arrugado. Un escalofrío le recorrió la espalda y se sintió paralizada. De repente todo lo que Betterton le había contado parecía encajar: aquella casa databa aproximadamente de la Segunda Guerra Mundial; el barrio había sido un antiguo enclave alemán; el asesino de los Brodie tenía acento alemán. Y ahora eso.

No eran traficantes de droga. Eran nazis que debían de llevar operando en aquella casa desde la Segunda Guerra Mundial. Y habían seguido haciéndolo incluso tras la rendición de Alemania, los juicios de Nuremberg, la ocupación soviética de Alemania del Este y la caída del Muro de Berlín. Parecía increíble, imposible. Todos los nazis de la primera época tenían que estar muertos, así que ¿quién era esa gente y a qué se dedicaba tantos años después?

Si Pendergast no sabía nada de todo aquello —y sospechaba que así era—, ella tenía la obligación de enterarse de cuanto pudiera.

Se movió con gran cautela, el corazón le latía con fuerza. A pesar de que no había visto indicios de actividad ni de que nadie entrara o saliera, cabía la posibilidad de que hubiera gente en la casa. No podía estar segura.

En un rincón había una mesa con equipo electrónico cubierto por un plástico mugriento. Levantó una esquina despacio, sin hacer ruido y se vio contemplando una colección de radios antiguas. A continuación examinó las etiquetas de los archivadores. Estaban en alemán, y ella no sabía esa lengua. Tiró de un cajón al azar, pero estaba cerrado. Sacó sus ganzúas y esa vez la cerradura no se le resistió. En menos de un minuto la había forzado y había abierto el cajón. Nada. El cajón estaba vacío. Sin embargo, a juzgar por las líneas de polvo en los bordes superiores, daba la impresión de que había estado lleno hasta hacía poco.

Forzó unos cuantos más, y todos le confirmaron lo mismo: los papeles que albergaban habían desaparecido, pero se los habían llevado recientemente.

Paseó el haz de la linterna por la habitación y examinó las dos puertas. Una de ellas daba a una escalera que subía al piso de arriba. Se acercó a la otra, cogió el picaporte y la abrió con sumo cuidado, intentando que las oxidadas bisagras chirriaran lo mínimo.

La linterna iluminó un cuarto alicatado de blanco desde el suelo hasta el techo. En el centro había una silla de hierro atornillada al suelo y, bajo ella, un desagüe. Unos grilletes para manos y tobillos colgaban de los brazos y las patas de la silla. En un rincón vio una manguera enrollada alrededor de un grifo oxidado.

Dio un paso atrás, sintió ganas de vomitar. Cerró la puerta y se dirigió hacia la que daba a la escalera. Subió y llegó a un pequeño rellano.

Otra puerta. Aguzó el oído y aguardó, luego giró el picaporte y la entreabrió ligeramente. Un rápido examen con la linterna y el espejo dental le reveló que se trataba de una cocina polvorienta. Abrió la puerta del todo, echó un rápido vistazo a la cocina y luego cruzó despacio hasta un comedor y un recargado salón que había más allá. Estaba decorado al estilo bávaro tradicional: grandes muebles de madera maciza, cornamentas en las paredes, cuadros de paisajes con marcos muy trabajados, estantes con antiguos rifles y carabinas. Una polvorienta cabeza de oso, de colmillos amarillentos y feroces ojos de cristal, dominaba la repisa de la chimenea. Examinó rápidamente los libros de las estanterías y algunos armarios. Todos los libros y documentos estaban en alemán.

Salió al pasillo y se quedó allí, de pie, sin apenas respirar, escuchando con atención. Todo estaba en silencio. Al cabo de un momento se decidió a seguir subiendo, peldaño a peldaño, deteniéndose en cada uno para aguzar el oído. Cuando llegó al siguiente piso, aguardó nuevamente y luego examinó las puertas, todas ellas cerradas. Abrió una al azar. Lo que encontró fue un cuarto en el que solo había un somier, una mesa, una silla y una estantería. Una ventana con barrotes daba al patio de atrás; el cristal estaba roto y vio cristales en el alféizar.

Examinó las otras habitaciones del segundo piso. Eran todas iguales —dormitorios sin apenas muebles—, salvo la última, que resultó ser un polvoriento laboratorio fotográfico y una cámara oscura. Vio varias prensas de imprimir y primitivas fotocopiadoras. En un rincón, apoyadas contra la pared, había planchas de imprimir de cobre de todos los tamaños, algunas de ellas tenían grabados sellos y símbolos de aspecto oficial. Al parecer, aquello había sido un antiguo tinglado dedicado a la falsificación de documentos.

Salió al pasillo y subió al último piso. Se encontró en un vasto desván que había sido dividido en dos espacios. El primero —la habitación en la que se hallaba en ese momento— era muy raro. El suelo estaba cubierto por mullidas alfombras persas. Docenas de gruesas velas habían dejado estalactitas de cera solidificada en los candelabros donde descansaban. En las paredes colgaban negros tapices decorados con extraños símbolos dorados y amarillos, algunos bordados y otros confeccionados con algo que parecía fieltro grueso: hexagramas, símbolos astronómicos, ojos sin párpados, triángulos entrelazados y estrellas de cinco y seis puntas. En la base de uno de aquellos tapices se había estampado una palabra
ARARITA
. En una esquina de la habitación, unos peldaños de mármol conducían a lo que parecía un altar.

Era un lugar espeluznante, de modo que salió. La última habitación y después se marcharía corriendo.

Temblando, abrió la puerta de la segunda habitación del desván. Estaba lleno de estanterías, en su día debía de haber sido una biblioteca o una sala de consulta. Pero en esos momentos los estantes estaban vacíos y las paredes, desnudas, salvo por una raída bandera nazi que colgaba laxa.

En el centro de la estancia vio una gran trituradora industrial de papel de fabricación moderna. Estaba enchufada y parecía extrañamente fuera de lugar en aquel sitio que parecía sacado de un siglo anterior. Apoyados junto a la máquina había docenas de montones de documentos, y al otro lado, varias bolsas de basura de color negro llenas de papel triturado. En la pared del fondo había un gran armario con las puertas abiertas.

Corrie pensó en los archivadores vacíos de la planta baja y en los desiertos dormitorios. Lo que se hubiera hecho en aquella casa ya era historia: estaban vaciando todo el edificio de cualquier rastro inculpatorio.

Comprendió, con un escalofrío, que si ese trabajo todavía no había terminado, podría reanudarse en cualquier momento.

Los documentos que tenía ante sí eran los últimos que quedaban en la casa. Sin duda Pendergast desearía verlos. Se acercó al montón rápida y silenciosamente y empezó a examinarlos. La mayoría llevaban fecha de la Segunda Guerra Mundial y estaban en alemán, con sus esvásticas y sus caracteres góticos. Mientras los repasaba, teniendo cuidado de mantenerlos ordenados y apilados, maldijo su total desconocimiento del idioma alemán.

A medida que iba descendiendo en los montones, levantando papeles y examinando solo un par o tres de cada pila, se dio cuenta de que los de abajo eran de fecha más reciente que los de arriba. Dejó los más antiguos y se concentró en los más recientes. Todos estaban en alemán y le resultaba imposible deducir su significado. No obstante, apartó los que parecían más importantes: los que tenían más sellos y otros que llevaban estampado en grandes letras de color rojo:

STRENG GEHEIM

Lo que a sus ojos se parecía mucho a un sello de
alto secreto.

De repente se fijó en el nombre que figuraba en uno de aquellos papeles:
ESTERHAZY. Lo
reconoció de inmediato como el apellido de soltera de la difunta esposa de Pendergast, Helen. El nombre aparecía repetido varias veces, y también en las páginas siguientes. Las cogió todas y las metió en su mochila.

Siguió mirando y encontró una serie de documentos que no estaban en alemán, sino en español y —supuso— portugués. Sabía algo de español; la mayoría eran facturas, listas de gastos y reembolsos, junto con una serie de expedientes médicos donde el nombre de los pacientes había sido borrado o sustituido por iniciales. Guardó los que creyó más importantes en su mochila, que parecía a punto de reventar.

Oyó crujir el parquet.

Se quedó muy quieta, una descarga de adrenalina le recorrió el cuerpo. Aguzó el oído. Nada más.

Muy despacio, cerró su mochila y se levantó con cuidado de no hacer ruido. Por la rendija de la puerta, ligeramente entreabierta, se colaba un poco de luz. Aguardó y, al cabo de un momento, oyó otro crujido. Fue apenas audible, como el que haría alguien que caminara con mucho sigilo.

Estaba acorralada en el desván. La única vía de escape era la escalera que llevaba a los pisos inferiores. No había ventanas ni sitio alguno adonde ir. Pero dejarse arrastrar por el pánico sería un error; tal vez todo había sido cosa de su desbordante imaginación. Esperó con todos los sentidos alerta.

Otro crujido, más fuerte y más cerca. De imaginación, nada: había alguien más en la casa... y estaba subiendo la escalera. Con los nervios tras encontrar esos papeles se había olvidado de no hacer ningún ruido. Se preguntó si quien estuviera en la escalera la habría oído.

Cruzó la habitación con mucho cuidado y fue hasta el armario abierto que había al fondo. Logró meterse dentro sin que la madera crujiera, cerró un poco las puertas y permaneció inmóvil en la oscuridad. El corazón le latía tan desbocadamente que temió que el intruso lo oyera.

Otro crujido, y luego un leve gruñido. Alguien estaba abriendo la puerta de esa habitación. Casi sin atreverse a respirar, atisbo fuera del armario. Tras un largo silencio, una figura entró en la habitación.

Corrie contuvo la respiración. Era un hombre vestido de negro, llevaba gafas redondas de cristales ahumados y tenía el rostro en sombras. ¿Un ladrón?

Caminó hasta el centro de la estancia, permaneció muy quieto durante unos segundos y luego sacó una pistola. Se volvió, levantó el arma y apuntó hacia el armario.

Corrie empezó a rebuscar desesperadamente en su mochila.

—Haga el favor de salir —dijo una voz con un acento muy marcado.

Tras unos segundos, Corrie se levantó y abrió las puertas del armario.

El hombre sonrió. Quitó el seguro de la pistola y apuntó.

—Auf Wiederseben —
dijo.

Capítulo 81

El agente especial Pendergast estaba sentado en un sofá de cuero del salón de su piso del Dakota. El corte de la mejilla no era más que una delgada línea carmesí. Constance Greene, vestida con un suéter blanco de cachemira y una falda plisada de color coral, estaba sentada a su lado. Los apliques de ágata en forma de concha situados bajo las molduras del techo bañaban la sala con una luz suave. El salón carecía de ventanas. Tres de sus paredes estaban pintadas de color cereza. La cuarta era toda de mármol negro, por el que caía una fina capa de agua que gorgoteaba suavemente en el pequeño estanque de la base, donde flotaban racimos de capullos de loto.

En la mesa de centro, de madera de palo morado de Brasil, había una tetera de hierro y dos tazas medio llenas de un líquido verdoso. Constance y Pendergast conversaban en una voz apenas audible por encima del susurro de la cascada.

BOOK: Sangre fría
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