Sangre fría (43 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Policíaco

BOOK: Sangre fría
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—Sigo sin entender por qué anoche lo dejaste ir —decía Constance—. No creo que confíes en él.

—No confío en él —repuso Pendergast—, pero en este asunto sí, le creo. En el Foulmire me dijo la verdad sobre Helen y ahora también me ha dicho la verdad. Además... —Pendergast bajó la voz aún más—, sabe que si no cumple su palabra acabaré con él. De una forma o de otra.

—Si no lo haces tú, lo haré yo —concluyó Constance.

Pendergast observó a su pupila. Una chispa de odio centelleó brevemente en sus ojos. Había visto esa chispa con anterioridad, y comprendió enseguida que iba a suponer un grave problema.

—Son las cinco y media —dijo Constance mirando su reloj—. Dentro de media hora... —Hizo una pausa y añadió—: ¿Cómo te sientes, Aloysius?

Pendergast tardó unos segundos en contestar. Se removió en el sofá.

—Debo confesar que siento una desagradable ansiedad.

Constance lo miró con preocupación.

—Después de doce años..., si resulta que es cierto que tu... tu esposa ha burlado a la muerte, ¿por qué nunca se ha puesto en contacto contigo? Perdóname, Aloysius, ¿por qué este engaño tan largo y monstruoso?

—No lo sé, solo puedo conjeturar que tiene algo que ver con esa Alianza que Judson mencionó.

—Y si sigue con vida... ¿Tú aún estarías enamorado de ella? —Constance se ruborizó ligeramente y bajó la mirada.

—Eso tampoco lo sé. —Pendergast contestó en una voz tan baja que ella apenas lo oyó.

El teléfono que había sobre la mesa sonó, y Pendergast lo cogió.

—Diga...

Escuchó un momento, luego volvió a colgar el auricular y se volvió hacia Constance.

—El teniente D'Agosta está subiendo en el ascensor. —Hizo una pausa antes de continuar—. Constance, tengo que pedirte algo: si en algún momento sientes desconfianza o no soportas estar más tiempo encerrada, házmelo saber y yo iré a buscar al niño y aclararé todo este asunto. No estamos obligados a... seguir el plan.

Ella lo hizo callar con un gesto cariñoso; su rostro se suavizó.

—Tenemos que seguir el plan. Además, me alegra volver a Mount Mercy. Es curioso pero me siento cómoda allí. A salvo de las incertidumbres y del barullo del mundo exterior. Pero te diré una cosa: ahora me doy cuenta de que me equivoqué..., me equivoqué al considerar al niño como al hijo de tu hermano. Desde el primer momento tendría que haber pensado en él como en el sobrino de mi... mi muy querido tutor —añadió dándole un cariñoso apretón en la mano.

Sonó el timbre. Pendergast se levantó y fue a abrir. D'Agosta estaba en la puerta con rostro demacrado.

—Gracias por venir, Vincent. ¿Está todo preparado?

El policía asintió.

—El coche espera abajo. He avisado al doctor Ostrom de que Constance está en camino. Un poco más y el cabrón se desmaya de puro alivio.

Pendergast sacó un abrigo de vicuña de un armario y se lo puso. Luego ayudó a Constance a ponerse su abrigo.

—Vincent, te ruego que te asegures de que el doctor Ostrom ha comprendido que Constance regresa por voluntad propia y que su salida del hospital no fue una huida sino un secuestro perpetrado por ese impostor de Poole, al que seguimos buscando aunque con pocas esperanzas.

D'Agosta asintió.

—Me ocuparé de que lo entienda.

Salieron del piso y entraron en el ascensor que los esperaba.

—Cuando lleguéis a Mount Mercy —prosiguió Pendergast—, comprueba que le asignan su antigua habitación y que le devuelven todos sus libros, muebles y pertenencias. Si no, protesta airadamente.

—No te preocupes, montaré la de Dios.

—Gracias, mi querido Vincent.

—Pero escucha, ¿no crees que debería acompañarte? Aunque solo sea por precaución...

Pendergast meneó la cabeza.

—En cualquier otra circunstancia aceptaría tu ayuda, Vincent, pero la seguridad de Constance es demasiado importante. Supongo que vas armado, ¿verdad?

—Por supuesto.

El ascensor llegó a la planta baja y las puertas se abrieron con un siseo. Salieron al vestíbulo del lado sudoeste y atravesaron el patio interior.

D'Agosta frunció el entrecejo.

—Esterhazy puede haberte tendido una trampa.

—Lo dudo, pero he tomado precauciones por si alguien intentara interrumpirnos.

Pasaron bajo el arco de entrada y salieron a la calle Setenta y dos. Un coche sin distintivos esperaba con el motor en marcha junto a la garita del portero. Al volante iba un policía de uniforme. D'Agosta miró la calle en ambas direcciones y después abrió la puerta de atrás para Constance.

La joven se volvió hacia Pendergast y lo besó suavemente en la mejilla.

—Cuídate, Aloysius —susurró.

—Iré a verte en cuanto pueda —le dijo él.

Constance le dio un último apretón en la mano y subió al asiento trasero del coche.

D'Agosta cerró la puerta y, antes de subir por el otro lado, lazó una mirada a Pendergast.

—Cuida tu culo, socio.

—Haré todo lo posible por seguir tu consejo, en sentido metafórico, desde luego.

D'Agosta subió al coche y este se mezcló con el tráfico.

Pendergast lo observó alejarse con las últimas luces del atardecer. Luego metió la mano en el bolsillo de su americana, sacó un intercomunicador Bluetooth y se lo colocó en el oído. Tras hundir las manos en los bolsillos del abrigo, cruzó la calle, entró en Central Park y se internó en el sendero que conducía a Conservatory Water.

Capítulo 82

A las seis menos cinco de la tarde, Central Park parecía envuelto en el embriagador hechizo de una pintura de Magritte: el cielo era pura luz, mientras que los árboles y los senderos estaban sumidos en las sombras del crepúsculo. El pulso de la ciudad había aminorado con la llegada del atardecer. Los taxis corrían por la Quinta Avenida, demasiado perezosos incluso para hacer sonar el claxon.

El Kerbs Memorial Boathouse se alzaba con su combinación de ladrillo rojo y cobre verdegrís junto al Conservatory Water, cuya superficie estaba lisa como un espejo. Más allá, tras una hilera de árboles adornados con los colores del otoño, se extendía la monolítica Quinta Avenida, cuyas fachadas de piedra teñía de rosa el resplandor del atardecer.

El agente especial Pendergast caminó entre los cerezos de Pilgrim Hill y se detuvo un momento al amparo de su sombra para contemplar el cobertizo para botes y sus alrededores. Era una tarde de otoño inusualmente cálida. El ovalado estanque estaba en calma, su superficie reflejaba los tonos bermellones y carmesíes del cielo. El café contiguo al embarcadero ya había cerrado sus puertas; allí solo quedaban unos pocos aprendices de capitán de yate que, arrodillados junto al agua, dirigían sus barcos en miniatura. A su lado, unos cuantos niños, sentados o tumbados, agitaban el agua con las manos mientras miraban los barquitos.

Pendergast rodeó lentamente el estanque, dejó atrás la estatua de
Alicia en el país de las maravillas
y se acercó al cobertizo para botes. Junto al pretil de piedra que rodeaba el estanque, un violinista, con la caja del instrumento abierta a sus pies, tocaba
Cuentos de los bosques de Viena
con más
rubato
del que convenía a esa música. Sentada en uno de los bancos próximos al cobertizo, una joven pareja, cogida de las manos, hablaba en susurros y se hacía carantoñas; había dos mochilas idénticas junto a ellos. En el banco siguiente estaba Proctor, vestido con un traje gris y aparentemente enfrascado en la lectura de
The Wall Street Journal.
Un vendedor de castañas y
pretzels
recogía su carrito, y a la sombra de unos rododendros, más allá del cobertizo, un mendigo se preparaba para pasar la noche en su caja de cartón. Algunos peatones caminaban por los senderos que llevaban a la Quinta Avenida.

Pendergast tocó el intercomunicador que llevaba en el oído.

—Proctor...

—¿Sí, señor?

—¿Has visto algo raro?

—No, señor. Todo está tranquilo. Un par de tortolitos de lo más acaramelados. Un mendigo que ha rebañado un cubo de basura en busca de su cena y que se dispone a pasar la noche en compañía de una botella. Unos alumnos de arte han estado pintando el lago, pero ya hace un cuarto de hora que se marcharon. Los últimos aficionados a los barquitos están recogiendo los bártulos. Parece que todo el mundo se marcha.

—Muy bien.

Mientras hablaban, Pendergast había cerrado involuntariamente las manos. Las abrió, flexionó los dedos y logró reducir el ritmo de sus latidos cardíacos a un nivel normal. Respiró hondo, salió al descubierto y se encaminó hacia el pretil que rodeaba Conservatory Water.

Miró la hora: las seis en punto. Echó un vistazo alrededor... y de pronto se quedó muy quieto.

Dos figuras se acercaban desde la fuente de Bethesda, irreconocibles bajo la oscura bóveda de los árboles. Mientras las miraba fijamente, cruzaron el East Drive y siguieron acercándose, dejando atrás Trefoil Arch y la estatua de Hans Christian Andersen. Él aguardó; las manos en los costados; sus movimientos, lentos y naturales. Cerca de él, un niño rió con alegría cuando dos veleros que regresaban a la orilla chocaron.

Las figuras, recortadas contra el cielo del atardecer, se detuvieron en la otra punta de Conservatory Water, miraban hacia donde él estaba. Una era un hombre; la otra, una mujer. Cuando empezaron a caminar de nuevo, rodeando el lago en su dirección, Pendergast apreció algo en la forma de moverse de la mujer—su porte, el movimiento de sus miembros al caminar— que casi le paralizó el corazón. Todo a su alrededor —la pareja de novios, los niños y los barcos, el violinista, el mendigo, todo— se esfumó mientras la miraba. Cuando giraron en el extremo del estanque y atravesaron una zona bañada por el sol del atardecer, las facciones de la mujer quedaron claramente a la vista.

El tiempo pareció detenerse bruscamente. Pendergast no podía moverse. Ella, tras un instante de pausa, se separó del hombre y se acercó a él con paso vacilante.

¿Era realmente Helen? El abundante cabello castaño era el mismo... más corto pero tan lustroso como él lo recordaba. Estaba tan delgada como cuando la había visto por primera vez, quizá un poco más incluso, y se movía con la misma gracia de antaño. Pero a medida que se acercaba apreció algunos cambios. Patas de gallo en las comisuras de sus ojos azul-violeta; ojos que lo habían mirado sin vida aquel terrible día entre los árboles de quinina. Su piel, siempre broncínea y ligeramente pecosa, se había tornado pálida, casi macilenta. Y la autoconfianza que siempre había irradiado como si fuera el mismísimo sol había sido reemplazada por la actitud cautelosa de quien ha sufrido los embates de la vida.

La mujer se detuvo a un par de pasos de Pendergast y ambos se miraron a los ojos.

—¿De verdad eres tú? —preguntó él con voz ronca.

La mujer intentó sonreír, pero fue una sonrisa melancólica, casi triste.

—Lo siento, Aloysius. No sabes cuánto lo siento.

Cuando la oyó hablar, cuando escuchó aquella voz que solo rescataba en sus sueños, Pendergast experimentó una nueva sacudida interior. Por primera vez en su vida perdió el dominio de sí mismo; era incapaz de pensar, incapaz de articular palabra.

Ella se acercó y con la punta de un dedo le acarició el corte de la mejilla. Luego miró por encima de su hombro, hacia el este, y señaló.

Pendergast se volvió en la dirección del gesto: hacia los árboles y la Quinta Avenida. Allí, enmarcada por los imponentes edificios, se alzaba una luna redonda y amarilla.

—Mira —susurró ella—, después de tantos años, seguimos teniendo nuestro amanecer de luna llena.

Ese había sido siempre su secreto: se habían conocido bajo la luna llena y, en los breves años que siguieron, asumieron como deber inexcusable estar juntos, los dos solos, una vez al mes, para contemplar la salida de la luna llena.

Aquello bastó para convencer a Pendergast de lo que su corazón ya sabía: era Helen.

Capítulo 83

Judson Esterhazy se había mantenido a una prudente distancia de la pareja, se situó bajo el alero del cobertizo para botes y esperó, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, mientras observaba la tranquila escena. El violinista acabó el vals y empezó a tocar una versión sentimental de «Moon River».

Su miedo hacia la Alianza había cedido ligeramente. Ahora sabían que Helen estaba viva y eran muy poderosos; pero él había encontrado en Pendergast un poderoso aliado. A partir de ese instante todo iría bien.

A unos metros de distancia, el último navegante que quedaba había sacado su barco del agua y lo estaba desmontando, guardando las distintas piezas en una maleta de aluminio con compartimientos de espuma recortada. Esterhazy observó a Pendergast y a Helen caminar por la orilla del lago y, por primera vez en su vida, experimentó una sensación de alivio inmensa: por fin había hallado una salida al laberinto de maldad en el que se había visto atrapado desde niño. Todo había ocurrido tan deprisa que le costaba creerlo. Casi se sentía renacer.

Sin embargo, a pesar de la bucólica escena, no podía quitarse de encima su viejo y eterno temor. No habría sabido decir por qué..., no había ningún motivo para preocuparse. Era imposible que la Alianza se hubiera enterado del lugar de la cita. Se dijo que su inquietud se había convertido en un hábito.

Empezó a caminar a cierta distancia de la pareja, dejándoles que disfrutaran de aquel breve momento de intimidad. El Dakota estaba cerca del parque, un paseo por caminos conocidos y frecuentados. El murmullo de sus voces le llegó como un susurro a medida que rodeaban el lago.

Cuando se aproximaron nuevamente al cobertizo, Pendergast metió la mano en el bolsillo de su chaqueta. Sacó un anillo: un anillo de oro con un zafiro en forma de estrella.

—¿Lo reconoces? —preguntó.

El rubor cubrió las facciones de Helen.

—Nunca pensé que volvería a verlo.

—Y yo nunca creí que volvería a tener la oportunidad de volver a ponértelo en el dedo. Hasta que Judson me dijo que estabas viva. Yo lo sabía, sabía que me había dicho la verdad..., a pesar de que nadie me creyera.

Alargó el brazo para cogerle la mano izquierda, dispuesto a ponerle el anillo con dedos temblorosos.

Pero cuando alzó el brazo de Helen, se detuvo en seco. Le faltaba la mano izquierda. En su lugar no había más que un muñón surcado por una fea cicatriz.

—Pero ¿por qué tu mano? Pensé que tu hermana...

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