—No —concedió ella.
Hubo una pausa.
—¿Quieres, de verdad, la última tostada, Edmund?
—Me gustaría creer que consideras más importante que yo pueda alimentarme como es debido que contentar a esa bruja dejando que quite la mesa.
—Calla, querido, te oirá. Edmund, ¿en qué consiste exactamente «¿Quién es el asesino?».
—No lo sé muy bien. Te enganchan unos trozos de papel o algo así. No, creo que alguien los saca de un sombrero. Uno hace de víctima y otro de detective. Luego apagan las luces y alguien te toca en el hombro y, entonces, tú gritas, te tumbas en el suelo y te haces el muerto.
—¡Qué emocionante!
—Será aburridísimo. Yo no pienso ir.
—No digas tonterías, Edmund —exclamó Mrs. Swettenham—. Yo voy a ir y tú vas a acompañarme. ¡Está decidido!
—Archie —le dijo Mrs. Easterbrook a su marido—, escucha esto.
El coronel Easterbrook no le hizo el menor caso, enfadado como estaba por un artículo del «The Times».
—Lo malo de esta gente —dijo— es que ninguno de ellos sabe una palabra de la India. ¡Ni una miserable palabra!
—Ya lo sé, querido, ya lo sé.
—Si supieran algo, no escribirían semejante sarta de disparates.
—Sí, lo sé, Archie. Por favor, escucha. Se anuncia un asesinato que se cometerá el viernes 29 de octubre, es decir, hoy, en Little Paddocks, a las seis y media de la tarde. Amigos, acepten este único aviso.
Hizo una pausa triunfal. El coronel Easterbrook la miró con indulgencia, pero sin el menor interés.
—El juego de «¿Quién es el asesino?» —dijo.
—¡Oh!
—No es más que eso. Claro está —reconoció—, que es un juego que puede resultar muy divertido si se hace bien, pero hace falta que lo organice alguien que conozca los entresijos. Se echa a suertes. Uno de los invitados es el asesino, pero nadie sabe quién. Se apagan las luces. El asesino escoge una víctima. La víctima tiene que contar hasta veinte antes de soltar un chillido. La persona a quien le ha tocado ser detective se hace cargo. Interroga a todo el mundo. Dónde estaban, qué hacían, intenta echarle la zancadilla al asesino. Sí, es un juego distraído, si el detective, claro está, sabe algo del trabajo policíaco.
—Como tú, Archie. Tuviste que tratar tantos casos interesantes en tu distrito.
El coronel Easterbrook sonrió y se atusó el bigote.
—Sí, Laura —reconoció—, me atrevo a decir que podría enseñarles un par de cosas.
Y cuadró los hombros.
—Miss Blacklock tendría que haberte pedido que la ayudaras a organizar esa reunión.
El coronel dio un resoplido.
—¡Bah, ya tiene a ese jovenzuelo que pasa una temporada en su casa! Supongo que la idea es suya. Es su sobrino o no sé qué. Curiosa idea, no obstante, la de anunciarlo en el periódico,.
—Y en la columna de PERSONALES. Podríamos no haberlo visto. Supongo que es una invitación, ¿eh, Archie?
—Una invitación bien curiosa. Te diré una cosa: que no cuenten conmigo.
—Oh, Archie.
La voz de Mrs. Easterbrook se alzó en un agudo gemido.
—No han avisado con tiempo. ¿Quién dice que no tengo cosas que hacer?
—Pero no las tienes, ¿verdad, querido? —dijo su esposa con voz persuasiva—. Y creo, Archie, que debieras ir, aunque sólo fuese para ayudar a la pobre miss Blacklock. Estoy segura de que cuenta contigo para que la reunión sea un éxito. Con lo mucho que tú sabes de los métodos y del trabajo de la policía. Va a ser un verdadero fracaso si no vas y les ayudas. Después de todo, hay que ser buenos vecinos.
Mrs. Easterbrook ladeó su cabeza de cabellos rubios teñidos y abrió los ojos de par en par.
—Si lo pones así, Laura...
El coronel se atusó nuevamente el canoso bigote con aire importante, y miró con indulgencia a su mujercita. Mrs. Easterbrook tenía cerca de treinta años menos que su esposo.
—Si lo pones así, Laura... —repitió.
—Creo sinceramente que tu deber es ir, Archie —aseguró Mrs. Easterbrook con solemnidad.
«The Chipping Cleghorn Gazette» también había llegado a Boulders, las tres pintorescas casitas convertidas en una y habitadas por miss Hinchcliffe y miss Murgatroyd.
—¿Hinch?
—¿Qué pasa, Murgatroyd?
—¿Dónde estás?
—En el gallinero.
—¡Oh!
Miss Amy Murgatroyd se acercó a su amiga, caminando con cuidado entre la alta y húmeda hierba. La amiga, enfundada en un pantalón de pana y una guerrera militar, estaba mezclando puñados de harina con las humeantes pieles de patatas y los tronchos de col hervidos en un barreño que despedía un olor repugnante.
Volvió su cabeza, mostrando un rostro curtido por el sol y el viento, y el corte masculino de su pelo.
Miss Murgatroyd, obesa y afable, lucía una falda de mezclilla a cuadros y un informe suéter de un brillante azul. Su pelo canoso parecía un nido de pájaros y la mujer jadeaba un poco.
—En «The Gazette» —jadeó—. Escucha: ¿qué puede significar? Se anuncia un asesinato que se cometerá el viernes 29 de octubre en Little Paddocks, a las seis y media de la tarde. Amigos, acepten este único aviso.
Calló, sin aliento, al terminar de leer, y aguardó algún pronunciamiento experto.
—¡Qué estupidez! —gruñó miss Hinchcliffe.
—Sí, pero ¿qué crees que significa?
—Una copa de algo, por lo menos —contestó miss Hinchcliffe.
—¿Crees que es una invitación?
—Ya descubriremos lo que significa cuando lleguemos allí. Jerez matarratas, supongo. Más vale que salgas de la hierba, Murgatroyd. Aún llevas puestas las zapatillas. Las tienes empapadas.
—¡Ay, Señor! —Miss Murgatroyd se contempló los pies con tristeza—. ¿Cuántos huevos han puesto hoy esas gallinas?
—Siete sólo. Esa maldita gallina sigue clueca, tendré que ponerla a empollar.
—Es una manera un tanto extraña de anunciarlo, ¿verdad? —murmuró Amy Murgatroyd volviendo al tema de antes.
Su voz denotaba cierta nostalgia.
Pero a su amiga, más práctica y más dada a concentrarse en una sola cosa a la vez, lo que le interesaba en aquellos momentos era atender a las recalcitrantes gallinas, y ningún anuncio del periódico, por enigmático que fuese, desviaría su atención.
Miss Hinchcliffe chapoteó por el barro y se abalanzó sobre una gallina moteada, que cacareó ruidosamente y con indignación.
—A mí que me den patos —dijo—. Son mucho menos latosos.
—¡Ah, magnífico! —le comentó Mrs. Harmon a su marido, el reverendo Julian Harmon, mientras desayunaban—. Va a haber un asesinato en casa de miss Blacklock.
—¿Un asesinato? —murmuró el marido con cierta sorpresa—. ¿Cuándo?
—Esta tarde a las seis y media. Oh, ¡qué mala suerte, querido! ¡A esa hora tienes que hacer tus preparativos para la confirmación! No hay derecho. ¡Con lo que a ti te gustan los asesinatos!
—La verdad es que no sé de qué estás hablando, Bunch.
Mrs. Harmon, cuyo cuerpo y cara apreciablemente redondeados habían hecho que se la llamara Bunch
[2]
en vez de Diana, que era su nombre de pila, le entregó «The Gazette».
—Ahí lo tienes. Entre los pianos de ocasión y los dientes postizos.
—¡Qué anuncio más extraordinario!
—¿Verdad que sí? —murmuró Bunch con fruición—. Quién iba a imaginar que a miss Blacklock pudieran interesarle los asesinatos, los juegos y todo eso, ¿eh? Supongo que los jóvenes Simmons la inducirían; aunque me inclino a pensar que Julia Simmons es de las que considerarían el asesinato como algo demasiado burdo. Pero ahí está, y no sabes cuanto siento que no puedas asistir, querido. De todos modos, ya iré yo y te lo contaré después, aunque es un desperdicio porque no me gustan los juegos en la oscuridad. Me asustan y Dios quiera que no me toque a mí ser la víctima. Si alguien me coloca de pronto la mano en el hombro y me susurra: «Está usted muerta», sé que me dará un vuelco tan grande al corazón, que a lo mejor me muero de verdad. ¿Crees que es posible?
—No, Bunch. Creo que vas a vivir y llegar a ser una mujer muy, muy anciana conmigo.
—Y morirnos el mismo día y ser enterrados en la misma fosa. Sería maravilloso.
Bunch mostró una sonrisa de oreja a oreja ante tan agradable perspectiva.
—Pareces sentirte muy feliz, Bunch —dijo el marido sonriendo.
—¿Y quién no lo estaría en mi lugar? —replicó Bunch algo confusa—. Os tengo a ti, a Susan y a Edward, que me queréis tanto, sin importaros que sea estúpida. ¡Y el sol brilla! ¡Y tenemos este bonito caserón para vivir!
El reverendo Julian Harmon echó una mirada al espacioso y desangelado comedor y asintió dubitativo.
—A mucha gente le parecería el colmo tener que vivir en una casa tan grande y con tantas corrientes de aire.
—Bueno, pues a mí me gustan las habitaciones espaciosas. Todos los olores agradables del exterior pueden entrar y quedarse dentro. Y puedo ser desordenada y dejar las cosas tiradas por cualquier parte sin que estorben.
—¿Sin calefacción central ni electrodomésticos que faciliten el trabajo? Es muy pesado para ti, Bunch.
—Oh, no lo creas, Julian. Me levanto a las seis y media, enciendo la caldera y corro de un lado para otro como una locomotora, y a las ocho ya está todo hecho. Y lo tengo todo muy bonito, ¿verdad? Con cera, barniz, lustre y jarrones con hojas secas. En realidad, cuesta el mismo trabajo tener limpia una casa grande que una pequeña. Puedes manejarte mejor y más deprisa con las escobas, los cepillos y la mopa porque no andas tropezando con todo cada vez que das un paso, como ocurre en las habitaciones pequeñas. Y me gusta dormir en una habitación fría bien metida en la cama, asomando sólo la punta de la nariz para saber qué temperatura hay fuera. Y sea cual sea el tamaño de la casa en que una viva, se mondan la misma cantidad de patatas y se friega el mismo número de platos y todo eso. ¿Te das cuenta de lo agradable que les resulta a Susan y a Edward disponer de una habitación grande donde jugar, donde poder montar sus trenes o jugar con las muñecas por todo el suelo, sin necesidad de tener que volver a recogerlo todo? Además, es bonito disponer de sitio de sobra donde poder dejar vivir a otras personas. De lo contrario, Jimmy Symes y Johnny Finch tendrían que vivir con sus suegros. Y tú sabes, Julian, que no es agradable vivir con los suegros. Sé que
tú
quieres mucho a mi madre, pero no te hubiese gustado empezar la vida de casado con ella y con papá. Y tampoco me hubiera gustado a mí. Hubiese seguido sintiéndome una niña.
Julian le sonrió.
—Y aún sigues pareciendo una niña, Bunch.
Era evidente que Julian Harmon había sido el modelo escogido por la naturaleza para los hombres de sesenta años. Aún le faltaban, no obstante, unos veinticinco años para que el propósito de la Naturaleza se realizara.
—Ya sé que soy estúpida.
—No eres estúpida, Bunch, eres muy lista.
—No es verdad. No tengo nada de intelectual. Aunque me esfuerzo por serlo. Y me gusta escucharte cuando me hablas de libros, de historia y de esas cosas. Pero creo que quizá no fuese una buena idea que me leyeras aquellos capítulos de Gibbon
[3]
por la noche, porque cuando sopla un viento frío y se está calentito junto al fuego, Gibbon tiene algo que le hace a una quedarse dormida.
Julian se echó a reír.
—Pero me encanta escucharte, Julian. Cuéntame otra vez la historia del viejo vicario que predicó un sermón sobre Ahasverus
[4].
—Ya te lo sabes de memoria, Bunch.
—Cuéntamelo otra vez, por favor.
El marido la complació.
—Fue el viejo Scrymgour. Un día alguien asomó la cabeza en su iglesia. Él estaba inclinado sobre el pulpito, dirigiendo un fervoroso sermón a un par de viejas criadas. Tenía alzado el brazo. Las amenazaba con el dedo y decía: «¡Ah! ¡Ya sé lo que estáis pensando! Vosotros creéis que el Gran Ahasverus de la Primera Lectura era Artajerjes II. Pues, ¡no, señor!». Y luego, con voz triunfal: «¡Era Artajerjes III!».
A Julian Harmon nunca le había parecido gracioso el cuento, pero nunca dejaba de divertir a Bunch que soltó una alegre carcajada.
—¡Qué vejete tan simpático! —exclamó—. Yo creo que con el tiempo tú serás exactamente igual, Julian.
Julian dio muestras de desasosiego.
—Lo sé —dijo con humildad—. Me doy perfecta cuenta de que no siempre abordo las cosas de la manera más sencilla.
—Yo, en tu lugar, no me preocuparía —le aconsejó Bunch, poniéndose en pie y empezando a amontonar la vajilla en una bandeja—. Mrs. Butt me dijo ayer que su esposo, que nunca iba a la iglesia y pasaba por ser el ateo del pueblo, acude ahora todos los domingos para oírte predicar.
Y prosiguió, imitando bastante bien el tono
súper refinado
de Mrs. Butt.
—«Y por cierto, señora, que Butt le estaba diciendo el otro día a Mr. Timkins, de Little Worsdale, que aquí en Chipping Cleghorn contábamos con auténtica cultura. No como la de Mr. Goss, de Little Worsdale, que le habla a la congregación como si estuviera compuesta de criaturas que no hubiesen recibido ninguna educación. Cultura de verdad, eso es lo que nosotros tenemos. Nuestro vicario es un caballero de gran cultura, educado en Oxford, no en Milchester, y no nos escatima su erudición. Lo sabe todo de los romanos y de los griegos. Y de los babilonios y asirios también. ¡Y hasta el gato de la vicaría lleva el nombre de un rey de Asiria!». Así que si eso no es gloria —terminó diciendo Bunch con aire triunfal—, ¡ya me dirás tú qué es! ¡Cielos! Más vale que me dedique a mis quehaceres o nunca acabaré. Vamos, Tiglath Pileser
[5]
, las espinas de los arenques son para ti.
Abrió la puerta, la mantuvo hábilmente abierta con el pie y salió con la cargada bandeja, cantando en voz alta y con no demasiada armonía una versión propia de una canción de caza:
Hoy es día de matar,
en el sitio y el lugar,
y los guardias del pueblo no están.
El ruido de la vajilla al ser depositada en el fregadero ahogó los siguientes versos, pero al abandonar el reverendo Julian Harmon la casa oyó la triunfante aseveración final:
...¡Así que andando, que hoy toca asesinar!
También en Little Paddocks estaban desayunando. Miss Blacklock, de unos sesenta y tantos años de edad y propietaria de la casa, presidía la mesa. Llevaba un vestido de campo de mezclilla y, con él, cosa que resultaba un tanto incongruente, una gargantilla de grandes perlas falsas. Leía el artículo de Lane Norcott en el «Daily Mail». Julia Simmons ojeaba lánguidamente el «Daily Telegraph». Patrick Simmons consultaba la solución del crucigrama del «The Times». Miss Dora Bunner concentraba toda su atención en la lectura del periódico local.