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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (3 page)

BOOK: Ser Cristiano
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2. ¿LIQUIDACIÓN DE LO CRISTIANO?

El cristianismo ha sido desafiado por el humanismo moderno poscristiano no sólo en el terreno de los hechos. Lo que tras ello se ventila es una cuestión básica, de enorme explosividad tanto teórica como práctica, que es necesario abordar con toda claridad.

a) ¿Ha perdido la Iglesia su alma?

Puesto que las Iglesias cristianas, al menos en teoría, se han humanizado o tratan de humanizarse, puesto que las Iglesias cristianas defienden todo lo humano, que también otros hombres defienden, es inevitable preguntarse: ¿por qué no decidirse abiertamente a romper
de una vez
con todo aislamiento sectario? Así marchan los tiempos: numerosos sindicatos, clubs deportivos y grupos estudiantiles «católicos» han dado por terminada en la época posconciliar su existencia independiente. Los partidos «católicos» se han vuelto simplemente «cristianos», y los «cristianos», «demócratas». ¿Qué razón de ser tiene entonces una Iglesia con pretensiones de originalidad dentro de la comunidad humana? Si ya estamos lo bastante modernizados, avanzados, ilustrados y emancipados, ¿por qué seguir siendo en algunos casos conservadores y tradicionalistas; por qué quedarse, en suma, estancados en el pasado? Breve y claramente dicho:
siendo ya tan humanos, ¿por qué ser, además, cristianos?

Acuciante pregunta es ésta para muchos de los integrados en las Iglesias. Pertinaces fundamentalistas y pietistas medrosos dentro de las Iglesias protestantes, por ejemplo, temen por el fin del cristianismo. Católicos conservadores, y en especial los defraudados de la generación del Papa Montini, atisban ya «el caballo de Troya dentro de la ciudad de Dios»
[7]
y rumian en su mente, como el filósofo tomista Jacques Maritain, los turbados «pensamientos de un campesino del Garona»
[8]
. Y tampoco faltan advertencias de teólogos católicos de gran apertura y amplísimo saber: así, la actitud reservada de H. U. von Balthasar
[9]
y el análisis ingenioso y sarcástico de la «ruina del catolicismo» de Louis Bouyer
[10]
. Y si alguien hay a quien esto no impresiona, forzoso es hacerle reparar en que también desde fuera de la Iglesia algunos fríos observadores se preguntan adonde camina hoy la cristiandad. El editor del «Spiegel», que no es un conservador por los cuatro costados, escribió, bastante antes de la aparición de su libro sobre Jesús, un editorial
[11]
que culmina en este interrogante: «¿Para qué todavía la Iglesia?». Lo cual, a la postre, ha puesto en manos de los conservadores un argumento que ningún progresista sagaz ha podido hasta ahora invalidar: «Si es cierto lo que los activistas renovadores afirman, entonces las Iglesias cristianas no están sólo liquidadas en el sentido de “fluidificadas” (Friedrich Heer), sino que son superfluas». A mi entender, esta cuestión no ha sido aún solventada en el fondo por ningún reformador.

La cuestión más seria sería, por tanto, si toda la modernización y humanización del cristianismo no debe conducir finalmente, en contra de las mejores intenciones de sus defensores, a la definitiva liquidación de lo cristiano. En la cual, como en toda liquidación, las fachadas, utilizadas como reclamo, siguen en principio intactas y hasta llegan a dar impresión de la buena marcha del negocio; sólo que, justamente,
se vende la sustancia
.

Para formularlo caricaturescamente: ¿no lleva todo esto a unas
Iglesias
enormemente
extravertidas
, que en vez de orar obran, que se interfieren activamente en todos los campos de la sociedad, suscriben todos los manifiestos, se solidarizan con todas las acciones posibles y se suman, si pueden, a todas las revoluciones aunque sólo sea con palabras y desde lejos, mientras que de cerca sus templos están cada vez más vacíos, la predicación es empleada para otros fines, la eucaristía está cada vez más descuidada y el servicio divino de la comunidad se desvirtúa en su carácter litúrgico y teológico, degenerando así en un grupo de acción y discusión socio-política y hasta puede que en conventículo de un «grupo base»? ¿Una Iglesia, en resumen, en que todavía —aunque un poco menos que antes— se pagan impuestos y entregan donativos, pero en que apenas nadie se reúne; que es una «aglomeración» de cristianos que viven para sí mismos, pero que apenas puede seguir llamándose «Iglesia» (= ekklesia = comunidad = congregación)?

Y en consonancia con una Iglesia de tal modo franca y extra-vertida, ¿no se llega también a una
teología progresista?
Caricaturizando nuevamente: ¿se ha de hacer ahora en lugar de la rancia teología neoescolástica del Denzinger del siglo pasado, cuya ineficiencia ya se hizo del todo patente en el Vaticano II, algo así como una teología cóctel, ajustada y adobada al estilo moderno, pero sin dar a gustar ni un ápice de sustancia cristiana? ¿Una teología, pues, que marche en todas direcciones a la vez por desamparo más que por planificación, que se ocupe de todo y sea capaz de unificar a los desengañados de todas las confesiones? Y los neoescolásticos católicos, hartos ya de la exégesis de los teólogos medievales y las encíclicas papales, ¿deberán hacerse complementariamente también psicólogos, también sociólogos, también economistas, también ecólogos, para degustar las nuevas experiencias de las ciencias humanas? Y los teólogos existenciales, que antes fueron modernos y ahora se sienten frustrados por una teología verbal olvidada del mundo y sin visión de futuro, ¿deberán politizar su pensamiento, mostrar interés social, proyectarse hacia el futuro y ejercitarse en la jerga de la inautenticidad de izquierdas después de haberlo hecho en la de derechas? Y los descendientes de los pietistas protestantes, saturados de biblicismo, ¿tendrán que convertirse a la crítica de toda ideología, vigente tras el idealismo, y exigir sin autoritarismo una actitud favorable a la revolución social o una revolución por lo menos verbal? olvida dónde está, pierde el punto medio. Entonces la teología no hace sino «allotria», como acertadamente lo ha denominado siempre Karl Barth («allotria» sirvió en Atenas para significar «otras cosas» y sirve en Basilea para denominar la «Fasnacht» —noche de carnaval—; así, pues, un «carnaval des animaux [théologiques]», del que también saca tema en buena parte el humor musical de Saint-Saens). Una teología de esta índole, cuando ha de hablar de
otra cosa
, cuando
debe
hablar de otra cosa, habla siempre distraída, desconcentrada, descontroladamente. En absoluto sabe entonces por qué habla, para qué habla, de qué habla. Y la «teología», el «decir de Dios» en orden al hombre, al mundo, a la sociedad y a la historia, se convierte en una palabrería «teológica» más o menos moderna o tradicional, documentada unas veces y sumamente infantil otras, en torno a todos los temas posibles: esto es, una teología degenerada en ideología, que habla de todo lo «relevante» excepto de Dios, que «de hecho» busca el «mundo» más que la verdad, que se ocupa de la conciencia de nuestro tiempo más que del mensaje de salvación, que activa la propia secularización en lugar de la autoafirmación.

¿Será, pues, cierto lo que algunos suponen? ¿Se da una auto-alienación de la teología bajo el signo de la ilustración, de la contemporaneidad, de la interdisciplinaridad, de las ciencias humanas y las ciencias del espíritu? ¿Una autoliquidación de la Iglesia bajo el signo de la acomodación, de la modernidad, del diálogo, de la comunicación, del pluralismo? ¿Una autorrenuncia del cristianismo bajo el signo de la mundanidad, de la mayoría de edad, de la secularidad, solidaridad y humanidad? ¿Un largo final sin mayor sobresalto?

Naturalmente que no es cierto. Como tampoco lo será, esperamos, en el futuro. No obstante, las caricaturas también expresan verdades. Pero ¿no sería preferible virar a la derecha cerrando los ojos al problema y remitir todos éstos y similares interrogantes al Papa y a los conservadores, por miedo a pecar personalmente de conservador o a no parecer lo bastante moderno? «Has the Church lost its soul?». Así rezaba el título de un documentado análisis de «Newsweek» en 1971
[12]
. ¿Ha perdido la Iglesia su alma, su identidad? La pregunta estaba referida a la Iglesia católica, la Iglesia que con Juan XXIII y el Vaticano II ha realizado el cambio de rumbo más atrevido de toda la historia eclesiástica moderna, pero que en el tiempo posconciliar adolece de una falta de dirección espiritual por parte de Roma y del episcopado universal, que recuerda los tiempos de la Reforma. Entre tanto, en este embrollado tiempo de acusada transición, todas las Iglesias cristianas, desde las más progresistas hasta las más conservadoras, tienen que hacerse las mismas preguntas. Pues una Iglesia puede perder su alma tanto por no permanecer siendo lo que es, al transformarse progresivamente, como por no ser lo nuevo que debe ser, al anclarse en una inmovilidad conservadora. La propia vida se puede poner en peligro por exceso de trabajo, por movimiento sin pausa, pero también por sobresaturación y tranquilidad inactiva.

b) No cabe retroceso

No podrá lo dicho ser malentendido por nadie. Nada de ello retiramos ulteriormente. La vuelta hacia el hombre, el mundo, la sociedad y las ciencias modernas ha llegado con retraso. Ni siquiera los cristianos conservadores pueden pasar por alto el que la Iglesia en la Edad Moderna ha comprometido y dislocado el mensaje cristiano en medida creciente. Muy al contrario que en las épocas anteriores, la Iglesia no ha colaborado crítica y creativamente a la conformación del mundo, sino que a todo nuevo progreso ha respondido, casi siempre, denunciando, reaccionando y de ser posible restaurando. De esta manera se ha separado progresivamente de aquellos hombres que hicieron avanzar la historia moderna hacia una mayor libertad, hacia una mayor racionalidad, hacia una mayor humanidad.

Se ha quedado, en fin, encapsulada y erizada contra lo moderno, hacia fuera implicada con los poderes vigentes y hacia dentro tradicionalista, autoritaria y, a menudo, hasta totalitaria. Bien está rechazar como inapropiado el
término
programático de «teología política»
[13]
, término política y teológicamente tarado desde Constantino hasta el precursor del Estado autoritario, Cari Schmitt
[14]
, y preferir la expresión, más funcional que programática, de «teología sociocrítica». No obstante, a las
intenciones
de la «teología política» no hay más remedio que darles asentimiento, cuando de lo que ella trata es de mostrar la conexión interna del mensaje cristiano con la sociedad y hacer patente que la Iglesia en su apariencia social e histórica siempre ha sido políticamente efectiva y en muchos casos, con su pretendida neutralidad y abstinencia de intervenciones públicas, no ha hecho sino encubrir las dudosas alianzas políticas existentes. La confrontación teórica con las ciencias humanas ha sido y es tan apremiante como el compromiso social práctico, y justo ambas cosas han sido ensayadas de forma ejemplar por teólogos jóvenes, a pesar de todos los obstáculos de derecha e izquierda. En la misma medida en que la Iglesia desea seguir constituyendo en la sociedad un lugar de gran tradición, en esa misma medida debe renunciar a ser el baluarte de lo establecido. Gran parte de las dificultades de la Iglesia y teología católicas nacen hoy de la sobrecarga de problemas que a lo largo de todo un siglo ha provocado la acumulación de autoridad. Gran parte del confusionismo del mismo pueblo cristiano no proviene precisamente de la crítica teológica, que sólo descubre lo que hay; más bien proviene de los dirigentes eclesiásticos y sus teólogos cortesanos, quienes, en lugar de haber ido preparando desde hace tiempo al pueblo para las necesarias reformas doctrinales y prácticas, sistemáticamente lo han inmunizado contra ellas; en lugar de iniciar a los hombres en una libertad crítica, sólo les han predicado enfáticamente unidad, oración, humildad y obediencia.

Precisamente la
vuelta
de la Iglesia que más ha pecado en este siglo contra la solidaridad humana en nombre de dogmas y preceptos, que ha denegado el diálogo a los cristianos, a los no cristianos y sobre todo a la
loyal opposition
de estos últimos, que ha sentenciado, reprimido y desatendido los resultados de las ciencias naturales e históricas; es decir, precisamente la vuelta de la Iglesia católica hacia el «mundo», el hombre y la sociedad no ha sido, como algunos en Roma siguen opinando, una casualidad o un contratiempo en parte debido al «buen Papa Juan». Ha sido, simplemente, una
necesidad histórica
, fundamentada en una sociedad enteramente distinta, preparada por toda una generación de teólogos y laicos animosos, desencadenada por un ser carismático tan humano como evangélico, puesta en marcha, en fin, por la asamblea eclesial de aquellos obispos que, aconsejados e inspirados por teólogos, tanto hablaron del soplo del Espíritu Santo al principio, antes de volver a refugiarse, con el otro Papa, en su antiguo ambiente y antes de que la Curia intentase corregir los errores del antecesor y reafirmar nuevamente su pasado dominio sobre el
imperium romanum
que veía derrumbarse.

Sería una lástima que, en vista del previsible
backlash
posconciliar, muchos de los que contribuyeron a preparar y activar dicha vuelta se quedasen ahora, ya mayores, plantados en su avanzadilla, en lugar de mantener su avanzadilla avanzando. La historia de la Iglesia sigue adelante de todos modos, e igualmente la teología del Vaticano II y sus intérpretes no ha de ser la última. En cualquier caso, un retroceso a la Iglesia preconciliar es imposible. Por lo menos esto se ha hecho patente tras el Concilio:
the point of no return
está alcanzado; no hay otra alternativa. Hoy, al contrario que en el siglo XIX, ni la Edad Media transfigurada al modo romántico, ni otro nuevo romanticismo, goticismo o gregorianismo, ni una nueva escolástica, ni un nuevo ultramontanismo, ofrecen posibilidades convincentes de escapatoria. Todo eso está probado y requeteprobado, y todo se antoja demasiado fácil. La Iglesia católica, a la larga, de ninguna manera puede quedarse de museo de Occidente (con su latín cultual, su ceremonial bizantino, su liturgia y legislación medievales y su teología postridentina), para simple regodeo de unos pocos estetas y filántropos de dentro o fuera de la Iglesia. Como tampoco puede hoy dejarse reducir a una simple Iglesia cultual.

Esto es lo que, por tanto, resalta en toda la línea, como esperamos hacer patente en este libro: una no preconcebida
apertura a la «modernidad»
, o sea, a lo extracristiano, lo no cristiano, lo humano, y una implacable crítica de las propias posiciones, un distanciamiento del tradicionalismo, dogmatismo y biblicismo eclesiástico de todo tipo. Pero, pese a todo ello,
ningún «modernismo»
acrítico, ni eclesiástico, ni teológico. Sean amigos o enemigos de lo cristiano, los intelectuales podrán apreciar en su justo valor esta afirmación, que desde un principio y sin lugar a equívocos hemos puesto de manifiesto: la humanización de la Iglesia ha sido, y sigue siendo, necesaria, pero bajo esta condición: ¡que no se liquide la «sustancia» cristiana!
[15]
. El diamante no se debe malbaratar, pero sí tallar y pulimentar para que brille lo más posible. En esta vuelta a lo humano, lo cristiano no debe desvanecerse, sino cobrar mayor precisión, objetividad y firmeza, con perspectiva y distancia crítica frente a
todos
los movimientos de nuestro tiempo, frente a las seculares utopías, ilusiones y conformismos de derecha y de izquierda. De tal manera que el título de este apartado —el reto de los humanismos modernos— ha de ser tomado en sentido activo y en sentido pasivo: los humanismos modernos provocan y son asimismo provocados.

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