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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (74 page)

BOOK: Ser Cristiano
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Con esto quedan también contestadas las preguntas propuestas al comienzo de este capítulo. Según los concordes testimonios del Nuevo Testamento, es el mismo Jesús de Nazaret experimentado y reconocido como viviente, son las nuevas experiencias de fe, las vocaciones de fe, los nuevos conocimientos de fe sobre Jesús, lo que puede explicar por qué su causa siguió adelante; cómo pudo surgir después de su muerte un movimiento de tales consecuencias ligado a su persona; cómo pudo haber después de su fracaso un nuevo comienzo y nacer después de la fuga de los discípulos una comunidad de creyentes. En esta perspectiva se explica que aquel maestro de falsedad, profeta de la mentira, seductor del pueblo y blasfemo, desautorizado y condenado por Dios, fuera proclamado con increíble audacia Mesías, Cristo, Señor, Salvador, Hijo de Dios. Que el patíbulo de la deshonra se entendiera como signo de la victoria; que los primeros testigos, animados de una confianza suprema, sin miedo al desprecio, la persecución y la muerte, llevaran a los hombres la escandalosa noticia de un ajusticiado como la buena nueva
(evangelium)
. Que no sólo se venerara, estudiara y siguiera a Jesús como fundador y maestro, sino que se le experimentara presente y actuante; que se viera un nexo entre su vida entera, cargada de tensiones y enigmas, y el misterio de Dios; que, de esta forma, Jesús se convirtiera en el auténtico contenido de la predicación cristiana, en el núcleo del mensaje del reino de Dios. El enigma histórico del origen del cristianismo aparece aquí resuelto de una forma provocativa: las experiencias de fe, las vocaciones y los conocimientos de fe de los discípulos sobre el viviente Jesús de Nazaret constituyen, según los únicos testimonios que poseemos, la chispa inicial del extraordinario desarrollo histórico de un movimiento mundial, en cuyo curso del patíbulo de un hombre muerto en total abandono de Dios y de los hombres ha podido surgir una «religión universal» y, tal vez, algo más que eso. En cuanto confesión de fe en Jesús de Nazaret como Cristo viviente y operante, el cristianismo comienza con la Pascua. Sin la Pascua no existirían los evangelios, los relatos, las cartas, del Nuevo Testamento. Sin la Pascua no habría en la cristiandad una fe, una predicción, una Iglesia, una liturgia, una misión
[115]

2. EL PARADIGMA

El anuncio del Cristo resucitado, exaltado y viviente significaba una tremenda provocación. Pero, nótese bien, no el anuncio de la resurrección en sí misma. En las religiones helenistas, al igual que en otras, hay muchos resucitados: héroes como Hércules, elevados al Olimpo. Dioses y salvadores (como Dioniso) muertos y retornados a la vida, cuyo destino era ejemplo y arquetipo del de sus fieles y que en forma de participación mística eran incesantemente celebrados en las religiones mistéricas del helenismo, las cuales no eran sino cultos de la naturaleza transformados, es decir: proyecciones inspiradas en el ritmo natural de la sementera y el crecimiento, de la salida y la puesta del sol, del nacimiento y la muerte, que traducían los deseos y anhelos de unos hombres sedientos de inmortalidad. En los orígenes nos encontramos siempre con el mito, el cual, como sucede también en el mundo del Antiguo Testamento, se convierte en historia. Pero con Jesús sucede exactamente lo contrario.

a) Jesús tenía razón

En el caso de Jesús al comienzo está la historia, que muchas veces fue sin duda interpretada mitológicamente; pero para ella el morir y resurgir del grano de semilla no es punto de partida, sino mera imagen
[1]
. Para la fe cristiana lo decisivo no es el hecho de que un muerto haya sido resucitado
como
modelo para todos los mortales. Lo decisivo es que precisamente ha sido resucitado el que fue crucificado. Si el Resucitado no se identificara con el Crucificado, sería a lo sumo un signo, un ideograma, un símbolo.

El acontecimiento pascual no se puede considerar, pues, aisladamente, sino que obliga a preguntar por Jesús, por su mensaje, su comportamiento y su destino, y también obliga, naturalmente, a meditar sobre nosotros mismos y sobre las consecuencias que todo eso tiene para nosotros. El «primogénito de entre los muertos» no debe suplantar al Mesías de los fatigados y los oprimidos. La Pascua no atenúa la cruz, sino que la confirma. El mensaje de la resurrección no invita a rendir culto y adoración a un Dios celeste que ha dejado la cruz detrás de sí. Llama al seguimiento: a entregarse a Jesús y su mensaje con confianza fiel y a configurar la propia vida según el modelo del Crucificado.

El mensaje de la resurrección, pues, revela algo completamente inesperado: ¡que, a pesar de todo, este Crucificado
tenía razón
! Dios toma partido a favor de quien se había consagrado por entero a él, entregando su vida por la causa de Dios y de los hombres. Dios se pronuncia a favor de Jesús, no a favor de la jerarquía judía. Aprueba su predicación, su actitud, su destino.

En concreto: Jesús tenía razón cuando pasaba por encima de ciertas costumbres, prescripciones y mandamientos, siempre que todo ello redundaba en provecho del hombre y por lo mismo se ajustaba a la voluntad de Dios. Tenía razón cuando ponía en entredicho el orden legal vigente y todo el sistema religioso-social; cuando relativizaba con sus hechos las normas e instituciones existentes, los dogmas, ordenamientos y estructuras vigentes, puesto que todos ellos deben estar al servicio del hombre y no a la inversa. Tenía igualmente razón cuando criticaba la liturgia establecida y todo el sistema cultual, cuando impugnaba en la práctica los ritos y usos, las festividades y ceremonias vigentes, puesto que el servicio al hombre ha de anteponerse al servicio de Dios.

Así, pues, era justa su identificación de la causa de Dios con la causa del hombre, de la voluntad de Dios con el bien general del hombre. Era justa su violación de las fronteras entre compatriotas y no compatriotas, partidarios y no partidarios; justo su amor al hombre, al prójimo, al enemigo. Era justa su defensa de un perdón sin límites, de un servicio sin diferencias jerárquicas, de una renuncia sin contrapartida. Justa era también su solidaridad con los débiles, los enfermos, los pobres, los no privilegiados, incluso con los pecadores, los fracasados morales, los no practicantes y los ateos. Era justa la defensa de la gracia en lugar del castigo, justa su concesión de perdón en el caso concreto. Y justa fue, por último y sobre todo, la entrega de su vida, su perseverancia y su consecuencia al andar su camino hasta el fin.

Todo esto se halla expresado en el mensaje de la resurrección: la pretensión de Jesús, su coraje para acercarse a Dios, su obediencia, su libertad, su alegría, todas sus acciones y sufrimientos fueron ratificados. El abandonado de Dios fue justificado por Dios. Tenía razón en su predicación y en todo su comportamiento. El, que había fracasado ostensiblemente ante los hombres, fue aprobado por Dios y venció frente a los enemigos que lo escarnecieron y frente a los amigos que se dieron a la fuga, frente a su familia, frente al
eslablishment
y frente a los revolucionarios, frente a todos los partidos en suma. La asunción de Jesús en la gloria de Dios significa el reconocimiento divino de aquél al que el mundo se negó a reconocer, como subraya repetidamente el Evangelio de Juan.

Todo su itinerario fue justo, aunque se convirtió —tuvo que convertirse— en un vía crucis. Precisamente a través de la muerte quedó, cierto que de una forma desconcertante, definitivamente confirmada y justificada la pretensión inaudita de este hombre de origen humilde y familia insignificante que, como vimos, carecía de formación, de bienes, de oficio y de títulos, que no estaba llamado por ninguna autoridad, legitimado por ninguna tradición, respaldado por ningún partido. El innovador que se ponía por encima de la Ley y del Templo, de Moisés, de los reyes y de los profetas, que relativizaba la familia, el matrimonio y el pueblo, aparece ahora como el gran consumador. El maestro de falsedad aparece ahora como maestro con plena autoridad, indicador del auténtico camino
[2]
. El falso profeta, como el profeta verdadero
[3]
. El blasfemo de Dios, como el santo de Dios
[4]
. El seductor del pueblo, como el juez escatológico del mismo
[5]
. Así quedó él definitivamente legitimado como abogado de la causa de Dios y de la causa del hombre.

La asunción de Jesús en la vida divina no implica la revelación de otras verdades adicionales, sino la revelación del mismo Jesús: él alcanza ahora la suprema credibilidad. Así, de una manera completamente nueva, el Jesús justificado se convierte en signo que reta a una opción. La opción por el reinado de Dios, que Jesús había exigido, se convierte en opción por él mismo. Pese a todos los hiatos, se da aquí una continuidad en la discontinuidad. Ya durante la etapa de la actuación pública de Jesús la
opción a favor o en contra del reinado de Dios
estaba estrechamente unida a la
opción a favor o en contra de él
. Ahora ambas opciones son una sola, pues en el Resucitado a la vida de Dios ya están realizados y presentes la proximidad, la soberanía, el reino de Dios. En este sentido puede decirse que ya se
ha cumplido la esperanza inmediata
.

El que llamaba a la fe se ha convertido en contenido de la fe.

Dios se ha identificado para siempre con aquel que se identifica con él. De éste depende ahora la fe en el futuro, de éste depende la esperanza de una vida definitiva con Dios. Vuelve así a resonar el mensaje del reino de Dios inminente, pero de forma nueva: con su muerte y con su nueva vida, Jesús ha entrado en el mensaje y constituye ahora su centro. Como exaltado a la diestra de Dios, se ha convertido en la
personificación del mensaje del reino
, su síntesis simbólica, su plenitud concreta. En vez de un genérico «anunciar el reino de Dios», en adelante se dirá, de forma cada vez más acusada, «anunciar a Cristo». Y a los que creen en él como el Cristo se les llamará escuetamente «cristianos». Así llegan a constituir una unidad el mensaje y el mensajero, el «evangelio de Jesús» y el «evangelio sobre Jesús, el Cristo».

Los creyentes van descubriendo cada vez con mayor claridad que el nuevo mundo de Dios, esperado de inmediato, ya ha irrumpido por medio de Jesús en este mundo marcado por el pecado y la muerte: su nueva vida ha roto el imperio universal de la muerte. Ha prevalecido su libertad, se ha demostrado viable su camino. Y cada vez se va haciendo más evidente la relatividad no sólo de la muerte, sino también de la Ley y del Templo. La comunidad cristiana (primero la judeo-helenista y luego en especial Pablo con los cristianos provenientes del paganismo) no cesará de extraer de ahí las consecuencias pertinentes: se sentían llamados por medio de Jesús a la vida y liberados para la libertad
[6]
. Liberados de todos los poderes de la finitud, de la ley, la culpa y la muerte. El lugar que para los judíos ocupaban la Ley y el Templo, cada vez más nítidamente lo va ocupando Cristo para los cristianos, como representante de la causa de Dios y del hombre. El cumplimiento que los judíos siguen esperando está ya verificado en el Uno. ¿Qué significa esto para ese Uno?

b) Títulos cristológicos

Tras la Pascua, la persona de Jesús se convirtió en el modelo concreto del reino de Dios, o sea, de la relación del hombre con su prójimo, con la sociedad y con Dios. La causa de Dios ya no puede separarse de su persona. Desde sus primeros momentos no se interesó el cristianismo por una mera elaboración idealista de ideas perennemente válidas, sino que giró, con gran realismo, en torno a una persona permanentemente válida: Cristo Jesús. Por eso se puede decir:
la causa de Jesús, que sigue adelante
, es primeramente
la persona de Jesús
, que continúa siendo particularmente significativa, vital, válida, relevante y eficaz para el creyente. Que desvela el misterio de su historia y posibilita así la profesión de fe, la homología en el bautismo y la cena, en la predicación y la enseñanza: la aclamación en la liturgia y la proclamación ante el mundo. Y bien pronto hubo de llegar la confesión ante los tribunales: cuando éstos exigieron la confesión del «Kyrios Kaisar», los fieles hubieron de contestar con la confesión del «Kyrios Jesous». Toda la fe en Cristo se condensa sintéticamente en una sola expresión:
«¡Jesús es el Señor!»
.

Es una provocada y provocadora
confesión de Jesús como aquel que es la persona determinante
. A los primeros cristianos no les pareció desmesurado ningún título para expresar la significación singular, decisiva, determinante de aquel que, como hemos visto, no se había arrogado título alguno. A esto último se debe que la comunidad procediera con vacilaciones y cautelas en la adopción de títulos. Mas lo que importaba no era el título concreto en sí, sino el hecho de que todos los títulos expresaban que Jesús, el ajusticiado y ahora vivo, sigue siendo el
Determinante
: determinante en su predicación, en su comportamiento, en todo su destino, en su vida, en su obra, en su persona; determinante para el hombre, para su relación con Dios, con el mundo y con el prójimo, para su pensamiento, su actuación y su dolor, para su vida y su muerte.

Aplicados a Jesús,
los distintos títulos
son, pese a la diversidad de matices, ampliamente intercambiables y se complementan mutuamente. Por breve que sea, cada una de esas fórmulas no es una parte del Credo, sino el Credo entero.
Sólo en la persona de Jesús
tienen los diversos títulos
su claro denominador común
[7]
7
. Se ha calculado que el Nuevo Testamento emplea más de 50 nombres diferentes para designar al Jesús terreno y resucitado. Esos nombres majestuosos, algunos de los cuales todavía se usan hoy, no fueron inventados por los primeros cristianos, sino que se tomaron del entorno y se aplicaron a Jesús —en la primera comunidad palestinense, en el judeo-cristianismo helenista y luego en el cristianismo helenista de origen pagano—: Jesús como el venidero «Hijo de hombre», el «Señor»
(Mar)
esperado de inmediato, el «Mesías» entronizado al fin de los tiempos, el «Hijo de David» y «Siervo de Yahvé» que sufre vicariamente por los hombres y, por último, el «Señor»
(Kyrios)
presente, el «Salvador», el «Hijo de Dios»
(Hijo)
y la «Palabra de Dios»
(Logos)
. Estos fueron los títulos más importantes aplicados a Jesús. Algunos, como el misterioso título apocalíptico «Hijo de hombre» (empleado sobre todo en Q), dejaron de usarse ya en las comunidades de lengua griega antes de Pablo y, definitivamente, con Pablo mismo (la misma suerte corrió el título «Hijo de David»), porque en el nuevo ambiente resultaban ininteligibles o equívocos. Otros, como sucedió con el de «Hijo de Dios» en el ámbito helenista, ampliaron su significado y cobraron enorme importancia, o también, como en el caso de «Mesías», traducido por
Christus
, sirvieron para componer el nombre propio de
Jesús Christus
. En el Nuevo Testamento Jesús es llamado «Hijo de David» en 20 pasajes, «Hijo de Dios»
(Hijo)
en 75 e «Hijo de hombre» en 80; en cambio, los títulos «Señor»
(Kyrios)
y «Cristo» aparecen respectivamente 350 y 500 veces.

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