La «realidad total de la religión», con todos sus impulsos e inspiraciones, sus convicciones y actitudes, su orientación y fuerza integradora, con la fe, esperanza y caridad que la hacen posible, es infinitamente mucho más. Y la religión, tan antigua como la misma humanidad, por todos los siglos ha sido siempre capaz de atar y cautivar al espíritu humano. Es cierto que no pocas costumbres y ritos antiguos pueden perder su sentido religioso. Ellos mismos, sin embargo, suelen dar lugar a nuevas formas de comportamiento religioso: viejas virtudes, por ejemplo, han desaparecido, pero a la vez cediendo el puesto a virtudes nuevas, al principio no reconocidas como tales (decoro, objetividad, delicadeza, responsabilidad, crítica, solidaridad)
[22]
. Por las experiencias hechas hasta ahora es por lo menos tan recomendable el escepticismo frente al porvenir de tipos específicos de irreligiosidad como frente al porvenir de las Iglesias.
Con ello, distintos modelos interpretativos del proceso de secularización han resultado pecar de indiferenciados: ¿puede confundirse secularización con deseclesialización? También existe todo un campo de religión no eclesial, no institucionalizada. O ¿con desencantamiento racionalizante? La racionalización en un campo no excluye el sentido de lo no-racional o de lo más-que-racional en otro campo. O ¿quizá con des-sacralización? La religión en ningún caso se reduce a lo sacral. Fundamentalmente se dan hoy
tres prognosis posibles
sobre el futuro de la religión
[23]
:
La secularización es reversible, bien sea por restauración, bien sea por revolución religiosa: la irreversibilidad del proceso de secularización no está comprobada, así que una evolución en este sentido no puede, puesto que no hay futuro sin sorpresas, ser excluida de antemano. En la actual situación, sin embargo, es poco probable.
La secularización sigue adelante inquebrantable: las Iglesias se reducirán cada vez más a minorías cognitivas. Esta prognosis es más probable, pero también hay, como veremos, fuertes argumentos en contra.
La secularización sigue adelante modificada: la secularización va descomponiendo el espectro religioso en nuevas formas sociales, hasta ahora desconocidas, de religión, tanto eclesial como «extraeclesial».
Los verdaderos expertos en sociología de la religión, desde Max Weber y Emile Durkheim hasta los contemporáneos, están de acuerdo: siempre habrá, al igual que arte, también religión. Y la religión seguirá siendo, pese a todos los cambios, de capital importancia para la humanidad: sea preferentemente como factor de integración en la sociedad, en el sentido de Durkheim (pertenencia a una comunidad), sea más como elemento de orientación y valoración racional, en el sentido de Weber (instalación en un sistema interpretativo); sea directamente en favor de las relaciones personales e interhumanas, pero con formas sacrales (Thomas Luckmann, Peter Berger); sea indirectamente en favor de las instituciones y estructuras sociales conservando sus formas sacrales (Talcott Parsons, Clifford Geertz); sea, en fin, que desempeñe una función orientadora e integradora a base de formar unas
élites
de avanzadilla en las sociedades pluralistas (Andrew Greeley).
Los sondeos socio-religiosos hechos hasta el presente se han fijado casi exclusivamente en el material estático de la asistencia a los servicios litúrgicos y otras prácticas religiosas. Innegable es, sin embargo, la persistencia del interés por la religión en capas sociales aparentemente alejadas de ella, como ha sido recientemente ratificado por el nuevo material estadístico, en contra de algunas suposiciones y prejuicios descontrolados
[24]
. El control extensivo de la religión, sí, ha remitido: la religión ejerce cada vez menos influencia directa en los ámbitos de la ciencia, la educación, la política, el derecho, la medicina y el bienestar social. Pero ¿puede deducirse de ahí que el influjo de la religión en la vida del individuo y de la sociedad en general ha remitido en la misma medida? En lugar de control y tutela extensivos puede darse un influjo moral más intensivo e indirecto. Ya hace tiempo que el tácito influjo moral de la religión en las grandes instituciones económicas, políticas y educacionales de los Estados Unidos, por ejemplo, ha sido investigado por los sociólogos. A no pocos ha sorprendido la actual influencia de las Iglesias en los movimientos de nacionalización y pacificación y sobre todo en los movimientos tercermundistas de lucha contra la pobreza y conquista de la independencia nacional en África y Sudamérica. Que la cultura de la juventud está determinada en no menor medida por una nueva religiosidad es cosa que aún habremos de demostrar: esto vale, en cualquier caso, para los movimientos de Jesús tanto como para las tendencias a la mística y religiosidad de Oriente. E igualmente se reactiva, aunque con signo negativo, esa religiosidad, de ordinario desplazada y soterrada en el fondo, que va desde las formas innocuas de la astrología, a través de la superstición de todo tipo, hasta las demostraciones más virulentas de fe en el demonio.
La
ideología
del
secularismo
ha intentado hacer de la secularización, tan auténtica como necesaria, una concepción del mundo (Weltanschauung) sin fe: ha llegado, dice, el fin de la religión o, al menos, de la religión organizada, e incluso de las Iglesias cristianas. En contra de esto, sin embargo, los sociólogos, basados en los signos de la evolución tal como la hemos descrito, ven el proceso de secularización de forma muy diferente. Más que del ocaso de la religión, se habla de su
cambio de funciones
. Se reconoce que la sociedad se ha hecho progresivamente más compleja y diferenciada y que tras la total identificación originaria entre religión y sociedad había de llegarse a una separación entre la religión y las restantes estructuras. Por eso habla Th. Luckmann de una ruptura de las esferas institucionales con el cosmos de orientación religiosa y T. Parsons de la
diferenciación
(división de trabajo) evolutiva entre las diversas instituciones. De forma similar a la familia, también la religión (mejor dicho, las Iglesias) se ha ido liberando, merced a esta progresiva diferenciación, de funciones secundarias (económicas y educacionales), pudiendo así concentrarse en su propio y auténtico quehacer. En este sentido, la secularización o diferenciación supone una gran oportunidad. En el sistema de interpretación del mundo y del hombre el cristianismo planteó los grandes y nuevos interrogantes acerca del origen y determinación tanto del hombre individual como de la totalidad del cosmos y de la historia. Desde entonces, las cuestiones de dónde y adonde no han tenido reposo, sino que han determinado fundamentalmente toda la época posterior. La misma problemática sigue impulsando y presionando sin descanso durante toda la Edad Moderna secularizada. Y aun cuando no se dio continuidad en las respuestas, sí hubo por lo menos continuidad en los planteamientos. Y ahora, las ciencias seculares del hombre moderno, a pesar de todos sus éxitos, han resultado palmariamente insuficientes para responder a esas egregias preguntas
[25]
. Parece que a la razón pura se le pide aquí demasiado.
Sin entrar en otras prognosis que hablan del futuro de la religión, podemos concluir: la sustitución de la religión por la ciencia no solamente no se ha cumplido, sino que es una extrapolación, metódicamente ilegítima, hacia el futuro en virtud de una fe en la ciencia que carece de rigor crítico. Dado el escepticismo creciente ante el progreso de la razón y la ciencia, debería ponerse más que nunca en entredicho que la ciencia pueda desempeñar, y desempeñe de hecho, el papel de sustitutivo de la religión. Con todo esto, no obstante, aún no está fundamentada la fe en Dios. La cuestión de Dios es una cuestión abierta. A la fe en Dios se le exige dar cuenta justificada de la relación de sus afirmaciones con la realidad y no eludir el problema de su verificación.
Todo parece indicar que irremisiblemente caemos en una aporía, en un callejón sin salida:
o bien
la fe en Dios puede probarse, ¿y cómo es entonces todavía fe?,
o bien
no puede probarse, ¿y cómo es entonces racional? De nuevo el viejísimo dilema de la razón y la fe en orden al conocimiento de Dios, que unos solucionan a favor de la fe y otros a favor de la razón o que, para ser más exactos, no solucionan
[26]
.
1.- Los unos dicen: el hombre no conoce a Dios sino cuando Dios se da a conocer, esto es, se revela. Dios tiene la iniciativa y sale a mi encuentro exclusivamente en la palabra de la
revelación bíblica
. No hay, pues, conocimiento de Dios por parte del hombre pecador sin la graciosa revelación del mismo Dios. Del hombre no se espera un conocimiento neutral, sino una fe confiada por razón del mensaje: un «credo ut intelligam», un «yo creo para conocer».
Esta es, sobre el trasfondo del escepticismo de Lutero ante las seducciones de la «ramera razón», la postura de la
teología dialéctica
de Karl Barth
[27]
y también, en este caso concreto, la de Rudolf Bultmann
[28]
, con todos sus numerosos seguidores dentro de la teología evangélica
[29]
. Quieren así poner a salvo la divinidad de Dios y su revelación frente a toda «teología natural», sea la del catolicismo romano, sea la del neoprotestantismo antropocéntrico al estilo de Friedrich Schleiermacher. Entre el hombre y Dios, completamente «otro», media una distancia infinita que sólo puede ser salvada «dialécticamente» por el mismo Dios mediante su revelación. Así, pues, nada de una teología de necesidades en que la palabra de Dios se acomode a las necesidades del hombre.
Pero
no faltará quien pregunte: ¿no debe el diálogo sobre Dios ser, por principio, sostenido con cada hombre? ¿No deben ser incluidas también las experiencias del interlocutor? ¿Debe la verdad de la fe en Dios quedarse en una afirmación desnuda? ¿Dónde establezco yo un punto de arranque experimental que pueda confirmar a Dios? ¿Debe Dios ser conjurado poco menos que mágicamente? ¿No es la «revelación» otra cosa que un presupuesto gratuito y quizá, por lo mismo, una mera ilusión o una superestructura ideológica? O ¿simplemente una ley externa que el hombre, la comprenda o no, tiene que aceptar sin más? ¿Debo yo abdicar sencillamente de mi razón, sacrificar mi entendimiento
(sacrificium intellectus)?
Tales interrogantes, tales exigencias de confirmación de la fe en Dios parecen estar justificados:
2.- En vista de esto, dicen ahora los
otros
: el hombre no puede creer en la revelación de Dios sino cuando él, previamente, ha conocido a Dios por su razón. La revelación «sobrenatural» de Dios en la palabra de la predicación bíblica presupone la revelación «natural» de Dios en la creación. No es que se presuponga la creación del mundo (un círculo vicioso, como a menudo se cree) para conocer la existencia de Dios, sino que la reflexión sobre el mundo, tal cual es, permite inferir a Dios como principio y fin de todas las cosas. Así, pues: pruebas racionales de Dios partiendo de la realidad del mundo.
Esta es, sobre el trasfondo de la teología de santo Tomás de Aquino
[30]
, la postura de la
teología natural
de la neoescolástica católica y también, con reservas, la del Concilio Vaticano I, de 1870
[31]
. Pues mientras santo Tomás sostiene la demostrabilidad de Dios
[32]
, el Vaticano I, sin embargo, no acepta, en principio, más que la cognoscibilidad de Dios (es decir, la «posibilidad», la
potentia
del conocimiento de Dios). Esta «teología natural»
[33]
quiere mediar entre un racionalismo que reduce toda fe a la razón (rechazo de todo lo «sobrenatural») y un fideísmo que reduce toda razón a la fe (rechazo de todo conocimiento «natural» de Dios). Según esta concepción, existe entre Dios y el hombre, por encima de todas sus desemejanzas, una afinidad, una analogía que permite la inferencia analógica de Dios (afirmando, negando, trascendiendo). Consiguientemente, el orden del conocimiento es doble: «sobre» el ámbito «natural» que la razón conoce se da un ámbito «sobrenatural» que sólo conoce la fe; a fin de cuentas, una teoría de dos plantas para hacer justicia igualmente al fenómeno de la filosofía (sobre todo la filosofía de la religión) y al fenómeno de la religión (y, en especial, las religiones universales). Una teoría que excluye toda contradicción entre el orden «natural» y «sobrenatural», entre la razón y la fe. En ningún caso es, por consiguiente, una teología de necesidades: las necesidades del hombre no fijan el criterio dominante, sino sólo el punto de partida metodológico. En el orden del conocimiento está el hombre al principio, pero este orden no se confunde con el orden del ser, en que al principio sólo está Dios.
Pero
también frente a esta concepción se agolpan los interrogantes. Y no entramos ahora en las objeciones específicamente teológicas, tales como que se prescinde de la acción gratuita de Dios y la idea de Dios se desdobla en un Dios «sobrenatural» y «natural», y que así no se descubre al único y verdadero Dios cristiano, sino a un ídolo que no es sino la proyección de la fantasía conceptual del hombre. Señalemos, pues, los reparos que hoy generalmente se hacen contra las pruebas de la existencia de Dios:
¿Puede una
prueba
probar a Dios? ¿Se puede proceder en las cuestiones propiamente vitales de la misma manera que en las cuestiones profesionales, técnicas o científicas? ¿Cabe lograr en cuestiones vitales algo siquiera mediante secuencias de ideas racionales que por ilación lógica de frases conocidas infieren una desconocida? ¿Se puede con meros raciocinios lógicamente correctos demostrar la existencia de Dios, de tal suerte que, al final, la evidencia de su existencia sea no solamente probable, sino lógicamente irrefutable? ¿No será semejante demostración en el mejor de los casos una construcción mental ingeniosa para filósofos y teólogos especializados, pero que para el hombre medio no pasa de ser algo abstracto, inescrutable e incontrolable, sin fuerza de convicción y sin obligatoriedad?