La resignación ha desplazado algunos frentes. Los reformadores liberales y los desengañados revolucionarios se dan cita ante la tumba de sus esperanzas. Para algunos, en distinta forma y distinta medida, el «principio esperanza» de Ernst Bloch ha sido reemplazado por el «principio desesperación». Tras semejante derroche de esperanza y bajo las nuevas circunstancias, ¿cómo se puede pensar aún en una vuelta, variación o rebelión, después que las posibilidades de cambio del individuo han resultado tan arduas, las de la humanidad tan imposibles y las de las estructuras tan conflictivas.
¿Qué queda, al fin, de las ideologías del progreso tecnológico y de la revolución político-social, si ni la nostalgia ni el reformismo brindan auténticas alternativas? ¿Desorientación solamente? «El mundo ha perdido su rumbo. No porque falten ideologías orientadoras, sino porque no conducen a ninguna parte», confesó Eugéne Ionesco, el iniciador del teatro del absurdo, en la apertura de los festivales de Salzburgo de 1972, que por su parte se desarrollaron con el mismo esplendor y la misma gloria de siempre
[1]
. «En la jaula de su planeta los hombres se mueven en círculo, porque han olvidado que se puede mirar al cielo… Como nosotros queremos vivir solamente, se nos ha hecho imposible vivir. ¡Miren ustedes a su alrededor!»
[2]
. ¿Es esto exacto? Mitad y mitad, tal vez.
¿Debemos abandonar toda esperanza en una sociedad meta-tecnológica que haya domeñado el progreso y posibilite una vida digna de ser vivida, liberada de las presiones del mismo progreso, dentro de un orden de libertad pluralista y abierto a todo problema?
[3]
¿Abandonar también la esperanza en una sociedad meta-revolucionaria que brinde una existencia verdaderamente pacífica en un reino de libertad, igualdad y justicia, y otorgue sentido a la historia de la humanidad?
[4]
No se quiere hoy solamente caminar en círculo. Por todas partes se busca la posibilidad de rebasar
(trans-scendere)
, liberarse de la
unidimensionalidad
de nuestra existencia. Lo que Marcuse dice de la unidimensionalidad describe muy bien la situación existencial del hombre moderno, a quien faltan auténticas alternativas.
El humanismo tecnológico-evolutivo, consciente de su unidimensionalidad a raíz de la crítica radical de la nueva izquierda, ha avistado el problema, pero no ha ofrecido hasta el momento ninguna alternativa. De igual manera, el humanismo revolucionario-social ha demostrado tener clara conciencia del problema y de la crisis, pero hasta el momento no señala ni en Oriente ni en Occidente un camino viable de liberación
[5]
.
En ambos casos el hombre, tanto individual como socialmente, no pasa de ser un hombre que no puede sobreponerse a su mundo, porque, aunque sabe arreglárselas con muchas cosas, aún no se las arregla consigo mismo. Un hombre que, en la misma medida en que él conquista el mundo entero, está amenazado de perder su alma: en la rutina, en la laboriosidad, en la garrulería, en la desorientación, en la insensatez. Y conste que esto sólo circunstancialmente tiene que ver con la maldad del hombre o de determinados hombres. Son las medidas coercitivas legales de la misma sociedad tecnocrática, como hemos visto, las que amenazan sofocar la dignidad personal, la libertad y la responsabilidad del hombre.
Evidentemente no basta emanciparse de todas las imposiciones eclesiásticas y teológicas, ampliar el campo de competencia de las instancias mundanas, refundir y ordenar autónomamente, que no religiosamente, el plan de vida y las normas de acción, para salvar así la humanidad del hombre. Necesario sería un
auténtico trascender
en la teoría y en la práctica: una auténtica ascensión cualitativa desde la unidimensionalidad de pensamiento, lenguaje y acción que impera en nuestra sociedad hasta una verdadera y real alternativa.
Semejante trascendencia, sin embargo, como sus mismos teóricos resignadamente atestiguan, ni siquiera se divisa, tal como van las cosas. El curso de la historia más reciente ha hecho palpable que un trascender lineal y, en lo que cabe, revolucionario, no salva de la unidimensionalidad. Como en otras utopías, se corre, más bien, el peligro de sustituir la emancipación definitiva por unas consecuciones ultramundanas y limitadas, lo que inevitablemente lleva a un dominio totalitario del hombre sobre el hombre: ahora no es ya «la nación» o «el pueblo» o «la raza» o inclusive «la Iglesia», sino «la clase trabajadora» o «el partido» o, después que se ha hecho imposible la identificación con la clase trabajadora (aburguesada) o el partido (totalitario), «la conciencia verdadera» de un pequeño y selecto grupo de intelectuales. Otra vez aquí se repite la experiencia de que el hombre, al final, está sujeto a los mismos poderes y fuerzas que él mismo, con su autonomía y mayoría de edad, ha desatado; que su libertad, en definitiva, vuelve a quedar aprisionada por los mecanismos del mundo que él mismo ha liberado. En un mundo así, unidimensional y esclavizante, el hombre —bien sea el individuo, bien se trate de grupos, pueblos, razas o clases— se ve obligado a desconfiar, a tener miedo de los otros y de sí mismo, a odiar y, en último término, a sufrir infinitamente. Ni sociedad mejor, ni justicia para todos, ni libertad para el individuo, ni verdadero amor.
Ante esta situación de la humanidad, ¿es lícito excluir la posibilidad, tal vez conjurando respetuosamente el horror a la «metafísica», de encontrar a nivel de lo lineal y horizontal, de lo finito, de lo puramente humano, otra dimensión: la
verdaderamente otra dimensión?
El trascender auténtico, ¿no presupone ya una auténtica trascendencia? ¿No hay por ahí, quizá, un nuevo acceso al problema?
Pero no menos importantes que estas nuevas orientaciones de la ciencia y la cultura son los movimientos que se perfilan en la generación joven, y sobre cuyas manifestaciones religiosas volveremos más tarde.
En esto se interfieren el Este y el Oeste: a las exigencias por parte de marxistas avanzados como Machovec de «ideales, modelos y escalas de valor de inspiración moral»
[13]
frente al marxismo ortodoxo del partido, corresponden las exigencias que ha formulado, por ejemplo, Charles A. Reich a las jóvenes generaciones frente al sistema capitalista. Como quiera que en la América actual se juzgue la exactitud empírica y sistemática de la diferenciación entre «conciencia I, II y III»
[14]
, nadie puede negar que con ello han sido puestos sobre el tapete los grandes problemas de nuestra sociedad, que, desde luego, no han tenido hasta ahora ninguna solución satisfactoria. Y por mucho que Roszak, en su análisis de la conciencia de la «nueva generación», haya sobrevalorado los rasgos de la contra-cultura
[15]
. los liberales y los revolucionarios radicales que él critica han pasado por alto lo más decisivo para la solución de los problemas, lo que constituye la máxima y más apremiante exigencia de nuestro tiempo: ¡un nuevo sentido de la
trascendencia
! En medio de este mundo tecnológico, urge un liberador rebasamiento de las situaciones vigentes mediante la elección de un nuevo
estilo de vida
: para refrenar la maquinaria tecnológica; hay que desarrollar nuevas facultades, una nueva independencia y responsabilidad personal, la sensibilidad, el sentido estético, la capacidad de amor, la posibilidad de vivir y trabajar unos con otros según nuevas formas. Por eso, con toda razón clama Reich por una
nueva determinación de valores y prioridades
y la consiguiente nueva reflexión sobre la religión y la ética, pues sólo así serán posibles un hombre y una sociedad realmente nuevos: «La fuerza de la nueva conciencia no reside en el poder de manipular los procedimientos ni en el poder de la política o de los combates callejeros, sino en el poder de unos valores nuevos y un nuevo
Way of Life»
[16]
.
Algunos desearon, esperaron y proclamaron el fin de la religión en el siglo XIX y a principios del XX. Pero nadie ha podido dar pruebas fundadas de tal deseo, esperanza y proclamación. Y el anuncio de la muerte de Dios tampoco se hizo más verdadero por el hecho de haberse repetido una y otra vez. Al contrario: la insistente repetición de esta profecía, que evidentemente no se ha cumplido, ha sembrado en muchos de entre los mismos ateos la duda de que pueda en absoluto producirse el fin de la religión.
El historiador británico Amold J. Toynbee afirma: «Estoy convencido de que ni la ciencia ni la tecnología pueden satisfacer las necesidades espirituales a que todas las posibles religiones tratan de atender, por más que consigan desacreditar algunos de los dogmas tradicionales de las llamadas grandes religiones. Visto históricamente, la religión vino primero, y la ciencia nació de la religión. La ciencia nunca ha suplido a la religión, y confío en que no la suplirá nunca… ¿Cómo podemos llegar a una paz duradera? Para una paz verdadera y permanente es una revolución religiosa, de ello estoy seguro,
conditio sine qua non
. Por religión… entiendo la superación del egocentrismo, tanto en los individuos como en las colectividades, a base de entablar relación con la realidad espiritual allende el universo y poner nuestra voluntad en armonía con ella. Tengo para mí que ésta es la única clave para la paz, pero aún estamos muy lejos de tenerla en la mano y poder utilizarla, y así, hasta que lo consigamos, la supervivencia del género humano seguirá puesta en duda»
[17]
.
El hecho de que tantos ateos no hayan logrado nunca sacudirse de encima la problemática religiosa; que los más radicales entre ellos, Feuerbach y Nietzsche, quienes por la proclamación pública de su ateísmo se creyeron más liberados, hayan permanecido hasta el fin de su vida, muy humano por cierto, anclados en Dios y el problema de la religión; todo ello parece, y lo digo sin querer hacer triunfalismo, sino pura y desapasionada constatación, abogar menos por la muerte que por la singular vida del tantas veces dado por muerto.
Una muestra aún más patente la hallamos en Marx, cuya utopía de la «extinción» de la religión tras el proceso revolucionario, inspirada en Feuerbach, ha sido claramente desmentida por la misma evolución de los
Estados socialistas
:
Sin confianza ninguna en la automática «extinción» de la religión, el ateísmo agresivo y militante pasó a formar parte de la doctrina del Estado soviético (no precisamente agonizante) y la religión y las Iglesias fueron expuestas al terror estalinista y a la represión posestaliniana con el único objetivo de exterminarlas.
Casi sesenta años después de la revolución de octubre, y tras indescriptibles persecuciones y vejaciones de Iglesias y de individuos, el cristianismo en la Unión Soviética es una realidad en crecimiento más que en regresión. Según los datos más recientes (quizá ya superados), uno de cada tres ruses adultos (los rusos constituyen aproximadamente la mitad de todos los habitantes de la Unión Soviética) y uno de cada cinco ciudadanos soviéticos adultos es cristiano practicante
[18]
.
También en el Oeste algunas prognosis han resultado erróneas. El
proceso de secularización
—recuérdese la delimitación del concepto hecha al principio del libro—
[19]
fue sobrevalorado por los sociólogos tanto como por los teólogos, cuando no visto demasiado indiferenciadamente
[20]
. Los teólogos de la secularidad sin religión, que escribieron el preludio de la «teología de la muerte de Dios», vuelven hoy a tomar partido por la religión, inclusive por la religión del pueblo
[21]
. Con harta frecuencia lo que se ocultaba tras esas teorías unilaterales era, aparte de una falta de distancia crítica respecto al espíritu del tiempo y sus seducciones, un interés ideológico muy concreto: bien la nostalgia de los tiempos dorados (hipótesis de la decadencia), bien la expectación utópica de una época venidera (hipótesis de la emancipación). En lugar de investigaciones empíricas exactas, se desarrollaban
a priori
teorías grandilocuentes.
Para los mismos futurólogos la extrapolación del proceso del fenómeno religioso ha resultado más dificultosa que la de otros campos. ¿Qué se puede, por ejemplo, medir y contar en la praxis de la fe, de la oración y de los motivos de acción que nos proporcione información concluyente y definitiva sobre la religión? La realidad religiosa acuñada en la historia y objetivada en la sociedad, la suma de doctrinas y ritos, comportamientos, costumbres, ritmos de vida y estructuras sociales no es más que la punta superior del
iceberg
de la religión.