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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (4 page)

BOOK: Ser Cristiano
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3. NO RENUNCIAR A LA ESPERANZA

Por mucho tiempo han hecho los teólogos demasiado malo al mundo como para no sentirse ahora tentados de hacerlo, de repente, bueno. Antes fue la condenación maniquea del mundo como demoníaco y ahora la glorificación secular del mismo: signos ambos del divorcio de la teología con el mundo. ¿Acaso «hombres mundanos», no teólogos, no ven con harta frecuencia al mundo de una forma más realista y diferenciada, con sus aspectos tanto positivos como negativos? Después de que muchos teólogos de nuestro siglo se han dejado deslumbrar por el espíritu del tiempo y han pretendido poner cimientos teológicos al nacionalismo, a la propaganda guerrera e incluso a programas partidistas totalitarios de todo color (negro, marrón y hasta rojo), lo indicado es proceder con sobriedad, sin hacerse ilusiones. Pues, de otra forma, los teólogos pasan fácilmente a ser ideólogos, defensores de ideologías.

Y las
ideologías
no son nunca neutras, sino que implican una valoración crítica: son sistemas de «ideas», conceptos y convicciones, modelos interpretativos, motivaciones y normas de acción, que, guiados en general por intereses muy concretos, presentan deformada la realidad del mundo, encubren las verdaderas anomalías y suplen la falta de argumentos racionales con llamadas a la emotividad.

¿Es la simple llamada a lo humano, la apelación a lo
humanum
, la solución? Los
humanismos
también cambian vertiginosamente. ¿Qué queda del humanismo clásico griego, del humanismo occidental, tras las grandes desilusiones y humillaciones del hombre: la primera con Copérnico (la tierra del hombre no es el centro del universo), la segunda con Marx (el hombre depende de unas relaciones sociales inhumanas), la tercera con Darwin (el hombre proviene de la esfera infrahumana), la cuarta con Freud (la conciencia espiritual del hombre se asienta en el inconsciente instintivo)? ¿Qué queda de la primitiva imagen unitaria del hombre en las diferentes imágenes que del hombre nos presenta la física, la biología, el psicoanálisis, la economía, la sociología, la filosofía? El humanismo ilustrado del
honnête homme
, el humanismo académico de los
humaniora
, el humanismo existencial del
Dasein
individual arrojado a la nada, todos ellos ya han tenido su época.

Y no digamos nada del fascismo y nazismo, que, fascinado por el superhombre de Nietzsche, también al principio se las daba de humano y social, pero cuya demencial ideología de «el pueblo y el Führer» y «la sangre y el suelo» ha costado a la humanidad millones de vidas y el mayor derrumbamiento de los valores humanos de toda la historia.

Ante esta situación, tras tantos desengaños, ¿no es razonable un cierto escepticismo también frente a los humanismos? De ahí que el trabajo de muchos analistas seculares en filosofía, lingüística, etnología, sociología, psicología social e individual se reduzca hoy, muchas veces, a hacer lógica la ilogicidad del material confuso, contradictorio e incomprensible que tienen a su alcance, pero renunciando a obtener un sentido absoluto, limitándose, al igual que las ciencias naturales, a los datos positivos (positivismo) o a las estructuras formales (estructuralismo) y contentándose con medir, calcular, guiar, programar y pronosticar procesos particulares. La crisis del humanismo secular, ya apuntada anteriormente en las artes plásticas, en la música y en la literatura, parece ser hoy más aguda justamente en aquel campo en que antes tenía el humanismo mayor vigor y gozaba de mayor apoyo de masas: en la evolución de la técnica y en la revolución político-social. Habiendo sometido la situación de las Iglesias cristianas a una crítica sin miramientos, como hemos hecho, no se tomará ahora como parcialismo ideológico el que, para aclarar la propia situación, nos ocupemos acto seguido de hacer un análisis igualmente crítico y despiadado de las ideologías hoy predominantes. Lo que con ello pretendemos no es hacer una crítica pesimista, sino una valoración realista de la cultura actual, la cual, pese a que tanto en Oriente como en Occidente abunda en impulsos de mejora, quizá necesita de un estímulo más definitivo para conseguir el verdadero mejoramiento de la sociedad humana.

a) ¿Humanismo por evolución tecnológica?

La
ideología de una evolución tecnológica conducente por sí misma al humanismo
parece haberse resquebrajado. Se ha calculado
[16]
que, si se toman cincuenta mil años de la historia de la humanidad y los sesenta y dos como índice medio de la vida del hombre, ahora nos encontramos en-la vida humana número 800, 650 de las cuales la humanidad las ha pasado en las cavernas; sólo hace 70 que existe comunicación entre generaciones a través de la palabra escrita; sólo seis, palabra impresa al alcance de las masas; sólo cuatro, exactos cómputos de tiempo, y sólo dos, motor eléctrico. Ahora bien, la mayor parte de los bienes actuales de consumo han sido descubiertos y desarrollados en la presente vida humana, la número 800, de suerte que la revolución de la presente edad bien puede considerarse como la segunda gran cisura de la historia de la humanidad tras aquella primera de los inicios de la edad de piedra, esto es, tras la invención de la agricultura y el paso del barbarismo a la civilización. En esta edad nuestra, la agricultura, que durante siglos constituyó la base de la civilización, ha perdido preeminencia en un país tras otro. Y del mismo modo, la época industrial, comenzada hace dos siglos, va siendo superada; debido a la automatización, cada vez son menos los que en los países desarrollados se dedican a las manufacturas, aparte de que allá en el horizonte ya se atisban algunos esbozos de la inminente cultura superindustrial. ¿Llevará ello consigo la realización de lo que imaginaron y esperaron los enciclopedistas franceses con su optimismo histórico-filosófico, Lessing con su «educación del género humano», Kant con su idea de la «paz eterna», Hegel con su concepción de la historia como el «proceso de la conciencia de la libertad», Marx con su utopía de la «sociedad sin clases», Teilhard de Chardin con su evolución hacia el «punto omega»?

El progreso de la ciencia moderna, la medicina, la técnica, la economía, la comunicación y la cultura no tiene parangón: sobrepasa las más audaces fantasías de Julio Verne y otros futurólogos pasados. Tal evolución, sin embargo, parece estar todavía muy lejos del punto omega y, a menudo, parece dirigirse incluso hacia otro punto final bastante divergente de él. Hasta quien no comulga con la crítica total que la nueva izquierda hace al «sistema» social vigente ni cifra todas sus esperanzas en la transformación total de nuestra sociedad industrial desarrollada no tarda en hacer, y menos cuanto más tiempo lo lleva considerando, esta inquietante constatación: en tan fantástico progreso cuantitativo y cualitativo hay algo que no concuerda. En muy breve tiempo, el
malestar
de la civilización técnica se ha generalizado, y a ello han contribuido muchos factores que ahora no nos toca analizar.

En los países industriales más desarrollados de Occidente crece progresivamente la duda en torno a ese dogma en que por largo tiempo se ha creído, a saber: que la ciencia y la técnica son la clave de la felicidad humana universal y que el progreso se sigue de forma automática e inevitable. Lo que más intranquiliza los ánimos no es el peligro de la destrucción atómica de la civilización, que, sin dejar de ser tan real como antes, está, sin embargo, aminorado por los convenios políticos de las superpotencias. Lo preocupante es la gran política internacional y la política económica con todas sus contradicciones, la espiral de precios y salarios, la irreprimible inflación en Europa y América, la latente y tantas veces aguda crisis del sistema monetario mundial, el abismo creciente entre los pueblos ricos y pobres y todo ese tipo de problemas de ámbito nacional a los que ya no dan abasto los gobiernos y que, por eso mismo, denotan la falta de estabilidad de las democracias occidentales, por no hablar de las dictaduras militares de Sudamérica y de otras partes. Y por encima de todo, los problemas locales de una ciudad como Nueva York, en la que ya se anticipa «1 futuro amenazante de todas las aglomeraciones urbanas: tras el decorado más impresionante del mundo se extiende un paisaje urbano que parece no tener fin, cuyo aire es cada vez más viciado, el agua más contaminada, las calles más infectas, el tráfico más congestionado, la vivienda más escasa y los alquileres más elevados; donde el ruido del tráfico y de la misma vida se hace insoportable, la salud se arruina, aumentan las agresiones y crímenes, crecen los
ghettos
y se agudizan las tensiones entre razas, clases y grupos populares. En cualquier caso, no es ésta, precisamente, la
secular cuy
que habían soñado algunos teólogos al comienzo de los años sesenta.

¿Son puro azar estos resultados negativos del desarrollo tecnológico? Adondequiera que se mire, sea en Leningrado o Tashkent, Melbourne o Tokio, sea en los países subdesarrollados, en Nueva Delhi o en Bangkok, en todas partes se acusan los mismos fenómenos. Fenómenos que no pueden ser simplemente aceptados y consignados como los imprescindibles lados oscuros del gran progreso, sino que también deben, en parte, ser cargados a cuenta de los cortocircuitos y abusos que se han producido. Pero, en conjunto, todos dependen de la
ambivalencia del mismo progreso como tal
: progreso anhelado, planificado y provocado, pero que de seguir así destruirá, a la vez de desarrollar, el auténtico humanismo. Categorías antes tan positivas como las de «crecimiento», «incremento», «progresión», «magnitud», «producto social» y «cuotas de aumento» han caído hoy en desgracia en cuanto que son expresión de un inexcusable deber, de la necesidad imperiosa de un crecimiento siempre mayor (en producción, consumo y gasto). Precisamente en las naciones que gozan de mayor bienestar se extiende un sentimiento de no libertad, de inseguridad, de miedo al futuro. Justo ahora, cuando el proceso tecnológico parece haber alcanzado su cota más alta, es también cuando ese mismo progreso comienza a sustraerse a todo control, sin exceptuar —en ellos, quizá, hasta de manera especial— los sistemas democráticos, que proceden de ordinario tan consideradamente. La promesa de una
Great Society
(L. B. Johnson) —como si el hombre sólo fuera bueno por naturaleza cuando el mundo ambiente es bueno y éste sólo resultara bueno cuando el gobierno emplea en ello el dinero suficiente— se ha tornado para los mismos Estados Unidos inalcanzable. ¡Y ello independientemente de la inhumana guerra del Vietnam! Conocidos son los sombríos resultados del análisis llevado a cabo con computadoras por un equipo del M. I. T.
[17]
, por encargo del Club de Roma, sobre el crecimiento y sus consecuencias en orden a la reducción de materias primas, la superpoblación, la escasez de víveres y la contaminación ambiental: no sólo predicen disturbios sociales y el derrumbamiento de la industria, sino que prevén el ocaso de la humanidad como muy tarde para el año 2100. Aunque los datos básicos de este análisis sean discutibles y hayan tenido lugar extrapolaciones aisladas, aunque no sean secundados los nuevos avances tecnológicos previstos, ni las contraofensivas planificadas, ni, en general, el comportamiento del hombre futuro —y, en consecuencia, la prognosis en su totalidad sea cuestionable—, ésta ha sido tomada por todos como una grave advertencia: que la catástrofe, si necesariamente no debe, por lo menos puede sobrevenir.

De aquí que hoy los títulos apocalípticos de libros se sucedan vertiginosamente: El programa suicida. Futuro o decadencia de la humanidad; La confusión planificada; Después de nosotros, la Edad de Piedra. El fin de la era técnica; No hay lugar para el hombre. El suicidio programado; La Tierra, condenada a muerte. El suicidio programado por un progreso incontrolado; El futuro amenazado
[18]
. Autores como Karl Steinbuch, que en 1968, con su libro Falsamente programado
[19]
, todavía alentaba una euforia tecnológica, claman ya, en 1973, por una «corrección de curso», por una «consciente clarificación de las normas de nuestra vida en común», palabras con las que el autor no significa otra cosa que «un acuerdo, sin más pretensiones, en las máximas conforme a las cuales hemos de vivir juntos»
[20]
. Incluso un prominente estudioso del comportamiento como Konrad Lorenz nos enumera «los ocho pecados capitales de la humanidad civilizada»: superpoblación, asolación del espacio vital, carrera de competición consigo mismo, muerte por cremación del sentimiento, degeneración genética, ruptura de la tradición, endoctrinación, armas atómicas
[21]
. Y no faltan, en fin, algunos para quienes la crisis del petróleo (1973), con todas sus consecuencias económicas y políticas, no ha venido más que a confirmar lo que ya presagiaban algunos oscuros temores: cuan fácilmente puede derrumbarse, desde lo máximo a lo mínimo, todo el sistema económico-social de Occidente y cuan rápidamente puede llegar el fin de la sociedad de la abundancia.

La
crítica social neomarxista
a estas situaciones, en especial la de la «teoría crítica» de la escuela de Francfort (T. W. Adorno, M. Horkheimer, Herbert Marcuse) y la del mismo Ernst Bloch, es claro que no ha sido liquidada por el fracaso de la «primavera de Praga» y las revoluciones estudiantiles
[22]
. El cuadro que se muestra es el siguiente
[23]
: una sociedad progresivamente más rica, más grande, mejor, con una asombrosa capacidad de rendimiento y con un nivel de vida en continua progresión. Pero también, y debido precisamente a ello, una sociedad de perfecto despilfarro y que pacíficamente produce una cantidad inmensa de medios de destrucción. En consecuencia, un universo tecnológico con posibilidades de destrucción total y, por lo mismo, un mundo lleno de defectos, de dolor y miseria, de necesidad y pobreza, de violencias y crueldades. El progreso debe considerarse desde los dos lados: con la eliminación de antiguas dependencias (de personas) han nacido dependencias nuevas (de cosas, instituciones, fuerzas anónimas). Junto con la liberación, o mejor dicho, con la «liberalización» de la política, de la ciencia, de la sexualidad y de la cultura, se da una nueva esclavización por el imperativo del consumo. Con el creciente rendimiento productivo, la integración en un gigantesco aparato; con la oferta de variadísimas mercancías, la maximalización de los deseos individuales de consumo y su consiguiente manipulación por los planificadores de las necesidades y las secretas seducciones de la propaganda; con un tráfico más rápido, una mayor cacería humana; con una medicina más perfeccionada, un incremento de enfermedades psíquicas y una vida más larga, sí, pero carente en su mayoría de sentido; con mayor bienestar, más gasto y desperdicio; con el dominio de la naturaleza, la destrucción de la naturaleza; con los perfectos medios de comunicación de masas, la funcionalización, la reducción y el empobrecimiento del lenguaje, así como la endoctrinación a gran escala; con la creciente intercomunicación internacional, mayor dependencia de las multinacionales (y, pronto, también de los sindicatos internacionales); con la expansiva implantación de la democracia, mayor coordinación y control por parte de la sociedad y sus fuerzas; con el refinamiento de la técnica, la posibilidad de una más refinada manipulación (hasta genética en algunos casos); con la implacable racionalización de lo particular, un manco sentido de la totalidad.

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