En su origen, pues, el título de «Hijo de Dios» no alude a la
procedencia de Jesús, sino a su situación de derecho y poder
. No expresa tanto el ser cuanto la función. No se refiere a una filiación corporal, sino a una elección y delegación divinas: ese Jesús reina ahora sobre su pueblo en lugar de Dios. «Hijo de Dios» no caracteriza a Jesús, como tampoco al rey de Israel, como ser sobrehumano y divino, sino como soberano entronizado por su exaltación a la derecha del Padre: como el plenipotenciario de Dios, por así decir, que debe ser honrado por los súbditos como el mismo Dios.
El Jesús de Nazaret terreno e histórico, al proclamar el reino y la voluntad de Dios con su palabra y su acción, ya se había presentado como abogado público de la causa de Dios
[23]
. Y en este sentido fue algo más que un delegado, plenipotenciario, abogado o portavoz de Dios en sentido jurídico. Sin título ni oficio alguno, en todas sus acciones y palabras apareció como abogado en pleno sentido existencial: como embajador personal, como fiduciario, persona de confianza y amigo de Dios. Vivió, padeció y luchó por la fuerza de una experiencia de Dios, una presencia de Dios y una certidumbre de Dios en definitiva inexplicable, por la fuerza de una particular unión con Dios que le permitía invocarlo como su Padre. El hecho de que la comunidad lo llamara inicialmente «el Hijo» puede ser simple reflejo de la luz que irradiaba sobre su rostro el Dios que él anunciaba como Padre. Desde aquí es fácil comprender el paso al título de «Hijo de Dios», acuñado por la tradición.
Este título expresaba con mayor claridad que otros a los hombres de aquel tiempo hasta qué punto el hombre Jesús de Nazaret pertenece a Dios, hasta qué punto está al lado de Dios, frente a la comunidad y al mundo, sometido sólo al Padre y a nadie más. En su condición de exaltado definitivamente a la derecha de Dios, Jesús es ahora, en sentido pleno y definitivo —«de una vez por todas»—, el
representante de Dios
ante los hombres. Títulos como «encargado», «plenipotenciario», «abogado», «portavoz», «procurador», «embajador», «fiduciario», «confidente», «amigo», «sustituto» y «representante» de Dios hacen hoy tal vez más patente para muchos lo que intentaban expresar los antiguos apelativos de «rey», «pastor», «salvador», «hijo de Dios», o también la tradicional doctrina eclesiástica de los tres «ministerios» de Jesucristo (profético, real y sacerdotal).
Pero ya el Jesús histórico, para quien la causa de Dios era la causa del hombre, fue, precisamente en cuanto abogado de la causa de Dios, el abogado público de la causa del hombre. Con su vida y sus palabras, con sus obras y sufrimientos buscó, cumpliendo la voluntad de Dios, el pleno y verdadero bien del hombre, su libertad, su alegría, su auténtica vida, su oportunidad ante Dios, el amor. Se consagró plenamente a la causa de Dios y, por tanto, del hombre. Y lo hizo con suprema coherencia y autenticidad, hasta las últimas consecuencias. Con su muerte no hizo más que llevar a término lo que desde el principio había predicado y vivido. No murió sólo por sus «convicciones». Tampoco, genéricamente, por una «causa», sino que, de hecho, murió por todos los perdidos y despreciados, por los transgresores de la Ley, los sin ley y los pecadores de todo tipo, con los cuales, provocando la indignación de sus adversarios, se había mezclado, solidarizado e identificado, y que, en el fondo, habrían merecido correr la misma suerte que él. Tomó sobre sí su destino, la maldición que pesaba sobre ellos: murió en representación de los pecadores —pero no en sentido peyorativo, como pensaban sus enemigos, sino en el mejor de los sentidos, como poco a poco fueron descubriendo sus discípulos a la luz de la resurrección—; más aún, según sugiere Pablo, como pecado personificado
[24]
. Y como su muerte puso de manifiesto que los verdaderos culpables y pecadores eran precisamente los piadosos y justos, encerrados en sí mismos, seguros de sí y satisfechos de su propia justicia, paradójicamente murió también por ellos: murió, como se fue haciendo más evidente con el transcurso del tiempo, «por muchos», sin distinción de pueblo, clase, raza o cultura; murió «por todos», «por nosotros». El hombre Jesús de Nazaret se reveló así, definitivamente, como representante de Dios y, al mismo tiempo (en el sentido más amplio y radical: «de una vez por todas», trascendiendo el tiempo y el espacio), como sustituto, delegado,
representante de los hombres
ante Dios.
No obstante, Jesús no fue confirmado y legitimado como representante de Dios y de los hombres hasta después de la catástrofe. Tuvo que pagar primero el precio de la muerte para romper las ataduras de la Ley y posibilitar una nueva libertad, una existencia nueva, un hombre nuevo. Sólo entonces fue reconocido como el Hijo de hombre e Hijo de Dios, como el Salvador y Reconciliador, como el único Mediador y Sumo Sacerdote de la nueva alianza entre Dios y los hombres, como el camino, la verdad y la vida de Dios para los hombres. Jesús es todo esto, pero no de un modo mágico o mecánico. No es un suplente que ocupa el puesto en vez de dejarlo libre
[25]
. Del mismo modo que como representante y delegado de Dios y del hombre no suplanta a Dios, tampoco suplanta al hombre. Al igual que respeta la voluntad de Dios, respeta también la responsabilidad del hombre. Llama a la libertad y espera adhesión. Va por delante, se pone en juego él mismo y pone en juego a su Dios y reta al seguimiento.
Pero tampoco en su condición de exaltado a la derecha de Dios este Jesús, que no se anunció a sí mismo, sino al reino de Dios, se constituye en fin absoluto. Precisamente como Hijo de Dios, su representante y delegado, es en todo una referencia viviente al Dios y Padre que es mayor que él
[26]
. Es el «precursor» de Dios
[27]
en el camino hacia los hombres, hasta que el mismo Dios llega a ellos. Y es, a la vez, el «precursor» de los hombres en su camino hacia Dios, identificándose con los que caminan con dificultad y con los que quedan rezagados. Su soberanía no es aún la definitiva. Es temporal, provisoria. Está bajo el signo del «ya» y del «todavía no», entre el cumplimiento y la plenitud, entre el tiempo y la eternidad. La meta de la historia, tal como la anunció Jesús, no ha cambiado por el hecho de que el anunciador se convirtiera en el anunciado: la meta sigue siendo el reino de Dios, en el cual se reafirma la causa de Dios, se hace presente el futuro absoluto y el representante devuelve su soberanía a aquel a quien representa, para que Dios no sólo esté en todo, sino que sea todo para todos
[28]
.
Bajo esta perspectiva ha de entenderse una idea, que para muchos creyentes de hoy se ha vuelto extraña, aunque se halla contenida en la profesión de fe: que a lo largo de todo el Nuevo Testamento se espera que Jesús venga como
juez universal
a juzgar a vivos y muertos para que sea realidad la soberanía de Dios en su reino.
La idea del juicio de los muertos, muy extendida ya en aquella época, se había asociado en el judaísmo primitivo y en la religión persa a la expectación del fin: no sólo un juicio del individuo inmediatamente después de la muerte, sino un juicio de la humanidad entera al fin de los tiempos. Al hablar de la expectación de Jesús en orden al próximo fin se ha puesto de relieve que dicha expectación se halla revestida de las formas de la apocalíptica del judaísmo primitivo y que, respecto al comienzo y al fin de la historia de la humanidad, es imprescindible una desmitologización, una interpretación precisa y diferenciada de cada uno de esos juicios
[29]
. Aquí hemos de ser más concretos, dentro de la brevedad
[30]
.
La historia de la Iglesia, desde el siglo I al XX, enseña que la historia de la expectación de una próxima parusia es una historia de repetidas decepciones —también, y sobre todo, en las llamadas épocas «apocalípticas»—. Incluso representaciones como la de la segunda carta a los Tesalonicenses
[31]
(que probablemente no es de Pablo), donde se describe un robustecimiento final del mal, una gran apostasía antes del fin y la encarnación de las fuerzas antidivinas y anticristianas en un escatológico «hombre de la iniquidad» o —según las cartas de Juan
[32]
— en uno o varios «anticristos» (¿individuo o colectividad?), no son, como muchas veces se ha creído, especiales revelaciones de Dios sobre el tiempo final. Son imágenes tomadas de la apocalíptica judía
[33]
, que en parte utilizan motivos mitológicos y en parte experiencias históricas (el rey Antíoco IV Epífanes venerado en el culto como Dios visible, el cesar Calígula, Nerón redivivo). A pesar de su nombre, las imágenes «apocalípticas», «desveladoras», inconciliables entre sí, no deberían, cuando menos hoy, entenderse como desvelamiento o información cronológica sobre las «postrimerías» de la historia universal, como el guión del último acto de la tragedia de la humanidad. Aquí, a pesar de la curiosidad aún hoy tan extendida (lo que no deja de sorprender), no descubre el hombre lo que se le avecina ni cómo han de desarrollarse los acontecimientos. La imagen de una gran asamblea pública de toda la humanidad (es decir, de miles de millones de hombres) convocada para el juicio no es más que una imagen.
No existe extrapolación científica clara ni prognosis profética exacta del futuro definitivo de la humanidad. En la historia de la libertad hay que contar siempre con algo originalmente nuevo (¡el
novum
como categoría!). El fin no está fijado de antemano. El hombre no debe limitarse a esperar ese final, sino que ha de asumir creativamente su papel en el mundo y en la historia. En la interacción de libertad donante y libertad donada el hombre es el colaborador insustituible que debe dar sentido y marcar su impronta en la incontenible evolución del cosmos. La llegada del reino de Dios no condena al hombre a la pasividad, sino que exige de su fe una actividad intrépida en favor de los hombres. No se le pide una evasión hacia adelante, sino, contra todo posible escepticismo y fatalismo, obras concretas de esperanza. Ante la inminencia del reino de justicia, de libertad y de paz, una lucha incansable por la justicia, la libertad y la paz: contra todos los poderes del mal, de la esclavitud, de la miseria, del desamor, de la muerte. No hace falta repetir aquí lo que ya dijimos al refutar las falsas absolutizaciones sobre la polaridad de futuro de Dios y presente del hombre
[34]
.
Como el comienzo y el origen último de la humanidad, también su final y su futuro extremo son materia de fe: la Escritura los describe plásticamente con imágenes y narraciones poéticas, condicionadas, sin duda, por la cultura de la época, cuya finalidad es crear un clima de espera vigilante y confiada, pero que hoy más que nunca deben ser analizadas hasta ver lo que es en ellas determinante. Tales imágenes y narraciones no se refieren a la sucesión de los acontecimientos finales, sino a la acción escatológica de Dios y la corresponsabilidad del hombre en relación con el fin. Pero este
final
anunciado en la Escritura
no
debe equipararse expeditivamente a una catástrofe cósmica, a una
interrupción
de la historia de la humanidad. Aunque ponga fin a lo antiguo, al mal, este final ha de entenderse, en suma, como
plenitud
. O sea, como plenitud de la historia de la humanidad realizada por el Dios fiel, creador y recreador, tal como indican las imágenes del banquete, de la fiesta y las bodas, de la nueva tierra y el nuevo cielo, es decir, de un mundo nuevo. El futuro ulterior del mundo nuevo queda abierto a la fe. Y tal futuro no implica en modo alguno esclerotización, sino dinámica de vida eterna:
vita venturi saeculi
, la vida del mundo futuro, con que acaban triunfalmente los símbolos de fe.
¿Es sorprendente que no fueran los
apocalipsis
, que también estaban muy difundidos entre las primitivas comunidades cristianas, sino los
evangelios
los que se convirtieron en la forma literaria característica de la Iglesia? Breves apocalipsis —domesticados, por decirlo así— fueron insertados en los evangelios (el extenso apocalipsis atribuido a Juan se incorpora al Nuevo Testamento)
[35]
. Esto no significa sino que la apocalíptica ha de entenderse desde el evangelio, y no al revés
[36]
. Como ya hemos hecho notar, la apocalíptica constituye un marco conceptual y representativo para una situación histórica determinada, marco que es preciso distinguir bien del contenido, del mensaje mismo. ¿En qué se centran los apocalipsis evangélicos? En la
aparición de Jesús
, que ahora se identifica inequívocamente con el Hijo de hombre. La función y figura del Jesús glorificado, que ha de venir cuando se cumpla el reinado de Dios, se funden a partir de este momento con la función y figura del apocalíptico Hijo de hombre, que ha de venir asimismo para el juicio final. El juez del mundo no es otro que Jesús, y este es precisamente el gran signo de esperanza para todos aquellos que han puesto su confianza en Jesús.
El monumental fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina plasmó con sello indeleble la escena del «juicio final» de la humanidad. Pero el genio artístico no da respuesta a la pregunta de una fe que tiene la siguiente duda:
¿qué puede
seguir siendo,
todavía
hoy,
relevante
de esa composición mitológica de una asamblea de todos los pueblos para ser juzgados? Mejor será prescindir de esa imagen y hablar de la reunión de todos los hombres en Dios, su creador y consumador. Relevante en la imagen del juicio final sigue siendo, por formularlo primero de
modo negativo
, lo siguiente: