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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (10 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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¡Concentración! Concentración. Alejó sus pensamientos del tema del sexo, con la agilidad mental de un portaaviones.

–¿Y aquel tío? –dijo.

–¿Qué tío?

–El del trabajo, el camarero. Parece el capitán del equipo de informática.

–¿Ian? ¿Qué pasa con él?

–¿Por qué no sales con Ian?

–Cállate, Dexter. Ian sólo es un amigo. Pásame la botella, ¿vale?

La vio sentarse a beber vino, que a esas alturas ya estaba caliente, como un jarabe. Aunque Dexter no fuera un sentimental, a veces se podía quedar mirando cómo se reía Emma, o cómo explicaba algo, y tener la absoluta certeza de que no conocía a nadie que se le pudiera comparar. A veces casi tenía ganas de decirlo en voz alta, interrumpirla y decírselo de sopetón. Sin embargo, no era el caso. Lo que hizo fue pensar en lo cansada que se la veía, triste y pálida. Al mirar al suelo, se le empezaba a marcar la papada. ¿Por qué no se ponía lentillas, en vez de aquellas gafas tan grandes y feas? Ya no era estudiante. ¿Y las gomas de pelo aterciopeladas? No la favorecían en absoluto. Ardiendo de compasión, pensó que lo que le hacía falta de verdad a Emma era alguien que la tomara de la mano y desvelase todo su potencial. Se imaginó una especie de montaje, de él mirando paternal y bondadoso mientras ella se probaba una serie de vestidos increíbles. Sí, la verdad era que debería hacerle más caso a Emma; y si en ese momento no estuviera ocupado en mil cosas, se lo habría hecho.

¿Pero no había nada que pudiera hacer a corto plazo para que estuviera más a gusto consigo misma, para animarla y darle una inyección de confianza? Tuvo una idea. Le cogió la mano y anunció solemnemente:

–Mira, Em, si a los cuarenta sigues soltera, me casaré contigo.

Ella le miró, sinceramente disgustada.

–¿Eso ha sido una declaración, Dex?

–Ahora no; algún día, si estamos los dos desesperados.

Se rio amargamente.

–¿Y por qué crees que querría casarme contigo?

–Bueno, lo doy por supuesto, como si dijéramos.

Sacudió lentamente la cabeza.

–Pues lo siento, pero tendrás que ponerte a la cola. Mi amigo Ian dijo exactamente lo mismo mientras desinfectábamos la cámara de la carne. Aunque él sólo me dio de plazo hasta los treinta y cinco.

–Pues mira, no es para ofender a Ian, pero yo tengo muy claro que deberías reservarte otros cinco años.

–¡No pienso reservarme para ninguno de los dos! Además, yo no me casaré.

–¿Cómo lo sabes?

Se encogió de hombros.

–Me lo dijo una gitana vieja y sabia.

–Supongo que lo rechazas por razones políticas, o algo por el estilo.

–No, es que… no es para mí.

–Te estoy viendo: un vestido blanco enorme, damas de honor, niños haciendo de pajes, una liga azul…

«Liga.» Se le prendió el cerebro a la palabra como un pez al anzuelo.

–Resulta que considero que en la vida hay cosas más importantes que las «relaciones».

–¿Cómo cuál? ¿Tu carrera? –Emma le miró con mala cara–. Perdona.

Volvieron a mirar el cielo, que se estaba oscureciendo. Al cabo de un momento, ella dijo:

–Pues mira, por si te interesa, hoy mi carrera ha dado un vuelco positivo.

–¿Te han echado?

–Ascendido. –Se empezó a reír–. Me han ofrecido el puesto de encargada.

Dexter se incorporó de golpe.

–¿Allá, en ese sitio? Tienes que rechazarlo.

–¿Por qué tengo que rechazarlo? No tiene nada de malo trabajar en un restaurante.

–Em, mientras seas feliz, por mí como si sacas uranio con los dientes, pero tú odias ese trabajo. Lo odias cada segundo.

–¿Y qué? La mayoría de la gente odia su trabajo. Por eso se llama trabajo.

–A mí mi trabajo me encanta.

–Ya, pero bueno, tampoco podemos trabajar todos en los medios de comunicación…

A Emma le dio mucha rabia su tono, despectivo y amargo, pero lo peor fue que notó que se le empezaban a formar lágrimas calientes e irracionales detrás de los ojos.

–¡Oye, que igual puedo conseguirte trabajo!

Se rio.

–¿Trabajo de qué?

–¡Conmigo, en Redlight Productions! –Dexter se empezó a entusiasmar con la idea–. En documentación. Tendrías que empezar de recadera, que está muy mal pagado, pero lo harías tan bien…

–Gracias, Dexter, pero no quiero trabajar en los medios de comunicación. Ya sé que hoy en día se supone que nos morimos todos de ganas de trabajar en los medios de comunicación, como si los medios de comunicación fueran el mejor trabajo del mundo… –Pareces histérica, se dijo; celosa e histérica–. De hecho, ni siquiera sé qué son los medios de comunicación… –Para de hablar. Tranquila–. Vaya, que no sé qué hacéis todo el día aparte de beber agua de botella, tomar drogas y fotocopiaros las partes…

–Oye, Em, que se trabaja mucho…

–Vaya, que si la gente tuviera el mismo respeto por…, no sé, la enfermería, o el trabajo social, o la enseñanza, que por los medios de comunicación de las narices…

–¡Pues hazte profesora! Serías una profesora buenísima…

–¡Quiero que escribas en la pizarra «No daré consejos de trabajo a mi amiga»!

Ahora hablaba demasiado alto, casi a gritos. Siguió un largo silencio. ¿Por qué se ponía así? Dexter sólo quería ayudarla. ¿Qué beneficios sacaba él de esa amistad? Haría bien en levantarse e irse. Era lo mejor. Se giraron a mirarse al mismo tiempo.

–Perdona –dijo él.

–No, perdona tú.

–¿Qué tengo que perdonarte?

–Que te haya dado la matraca como una… vieja loca. Perdona. Estoy cansada, he tenido un mal día, y siento ser tan… aburrida.

–No eres tan aburrida.

–Que sí, Dex. Te juro que me aburro hasta a mí misma.

–Pues a mí no me aburres. –Dexter le cogió la mano–. Nunca podrías aburrirme. Como tú no hay nadie, Em.

–Como yo hay a montones.

Le dio una patada en el pie.

–¿Em?

–¿Qué?

–Tranquila, ¿vale? Cállate y aguántate.

Se observaron un momento. Después él volvió a tumbarse. Al cabo de un momento, Emma hizo lo mismo, y dio un respingo al darse cuenta de que Dexter le había pasado un brazo por la espalda. Se quedaron los dos cohibidos. Después Emma se puso de lado y se acurrucó contra Dexter, que la abrazó con fuerza y habló con la boca en su coronilla.

–¿Sabes qué no entiendo? Te dicen todo el rato lo fantástica que eres, que si lista, divertida, con talento y todo eso… Constantemente, oye; yo hace años que te lo repito. Entonces ¿por qué no te lo crees? ¿Por qué piensas que lo dice la gente, Em? ¿Qué te crees, que es una conspiración, y que se han compinchado en secreto para ser amables contigo?

Emma le apretó el hombro con la cabeza para que se callara, porque, si no, temía echarse a llorar.

–Eres muy bueno, pero tengo que irme.

–No, quédate un poco más. Iremos a buscar otra botella.

–¿No te espera Naomi en algún sitio? Con toda la boquita llena de drogas, como un hámster drogata.

Infló las mejillas. Dexter se rio. Emma empezaba a encontrarse mejor.

Se quedaron un rato donde estaban. Luego bajaron caminando a la licorería y subieron otra vez a la colina para ver ponerse el sol en la ciudad, bebiendo vino y sin comer nada más que una bolsa grande de patatas chips caras. Se oían ruidos raros de animales en el zoo de Regents Park. Al final ya no quedaba nadie en toda la colina.

–Tendría que irme a casa –dijo ella, mareada al levantarse.

–Si quieres, puedes dormir en la mía.

Pensó en el viaje a casa, en la Línea Norte, en el piso de arriba del autobús N38, y luego en la larga y peligrosa caminata hasta el piso que por alguna misteriosa razón olía a cebolla frita. Al final, cuando llegara a casa, probablemente estuviera puesta la calefacción central, y se encontraría a Tilly Killick con la bata abierta, pegada a los radiadores como una salamanquesa, comiendo pesto del tarro. Habría marcas de dientes en el cheddar irlandés, y
Treinta y tantos
por la tele, y Emma no tenía ganas de ir.

–¿Prestar un cepillo de dientes? –dijo Dexter, como si le leyera el pensamiento–. ¿Dormir en el sofá?

Se imaginó pasar la noche haciendo crujir el cuero negro del sofá modular de Dexter, con la cabeza dando vueltas por el alcohol y la confusión, hasta que decidió que la vida ya era bastante complicada. Tomó una resolución en firme, una de las resoluciones que últimamente tomaba casi a diario. Se había acabado lo de pasar la noche en casa ajena, escribir poesía y perder el tiempo. Era hora de ordenar su vida. De empezar de cero.

Capítulo 5

Las Reglas del Juego

MIÉRCOLES 15 DE JULIO DE 1992

Archipiélago del Dodecaneso, Grecia

Y luego hay días en que te despiertas y todo es perfecto.

Aquel día soleado de san Suituno se encontraron bajo un inmenso cielo azul, sin el menor riesgo de lluvia, en la cubierta del
ferry
a vapor que cruzaba lentamente el Egeo. Tumbados uno al lado del otro, al sol de la mañana, con gafas de sol nuevas y ropa de vacaciones, dormían la resaca de la última noche en la taberna. Segundo día de unas vacaciones de isla en isla, y aún resistían las Reglas del Juego.

Las Reglas, una especie de Convención de Ginebra en platónico, eran un conjunto de prohibiciones básicas elaborado antes de salir de viaje para garantizar que no se les «complicasen» las vacaciones. Emma volvía a estar soltera; su breve y deslucida relación con Spike, un reparador de bicicletas cuyas manos olían constantemente a 3 en 1, había acabado poco menos que en la indiferencia mutua, aunque al menos había servido para darle a ella una inyección de confianza. Además, nunca había tenido la bici en tan buen estado.

Por su parte, Dexter había dejado de salir con Naomi porque, según él, «se estaba poniendo la cosa demasiado intensa», que a saber qué narices significaría. Desde entonces había pasado por Avril, Mary, una Sara, una Sarah, una Sandra y una Yolande, hasta aterrizar sobre Ingrid, una ex modelo muy feroz, ahora estilista de moda, a quien –según dijo a Emma la propia interesada, sin pestañear– habían obligado a no seguir desfilando porque «tenía los pechos demasiado grandes para la pasarela»; palabras que a Dexter parecían a punto de hacerle estallar de orgullo.

Ingrid era el tipo de chica segura de sí misma en lo sexual que se ponía el sostén sobre la blusa, y aunque no tuviera razones para preocuparse por Emma ni por nadie, todo fuera dicho, las partes implicadas habían acordado que sería conveniente aclarar un par de cosas antes de desvelar los bañadores, y beberse los cócteles. No porque fuera a pasar nada, ya que esa ventanita hacía años que se había cerrado, y ahora se eran mutuamente inmunes, bien asentados en los límites de una sólida amistad. Aun así, un viernes de junio por la noche, Dexter y Emma se habían sentado a compilar las Reglas a la salida del pub de Hampstead Heath.

Número Uno: dormitorios separados. Al margen de lo que ocurriese, nada de compartir cama, ni doble ni individual; nada de acurrucarse ni abrazarse borrachos, que ya no eran estudiantes.

–De hecho, yo no le veo el sentido a lo de acurrucarse –había dicho Dexter–. Sólo sirve para que te den calambres.

Y Emma, mostrándose de acuerdo, había añadido:

–Y tontear tampoco. Regla Número Dos.

–Bueno, yo es que nunca tonteo… –dijo Dexter, frotándole la pantorrilla con el pie.

–No, ahora en serio: nada de tomarse unas copas y ponerse juguetón.

–¿«Juguetón»?

–Ya me entiendes. No quiero cosas raras.

–¿Contigo, dices?

–Ni conmigo ni con nadie. De hecho es la Regla Número Tres. No quiero tener que quedarme con cara de tonta mientras le pones crema a Lotte, de Stuttgart.

–Eso no va a pasar, Em.

–Pues no, porque es una Regla.

La Regla Número Cuatro, por insistencia de Emma, era la cláusula contra la desnudez. Prohibido bañarse desnudo. Pudor y discreción física en todo momento. No quería ver a Dexter en calzoncillos, ni en la ducha, ni mucho menos en el váter. La represalia de Dexter fue proponer la Regla Número Cinco: prohibido el Scrabble. Cada vez lo jugaban más amigos suyos, de manera cómplice e irónica, hambrienta de triple palabra, pero a él le parecía un juego concebido expresamente para hacerle quedar como un tonto, y aburrirle. Ni Scrabble ni Boggle, que aún no se había muerto.

Ahí estaban, por lo tanto, en el Segundo Día, con las Reglas intactas, en la cubierta del vetusto y oxidado
ferry
que cubría laboriosamente la distancia entre Rodas y las islas pequeñas del Dodecaneso. La primera noche la habían pasado en el casco antiguo de Rodas, bebiendo cócteles dulzones en piñas vaciadas, sin poder parar de sonreírse mutuamente por lo novedoso que era todo. El
ferry
había salido de Rodas antes del amanecer. Ahora eran las nueve de la mañana, y esperaban tranquilamente a que se les pasara la resaca, acusando el traqueteo de los motores en los líquidos revueltos de sus respectivos estómagos, comiendo naranjas, leyendo en silencio y exaltándose en silencio, totalmente felices de no decirse nada.

El primero en ceder fue Dexter, que suspiró y se puso el libro en el pecho:
Lolita
, de Nabokov, regalo de Emma, a quien competía la selección de lecturas vacacionales (un gran bloque de cemento hecho de libros, una biblioteca móvil que casi ocupaba toda su maleta).

Pasó un momento. Suspiró otra vez, enfáticamente.

–¿Qué te pasa? –dijo Emma sin apartar la mirada de
El idiota
, de Dostoievski.

–Que no me entra.

–Es una obra maestra.

–Me da dolor de cabeza.

–Tendría que haber traído algo con dibujos, o desplegable…

–No, si gustar me gusta…


La mariposa golosa
, o algo así.

–Pero es que lo encuentro un poco denso. Todo el rato el mismo tío pegando el rollo sobre lo cachondo que está.

–Creía que te identificarías. –Emma se levantó las gafas de sol–. Es un libro muy erótico, Dex.

–Sólo si te gustan las niñas.

–A ver, vuelve a explicarme por qué te echaron de la escuela de idiomas de Roma.

–¡Ya te dije que ella tenía veintitrés años, Em!

–Pues entonces duerme. –Volvió a coger su novela rusa–. Filisteo.

Dexter volvió a apoyar la cabeza en su mochila, pero se le había puesto al lado una pareja que le hacía sombra en la cara: ella era guapa y nerviosa; él, grandote y pálido, de un blanco casi de magnesio bajo el sol de la mañana.

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