Read Siempre el mismo día Online

Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (8 page)

BOOK: Siempre el mismo día
8.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Scott puso los pies sobre la mesa.

–La cuestión es que me voy.

–¿Te vas?

–Los de la central me han pedido que me ponga al frente del nuevo Ave César de Ealing.

–¿Qué es el Ave César?

–Una nueva cadena muy grande de italianos contemporáneos.

–¿Y se llama Ave César?

–Exacto.

–¿Y por qué no Mussolini?

–Van a hacer con lo italiano lo mismo que han hecho con lo mexicano.

–¿Qué, joderlo?

Scott puso cara de ofendido.

–No me agobies, ¿vale, Emma?

–Lo siento, Scott. En serio. Felicidades. Muy bien, de verdad…

Se calló de golpe, al comprender lo que se avecinaba.

–La cuestión… –Scott entrelazó los dedos y se inclinó sobre la mesa, como si se lo hubiera visto hacer a algún empresario por la tele, y sintió una inyección de poder un poco afrodisiaca–. Me han pedido que nombre yo mismo al encargado que me sustituirá. Por eso quería hablar contigo. Busco a alguien que no se marche; alguien de confianza, que no se escape a la India sin avisar como Dios manda, ni lo deje todo por algún trabajo más interesante. Alguien con quien pueda contar para quedarse un par de años, y dedicarse a fondo a… Emma, ¿estás…? ¿Estás llorando?

Emma se protegió los ojos con las manos.

–Perdona, Scott; es que me has pillado en mal momento, pero no pasa nada.

Scott frunció el ceño, estancado entre la compasión y la irritación.

–Toma. –Sacó un rollo de papel de cocina, azul y basto, de una caja del
catering
–. Tranquilízate. –Lo lanzó por la mesa, haciéndolo rebotar en el pecho de Emma–. ¿Es por algo que haya dicho?

–No, no, no, es por algo personal, privado. Me da de vez en cuando. Qué vergüenza… –Emma se apretó en los ojos dos montoncitos de papel azul rasposo–. Perdona, perdona, perdona… ¿Decías?

–Es que con esto de que llores he perdido el hilo.

–Creo que me estabas diciendo que no voy a ninguna parte.

Emma se echó a reír y llorar al mismo tiempo. Cogió otro trozo de papel de cocina y se lo puso en la boca.

Scott esperó a que ya no le temblaran los hombros.

–Bueno, ¿te interesa o no el trabajo?

–¿Quieres decir… –Emma puso una mano en un bote de veinte litros de salsa Mil Islas– que algún día todo esto puede ser mío?

–Emma, si no quieres el puesto, lo dices y ya está, aunque yo llevo cuatro años…

–Y lo has hecho muy bien, Scott…

–No está mal pagado, nunca más tendrías que limpiar los baños…

–Y te agradezco la oferta.

–Pues entonces ¿a qué viene la llorera?

–Es que llevo unos días un poco… deprimida, pero no pasa nada.

–Deprimida.

Scott frunció el ceño, como si nunca hubiera oído la palabra.

–Sí, ya me entiendes: un poco triste.

–Ah, vale. –Se le ocurrió rodearle paternalmente los hombros, pero como habría implicado subirse a un bote de mayonesa de cuarenta y cinco litros, prefirió inclinarse más sobre la mesa–. ¿Es por algo… de chicos?

Emma se rio una sola vez.

–Más bien no. Tranquilo, Scott; me has pillado con las defensas bajas, pero no pasa nada. –Sacudió vigorosamente la cabeza–. ¿Lo ves? Ya se me ha pasado. Como unas castañuelas. No le des más vueltas.

–Bueno, pues ¿qué te parece? Lo de ser encargada, digo.

–¿Me lo puedo pensar, y te digo algo mañana?

Scott asintió, con una sonrisa benévola.

–¡Venga! Descansa un poco. –Tendió un brazo hacia la puerta, y añadió con infinita compasión–: Cógete unos nachos.

En el cuarto de empleados vacío, Emma fulminó con la mirada el humeante plato de queso y tiras de maíz, como si fuera un enemigo al que derrotar.

De repente se levantó, fue a la taquilla de Ian y hundió la mano en los pliegues apretados de tela vaquera hasta encontrar cigarrillos. Cogió uno, lo encendió, se levantó las gafas e inspeccionó sus ojos en el espejo roto, chupándose el dedo para limpiar las manchas delatoras. Llevaba el pelo largo, sin estilo, de un color que ella llamaba «marronoso». Sacó un pelo de la goma que lo sujetaba y lo recorrió con el índice y el pulgar, sabiendo que dejaría gris el champú cuando se lo lavase. Pelo de ciudad. Estaba pálida, por exceso de turnos de noche, y gorda; ya llevaba algunos meses poniéndose las faldas por la cabeza. Les echaba la culpa a las judías refritas, pasadas una y otra vez por la sartén. Gorda –pensó–. Gorda asquerosa: una de las consignas que le pasaba últimamente por la cabeza, junto a «un tercio menos de tu vida», y «¿qué sentido tiene todo?».

A Emma, rondar los veinticinco le había aportado una segunda adolescencia, todavía más ensimismada y trágica que la primera.

–¿Por qué no vuelves a casa, cielo? –le había dicho su madre por teléfono la noche anterior, con su voz temblorosa de cuando estaba preocupada, como si a su hija la tuvieran secuestrada–. Aún tienes tu habitación, y en los Almacenes Debenham’s buscan gente.

Por primera vez le había tentado la idea.

En otros tiempos se había visto capaz de conquistar Londres. Se había imaginado un torbellino de salones literarios, compromiso político, fiestas informales y agridulces noviazgos a la orilla del Támesis. Pensaba formar un grupo de música, rodar cortos y escribir novelas, pero dos años no habían engordado su flaco libro de poemas, y en el fondo no le había pasado nada bueno desde los golpes de porra de las manifestaciones de la Poll Tax.

La había derrotado la ciudad, como le habían anunciado. Nadie se había fijado en su llegada, ni se fijarían si se iba, como en una fiesta a reventar de gente.

Y no por no esforzarse. La idea de entrar en una editorial había asomado por sí sola la cabeza. Su amiga Stephanie Shaw había encontrado trabajo al licenciarse, y parecía otra. Que ya no contasen con ella para las pintas de cerveza con jarabe de casis. Ahora bebía vino blanco, llevaba unos trajes preciosos de Jigsaw, y ponía patatas chips de la marca Kettle en las fiestas. Por consejo de Stephanie, Emma había mandado cartas a varias editoriales y agencias, y luego a librerías, pero nada. Era época de recesión, y la gente se aferraba con adusta determinación a sus empleos. Pensó en refugiarse en los estudios, pero el gobierno ya no daba becas, y pagando ella salía demasiado caro. Otra opción era el voluntariado, por ejemplo en Amnistía Internacional, pero el alquiler y los desplazamientos consumían todo su dinero, y Loco Caliente, todo su tiempo y energía. Le rondaba una idea fantasiosa, leerles libros a los ciegos, pero ¿era un trabajo de verdad, o sólo lo había visto en alguna película? Ya lo averiguaría cuando tuviera fuerzas.

El queso industrial se había solidificado como plástico. En un ataque de repugnancia, Emma lo apartó y metió la mano en el bolso para sacar su nueva libreta, cara, de cuero negro, con una pluma corta prendida a la tapa con un clip. Abrió una página en blanco de papel color crema y empezó a escribir rápidamente.

NACHOS

Fueron los nachos
.

Masa humeante de colores, deshecha, como su vida
,

Evocando todos los defectos

De

Su

Vida
.

«A cambiar tocan», dice la voz de la calle
.

Fuera, en Kentish Town Road
,

Se oyen risas
,

Pero aquí, entre el humo del cuarto del desván
,

Sólo hay

Nachos
.

Como la vida, el queso se ha

Endurecido y

Enfriado

Como plástico
,

Y arriba, en el cuarto, no se ríe nadie
.

Dejó de escribir y, apartando la mirada, se quedó observando el techo, como si estuviera dando tiempo de esconderse a alguien. Después volvió a mirar la página, con la esperanza de que la sorprendiera la calidad de lo escrito.

Se estremeció, con un largo gemido. Luego, entre risas, sacudió la cabeza a la vez que tachaba meticulosamente los renglones, rayándolo todo hasta que no quedase ni una sola palabra. En poco tiempo, la tinta traspasó el papel. Retrocedió una página y echó un vistazo al texto manchado por las filtraciones.

DE LA MAÑANA

Acostados en la cama individual, hablamos del

Futuro, hacemos conjeturas
,

Y mientras habla le miro y pienso

«Apuesto», qué palabra más tonta, y pienso

«¿será esto? ¿Lo inefable?»
.

Fuera cantan mirlos, y el

Sol calienta las cortinas

Otro estremecimiento, como si hubiera mirado debajo de una venda. Cerró la libreta de golpe. «Lo inefable.» Madre mía… Había llegado a un punto de inflexión. Ya no creía que se pudiera mejorar una situación dedicándole un poema.

Después de guardarse la libreta, cogió el
Sunday Mirror
del día anterior y empezó a comerse los nachos, los inefables nachos, sorprendiéndose una vez más de lo reconfortante que podía ser la comida basura.

Apareció Ian en la puerta.

–Ha vuelto el tío ese.

–¿Qué tío?

–Tu amigo, el guapo. Está con una chica.

Emma supo inmediatamente a quién se refería.

Pegando la nariz al grasiento cristal de la ventana redonda de la cocina, los vio insolentemente arrellanados en el reservado del medio, tomando bebidas de colorines y riéndose de la carta. Ella era larga, delgada, de tez clara, con sombra de ojos negra y un pelo negrísimo, que llevaba corto y caramente asimétrico. Mallas negras finas en sus largas piernas, y botas de caña alta. Los dos, algo borrachos, tenían la actitud de desenfreno y dejadez conscientes de la gente que sabe que la observan: una actitud de vídeo pop. Emma pensó en el gusto que le daría irrumpir en la sala y empezar a zurrarles con burritos del día, bien enrollados.

Dos manos grandes le cubrieron los hombros.

–¡Fiiiiuu! –silbó Ian, apoyando la barbilla en su cabeza–. ¿Quién es la chica?

–Ni idea. –Emma frotó la marca que había dejado su nariz en el cristal–. Ya me he perdido.

–Pues entonces es nueva.

–Dexter tiene muy poca capacidad de atención. Como los bebés. O como los monos. Tienes que ponerle algo brillante en las narices.

Supongo que es lo que es la chica, pensó: algo brillante.

–¿Tú crees que es verdad lo que dicen, que a las tías les gustan los cabrones?

–Dexter no es un cabrón. Es un idiota.

–Pues los idiotas.

Dexter se había metido la sombrilla del cóctel por detrás de la oreja, genialidad que tenía embelesada de risa a la joven.

–Al menos lo parece –dijo Emma.

Le extrañaba esa necesidad de restregarle en la cara su nuevo cosmopolitismo. Nada más ver a Dexter en el aeropuerto, de vuelta de Tailandia, flexible, moreno y con la cabeza rapada, Emma se había dado cuenta de que entre los dos no había ninguna posibilidad de relación. A él le habían pasado demasiadas cosas, y a ella demasiado pocas. Aun así, debía de ser la tercera novia, amante o lo que fuera que veía en los últimos nueve meses. Dexter se las traía como un perro con una paloma en la boca. ¿Sería una especie de venganza morbosa? ¿Por haberse licenciado con peor nota que ella? ¿No se daba cuenta de cómo le sentaba verlos en la mesa nueve, sobándose las entrepiernas?

–¿No puedes ir tú, Ian? Es tu zona.

–Ha preguntado por ti.

Suspiró y se limpió las manos en el delantal. Después se quitó la gorra de béisbol para reducir la vergüenza al mínimo y empujó la puerta basculante.

–¿Qué pasa, que quieres que te cante los platos del día?

Dexter se levantó rápidamente, desenredándose de las largas piernas de la chica, y le echó los brazos al cuello a su amiga de siempre, de toda la vida.

–¡Pero bueno, Em! ¡Qué tal! ¡Dame un buen abrazo!

Desde que trabajaba en el mundo de la tele, tenía la manía de los abrazos, o mejor dicho, de los «buenos abrazos». Se le había contagiado por vivir rodeado de presentadores, y cada vez le hablaba menos como a un amigo de toda la vida y más como a nuestro siguiente invitado, alguien muy especial.

–Emma… –Puso una mano en el hombro desnudo y huesudo de la chica, formando una cadena–. Te presento a Naomi, que se pronuncia Nomi.

–Hola, Nomi –dijo Emma, sonriendo.

Naomi correspondió a su sonrisa, sin soltar la pajita de entre sus blancos dientes.

–¡Oye, tómate un margarita con nosotros!

Dexter estiró la mano de Emma, ebrio y sentimental.

–No puedo, Dex; estoy trabajando.

–¡Venga, sólo cinco minutos! Quiero invitarte a una poca. ¡Una copa! Quería decir una copa.

Se acercó Ian, con la libreta a punto.

–¿Os traigo algo de comer, chicos? –preguntó cordialmente.

La chica arrugó la nariz.

–¡Me parece que no!

–A Ian ya le conoces, ¿no, Dexter? –dijo rápidamente Emma.

–La verdad es que no –dijo Dexter.

–Sí, nos hemos visto varias veces –dijo Ian.

Se quedaron callados un momento, empleados y clientes.

–Oye, Ian, ¿nos puedes traer dos…, no, tres margaritas de los de Recuerda el Álamo? ¿Dos o tres? ¿Te apuntas, Em?

–Ya te lo he dicho, Dexter. Estoy trabajando.

–Vale, pues entonces, ¿sabes qué? Que no nos traigas nada. Sólo la cuenta, por favor, mmm… –Ian se fue. Dexter le hizo señas a Emma de que se acercara, y le dijo en voz baja–: Oye, ¿hay alguna manera de que…? Bueno, de…

–¿De qué?

–De darte a ti el dinero de las copas.

Emma le miró sin entender.

–No sé qué dices.

–Lo que quiero decir es si… si hay alguna manera de que te…, de que te dé propina, vamos.

–¿Darme propina?

–Exacto, darte propina.

–¿Por qué?

–Por nada, Em –dijo Dex–. Es que tengo muchas, muchas ganas de darte propina.

Y Emma sintió que se le caía otro trocito de alma.

En Primrose Hill, Dexter dormía al sol del atardecer, con la camisa desabrochada, las manos bajo la cabeza y una botella de vino blanco del supermercado medio vacía, que se estaba calentando mientras él salía de la resaca de la tarde para meterse en otra borrachera. La hierba seca y amarillenta de la colina estaba poblada de jóvenes profesionales, que en muchos casos venían directamente del despacho: voces, risas, tres equipos de música distintos compitiendo entre sí, y en medio de todo, Dexter soñando con la televisión.

BOOK: Siempre el mismo día
8.05Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Score by Howard Marks
Tideline by Penny Hancock
The Dawn of Fury by Compton, Ralph
Timothy 01: Timothy by Mark Tufo
Miss Wrong and Mr Right by Bryndza, Robert
Reckless Moon by Doreen Owens Malek
Hitch by John Russell Taylor
Diamond Buckow by A. J. Arnold
Night at the Fiestas: Stories by Kirstin Valdez Quade
Alpha Call by BA Tortuga