Authors: Jordi Sierra i Fabra
â¿Y por qué lo dejasteis marchar?
âNo seas inocente. ¿Crees que podÃamos competir con una multinacional?
âLo quemaron.
âNo, más bien lo diluyeron. También lo aconsejaron mal. Cuando grabó «Cosas vacÃas» se equivocó.
âEstamos de acuerdo.
âCreo que tuvo demasiado éxito y se sintió abrumado. Su mánager también la cagó. De todas formas, el mundo del disco quema artistas como si nada. Y los fans son los peores en este sentido: cambian el póster de la habitación con una facilidad... Todo lo que hoy es fantástico mañana es viejo. Es como el mundo de las modelos: caras nuevas, caras nuevas, caras nuevas. Rapidez, cambio, vértigo. Y aun asÃ, el mundo del disco es como un dinosaurio, o una ballena varada que se resiste a morir.
âLa música no morirá jamás.
âPero la forma de tenerla, valorarla o escucharla sÃ. Antes habÃa álbumes de vinilo, elepés, con unas cubiertas hermosas. Se pasó al CD, con portadas chiquitajas. Y ahora ni eso. La música se escucha pero se ha vuelto intangible. Todo lo tenéis en el iPod, comprimido.
âMe encanta oÃrte hablar asÃ.
â¿Por qué?
âPorque me oigo a mà misma.
âMe sorprende tu romanticismo.
â¿Qué pasa, que tú ya tienes la piel curtida?
âBastante âreconoció él.
âSiempre hay tiempo para las emociones.
La mirada, el silencio, les hizo beber un poco más de sus respectivos vasos. El trago de Rogelio fue muy largo, como si tuviera la boca seca. El de Beatriz, mucho más corto. Ãl dejó su bebida en la mesa. Ella la mantuvo en la mano.
âSi Discos Karma no se va a la mierda, quizá deberÃamos ficharte como asesora, o en calidad de Sentido Común.
â¿Por qué dices «si no se va»?
âPorque las cosas están mal. La piraterÃa, Internet...
âLo siento.
âSon tiempos difÃciles para todo.
âA mà me irÃa muy bien un trabajo, ya te lo dije.
â¿No estarás conmigo por eso?
â¡No!
âPerdona.
â¿Por qué...? âSe sintió furiosa, pero no quiso exteriorizarlo demasiado y estropear el momento, la tardeâ. Lo del trabajo es algo que he ido pensando cada vez más estos dÃas.
â¿Qué estudiarÃas si lo decidieras?
âNo sé, Bellas Artes, Literatura... Pero eso implicarÃa seguir en casa, aguantando a mi madre, y depender de mi padre, aunque esto último es lo de menos; él lo harÃa encantado.
â¿Por qué no estás bien en tu casa?
âPorque el ambiente es denso y me ahoga. Desde que mi padre se fue, mi madre entró en una fase de dolor y resentimiento perpetuo.
â¿Ella aún lo quiere?
Beatriz bebió un poco más. Miró el resto de su limonada.
¿Por qué le contaba todo eso?
¿Era lo que se esperaba de una primera cita?
¿Desnudar el alma?
âNo se trata de querer, sino de necesitar ârespondióâ. Todo el mundo necesita a alguien, pero el amor es como los diamantes gordos en estado puro: hay pocos y cuesta dar con uno, y encima hay que tallarlo de forma especial.
â¿Cómo es que no tienes novio?
La pregunta la pilló desprevenida.
â¿Qué clase de pregunta es ésa? âVaciló.
âPerdona.
âNo estarÃa aquà contigo si lo tuviese. EstarÃa con él.
âMe referÃa a que una chica como tú...
âPrecisamente porque soy como soy no me veo liada por el simple hecho de que la mayorÃa pierde el culo por uno. ¿Y tú, tienes novia?
âNo.
A Beatriz le dio por sonreÃr, extrañamente.
â¿Debo creerte?
âClaro.
Se miraron a los ojos. Se atravesaron. Volvieron a quedarse uno frente al otro, envueltos por el silencio a pesar de los murmullos de las conversaciones de las mesas próximas.
âSÃ, te creo âasintió Beatriz.
No le preguntó cómo era eso, ni por qué, ni por su historia, que seguramente serÃa muy larga.
No le importó.
El pasado era un camino ya transitado que conducÃa al presente, nada más.
Y el futuro un gran misterio.
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Beatriz miró la hora.
âNo puedo quedarme mucho más.
Rogelio apuró la cerveza, no porque se dispusiera a levantarse. Más bien fue una forma de evitar cualquier tipo de comentario.
La calma se hizo tensa.
â¿Cuándo me pasarás esas canciones que te gustan? âla rompió por fin.
âEsta semana.
âTe llamaré.
âNo te he dado mi número.
âDámelo.
âApunta.
âNo es necesario. Recuerdo cifras con facilidad.
Ella se lo dio, despacio, y él lo memorizó repitiéndolo un par de veces.
âYa está âdijo.
âDe todas formas, el apellido está en la guÃa. Blasco. Es el único de Johann Sebastian Bach.
âBien.
La que apuró ahora la limonada fue ella.
Pero ninguno de los dos se levantó.
âEse chico de ayer, Gustavo.
âGonzalo âlo rectificó.
âGonzalo, perdona. ¿Es el novio de tu amiga?
âQué manÃa con eso de los novios. Estamos en el sigloÂ
XXI
. Ya no hay novios ni novias, hay circunstancias, momentos, oportunidades... âSe sintió irascibleâ. Pero no, no están enrollados.
âSoy un carroza, vale.
âYo no he dicho eso.
âTendrÃas que oÃrlo.
â¿A Gonzalo?
âSÃ. Canta muy bien pero, sobre todo, hace unas canciones...
âNo parece tiempo de cantautores.
âSiempre es tiempo para lo bueno. También toca la guitarra de coña.
âMe gustarÃa oÃrlo.
â¿En serio?
âSi te gusta a ti, es que es bueno.
âSoy su amiga. Mi opinión no creo que cuente mucho, aunque sÃ, es muy bueno. Y si quieres, puedes oÃrlo. Pensaba colgar una de sus últimas canciones en YouTube a través de mi blog.
âEntonces lo haré.
Beatriz examinó la hora por segunda vez en los últimos minutos.
El examen.
No, no era el examen.
Quizá estaba empezando a huir.
â¿Nos vamos? âpreguntó.
Rogelio examinó la nota con la cuenta. Sacó diez euros y los dejó también bajo el cenicero. Fue el primero en levantarse. Beatriz recogió la cámara y volvió a guardársela en el bolsillo trasero del pantalón. Sin decir nada caminaron unos primeros pasos alejándose de las inmediaciones del bar.
Llegaron a los árboles.
A la intimidad más frondosa del parque.
Y allà se detuvieron.
REALIDADES
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Y de pronto, el Gran Silencio.
El parque entero.
Un extraño fenómeno.
Un silencio exterior, roto interiormente por el atronador estallido de sus emociones, igual que si acabaran de penetrar bajo el amparo de una cápsula temporal. Silencio de miradas y esperas, de revelaciones y complicidades, de hechos y verdades.
Con ellos abocados al abismo.
Fue Rogelio el que lo expresó al rendirse:
âSabes qué está pasando, ¿verdad?
Y Beatriz la que no rehuyó sus ojos.
âSÃ.
â¿Tiene sentido para ti?
âSà ârepitió.
â¿Cuál?
Se encogió de hombros, pero no para ser frÃvola o parecer indiferente, sólo para darle mayor naturalidad a sus palabras.
âPasa todos los dÃas. Un tÃo y una tÃa se cuelgan el uno del otro.
â¿Asà de fácil? âSe sorprendió de su simplicidad.
â¿Para qué complicarlo más?
âCreÃa que eras una romántica.
âY lo soy.
âEntonces...
âEl amor también da miedo.
âAmor. âLo expresó como si fuera la primera vez que esa palabra surgÃa de sus labios.
âUn cuelgue es la puerta del amor. Se abre o no se abre, pero está ahÃ.
âPero la palabra
cuelgue
...
âEs lo que hay. Nos hemos visto tres veces.
â¿Te habÃa sucedido antes?
âNo.
âA mà tampoco.
âEso no es cierto âle reprochó sin dureza.
â¡De verdad!
âTú te has colgado la tira de veces. Probablemente, todas. Quizá ésta sea distinta, no lo sé, pero lo has hecho.
â¿Cómo lo sabes?
âEres asÃ.
â¿Te resulto transparente?
âNo, pero eres asà âle repitió Beatriz.
âO sea que es malo.
âNo, es algo visceral, un estallido contra el que no se puede luchar. A mà me gusta. Es la única forma de enamorarse de verdad.
â¿Y qué piensas? âse rindió Rogelio.
â¿De qué?
âDe esto, de ti y de mÃ.
âNada.
â¿Nada?
âNo, nada. âLo miró con placidezâ. Es demasiado pronto y ha pasado demasiado rápido como para que una pueda pararse a pensar. Soy incapaz de racionalizarlo todo, y menos esto.
âNo es muy halagador, ni parece muy prometedor.
âEl amor no es una promesa, es una certeza. Una vez aparece... Además, tú estás más asustado que yo.
â¿Tanto se me nota?
âSÃ.
âLa diferencia de edad...
âVaya. âSoltó una bocanada de aire de sus pulmonesâ. Por fin lo has soltado.
âPero es que es cierto.
âPara ti âquiso dejarlo claro ella.
â¿Para ti no?
âPiensa en hoy, no en mañana. Mañana podemos estar muertos.
â¿Eso no es ser negativa?
âNo, es ser realista. Yo soy una optimista reciclada, o una pesimista bien informada, como quieras. El mundo es de los pesimistas, porque ellos no tienen más remedio que hacer algo para arreglar las cosas. Los optimistas creen que se arreglarán solas y no hacen nada.
Rogelio se echó a reÃr, liberando algo de su tensión.
Se rió con ganas.
âEres increÃble âdijo.
âEl cuelgue avanza âsonrió Beatriz.
âVenga, no seas mala.
âYo estoy igual que tú, alucinada, sin saber muy bien qué hacer o decir que tenga sentido.
â¿Puedo besarte?
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Alzó las cejas, abrió los ojos y lo miró como si acabase de proponerle viajar a la luna con él.
âNo puedo creerlo âapenas si consiguió decir.
â¿Que quiera besarte?
âQue me lo preguntes.
Rogelio no supo qué añadir.
â¿Se lo preguntas a todas? âinsistió Beatriz.
âNo.
âEntonces ¿por qué a mà sÃ?
âPues... no sé âempezó a hacerse un lÃo.
âDÃmelo.
â¡No lo sé! Me ha salido asÃ.
âSi quieres besarme, hazlo, porque si me pongo a pensarlo igual me da corte y te digo que no.
âNo sabÃa si ibas a rechazarme.
âO sea que tú, a lo seguro.
â¡No!
âA tus años. No puedo creerlo.
â¡Joder! âsuspiró Rogelio rindiéndose por completo.
Probablemente, lo esperaba todo menos aquello.
Que Beatriz se plantase ante él, le sujetara las mejillas con las dos manos y le hundiera los labios en la boca.
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Se le aceleró el pulso, se le nubló la razón, dejó de pensar.
Lo único que sentÃa era aquel fuego en los labios.
Cerró los ojos.
Por un lado, se relajó. Por el otro, su adrenalina se disparó hasta llegar a cotas donde hacÃa tiempo no recordaba haber llegado. Posiblemente habÃa anhelado aquellos labios desde la primera vez, cuando vio la fotografÃa de Beatriz en el blog, o en el momento de encontrarse con ella junto al estanque la tarde de la primera cita. Posiblemente llevase todo aquel rato deseándola.
Qué más daba.
Se estaban besando.
Los dos.
Entreabrió los labios y pasó del resto. Nunca habÃa besado una boca tan jugosa, tan limpia, tan dulce. No recordaba nada tan sensual, la lengua cálida, la saliva todavÃa con el tenue sabor de la limonada...
No supo en qué momento la abrazó, para sentirla todavÃa más, ni si fue ella la que lo hizo primero, abandonando sus mejillas para rodearlo y apretarlo con las manos contra sà misma.
Sólo existÃa ese beso.
Intenso, compartido, entregado.
Alucinante.
Y todo después de haberse comportado como un cretino inmaduro y...
Le mordió el labio inferior.
Beatriz le correspondió.
Dejaron de presionarse, buscaron el roce, volvieron a fundirse en un nuevo arrebato de deseo.
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Hasta ese momento, hasta ese dÃa, Beatriz habÃa creÃdo que no sabÃa besar, que le faltaba práctica, que sus leves escarceos anteriores habÃan sido insuficientes, insatisfactorios y poco estimulantes.
Se le pasó la tonterÃa de un plumazo.
La única razón de que creyera todas esas cretineces era que nunca la habÃan besado como lo hacÃa él, extrayendo lo mejor de ella, y que nunca habÃa deseado tanto besar a alguien como lo estaba besando a él.
Punto.
Su cuerpo, levantado de puntillas sobre los pies, temblaba, vibraba, ardÃa, se estremecÃa y se aceleraba de acuerdo con los latidos de su corazón. Pensó que se arrepentirÃa de haber dado el paso, de haber tomado la iniciativa, pero en un segundo todo pasó al olvido, y con ello, el miedo final o la incertidumbre. Los restos de una voz interior gritándole «Loca, loca, loca» se desvanecÃan como una voluta de humo batida por el huracanado viento de su deseo. Porque era deseo. Irrenunciable. Deseo de fundirse con alguien y descubrir sus propios lÃmites.
Rogelio olÃa bien, sabÃa bien, encajaba bien con ella.
Un guante y una mano.
Si estaba loca, no le importaba.
Tal vez fueran incompatibles, agua y aceite. Tal vez no encajaran. Tal vez aquello no superase la prueba del tiempo ni de su propia voluntad, como humanos batidos por tormentas exteriores.
¿Y qué?
Desde el primer momento, dÃas atrás, al verlo en el estanque, supo que ya nada iba a ser igual.
Y que él sentÃa lo mismo que ella.
Se separaron dominando el impulso, mitad aturdidos mitad ansiosos por prolongar aquella sensación. Sus ojos los desnudaron. Ojos de incredulidad y alegrÃa, de desconcierto y conmoción. QuerÃan devorarse el uno al otro, pero también verse, descubrir, comprobar que aquella realidad fuese única y compartida. Estaban abrazados, seguÃan abrazados. El hecho de sentir sus cuerpos unidos, palpitando bajo sus manos, agrandaba la dimensión del momento.
Todo cobraba forma.
De pronto habÃa un sentido, existÃa algo más.
La mano de Beatriz subió por su espalda de nuevo, hasta la nuca. Rogelio se estremeció. Llevó la suya hasta la mejilla de ella y la acarició. Los respectivos roces no hicieron sino prolongar el éxtasis del beso y aturdirlos.
No dejaron de mirarse a los ojos durante varios segundos.
Una eternidad.
â¿Y ahora qué? âcuchicheó él.
Beatriz forzó una sonrisa cómplice pero delicadamente juvenil.
âNo lo sé, ésa es la magia. Nunca se sabe.
â¿Crees que es posible?
â¿Que nos enrollemos? âquiso bromear, aunque su voz sonó tiernamente rotaâ. Ya lo estamos.
âAsÃ...
âNo hagas planes. Ni digas nada más ahora. Déjate llevar.
Otra larga, muy larga mirada.
âPareces la mayor de los dos âreconoció Rogelio.
âDicen que uno tiene la edad de la persona a la que ama. Yo soy la mayor ahora, y tú el menor.
Quiso besarla de nuevo.
Cerró los ojos y se aproximó a su rostro.
âEspera âlo detuvo ellaâ. Ven.
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Lo llevó a una zona más apartada, más protegida por los árboles y los matorrales. No es que fuese solitaria. Las parejas caminaban por ella, y también alguna madre con niños. Pero por lo menos, las sombras resultaban más acogedoras y la sensación de aislamiento era mayor, como si allÃ, un manto de invisibilidad los protegiera. Una vez bajo su amparo, volvieron a besarse con más fuerza, sin la sorpresa de uno sobre el otro como en la vez anterior. Se abrazaron y se fundieron en un solo cuerpo.
Y se quedaron asÃ.
Unidos.
Comiéndose la boca.
Ella de puntillas y recostada sobre él. Ãl sintiéndola en su pecho y apretándola más y más contra sÃ. Con las manos llenas de caricias, por sus espaldas, sus cabezas, sus mismas almas.
Beatriz querÃa llorar.
Rogelio, gritar.
VolvÃa aquella pregunta, la única, la más importante, saber su edad. Y una voz interior le respondÃa a gritos que lo olvidase, que era lo de menos, que tener o no tener dieciocho años se quedaba en una anécdota ante aquella pasión súbita y desatada.
Estaba seguro de que ella era mayor.
Tan seguro...
¿O era una necesidad?
Aquella ansiedad que le cortaba el aliento...
Tardaron en separarse del segundo beso. Lo prolongaron estÃmulo a estÃmulo, gesto a gesto, intención a intención. A veces se quedaban pegados, inmóviles, con los labios quietos. Otras se buscaban incesantes, con nervio y precipitación, mordiéndose, saboreando sus esencias, como si bebieran el uno de la boca del otro.
Hasta que se rindieron.
Jadeantes.
âHe de regresar a casa âsusurró aturdida Beatriz.
Rogelio asintió con la cabeza.
Sólo eso.
âTendrÃas que soltarme âmusitó ella.
âOh, claro.
Dejó de abrazarla, y al recuperar la vertical y el pleno dominio de sus actos, Beatriz echó a andar, dio el primer paso, hacia arriba.
El mismo parque.
Otra vida.
Caminaron juntos, despacio, rozándose las manos pero sin atrapárselas. Una con la vista hundida en el suelo. Otro sin poder dejar de contemplarla. Cada paso los apartaba del sueño, los enfrentaba a la separación, pero también los reafirmaba en su nuevo horizonte.
â¿Cuándo volveré a verte? âpreguntó Rogelio.
âMañana tengo un maldito examen y..., bueno, sólo me faltaba esto ahora para colapsarme.
âLo siento.
âNo seas tonto âmanifestó llena de dulzura.
âTe llamaré.
â¿Recuerdas el número?
Se lo repitió. Una vez comprobado, Beatriz asintió con la cabeza.
âYa te dije que tenÃa buena memoria.
Una docena más de pasos. Llegaban a la zona donde los perros corrÃan y jugueteaban mientras sus dueños y dueñas hablaban y reÃan, libres y despreocupados.
Quizá los perros no fueran más que excusas.
â¿Cómo te sientes? âvolvió a preguntar Rogelio tomando la iniciativa o demostrando que estaba más nervioso que ella.