Sólo tú (20 page)

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Authors: Jordi Sierra i Fabra

BOOK: Sólo tú
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—¿Y por qué lo dejasteis marchar?

—No seas inocente. ¿Crees que podíamos competir con una multinacional?

—Lo quemaron.

—No, más bien lo diluyeron. También lo aconsejaron mal. Cuando grabó «Cosas vacías» se equivocó.

—Estamos de acuerdo.

—Creo que tuvo demasiado éxito y se sintió abrumado. Su mánager también la cagó. De todas formas, el mundo del disco quema artistas como si nada. Y los fans son los peores en este sentido: cambian el póster de la habitación con una facilidad... Todo lo que hoy es fantástico mañana es viejo. Es como el mundo de las modelos: caras nuevas, caras nuevas, caras nuevas. Rapidez, cambio, vértigo. Y aun así, el mundo del disco es como un dinosaurio, o una ballena varada que se resiste a morir.

—La música no morirá jamás.

—Pero la forma de tenerla, valorarla o escucharla sí. Antes había álbumes de vinilo, elepés, con unas cubiertas hermosas. Se pasó al CD, con portadas chiquitajas. Y ahora ni eso. La música se escucha pero se ha vuelto intangible. Todo lo tenéis en el iPod, comprimido.

—Me encanta oírte hablar así.

—¿Por qué?

—Porque me oigo a mí misma.

—Me sorprende tu romanticismo.

—¿Qué pasa, que tú ya tienes la piel curtida?

—Bastante —reconoció él.

—Siempre hay tiempo para las emociones.

La mirada, el silencio, les hizo beber un poco más de sus respectivos vasos. El trago de Rogelio fue muy largo, como si tuviera la boca seca. El de Beatriz, mucho más corto. Él dejó su bebida en la mesa. Ella la mantuvo en la mano.

—Si Discos Karma no se va a la mierda, quizá deberíamos ficharte como asesora, o en calidad de Sentido Común.

—¿Por qué dices «si no se va»?

—Porque las cosas están mal. La piratería, Internet...

—Lo siento.

—Son tiempos difíciles para todo.

—A mí me iría muy bien un trabajo, ya te lo dije.

—¿No estarás conmigo por eso?

—¡No!

—Perdona.

—¿Por qué...? —Se sintió furiosa, pero no quiso exteriorizarlo demasiado y estropear el momento, la tarde—. Lo del trabajo es algo que he ido pensando cada vez más estos días.

—¿Qué estudiarías si lo decidieras?

—No sé, Bellas Artes, Literatura... Pero eso implicaría seguir en casa, aguantando a mi madre, y depender de mi padre, aunque esto último es lo de menos; él lo haría encantado.

—¿Por qué no estás bien en tu casa?

—Porque el ambiente es denso y me ahoga. Desde que mi padre se fue, mi madre entró en una fase de dolor y resentimiento perpetuo.

—¿Ella aún lo quiere?

Beatriz bebió un poco más. Miró el resto de su limonada.

¿Por qué le contaba todo eso?

¿Era lo que se esperaba de una primera cita?

¿Desnudar el alma?

—No se trata de querer, sino de necesitar —respondió—. Todo el mundo necesita a alguien, pero el amor es como los diamantes gordos en estado puro: hay pocos y cuesta dar con uno, y encima hay que tallarlo de forma especial.

—¿Cómo es que no tienes novio?

La pregunta la pilló desprevenida.

—¿Qué clase de pregunta es ésa? —Vaciló.

—Perdona.

—No estaría aquí contigo si lo tuviese. Estaría con él.

—Me refería a que una chica como tú...

—Precisamente porque soy como soy no me veo liada por el simple hecho de que la mayoría pierde el culo por uno. ¿Y tú, tienes novia?

—No.

A Beatriz le dio por sonreír, extrañamente.

—¿Debo creerte?

—Claro.

Se miraron a los ojos. Se atravesaron. Volvieron a quedarse uno frente al otro, envueltos por el silencio a pesar de los murmullos de las conversaciones de las mesas próximas.

—Sí, te creo —asintió Beatriz.

No le preguntó cómo era eso, ni por qué, ni por su historia, que seguramente sería muy larga.

No le importó.

El pasado era un camino ya transitado que conducía al presente, nada más.

Y el futuro un gran misterio.

 

 

Beatriz miró la hora.

—No puedo quedarme mucho más.

Rogelio apuró la cerveza, no porque se dispusiera a levantarse. Más bien fue una forma de evitar cualquier tipo de comentario.

La calma se hizo tensa.

—¿Cuándo me pasarás esas canciones que te gustan? —la rompió por fin.

—Esta semana.

—Te llamaré.

—No te he dado mi número.

—Dámelo.

—Apunta.

—No es necesario. Recuerdo cifras con facilidad.

Ella se lo dio, despacio, y él lo memorizó repitiéndolo un par de veces.

—Ya está —dijo.

—De todas formas, el apellido está en la guía. Blasco. Es el único de Johann Sebastian Bach.

—Bien.

La que apuró ahora la limonada fue ella.

Pero ninguno de los dos se levantó.

—Ese chico de ayer, Gustavo.

—Gonzalo —lo rectificó.

—Gonzalo, perdona. ¿Es el novio de tu amiga?

—Qué manía con eso de los novios. Estamos en el siglo 
XXI
. Ya no hay novios ni novias, hay circunstancias, momentos, oportunidades... —Se sintió irascible—. Pero no, no están enrollados.

—Soy un carroza, vale.

—Yo no he dicho eso.

—Tendrías que oírlo.

—¿A Gonzalo?

—Sí. Canta muy bien pero, sobre todo, hace unas canciones...

—No parece tiempo de cantautores.

—Siempre es tiempo para lo bueno. También toca la guitarra de coña.

—Me gustaría oírlo.

—¿En serio?

—Si te gusta a ti, es que es bueno.

—Soy su amiga. Mi opinión no creo que cuente mucho, aunque sí, es muy bueno. Y si quieres, puedes oírlo. Pensaba colgar una de sus últimas canciones en YouTube a través de mi blog.

—Entonces lo haré.

Beatriz examinó la hora por segunda vez en los últimos minutos.

El examen.

No, no era el examen.

Quizá estaba empezando a huir.

—¿Nos vamos? —preguntó.

Rogelio examinó la nota con la cuenta. Sacó diez euros y los dejó también bajo el cenicero. Fue el primero en levantarse. Beatriz recogió la cámara y volvió a guardársela en el bolsillo trasero del pantalón. Sin decir nada caminaron unos primeros pasos alejándose de las inmediaciones del bar.

Llegaron a los árboles.

A la intimidad más frondosa del parque.

Y allí se detuvieron.

Capítulo 12

REALIDADES

 

 

 

Y de pronto, el Gran Silencio.

El parque entero.

Un extraño fenómeno.

Un silencio exterior, roto interiormente por el atronador estallido de sus emociones, igual que si acabaran de penetrar bajo el amparo de una cápsula temporal. Silencio de miradas y esperas, de revelaciones y complicidades, de hechos y verdades.

Con ellos abocados al abismo.

Fue Rogelio el que lo expresó al rendirse:

—Sabes qué está pasando, ¿verdad?

Y Beatriz la que no rehuyó sus ojos.

—Sí.

—¿Tiene sentido para ti?

—Sí —repitió.

—¿Cuál?

Se encogió de hombros, pero no para ser frívola o parecer indiferente, sólo para darle mayor naturalidad a sus palabras.

—Pasa todos los días. Un tío y una tía se cuelgan el uno del otro.

—¿Así de fácil? —Se sorprendió de su simplicidad.

—¿Para qué complicarlo más?

—Creía que eras una romántica.

—Y lo soy.

—Entonces...

—El amor también da miedo.

—Amor. —Lo expresó como si fuera la primera vez que esa palabra surgía de sus labios.

—Un cuelgue es la puerta del amor. Se abre o no se abre, pero está ahí.

—Pero la palabra
cuelgue
...

—Es lo que hay. Nos hemos visto tres veces.

—¿Te había sucedido antes?

—No.

—A mí tampoco.

—Eso no es cierto —le reprochó sin dureza.

—¡De verdad!

—Tú te has colgado la tira de veces. Probablemente, todas. Quizá ésta sea distinta, no lo sé, pero lo has hecho.

—¿Cómo lo sabes?

—Eres así.

—¿Te resulto transparente?

—No, pero eres así —le repitió Beatriz.

—O sea que es malo.

—No, es algo visceral, un estallido contra el que no se puede luchar. A mí me gusta. Es la única forma de enamorarse de verdad.

—¿Y qué piensas? —se rindió Rogelio.

—¿De qué?

—De esto, de ti y de mí.

—Nada.

—¿Nada?

—No, nada. —Lo miró con placidez—. Es demasiado pronto y ha pasado demasiado rápido como para que una pueda pararse a pensar. Soy incapaz de racionalizarlo todo, y menos esto.

—No es muy halagador, ni parece muy prometedor.

—El amor no es una promesa, es una certeza. Una vez aparece... Además, tú estás más asustado que yo.

—¿Tanto se me nota?

—Sí.

—La diferencia de edad...

—Vaya. —Soltó una bocanada de aire de sus pulmones—. Por fin lo has soltado.

—Pero es que es cierto.

—Para ti —quiso dejarlo claro ella.

—¿Para ti no?

—Piensa en hoy, no en mañana. Mañana podemos estar muertos.

—¿Eso no es ser negativa?

—No, es ser realista. Yo soy una optimista reciclada, o una pesimista bien informada, como quieras. El mundo es de los pesimistas, porque ellos no tienen más remedio que hacer algo para arreglar las cosas. Los optimistas creen que se arreglarán solas y no hacen nada.

Rogelio se echó a reír, liberando algo de su tensión.

Se rió con ganas.

—Eres increíble —dijo.

—El cuelgue avanza —sonrió Beatriz.

—Venga, no seas mala.

—Yo estoy igual que tú, alucinada, sin saber muy bien qué hacer o decir que tenga sentido.

—¿Puedo besarte?

 

 

Alzó las cejas, abrió los ojos y lo miró como si acabase de proponerle viajar a la luna con él.

—No puedo creerlo —apenas si consiguió decir.

—¿Que quiera besarte?

—Que me lo preguntes.

Rogelio no supo qué añadir.

—¿Se lo preguntas a todas? —insistió Beatriz.

—No.

—Entonces ¿por qué a mí sí?

—Pues... no sé —empezó a hacerse un lío.

—Dímelo.

—¡No lo sé! Me ha salido así.

—Si quieres besarme, hazlo, porque si me pongo a pensarlo igual me da corte y te digo que no.

—No sabía si ibas a rechazarme.

—O sea que tú, a lo seguro.

—¡No!

—A tus años. No puedo creerlo.

—¡Joder! —suspiró Rogelio rindiéndose por completo.

Probablemente, lo esperaba todo menos aquello.

Que Beatriz se plantase ante él, le sujetara las mejillas con las dos manos y le hundiera los labios en la boca.

 

 

Se le aceleró el pulso, se le nubló la razón, dejó de pensar.

Lo único que sentía era aquel fuego en los labios.

Cerró los ojos.

Por un lado, se relajó. Por el otro, su adrenalina se disparó hasta llegar a cotas donde hacía tiempo no recordaba haber llegado. Posiblemente había anhelado aquellos labios desde la primera vez, cuando vio la fotografía de Beatriz en el blog, o en el momento de encontrarse con ella junto al estanque la tarde de la primera cita. Posiblemente llevase todo aquel rato deseándola.

Qué más daba.

Se estaban besando.

Los dos.

Entreabrió los labios y pasó del resto. Nunca había besado una boca tan jugosa, tan limpia, tan dulce. No recordaba nada tan sensual, la lengua cálida, la saliva todavía con el tenue sabor de la limonada...

No supo en qué momento la abrazó, para sentirla todavía más, ni si fue ella la que lo hizo primero, abandonando sus mejillas para rodearlo y apretarlo con las manos contra sí misma.

Sólo existía ese beso.

Intenso, compartido, entregado.

Alucinante.

Y todo después de haberse comportado como un cretino inmaduro y...

Le mordió el labio inferior.

Beatriz le correspondió.

Dejaron de presionarse, buscaron el roce, volvieron a fundirse en un nuevo arrebato de deseo.

 

 

Hasta ese momento, hasta ese día, Beatriz había creído que no sabía besar, que le faltaba práctica, que sus leves escarceos anteriores habían sido insuficientes, insatisfactorios y poco estimulantes.

Se le pasó la tontería de un plumazo.

La única razón de que creyera todas esas cretineces era que nunca la habían besado como lo hacía él, extrayendo lo mejor de ella, y que nunca había deseado tanto besar a alguien como lo estaba besando a él.

Punto.

Su cuerpo, levantado de puntillas sobre los pies, temblaba, vibraba, ardía, se estremecía y se aceleraba de acuerdo con los latidos de su corazón. Pensó que se arrepentiría de haber dado el paso, de haber tomado la iniciativa, pero en un segundo todo pasó al olvido, y con ello, el miedo final o la incertidumbre. Los restos de una voz interior gritándole «Loca, loca, loca» se desvanecían como una voluta de humo batida por el huracanado viento de su deseo. Porque era deseo. Irrenunciable. Deseo de fundirse con alguien y descubrir sus propios límites.

Rogelio olía bien, sabía bien, encajaba bien con ella.

Un guante y una mano.

Si estaba loca, no le importaba.

Tal vez fueran incompatibles, agua y aceite. Tal vez no encajaran. Tal vez aquello no superase la prueba del tiempo ni de su propia voluntad, como humanos batidos por tormentas exteriores.

¿Y qué?

Desde el primer momento, días atrás, al verlo en el estanque, supo que ya nada iba a ser igual.

Y que él sentía lo mismo que ella.

Se separaron dominando el impulso, mitad aturdidos mitad ansiosos por prolongar aquella sensación. Sus ojos los desnudaron. Ojos de incredulidad y alegría, de desconcierto y conmoción. Querían devorarse el uno al otro, pero también verse, descubrir, comprobar que aquella realidad fuese única y compartida. Estaban abrazados, seguían abrazados. El hecho de sentir sus cuerpos unidos, palpitando bajo sus manos, agrandaba la dimensión del momento.

Todo cobraba forma.

De pronto había un sentido, existía algo más.

La mano de Beatriz subió por su espalda de nuevo, hasta la nuca. Rogelio se estremeció. Llevó la suya hasta la mejilla de ella y la acarició. Los respectivos roces no hicieron sino prolongar el éxtasis del beso y aturdirlos.

No dejaron de mirarse a los ojos durante varios segundos.

Una eternidad.

—¿Y ahora qué? —cuchicheó él.

Beatriz forzó una sonrisa cómplice pero delicadamente juvenil.

—No lo sé, ésa es la magia. Nunca se sabe.

—¿Crees que es posible?

—¿Que nos enrollemos? —quiso bromear, aunque su voz sonó tiernamente rota—. Ya lo estamos.

—Así...

—No hagas planes. Ni digas nada más ahora. Déjate llevar.

Otra larga, muy larga mirada.

—Pareces la mayor de los dos —reconoció Rogelio.

—Dicen que uno tiene la edad de la persona a la que ama. Yo soy la mayor ahora, y tú el menor.

Quiso besarla de nuevo.

Cerró los ojos y se aproximó a su rostro.

—Espera —lo detuvo ella—. Ven.

 

 

Lo llevó a una zona más apartada, más protegida por los árboles y los matorrales. No es que fuese solitaria. Las parejas caminaban por ella, y también alguna madre con niños. Pero por lo menos, las sombras resultaban más acogedoras y la sensación de aislamiento era mayor, como si allí, un manto de invisibilidad los protegiera. Una vez bajo su amparo, volvieron a besarse con más fuerza, sin la sorpresa de uno sobre el otro como en la vez anterior. Se abrazaron y se fundieron en un solo cuerpo.

Y se quedaron así.

Unidos.

Comiéndose la boca.

Ella de puntillas y recostada sobre él. Él sintiéndola en su pecho y apretándola más y más contra sí. Con las manos llenas de caricias, por sus espaldas, sus cabezas, sus mismas almas.

Beatriz quería llorar.

Rogelio, gritar.

Volvía aquella pregunta, la única, la más importante, saber su edad. Y una voz interior le respondía a gritos que lo olvidase, que era lo de menos, que tener o no tener dieciocho años se quedaba en una anécdota ante aquella pasión súbita y desatada.

Estaba seguro de que ella era mayor.

Tan seguro...

¿O era una necesidad?

Aquella ansiedad que le cortaba el aliento...

Tardaron en separarse del segundo beso. Lo prolongaron estímulo a estímulo, gesto a gesto, intención a intención. A veces se quedaban pegados, inmóviles, con los labios quietos. Otras se buscaban incesantes, con nervio y precipitación, mordiéndose, saboreando sus esencias, como si bebieran el uno de la boca del otro.

Hasta que se rindieron.

Jadeantes.

—He de regresar a casa —susurró aturdida Beatriz.

Rogelio asintió con la cabeza.

Sólo eso.

—Tendrías que soltarme —musitó ella.

—Oh, claro.

Dejó de abrazarla, y al recuperar la vertical y el pleno dominio de sus actos, Beatriz echó a andar, dio el primer paso, hacia arriba.

El mismo parque.

Otra vida.

Caminaron juntos, despacio, rozándose las manos pero sin atrapárselas. Una con la vista hundida en el suelo. Otro sin poder dejar de contemplarla. Cada paso los apartaba del sueño, los enfrentaba a la separación, pero también los reafirmaba en su nuevo horizonte.

—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó Rogelio.

—Mañana tengo un maldito examen y..., bueno, sólo me faltaba esto ahora para colapsarme.

—Lo siento.

—No seas tonto —manifestó llena de dulzura.

—Te llamaré.

—¿Recuerdas el número?

Se lo repitió. Una vez comprobado, Beatriz asintió con la cabeza.

—Ya te dije que tenía buena memoria.

Una docena más de pasos. Llegaban a la zona donde los perros corrían y jugueteaban mientras sus dueños y dueñas hablaban y reían, libres y despreocupados.

Quizá los perros no fueran más que excusas.

—¿Cómo te sientes? —volvió a preguntar Rogelio tomando la iniciativa o demostrando que estaba más nervioso que ella.

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