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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (10 page)

BOOK: Sortilegio
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La pregunta que solía formularse al contemplar la jarra más exquisita de la tierra era: «¿Escancia bien?» Y ésta era, en cierto modo, una cualidad que buscaba en todas y cada una de las facetas de su vida.

Pero he aquí un problema que desafiaba distinciones tan sensibles, que le hacía perder el equilibrio, que la dejaba enferma y desconcertada.

Primero los recuerdos. Luego Mimi, más muerta que viva, pero transmitiendo sueños a través del aire.

Y ahora este encuentro con una mujer cuya mirada estaba llena de muerte, y que sin embargo, la había dejado sintiéndose más viva de lo que quizá se hubiera sentido nunca.

Fue aquella paradoja lo que la hizo abandonar la casa sin finalizar la búsqueda que la había llevado allí; cerro violentamente la puerta ante cualquier drama que pudiese aguardarla dentro de la casa. Se encaminó instintivamente hacia el río. Allí, después de estar sentada un rato al sol, podría sacarle algún sentido a todo aquel problema.

No había barcos en el Mercey, pero el aire era tan transparente que podía ver la sombra de los muelles moviéndose sobre las colinas de Clwyd. En el interior de Suzanna no había, sin embargo, ninguna transparencia. Sólo un caos de sentimientos, todos ellos inquietante mente familiares, como si hubiesen permanecido dentro durante años aguardando el momento propicio tras la pantalla de pragmatismo que ella misma había establecido para mantenerlos fuera de la vista. Como ecos esperando el grito en la ladera de una montaña, para contestar al cual habían nacido.

Suzanna había tenido ocasión hoy de oír aquel grito. O, mejor dicho, se lo había encontrado, cara a cara, precisamente en el mismo punto del estrecho pasillo donde a los seis años se había puesto a temblar de miedo a causa de la oscuridad. Y aquellas dos confrontaciones se hallaban relacionadas de un modo inextricable, aunque ella no sabía cómo. Lo mismo que comprendía que de pronto había cobrado vida hacia un espacio en el interior de ella misma donde la prisa y los hábitos de su vida adulta no ejercían ningún dominio.

Sentía las pasiones que flotaban en aquel espacio sólo de una manera vaga, igual que la punta de los dedos puede sentir la niebla. Pero con el tiempo llegaría a conocer mejor aquellas pasiones y los actos que engendrarían: estaba tan segura de eso como hacía días que no estaba segura de nada. Las conocía y —Dios la ayudase— las amaría como propias.

III. VENDIENDO CIELO

—¿El señor Mooney? ¿El señor
Brendan
Mooney?

—El mismo.

—¿Tiene usted por casualidad un hijo llamado Calhoun?

—¿Y a usted qué le importa? —quiso saber Brendan. Luego, antes de que el otro pudiera contestar, añadió—: ¿No le habrá pasado nada?

El desconocido movió la cabeza negativamente, se apoderó de la mano de Brendan y se la estrechó moviéndola arriba y abajo vigorosamente.

—Es usted un hombre muy afortunado, señor Mooney, si me permite que se lo diga así de claro.

Aquello, Brendan lo sabía muy bien, era mentira.

—¿Qué quiere usted? —le preguntó—. ¿Vende algo? —Retiró la mano que el otro hombre continuaba estrechándole—. Sea lo que sea, no lo quiero.

—¿Vender? —dijo Shadwell—. Deseche esa idea. Yo
doy
, señor Mooney. Su hijo es un muchacho prudente. Me proporcionó el nombre de usted..., y ¡oh maravilla!, ha sido usted seleccionado por ordenador como destinatario de...

—Ya le he dicho que no lo quiero —le interrumpió Brendan, e intentó cerrar la puerta; pero el hombre ya había puesto el pie para impedirle cerrarla—. Por favor... —suspiró Brendan—, ¿quiere usted dejarme en paz? No quiero sus premios. No quiero nada.

—Pues eso hace de usted un hombre muy extraordinario —le dijo el Vendedor volviendo a abrir la puerta de par en par—. Puede que incluso único. ¿De veras no hay nada en el mundo que usted desee? Eso es extraordinario.

Desde la parte de atrás de la casa llegaban retazos de música, de una grabación de los «Grandes éxitos» de Puccini que le habían regalado a Eileen hacia varios años. Ella apenas la había escuchado, pero desde la muerte de su esposa Brendan —que en su vida había puesto el pie en un teatro de ópera y además se enorgullecía de ello— se había vuelto adicto al «Love Duet» de
Madame Butterfly
. Lo había puesto una y cien
veces y
siempre que lo oía le brotaban las lágrimas. Ahora lo único que deseaba hacer era volver a la música antes de que acabase. Pero el Vendedor seguía intentando convencerle.

—Brendan —le decía—. ¿Puedo llamarle Brendan...?

—No me llame nada.

El Vendedor se desabrochó la chaqueta.

—En serio, Brendan, usted y yo tenemos mucho de que hablar. De su premio, para empezar.

El forro de la chaqueta empezó a centellear, atrayendo la mirada de Brendan. Nunca en su vida había visto un tejido semejante a aquél.

—¿Está seguro de que no hay nada que usted quiera? —le preguntó el Vendedor—. ¿Absolutamente seguro?

El «Love Duet» había llegado a un pasaje distinto, en el que las voces de Butterfly y Pinkerton se urgían la una a la otra sobre nuevas confesiones de dolor. Brendan las oía aún, pero cada vez centraba más la atención en aquella chaqueta. Y

, había algo que él quería.

Shadwell observó los ojos del hombre y vio la llama del deseo encendida. Nunca fallaba.

—Usted
realmente
está viendo algo, señor Mooney.

—Sí —admitió suavemente Brendan. Veía algo, y el gozo que experimentaba ante lo que veía le volvía más ligero el apesadumbrado corazón.

Eileen le había dicho una vez (cuando eran jóvenes y la mortalidad era solamente un modo de expresar la devoción que sentían el uno por el otro): «Si yo muero antes que tú, Brendan, encontraré algún modo de decirte cómo es el cielo. Te juro que lo haré.» Entonces Brendan la había hecho callar a base de besos, y le había dicho que si ella moría, él también se moriría de pena.

Pero Brendan no había muerto, ¿no era cierto? Había vivido tres largos y vacíos meses, y más de una vez durante ese tiempo había recordado aquella frivola promesa de su esposa. Y ahora, justo cuando sentía que la desesperación lo iba a deshacer por completo, allí, en el umbral de su casa, se encontraba a aquel mensajero celestial. Una rara elección, quizá, la de aparecer bajo la forma de un vendedor, pero sin duda el Serafín tendría sus motivos.

—¿Quiere
usted lo que ve, Brendan? —le preguntó el visitante.

—¿Quién es usted? —dijo Brendan jadeando, presa de un temor reverencial.

—Me llamo Shadwell.

—¿Y ha traído esto para mí?

—Naturalmente. Pero si usted decide aceptarlo, Brendan, debe usted comprender que se le cobrará un pequeño precio por los servicios.

—Lo que usted diga —repuso Brendan.

—Puede que solicitemos su ayuda, por ejemplo, y usted estará obligado a proporcionárnosla.

—¿Necesitan ayuda los ángeles?

—De vez en cuando.

—Entonces cuente con ella —repuso Brendan—. Me sentiré muy honrado de hacerlo.

—Muy bien. —El Vendedor sonrió—. En ese caso, por favor —se abrió más la chaqueta—, sírvase usted mismo.

Brendan sabía cómo olería la carta de Eileen, así como el tacto que tendría, antes de tenerla en las manos. No le decepcionó. Era cálida, como esperaba, y un perfume de flores persistía en ella, envolviéndola. La había escrito en un jardín, sin duda; en el jardín del Edén.

—Bueno, señor Mooney. Tenemos un trato, ¿de acuerdo?

El «Love Duet» había terminado, y la casa, detrás de Brendan, se hallaba silenciosa. Apretó la carta contra el pecho, temeroso aún de que todo aquello fuera un sueño y despertarse de él con las manos vacías.

—Lo que usted quiera —dijo, desesperado ante la idea de que le arrebataran aquella salvación.

—Dulzura y luz —fue la sonriente respuesta de Shadwell—. Eso es todo lo que desea un hombre prudente, ¿no es así? Dulzura y luz.

Brendan lo escuchaba sólo a medias. Recorrió con los dedos la carta de un extremo al otro. En la parte delantera el sobre llevaba puesto su nombre, que estaba escrito con la cauta letra de Eileen.

—Así que, señor Mooney... —dijo el Serafín—, hábleme de Cal.

—¿De Cal?

—¿Puede decirme dónde encontrarlo?

—Está en una boda.

—Una boda. Ya. ¿Podría usted, quizá, proporcionarme la dirección?

—Sí. Desde luego.

—Tenemos también un regalito para Cal. Es un hombre con suerte.

IV. NUPCIAS
1

Geraldine se había pasado muchas y largas horas dándole a Cal un detallado informe de su propio árbol genealógico para que, llegado el momento de la boda de Teresa, él supiera exactamente quién era quién. Aquello resultó ser un asunto bastante difícil. La familia Kellaway era fecunda hasta el heroísmo, y además Cal tenía muy mala memoria para los nombres, de modo que no resultaba nada sorprendente que gran parte de los ciento treinta invitados que abarrotaban el salón de recepciones aquella agradable noche de sábado le resultasen del todo desconocidos. Cosa que no le preocupaba mucho. Se sentía a salvo entre aquella multitud, aunque no supiera quiénes eran sus componentes; y la bebida, que había corrido libremente desde las cuatro de la tarde, había contribuido a aliviar sus inquietudes. Ni siquiera puso objeciones cuando Geraldine lo presentó ante un desfile de admirados tíos y tías, cada uno de los cuales le preguntó cuándo la iba a convertir en una mujer honrada. Cal les siguió el juego; sonrió; se mostró encantador; hizo todo lo que pudo para parecer cuerdo.

Tampoco es que una pequeña chaladura se hubiese notado mucho en un ambiente tan mareante como aquél. La ambición de Norman Kellaway para el día de la boda de su hija parecía haber aumentado un grado por cada Centímetro que la cintura de la muchacha se había ido agrandando. La ceremonia había resultado grandiosa, pero por fuerza también decorosa; el banquete, sin embargo, era un triunfo del exceso sobre el buen gusto. El salón se había decorado desde el suelo hasta el techo con serpentinas y farolillos de papel; numerosas cuerdas de luces de colores colgaban de las paredes y de los árboles que había en el exterior, en la parte de atrás del salón. El bar estaba bien provisto de cerveza, de bebidas alcohólicas y de licores, lo suficiente para intoxicar a un modesto ejército; se abastecía innecesariamente de comida, que se llevaba a las mesas de aquellos que se contentaban con sentarse y atracarse atendidos por doce atareadas camareras. A pesar de que todas las puertas y ventanas estaban abiertas, el salón se puso en seguida tan caluroso como el mismo infierno; el calor se generaba en parte por todos los invitados que habían decidido echar en el olvido las inhibiciones y bailaban al compás de una ensordecedora mezcla de
country and western
y
rock and roll
. Este último ocasionaba cómicas exhibiciones por parte de los invitados de más edad, a los que se aplaudía ferozmente desde todas partes.

Al borde de la multitud, remoloneando junto a la puerta que daba a la parte de atrás del salón, el hermano más pequeño del novio, acompañado de dos muchachos jóvenes que en algún momento le habían hecho la corte a Teresa y de otro jovenzuelo, un cuarto cuya presencia los demás toleraban únicamente porque tenía cigarrillos, se encontraba de pie en medio de una confusión de latas de cerveza mientras estudiaban los talentos que había disponibles. Quedaba poco donde elegir; las escasas chicas que se encontraban en edad de que alguien se las llevara a la cama o bien estaban reservadas o se las consideraba tan poco atractivas que cualquier intento de acercamiento hubiese sido prueba de desesperación.

Sólo Elroy, el penúltimo novio de Teresa, parecía tener alguna posibilidad de éxito aquella noche. Desde la ceremonia no había quitado los ojos de una de las damas de honor cuyo nombre aún no había averiguado, pero que casualmente había estado en el bar al mismo tiempo que él; un dato estadístico muy significativo. Ahora Elroy estaba apoyado en la puerta y observaba el objeto de su lujuria, que se hallaba al otro lado de la habitación llena de humo.

Se habían atenuado las luces en el interior del salón, y el cariz del baile había cambiado de las cabriolas a los abrazos lentos y amorosos.

Aquél era el momento oportuno, a juicio de Elroy, para hacer la tentativa. Invitaría a la mujer a bailar en la pista y luego, después de una o dos canciones, la sacaría a tomar un poco de aire fresco. Varias parejas se habían retirado ya a la intimidad que proporcionaban los arbustos a fin de hacer allí aquello para cuya celebración están hechas las bodas. Dejando aparte las bonitas promesas y las flores, las bodas estaban hechas para joder, y malditas las ganas que él tenía de quedarse fuera de todo aquello.

Un rato antes había visto a Cal charlando con la chica; pensó que resultaría de lo más sencillo conseguir que se la presentase. Se abrió paso a través de la densa muchedumbre de bailarines y se dirigió hacia el lugar donde Cal se encontraba de pie.

—¿Cómo te va, colega?

Cal miró a Elroy con ojos somnolientos. El rostro que tenía ante él estaba sofocado a causa del alcohol.

—De primera.

—No me gustó mucho la ceremonia —le confió Elroy—. Soy alérgico a las iglesias. Haznos un favor, ¿vale?

—¿De qué se trata?

—Estoy salido.

—¿A causa de quién?

—De una de las damas de honor. Estaba por allí, cerca del bar. Tiene el pelo largo y rubio.

—¿Te refieres a Loretta? —inquirió Cal—. Es prima, de Geraldine.

Resultaba extraño, pero cuanto más borracho estaba, más parecía acordarse de las lecciones recibidas acerca de la familia Kellaway.

—Esa tía es un plan cojonudo. Y se ha estado timando conmigo toda la noche.

—¿De veras?

—Y yo me pregunto... ¿y si nos presentaras?

Cal miró los palpitantes ojos de Elroy.

—Creo que llegas demasiado tarde —le dijo.

—¿Por qué?

—Ha salido...

Antes de que Elroy pudiera manifestarle en voz alta la irritación que sentía ante la noticia, Cal notó que una mano le tocaba el hombro. Se dio la vuelta. Era Norman, el padre de la novia.

—¿Puedo hablar contigo, Cal, muchacho? —le preguntó al tiempo que le dirigía una fugaz mirada a Elroy.

—Ya te buscaré más tarde —se excusó éste retirándose antes de que Norman le echara el guante a él también.

—¿Te lo estás pasando bien?

—Sí, señor Kellaway.

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