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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (6 page)

BOOK: Sortilegio
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—¿Qué ocurre? —susurró Suzanna inclinándose más hacia la almohada. Todavía notaba los dedos de la anciana temblándole sobre el brazo. La piel le hormigueaba a causa del contacto y el estómago se le revolvía—. ¿Cómo puedo ayudarte? —le preguntó. Era la más vaga de las preguntas, pero Suzanna estaba disparando a ciegas.

Los ojos de Mimi parpadearon y se cerraron durante un instante; el frunce se hizo más profundo. Por lo visto había renunciado a intentar pronunciar alguna palabra. Quizá ya había renunciado a todo.

Y entonces, con una brusquedad que hizo que Suzanna lanzara un grito, los dedos que descansaban en su brazo se fueron deslizando en torno a la muñeca. El apretón se hizo cada vez más fuerte hasta que empezó a dolerle. Hubiera podido liberarse, pero no le dio tiempo. Un sutil matrimonio de perfume estaba llenándole la cabeza; polvo, papel de tela y lavanda. El armario, naturalmente; era el perfume del armario. Y al reconocerlo comprendió también otra cosa: que Mimi de algún modo, estaba llegándole hasta el interior de la cabeza y poniendo allí el perfume.

Hubo un instante de pánico; el animal que había en ella reaccionaba ante la derrota que aquello suponía para la autonomía de su mente. Luego el pánico se rompió ante una visión.

De qué, no estaba segura. Un dibujo de alguna clase, un diseño que se fundía y volvía a tomar forma una y otra vez. Quizás el dibujo tuviera color, pero era tan sutil que no podía estar segura de ello; sutiles eran también las formas que evolucionaban en el caleidoscopio.

Aquello, igual que el perfume, era obra de Mimi. Aunque la razón lanzaba sus protestas, Suzanna no podía poner en duda la verdad de aquello. De algún modo aquella imagen era de una importancia vital para la anciana. Por eso estaba usando los últimos vestigios de los recursos de su voluntad para hacer que Suzanna compartiera la visión del ojo de su mente.

Pero no tuvo oportunidad de investigar la visión.

Detrás de ella la enfermera dijo:

—Oh, Dios mío.

La voz rompió el hechizo de Mimi, y los dibujos estallaron en una tormenta de pétalos, desapareciendo. Suzanna se quedó mirando fijamente la cara de Mimi, ambas miradas enganchadas momentáneamente, antes de que la anciana perdiera todo control sobre aquel arruinado cuerpo. La mano se cayó de la muñeca de Suzanna y los ojos empezaron a vagar adelante y atrás de un modo grotesco; una saliva oscura le caía por un lado de la boca.

—Será mejor que espere usted fuera —dijo la enfermera cruzando la habitación para apretar el timbre que había junto a la cama.

Suzanna se encaminó de espaldas hacia la puerta, angustiada por los sonidos ahogados que su abuela emitía. Una segunda enfermera había aparecido.

—Llame al doctor Chai —dijo la primera de ellas. Y luego, dirigiéndose a Suzanna—: Por favor, ¿querría usted esperar fuera?

Suzanna obedeció; no había nada que pudiera hacer allí más que estorbar a los expertos. El pasillo se encontraba muy concurrido; tuvo que caminar veinte metros desde la puerta de la habitación de Mimi antes de encontrar un sitio en donde poder serenarse.

Sus pensamientos eran como corredores ciegos; se precipitaban adelante y atrás frenéticamente, pero no iban a ninguna parte. Una y otra vez se encontró con que el recuerdo la transportaba al dormitorio de Mimi en la calle Rué, y allí el armario se alzaba amenazador sobre ella como un fantasma lleno de reproches. ¿Qué había querido decirle la abuela con el aroma de lavanda? ¿Y cómo había logrado la proeza de comunicar pensamientos entre ellas? ¿Era algo de lo que siempre había sido capaz? Si era así, ¿qué otros poderes poseía?

—¿Es usted Suzanna Parrish?

He ahí por lo menos una pregunta que Suzanna era capaz de responder.

—Sí.

—Yo soy el doctor Chai.

El rostro que tenía delante era redondo como una galleta, e igual de blanco.

—Su abuela, la señora Laschenski...

—¿Sí?

—Su estado ha sufrido un grave deterioro. ¿Es usted su único pariente?

—El único que tiene en este país. Mi padre y mi madre están muertos. Tiene un hijo. Vive en Canadá.

—¿Tiene usted algún medio de ponerse en contacto con él?

—No tengo aquí su número de teléfono..., pero podría conseguirlo.

—Creo que debería informársele —dijo Chai.

—Sí, naturalmente —convino Suzanna—. ¿Qué tengo que...? Es decir, ¿puede usted decirme cuánto tiempo le queda de vida?

El doctor suspiró.

—Es algo bastante difícil de calcular —dijo—. Cuando ingresó no creí que pudiera aguantar aquella noche. Pero lo hizo. Y la siguiente. Y la siguiente. Se ha aferrado a la vida. Tiene una tenacidad realmente extraordinaria. —Hizo una pausa y miró directamente a Suzanna—. Estoy convencido de que la esperaba a usted.

—¿A mí?

—Eso creo. El nombre de usted es la única palabra coherente que ha pronunciado en el tiempo que lleva aquí. No creo que estuviese dispuesta a dejarse ir antes de que usted llegase.

—Comprendo —dijo Suzanna.

—Debe de ser usted muy importante para ella —continuó el médico—. Es bueno que la haya visto usted. Hay tantos ancianos que mueren aquí sin que parezca importarle a nadie... ¿Dónde se aloja usted?

—No lo había pensado. En un hotel, supongo.

—Quizá quiera usted darnos un número de teléfono donde poder avisarla en caso de que se presente la necesidad.

—Desde luego.

Tras decir aquello, el médico le hizo una inclinación de cabeza y la dejó con sus pensamientos. No estuvieron menos ciegos durante la conversación.

Mimi Laschenski no la quería, como había dado por sentado el médico; ¿cómo podía quererla? No sabía absolutamente nada de cómo había crecido su nieta; eran como libros cerrados la una para la otra, y sin embargo algo de lo que Chai había dicho sonaba a verdad. Quizá hubiera estado esperándola, llevando a cabo una gran pelea hasta que la hija de su hija acudiese a la cabecera de su cama.

¿Y por qué? ¿Para cogerle la mano y gastar su última gota de energía en darle a Suzanna un fragmento de cierto tapiz? Era un bonito regalo, pero significaba demasiado o demasiado poco. Fuera lo que fuese, Suzanna no lo comprendía.

Volvió a la habitación Cinco. La enfermera estaba atendiendo a la anciana, que permanecía inmóvil como una piedra sobre la almohada. Con los ojos cerrados y las manos tendidas a los lados, Suzanna se quedó mirándole fijamente la cara, que de nuevo volvía a estar floja. No le decía nada.

Le cogió la mano a Mimi y la sostuvo durante unos momentos, con fuerza; luego se marchó. Volvería a la calle Rue, decidió, y vería si el hecho de estar en la casa le refrescaba un par de recuerdos.

Había pasado mucho tiempo olvidando su infancia, situándola en un lugar donde no pudiera poner en riesgo una madurez conseguida a base de mucho esfuerzo. Y ahora, con las cajas cerradas herméticamente, ¿qué encontraba? Un misterio que desafiaba su yo adulto y la engatusaba para hacerla volver al pasado en busca de una solución.

Recordó el rostro del espejo del armario, aquel que le había hecho bajar llorando las escaleras.

¿Seguiría esperando allí? ¿Y seguiría siendo suyo?

VI. MOONEY
EL LOCO
1

Cal estaba asustado como nunca lo había estado antes en su vida. Se encontraba en su habitación, cuya puerta estaba cerrada con llave, y temblaba.

El temblor había comenzado pocos minutos después de los acontecimientos de la calle Rué, hacía ya cosa de veinticuatro horas, y no daba excesivas muestras de ir a cesar. A veces hacía que le temblasen tanto las manos que apenas podía sostener el vaso de whisky que había acunado entre ellas durante toda la noche, pasada casi sin dormir; otras veces le hacía castañetear los dientes. Pero la mayor parte del temblor no salía al exterior, se quedaba
dentro
. Era como si, de alguna manera, las palomas se le hubieran metido en el vientre y estuvieran batiendo las alas contra sus entrañas.

Y todo porque había visto algo maravilloso y notaba en los huesos que su vida nunca más volvería a ser la misma. ¿Cómo podía serlo? Había trepado al cielo y desde arriba había tenido ocasión de contemplar el lugar secreto que había estado esperando hallar desde la infancia.

Siempre había sido un niño solitario, tanto por elección propia como movido por las circunstancias; los momentos de mayor felicidad que había tenido eran aquellos en los que podía dar rienda suelta a la imaginación y dejarla vagar libremente. Costaba poco emprender ese tipo de viajes. Al mirar atrás, le daba la impresión de que se hubiera pasado la mitad de sus días escolares mirando por la ventana, transportado por un verso cuyo significado no era capaz de descubrir por completo, o por el sonido de alguien que cantaba en un aula distante, hacia un mundo más mordaz y remoto que el que él conocía. Un mundo cuyos aromas eran transportados hasta su nariz por vientos misteriosamente cálidos en un helado mes de diciembre; un mundo cuyas criaturas le rendían homenaje ciertas noches a los pies de la cama, y con cuyos pueblos él conspiraba en sueños.

Pero a pesar de lo familiar que resultaba aquel lugar y del consuelo que sentía allí, la precisa naturaleza de aquello y su localización seguían mostrándose evasivas, y aunque Cal leía cuantos libros encontraba que prometían tratar algún tema extraño, siempre acababa decepcionado. Eran demasiado perfectos, aquellos reinos de la infancia; todo miel y verano.

El verdadero País de las Maravillas no era así, él lo sabía. Había tantas sombras como luz del sol, y los misterios sólo podían desvelarse cuando el ingenio de uno estaba casi agotado y la mente a punto de estallar.

Ése era el motivo por el que Cal temblaba ahora, porque así era como se sentía. Como un hombre cuya cabeza está a punto de abrirse en dos.

2

Se había despertado temprano, había bajado y se había preparado un
sandwich
de huevo frito y
bacon
; luego se había sentado con las ruinas de su glotonería hasta que oyó a su padre moverse por el piso de arriba. Rápidamente llamó a la empresa y le dijo a Wilcox que se encontraba indispuesto y que no iría a trabajar aquel día. Lo mismo le dijo a Brendan —que estaba ocupado en sus abluciones matinales y con la puerta cerrada con llave, lo que le impidió ver la cara cenicienta y ansiosa que su hijo tenía aquella mañana. Luego, cumplidas aquellas obligaciones, volvió a su habitación y se sentó en la cama para repasar otra vez los acontecimientos de la calle Rué con la esperanza de que los misterios del día anterior acabaran por hacérsele más claros.

Le sirvió de poco. De cualquier modo que los considerase, aquellos acontecimientos parecían impenetrables ante cualquier explicación racional; se quedó a solas con aquel recuerdo, tan afilado como una navaja de afeitar, de la experiencia, del dolor y del anhelo que lo acompañaba.

Todo lo que siempre había deseado estaba en aquella tierra. Cal se daba cuenta. Todo aquello en lo que su educación le había enseñado a creer, todos los milagros, todo el misterio, toda la sombra azul y todos los espíritus de dulce aliento. Todo lo que las palomas sabían, todo lo que el viento sabía, todo lo que el mundo humano había tenido en su poder en otro tiempo y ahora había olvidado, todo ello esperaba en aquel lugar. Él lo había visto con sus propios ojos. Lo cual probablemente había conseguido volverle loco.

¿Cómo, si no, podía explicar una alucinación de semejante precisión y complejidad? No, él se había vuelto loco. ¿Y por qué no? Llevaba una vena lunática en la sangre. El padre de su padre, Mooney
el Loco
, había terminado sus días tan chalado como un cencerro. El hombre había sido poeta, según contaba Brendan, aunque cualquier tipo de historia sobre la vida de Mooney o sobre aquellos tiempos se había prohibido en la calle Chariot. «No digas tonterías», le había contestado siempre Eileen cuando Brendan mencionaba al hombre; pero Cal nunca había podido determinar si aquel tabú iba dirigido contra la Poesía, contra el Delirio o contra el Irlandés. Fuera lo que fuese, era aquélla una orden que el padre de Cal incumplía bastante a menudo, en cuanto su mujer volvía la espalda, porque Brendan le tenía cariño a Mooney
el Loco
y a sus versos. Cal incluso se había aprendido unos cuantos en las rodillas de su padre. Y ahora allí estaba él, consecuente con aquella tradición familiar: viendo visiones y derramando lágrimas sobre el whisky.

La cuestión era contarlo o no contarlo. Hablar de lo que había visto, y soportar las risas y las miradas malintencionadas, o mantenerlo oculto. Una parte de él rabiaba de ganas de hablar, de contárselo todo a alguien (aunque fuera Brendan) y ver qué decían los demás. Pero otra parte le decía: «Calla, ten cuidado. El País de las Maravillas no llega hasta los que andan por ahí parloteando sobre él, sólo les llega a los que guardan silencio y
esperan.»

De manera que eso fue lo que hizo. Se sentó, se puso a temblar y esperó.

3

El País de las Maravillas no hizo acto de presencia, pero la que sí lo hizo fue Geraldine, y no estaba de humor para lunáticos. Cal oyó la voz de la muchacha abajo, en el recibidor; oyó a Brendan decirle que Cal estaba enfermo y que no quería que le molestasen, y también la oyó a
ella
decir que tenía intención de ver a Cal estuviera enfermo o no; y acto seguido Geraldine se encontraba ante la puerta.

—¿Cal?

Trató de abrir moviendo el pomo, pero se encontró con que la puerta estaba cerrada con llave y dio unos golpecitos enérgicos en ella.

—¿Cal? Soy yo. Despierta.

Cal fingió estar amodorrado, para lo cual le resultó de mucha utilidad el hecho de tener ya la lengua bien empapada de whisky.

—¿Quién es? —preguntó.

—¿Por qué tienes la puerta cerrada con llave? Soy yo, Geraldine.

—No me encuentro demasiado bien.

—Déjame entrar, Cal.

Éste sabía que era mejor no discutir con ella cuando se encontraba de aquel humor. Se acercó arrastrando los pies hacia la puerta y le dio la vuelta a la llave.

—Tienes un aspecto realmente horrible —le dijo Geraldine suavizando el tono de voz en cuanto le puso los ojos encima—. ¿Qué te pasa?

—Estoy bien —protestó él—. De verdad. Es que me caí.

—¿Por qué no me llamaste? Te estuve esperando anoche para el ensayo de la boda. ¿Se te había olvidado?

El sábado siguiente Teresa, la hermana mayor de Geraldine, iba a casarse con el gran amor de su vida, un muchacho católico y bueno cuya fertilidad difícilmente podía ponerse en duda: su amada estaba embarazada de cuatro meses. Sin embargo no iban a permitir que aquel abultado vientre ensombreciera los procedimientos habituales: la boda iba a ser algo grande. Cal, que llevaba dos años cortejando a Geraldine, era un invitado apreciado, dadas las esperanzas generales de que acabaría siendo el siguiente en intercambiar votos con una de las cuatro hijas de Norman Kellaway. Sin duda la ausencia de Cal en el ensayo había sido considerada como una herejía de poca importancia.

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