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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (7 page)

BOOK: Sortilegio
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—Te lo había recordado, Cal —le dijo Geraldine—. Ya sabes lo importante que es para mí.

—Es que tuve un pequeño problema —le explicó él—. Me caí de una tapia.

Geraldine se mostró incrédula.

—¿Y qué hacías tú subido a una tapia? —le preguntó como si a su edad Cal debiera estar ya por encima de semejantes indignidades.

Cal le contó brevemente la escapada de 33 y le explicó la persecución que él había tenido que llevar a cabo hasta la calle Rue. Fue un relato muy parcial, naturalmente. En él no se mencionaba para nada la alfombra ni lo que Cal había visto en ella.

—¿Encontraste al pájaro? —preguntó Geraldine cuando Cal hubo terminado de relatar la persecución.

—En cierto modo —le contestó él. En realidad cuando volvió a casa, a la calle Chariot. Brendan le había informado de que 33 había regresado volando hasta el palomar a última hora de la tarde, y que ya se encontraba otra vez junto a su moteada esposa. Cal le contó esto a Geraldine.

—¿De modo que no fuiste al ensayo para buscar a una paloma que de todas maneras acabó volviendo sola a casa? —dijo Geraldine.

Cal asintió.

—Pero ya sabes lo mucho que papá quiere a sus pájaros —indicó.

La mención de Brendan suavizó aún más a Geraldine; ella y el padre de Cal se habían hecho amigos rápidamente desde que Cal los presentara.

—Esta chica reluce —le había dicho Cal a su padre—. Consérvala bien, porque si no lo haces tú, lo hará otro.

Eileen nunca se había sentido tan segura de ello. Siempre se había mostrado bastante distante con Geraldine, hecho que sólo había servido para aumentar los elogios de Brendan hacia la chica.

La sonrisa que Geraldine le ofrecía ahora a Cal era suavemente indulgente. Aunque Cal había estado poco dispuesto a dejarla entrar en la habitación para que le echara a perder el ensueño en que se hallaba, de pronto agradecía la compañía de la muchacha. Incluso advirtió que el temblor le había disminuido un poco.

—Esto está muy cargado —dijo ella—. Necesitas aire fresco. ¿Por qué no abres la ventana?

Cal aceptó la sugerencia. Cuando se dio la vuelta Geraldine se había sentado en la cama con las piernas cruzadas, de espaldas al
collage
de fotografías que él había colgado allí en su juventud y que sus padres nunca se habían decidido a quitar. El Muro de las Lamentaciones, la llamaba Geraldine, a la que siempre había molestado aquel desfile de estrellas de cine y nubes de champiñones, políticos y cerdos.

—El vestido es precioso —dijo ella.

Cal se quedó un poco perplejo ante aquel comentario, pues tenía los reflejos lentos.

—El vestido de
Teresa —
le recordó Geraldine.

—Ah.

—Siéntate a mi lado, Cal.

Él se quedó remoloneando junto a la ventana. El aire era fragante y limpio. Le recordaba...

—¿Qué te pasa? —le preguntó ella.

Cal tenía las palabras en la punta de la lengua. «He visto el País de las Maravillas», quería decirle. Eso era, en suma. El resto —las circunstancias, la descripción—, los demás detalles no eran más que sutilezas. Las palabras esenciales eran bastante fáciles, ¿verdad? «He visto el País de las Maravillas.» Y si había alguien en su vida a quien debiera decírselo, era a aquella mujer.

—Dime, Cal —le preguntó ella—. ¿Estás enfermo?

Él meneó la cabeza.

—He visto... —empezó.

Geraldine lo miró con absoluta perplejidad.

—¿Qué? —le urgió ella—. ¿Qué has visto?

—He visto... —volvió a empezar Cal, pero de nuevo se interrumpió. La lengua se negaba a obedecer las instrucciones que le daba; sencillamente las palabras no acudían. Desvió la mirada de la cara de Geraldine y la puso en el Muro de las Lamentaciones—. Esas fotografías... —dijo por fin—, son una monstruosidad.

Una extraña euforia lo invadió por haber estado tan cerca de decirlo y haberse vuelto atrás. La parte de él que deseaba que lo que había visto permaneciera en secreto había ganado la batalla en aquel momento, y quizá incluso la guerra. Cal no podía decírselo. Ni
ahora
ni nunca. Era un gran alivio haberse decidido.

«Soy Mooney
el Loco
», pensó para sus adentros. No era tan mala idea, después de todo.

—Parece que ya te encuentras mejor —le dijo ella—. Debe de ser por el aire fresco.

4

¿Qué lección podía aprender él del poeta loco, ahora que eran espíritus compañeros? ¿Qué haría Mooney
el Loco
si estuviera en el pellejo de Cal?

Jugaría a cualquier cosa que fuera necesario, fue la respuesta que le vino a la cabeza, y luego, cuando el mundo no estuviera mirándolo,
buscaría
, buscaría hasta que encontrase el lugar que había visto, y no importaba que al hacerlo estuviera invitando al delirio. Encontraría su sueño, se aferraría a él y nunca lo soltaría.

Estuvieron hablando un poco más, hasta que Geraldine anunció que tenía que marcharse. Todavía quedaban muchos preparativos de boda que hacer aquella tarde.

—Nada de volver a perseguir palomas —le advirtió a Cal—. Quiero tenerte allí el sábado. —Le puso los brazos alrededor del cuello—. Estás demasiado delgado —dijo—. Voy a tener que alimentarte.

«Ahora espera que la beses —le susurró el poeta loco al oído—. Complace a la dama. No nos conviene que piense que has perdido interés por copular sólo porque has estado a mitad de camino hacia el cielo y has regresado. Bésala y dile algunas palabras amables.»

Cal pudo darle el beso, aunque tenía miedo de que se notase que aquella pasión no era espontánea. Sus temores eran infundados. La muchacha correspondió al fingido fervor de Cal con material auténtico, apretando fuertemente contra él aquel cuerpo tan cálido.

«Eso es —dijo el poeta—; ahora busca algo seductor que decirle y que se vaya a casa contenta.»

Pero ahí la confianza de Cal falló. No era muy diestro en lo referente a decir cosas dulces, nunca lo había sido.

—Hasta el sábado —fue todo lo que se le ocurrió. Ella pareció contentarse con eso. Volvió a besarlo y acto seguido se marchó.

Cal la miró desde la ventana, contando sus pasos hasta que dobló la esquina. Luego, cuando su amor se perdió de vista, fue en busca del deseo de su corazón.

SEGUNDA PARTE

NACIMIENTOS, MUERTES Y MATRIMONIOS

La lengua de hierro de la medianoche ha dicho doce; amantes, a la cama; es casi la hora de las hadas.

Shakespeare,

El sueño de una noche de verano

I. EL TRAJE DE LUCES
1

Cal salió a un día húmedo y viciado. No tardaría mucho el verano en permitir que el otoño empezase a dejarse sentir. Incluso la brisa parecía cansada, condición que resultaba contagiosa. Cuando Cal llegó a las proximidades de la calle Rue notaba los pies hinchados dentro de los zapatos y el cerebro igualmente hinchado dentro del cráneo.

Y encima, para añadirle más sal a la herida, no era capaz de encontrar aquella maldita calle. El día anterior había hecho todo el trayecto hasta la casa con los ojos puestos en los pájaros más que en el camino que estaba recorriendo, así que sólo tenía una vaga noción, llena de imprecisiones, del lugar donde se hallaba la misma. Comprendiendo que podría pasarse varias horas deambulando por la zona sin encontrar la calle, preguntó el camino a un grupo de quinceañeros que se encontraban muy ocupados jugando a la guerra en una esquina. Le hicieron cambiar de dirección haciendo gala de una gran seguridad. No obstante, bien fuera por ignorancia o por malicia, las indicaciones resultaron ser del todo incorrectas, y Cal se encontró vagando por allí en círculos, cada vez más desesperado, mientras la frustración le iba en aumento.

Cualquier sexto sentido que hubiera podido esperar —algún instinto que le guiara infaliblemente a la región de sus sueños— brillaba por su ausencia.

Así, pues, fue solamente la suerte, la perra suerte, lo que finalmente lo llevó a la esquina de la calle Rue y a la casa que en otro tiempo había pertenecido a Mimi Laschenski.

2

Suzanna había empleado la mayor parte de la mañana en intentar hacer lo que le había prometido al doctor Chai: darle la noticia a su tío Charlie, de Toronto. Resultó ser un empeño frustrante. Por una parte, el pequeño hotel que había encontrado la noche anterior para alojarse sólo disponía de un único teléfono público, y había otros huéspedes que, al igual que ella, querían hacer uso del mismo. Por otra parte, tuvo que llamar a varios amigos de la familia antes de localizar a uno que tuviera el número de teléfono de Charlie, todo lo cual le ocupó la mayor parte de la mañana. Cuando, ya alrededor de la una, logró establecer comunicación con su tío Charlie, el único hijo de Mimi escuchó la noticia sin mostrar la menor traza de sorpresa. Ni siquiera se ofreció a dejar el trabajo para salir corriendo hacia la cabecera de su madre; sólo le pidió con toda educación a Suzanna que lo volviera a llamar cuando tuviese «más noticias», dando a entender con ello posiblemente que no esperaba que lo llamase de nuevo hasta que hubiera llegado el momento de mandarle a su madre una corona de flores. Hasta ese punto llegaba su devoción filial.

Cuando acabó con esta llamada, Suzanna telefoneó al hospital. No había habido ningún cambio en el estado de la paciente. «Está estabilizada», fue la profesional expresión de la enfermera. Ello le evocó una extraña imagen de Mimi ataviada de montañera y colgando de la pared de un precipicio. Aprovechó la oportunidad para preguntar por los efectos personales de su abuela, y le comunicaron que había llegado al hospital sin tan siquiera un camisón. Lo más probable era que los buitres de los que había hablado la señora Pumphrey se hubieran llevado ya de la casa todo lo que valiera la pena —armario incluido—, pero decidió acercarse por la casa de todos modos para ver si aún podía rescatar cualquier cosa que le hiciera un poco más llevadera a Mimi sus últimas horas. Encontró un pequeño restaurante italiano en las cercanías del hotel, comió allí y luego se fue en coche hasta la calle Rue.

3

Los hombres del camión de mudanzas habían dejado cerrada la puerta de la verja del patio trasero, pero no habían echado el cerrojo. Cal la abrió y entró en el patio. Si había albergado esperanzas de encontrarse con alguna revelación, la decepción fue grande. Allí no había nada extraordinario. Sólo algunas flores silvestres secas que brotaban entre las losas y un revoltijo de enseres que el trío de las mudanzas había desechado como cosas sin valor. Incluso las sombras, que hubieran podido ocultar alguna gloria, resultaban plácidas y nada misteriosas.

De pie en mitad del patio —donde todos los misterios que habían trastocado su cordura se le habían desvelado—, dudó por primera vez, dudó
verdaderamente
de que realmente el día antes hubiera sucedido algo.

Quizá encontrara algo dentro de la casa, se dijo; algún resto del naufragio al que agarrarse y mantenerse a flote en aquel mar de dudas.

Cruzó el suelo sobre el que había estado extendida la alfombra, hacia la puerta de atrás. O bien los hombres de la mudanza la habían dejado sin cerrar con llave, o bien algunos vándalos la habían forzado. De cualquier modo, estaba entreabierta. Entró.

Por lo menos las sombras eran más densas en el interior; había allí lugar para lo fabuloso. Esperó a que los ojos se le acostumbrasen a las tinieblas. «¿Realmente sólo habían pasado veinticuatro horas desde que estuviera allí?», pensó al tiempo que, aguzando la mirada, escudriñaba el tétrico interior. ¿Sólo era el día anterior cuando él había entrado en aquella casa con la única idea en la cabeza de atrapar a un pájaro perdido? Esta vez tenía mucho más que encontrar.

Recorrió sin rumbo la distancia que lo separaba del pasillo, buscando en todas partes algún eco de lo que había experimentado el día anterior. Sus esperanzas decaían más a cada paso que daba. Sombras había, pero estaban desiertas. El lugar se encontraba por completo desprovisto de milagros. Éstos habían desaparecido junto con la alfombra.

Empezó a subir las escaleras, pero se detuvo a medio camino. ¿Qué necesidad había de seguir adelante? Estaba claro que había perdido la oportunidad. Si deseaba volver a descubrir la visión que había vislumbrado y perdido el día anterior, tendría que ponerse a registrar en otra parte. Fue la pura tenacidad, por tanto —uno de los atributos de Eileen—, lo que le obligó a seguir subiendo.

En lo alto de las escaleras el aire era tan plomizo que hacía que incluso respirar resultase un trabajo pesado. Aquello, junto con el hecho de que aquel día él se sentía como un intruso —no muy bien recibido en aquella tumba—, lo puso ansioso por confirmar su creencia de que el lugar no tenía ninguna magia que mostrarle, y luego marcharse.

Al encaminarse hacia la puerta del dormitorio delantero algo se movió detrás de él. Se volvió. Los obreros habían apilado varios muebles en lo alto de las escaleras, y al parecer luego habían decidido que no valía la pena seguir sudando para transportarlos. Una cómoda y varias sillas y mesas. El ruido había venido de detrás de aquellos muebles. Y ahora volvía a oírlo.

En un primer momento se imaginó que serían ratas. El sonido sugería varios juegos de patas de animal correteando. «Vive y deja vivir», pensó; no tenía más derecho que ellas a estar allí. Menos, quizá. Las ratas probablemente habían ocupado la casa durante generaciones.

Volvió a la tarea que tenía entre manos; abrió la puerta de un empujón y entró en la habitación delantera. Las ventanas estaban mugrientas, y además los manchados visillos de encaje impedían aún más el paso de la luz. Había una silla volcada sobre las tablas desnudas del suelo y alguien había colocado con cierto ingenio tres extraños zapatos sobre la repisa de la chimenea. Por lo demás, la habitación estaba vacía.

Permaneció de pie unos momentos y luego, al oír risas en la calle y necesitar la tranquilidad que la risa pudiera proporcionarle, cruzó hacia la ventana y apartó el vítulo a un lado. Pero antes de descubrir la procedencia de aquella risa abandonó la investigación. Notó en el vientre, antes de que los sentidos pudieran confirmarlo, que alguien había entrado en la habitación detrás de él. Dejó caer el visillo y se dio la vuelta. Un hombre ancho ya entrado en años, vestido demasiado bien para aquel lugar abandonado, se había unido a él en aquella media luz. Los hilos de la chaqueta gris que llevaba el hombre eran casi iridiscentes. Pero más llamativa resultaba aún su sonrisa. Una sonrisa ensayada, propia de un actor o de un predicador. Fuera lo que fuese, era la expresión de un hombre que buscaba conversación.

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