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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (8 page)

BOOK: Sortilegio
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—¿Puedo ayudarle en algo? —le preguntó. Tenía la voz resonante y cálida, pero el modo repentino en que había aparecido había dejado helado a Cal.

—¿A mí? —inquirió a su vez, por decir algo.

—¿Le interesa quizá adquirir alguna propiedad? —inquirió el otro hombre.

—¿Adquirir? No... yo... sólo estaba... verá usted... echando un vistazo.

—Es una casa estupenda —dijo el desconocido esbozando una sonrisa tan firme como el apretón de manos de un cirujano, e igual de antiséptica—. ¿Entiende usted mucho de casas?

Pronunció aquella frase como las anteriores, sin ironía ni malicia. Al ver que Cal no respondía, el hombre continuó hablando.

—Soy vendedor. Me llamo Shadwell. —Se quitó con cuidado el guante de piel de cabritilla de una mano de dedos gruesos—. ¿Y usted?

—Cal Mooney. Es decir, Calhoun.

El hombre le tendió la mano desnuda. Cal dio dos pasos hacia el hombre —que medía sus buenos diez centímetros más que el metro setenta y cinco de Cal— y le estrechó la mano. La fresca palma del hombre hizo a Cal percatarse de que él estaba sudando como un cerdo.

Una vez que terminaron de saludarse, el amigo Shadwell se desabrochó la chaqueta, la abrió y sacó un bolígrafo del bolsillo interior. Aquel gesto de desenfado dejó al descubierto brevemente el forro de la prenda, y por algún efecto de la luz dio la impresión de que brillaba, como si la tela estuviera tejida con hilos de espejo.

Shadwell captó la expresión del rostro de Cal. La voz le sonó ligera como una pluma al decir:

—¿Ve usted algo que le guste?

Cal no se fiaba de aquel hombre. ¿Era la sonrisa o los guantes de piel de cabritilla lo que lo hacían parecer sospechoso? Sea lo que fuere, Cal deseaba permanecer el menor tiempo posible en compañía de aquel hombre.

Pero
había
algo en la chaqueta. Algo que atrapaba la luz y hacía que a Cal el corazón le latiera un poco más deprisa.

—Por favor... —le animó Shadwell—. Eche una mirada. —Se llevó de nuevo la mano a la chaqueta y la abrió—. Dígame... —ronroneó— si ve usted aquí algo que se le antoje.

Esta vez se abrió la chaqueta del todo, dejando el forro bien a la vista. Y sí, la primera impresión de Cal había sido acertada. Brillaba
de verdad
.

—Como acabo de decirle, soy vendedor —le estaba explicando Shadwell—. Para mí, es una Norma de Oro llevar siempre conmigo algunas muestras de mi mercancía.

Mercancía. Cal pronunció aquella palabra en el interior de la cabeza, con la mirada todavía fija en el forro de la chaqueta. Qué palabra más extraña:
mercancía
. Y allí, en el forro de la chaqueta, casi podía ver la palabra solidificada. ¿Eran joyas, aquello que relucía allí? Gemas artificiales con un brillo que cegaba como sólo lo falso podía cegar. Miró entornando los ojos al interior de aquel hechizo en un intento de encontrarle sentido a lo que veía, mientras la voz del Vendedor continuaba queriendo persuadirle.

—Dígame qué es lo que le gusta y es suyo. No puedo jugar más limpio, ¿no le parece? Un joven como usted debería ser capaz de decidirse a escoger. Para usted el mundo es como una ostra. Eso está claro para mí. Se abre delante de usted. Coja lo que guste. Libre, gratis y sin recargo. Usted dígame lo que ve ahí dentro, y al instante lo tendrá en las manos...

«Aparta la vista», le decía una voz interior a Cal; no hay nada gratis. Siempre hay que pagar un precio.

Pero Cal tenía la vista tan hechizada a causa de los misterios ocultos en los pliegues de la chaqueta que en aquel momento no habría podido desviar los ojos aunque su vida hubiera dependido de ello.

—Dígame... lo que ve —le decía el Vendedor.

Ah, he
ahí
el dilema.

—...y es suyo.

Cal vio tesoros olvidados, cosas en las que en otro tiempo había puesto todo el corazón, hasta había llegado a pensar que si las poseía nunca más querría nada. Chucherías sin valor, la mayoría de ellas; pero cosas que tenían la virtud de despertarle antiguos anhelos. Un par de anteojos de rayos X que había visto anunciados en la contraportada de un tebeo (¡Vea a través de las paredes! ¡Impresione a sus amigos!), pero nunca había podido comprar. Y allí estaban ahora con las lentes de plástico resplandecientes. Al verlas Cal recordó las largas noches de octubre en que permanecía tumbado en la cama, despierto, preguntándose cómo funcionarían. ¿Y qué era eso que había junto a los anteojos? Otro fetiche de su infancia. La fotografía de una mujer vestida únicamente con unos zapatos de tacón de aguja y un taparrabos de lentejuelas; la estampa le presentaba los pechos, exageradamente grandes, al espectador. El poseedor de aquella fotografía era el chico que vivía dos puertas más abajo de Cal; según decía, se la había robado de la cartera a su tío. Cal había deseado tanto tenerla que creyó que moriría de ganas. Ahora la fotografía colgaba, como un manoseado recuerdo, en el resplandeciente flujo de la chaqueta de Shadwell, y sería suya sólo con pedirlo.

Pero no bien había hecho su aparición cuando ya se desvaneció, y en su lugar aparecieron nuevos premios para tentarlo.

—¿Qué es lo que ve, amigo mío?

Las llaves de un automóvil que Cal había anhelado poseer. Una paloma campeona, ganadora de innumerables concursos, de la que había sentido tanta envidia que la hubiese raptado con gusto...

—Sólo tiene que decirme lo que ve. Pídamelo, y será suyo...

Había tantas cosas... Todos los objetos que le habían parecido —durante una
hora
, durante un
día
— el eje sobre el que giraba el mundo se encontraban ahora colgados en el maravilloso almacén que era la chaqueta del Vendedor.

Pero todos ellos eran fugaces. Sólo hacían acto de presencia para volver a evaporarse de inmediato. Había algo más allí, algo que impedía que aquellas trivialidades le llamasen la atención durante más de unos breves instantes. Qué era, todavía no podía verlo.

Tuvo conciencia débilmente de que Shadwell le dirigía de nuevo la palabra y de que el tono de voz del Vendedor se había alterado un tanto. Flotaba en él cierta perplejidad teñida de exasperación.

—Hable usted, amigo mío... ¿Por qué no me dice lo que quiere?

—No logro...
verlo...
bien.

—Entonces inténtelo con más empeño. Concéntrese.

Cal lo intentó. Las imágenes iban y venían, aunque no eran más que cosas insignificantes. El filón original seguía escabulléndose.

—No lo está intentando con todas sus fuerzas —le reprendió el Vendedor—. Si un hombre desea algo firmemente tiene que concentrar en ello toda su atención. Tiene que asegurarse de que lo tiene bien claro en la cabeza.

Cal comprendía muy bien la enorme sabiduría que encerraba aquello, y por eso redobló los esfuerzos. Traspasar con la mirada los oropeles y conseguir ver el verdadero tesoro que yacía más allá se había convertido en un reto para él. Una curiosa sensación acompañaba esta concentración; sentía cierto desasosiego en el pecho y en la garganta, como si alguna parte de su persona se estuviera disponiendo a ausentarse, a salir de él y a recorrer la misma trayectoria que seguía su mirada. Como si alguna parte de él estuviera dispuesta a desaparecer en el interior de la chaqueta.

En el fondo de la cabeza de Cal, allí donde el cráneo se une a la columna vertebral, las voces de advertencia seguían murmurando. Pero él estaba demasiado empeñado para resistirse. Fuera lo que fuese aquello que contenía el forro, lo estaba haciendo padecer al no mostrársele del todo. Cal miraba y miraba, desafiando al decoro, hasta que el sudor empezó a correrle por las sienes.

Aquel embaucador monólogo de Shadwell había adquirido ahora una nueva confianza. La cobertura de azúcar se había resquebrajado hasta acabar por caerse. La nuez que había debajo era amarga y oscura.

—Adelante... —le dijo el Vendedor—. No sea tan condenadamente débil. Aquí hay algo que usted quiere, ¿no es así? Lo desea con locura. Adelante. Dígamelo.
Escúpalo
. De nada sirve esperar. Mientras uno no se decide se corre el riesgo de que la oportunidad se escape.

Finalmente, la imagen empezó a hacerse más clara...

—No tiene más que decírmelo y es suyo.

Cal notó que el viento le daba en la cara, y de pronto se encontró otra vez volando; el país de las maravillas se extendía ante él. Todas aquellas profundidades y alturas, los ríos, las torres..., todo se hacía visible allí, en el forro de la chaqueta del Vendedor.

Jadeó ante aquella visión. Shadwell reaccionó veloz como el rayo.

—¿Qué es?

Cal seguía mirando fijamente, sin habla.

—¿Qué es lo que ve?

Cal se vio asaltado por una gran confusión. Se sentía regocijado al ver la tierra, aunque también un poco temeroso de lo que estaba seguro se le iba a pedir que diera (quizá, sin saberlo bien, estuviera
ya
dándolo) a cambio de aquellas vistas sicalípticas. Shadwell llevaba el daño dentro de él, con todas aquellas sonrisas y promesas.

—Dígame... —
le exigió el Vendedor.

Cal trató de impedir que le acudiera una respuesta a los labios. No quería traicionar su secreto.

—¿Qué es lo que ve?

Aquella voz era muy difícil de resistir.

Cal quería guardar silencio, pero la respuesta surgió de él sin pretenderlo.

—Yo... —(«No lo digas», le advertía el poeta)—, veo... («Resiste. Aquí hay algo malo»)—. Yo... veo...

—Ve la Fuga.

La voz que había terminado la frase era la de una mujer.

—¿Estás segura? —le preguntó Shadwell.

—Nunca estuve más segura. Mírale a los ojos.

Cal se sintió tonto y vulnerable, tan hipnotizado por aquellas vistas extendidas en el forro de la chaqueta que era incapaz de dirigir los ojos en dirección a los que ahora lo estaban tasando.

—Él lo
sabe —
dijo la mujer. En la voz no había ni rastro de calor. Ni siquiera, quizá, de humanidad.

—Entonces tenías razón —le concedió Shadwell—. La Fuga ha estado aquí.

—Desde luego.

—Muy bien —dijo Shadwell; y cerró de golpe la chaqueta.

El efecto que ello provocó en Cal fue similar al de un cataclismo. Con el mundo —la
Fuga
, como lo había llamado aquella mujer— tan bruscamente arrebatado de delante se sentía débil como una criatura. Hizo todo lo que pudo por permanecer en pie. Con bastantes escrúpulos, volvió los ojos en dirección a la mujer.

Era hermosa: aquello fue lo primero que Cal pensó. Iba vestida de colores rojo y púrpura, pero tan oscuros que resultaban casi negros; el tejido se le envolvía alrededor de la parte superior del cuerpo, ciñéndoselo de tal forma que la hacía parecer casta al mismo tiempo. La madurez de aquella mujer estaba envuelta y sellada, y, por el hecho de estar sellada, resultaba erótica. La misma paradoja impregnaba todas sus facciones. Se había afeitado la raíz del cabello por lo menos un par de centímetros hacia atrás, y tenía las cejas totalmente depiladas, lo cual le proporcionaba una expresión misteriosamente inocente. Pero la carne le brillaba como si la llevase llena de aceite, y aunque el afeitado y la ausencia de cualquier trazo de maquillaje que resaltase las facciones parecían actos en contra de su belleza, no podía negarse la sensualidad que había en aquel rostro. La boca estaba demasiado bien esculpida y los ojos —de color ocre oscuro un instante, dorados al siguiente— resultaban demasiado elocuentes para disfrazar los sentimientos que albergaban. Qué clase de sentimientos eran aquéllos, Cal sólo consiguió descifrarlo de una manera muy vaga. Sentimientos de impaciencia, ciertamente, como si el hecho de estar allí la pusiera enferma y agitase alguna furia que Cal no sentía el menor deseo de ver desencadenada. De desprecio —hacia él, lo más probable—, aunque, sin embargo, los ojos permanecían enfocados sobre él, como si aquella mujer estuviera traspasándolo con la mirada hasta los tuétanos y se dispusiera a congelarlo con el pensamiento.

No obstante, no había tales contradicciones en la voz. Era acero y acero.

—¿Cuánto tiempo hace? —le exigió la mujer—. ¿Cuánto tiempo hace que usted vio la Fuga?

Cal no pudo sostenerle la mirada más que un momento. Luego apartó la mirada en dirección a la repisa de la chimenea y hacia los pies del trípode.

—No sé de qué está usted hablando —le dijo.

—Usted la ha visto. Y la ha vuelto a ver en la chaqueta. Es inútil que lo niegue.

—Es mejor que conteste —le aconsejó Shadwell.

Cal desvió la mirada desde la repisa de la chimenea a la puerta. La habían dejado abierta.

—Pueden irse los dos al infierno —les hizo saber tranquilamente.

¿Se echó a reír Shadwell? Cal no estaba seguro.

—Queremos la alfombra —le indicó la mujer.

—Nos pertenece, ¿comprende? —le dijo Shadwell—. Tenemos legítimo derecho a reclamarla.

—Así que, si fuera usted tan amable... —continuó la mujer mientras los labios se le curvaban ante aquella cortesía—, dígame dónde ha ido a parar la alfombra y luego daremos este punto por terminado.

—Así de fáciles son las condiciones —le explicó el Vendedor a Cal—. Díganoslo, y nos iremos.

Alegar ignorancia no le serviría de defensa, pensó Cal; sabían que
él
estaba al corriente y no se dejarían convencer de otra cosa. Se sentía atrapado. A pesar de que las cosas se habían vuelto peligrosas, Cal se sentía regocijado en su interior. Aquellos seres que lo atormentaban le habían confirmado la existencia del mundo que había vislumbrado; la Fuga. La urgencia de apartarse de ellos lo
más
rápidamente posible se apaciguaba con el deseo de seguirles el juego y la esperanza de que le dijeran algo lilas acerca de la visión que había presenciado.

—Puede ser que la haya visto —dijo.

—Nada de
puede ser —
replicó la mujer.

—Es todo tan confuso... —continuó Cal—. Recuerdo
algo
, pero no estoy muy seguro de qué era.

—¿No sabe usted lo que es la Fuga? —le preguntó Shadwell.

—¿Por qué iba a saberlo? —repuso la mujer—. Se topó con ella por pura casualidad.

—Pero la vio —dijo Shadwell.

—Muchos Cucos tienen algo de visión, pero ello no quiere decir que
comprendan
. Este hombre se siente perdido, como todos ellos.

A Cal le ofendió el aire de superioridad de la mujer, aunque en lo esencial tuviera razón. Perdido lo estaba.

—Lo que usted tuvo ocasión de ver no es asunto suyo —continuó diciendo la mujer—. Sólo indíquenos dónde ha puesto la alfombra y luego olvídese hasta de que alguna vez le puso los ojos encima.

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