De modo que un par de días después de que desapareciera Mugambi, Werper solicitó una entrevista con Abdul Murak. Cuando el belga entró en la tienda y compareció ante el oficial que le llevaba prisionero, la expresión adusta del abisinio hizo comprender a Werper que casi tenía que despedirse por completo de toda esperanza de lograr su objetivo. A pesar de todo, se sintió anímicamente reconfortado al pensar en las debilidades del ser humano, que permiten que las naturalezas aparentemente más incorruptibles se dobleguen ante la devoradora tentación de hacerse con una fortuna.
Abdul Murak le miró con el ceño fruncido.
—¿Qué quieres ahora? —preguntó.
—Mi libertad —replicó Werper.
—¿Y me molestas para decirme algo que cualquier imbécil debe saber? —silabeó el abisinio en tono de burla despectiva.
—Puedo comprarla —dijo Werper.
Abdul Murak soltó una resonante carcajada.
¿Comprarla? —exclamó—. ¿Con qué la vas a pagar? ¿Con los harapos que llevas puestos? ¿O tal vez escondes bajo la ropa un millar de libras esterlinas en marfil? ¡Largo! ¡Eres un estúpido! Y si no quieres recibir una buena ración de jarabe de látigo, no vuelvas a molestarme.
Pero Werper insistió. Su libertad y acaso también su vida dependían de que lograra aquel propósito.
—Atiéndeme —suplicó Werper—. Si te proporciono todo el oro que puedan llevar diez hombres, ¿me das tu palabra de que me llevarás sano y salvo al comisariado inglés más próximo?
—¿Todo el oro que puedan llevar diez hombres? —repitió Abdul Murak—. Estás loco. ¿Dónde tienes tú tanto oro?
—Sé dónde está escondido —aseguró Werper—. Prométeme lo que te pido y te conduciré hasta él… ¿Te parece suficiente lo que puedan cargar diez hombres?
Abdul Murak había dejado de reír. Observaba atentamente al belga. El tipo aquel parecía bastante cuerdo… ¡pero diez cargas de oro! Era absurdo. El abisinio reflexionó en silencio durante unos minutos.
—Bueno —dijo al final—, supongamos que te doy mi palabra. ¿A qué distancia se encuentra ese oro?
—A una semana de marcha, hacia el sur —respondió Werper.
—¿Te das cuenta del castigo que vas a recibir si no lo encontramos donde dices que está?
—Sé perfectamente que me juego la vida —replicó el belga—. Pero también sé que está donde está, porque con mis propios ojos vi que lo enterraban. Es más… no sólo hay diez cargas, sino tanto oro como puedan cargar cincuenta hombres. Todo será tuyo si prometes que me pondrás bajo la protección del gobierno inglés.
—¿Apuestas tu vida a cambio del hallazgo de ese oro? —preguntó Abdul.
Werper asintió con una inclinación de cabeza.
—Muy bien —aceptó el abisinio—. Prometo ponerte en libertad si encontramos allí aunque sólo sea el oro que puedan llevar cinco hombres. Pero hasta que lo tenga en mi poder, seguirás siendo mi prisionero.
—Conforme —accedió Werper—. ¿Nos ponemos en marcha mañana?
Abdul Murak dijo que sí con la cabeza y los guardianes volvieron a hacerse cargo del belga. Al día siguiente, los soldados abisinios se quedaron un tanto sorprendidos al recibir la orden de cambiar el rumbo, de dirigirse hacia el sur, en vez de hacia el norte. Y sucedió que la misma noche en que Tarzán y los dos monos entraron en la aldea de los facinerosos, los abisinios estaban acampados a unos cuantos kilómetros al este de aquel lugar.
Mientras Werper soñaba con la inminente libertad y el disfrute a sus anchas de la fortuna que llevaba en la bolsa que había robado y mientras Abdul Murak yacía despierto, regodeándose codiciosamente en las cincuenta cargas de oro que le aguardaban a unos cuantos días de marcha, en dirección sur, Ahmet Zek daba órdenes a sus lugartenientes, indicándoles que preparasen una fuerza de cincuenta combatientes y porteadores que a la mañana siguiente tendrían que estar dispuestos para partir hacia las ruinas del hogar del inglés, donde se apoderarían de la fabulosa fortuna que su renegado lugarteniente afirmó que estaba enterrada allí.
Y en tanto el árabe impartía las instrucciones precisas dentro de la tienda, en la parte exterior de la misma alguien escuchaba, a la espera del momento oportuno para entrar sin peligro y continuar la búsqueda de la bolsa y las preciosas piedrecitas que le habían robado el corazón.
Por último, los atezados camaradas de Ahmet Zek abandonaron la tienda y el cabecilla se fue a fumar una pipa en compañía de uno de ellos, con lo que el alojamiento de seda se quedó sin vigilancia. Apenas estuvo vacío el interior cuando la hoja de un cuchillo atravesó la tela de la pared posterior, a una altura de dos metros por encima del nivel del suelo, la rasgó hacia abajo e hizo una abertura para que pudiesen entrar los que aguardaban fuera.
Por allí penetró el hombre-mono, con el gigantesco Chulk pegado a sus talones. Pero Taglat no los siguió, sino que dio media vuelta y se deslizó en la oscuridad hacia la choza en la que la hembra que había despertado su brutal interés yacía fuertemente atada. Los centinelas permanecían en cuclillas ante la puerta, manteniendo una conversación bastante monótona. Dentro, tendida en el sucio catre, resignada a su suerte, sumida en la desesperanza absoluta, la mujer aguardaba que el destino le proporcionase la oportunidad de liberarse por el único medio que ahora le parecía remotamente posible, algo que hasta entonces había detestado con toda su alma: el acto de la autodestrucción, del suicidio.
Desplazándose en silencio hacia los centinelas, una figura envuelta en blanco albornoz se introdujo entre las sombras de una esquina de la choza. La escasa inteligencia de aquel ser le impidió incluso aprovechar la ventaja que hubiese podido proporcionarle su disfraz. Pudo haberse aproximado audazmente hasta llegar junto a los centinelas, pero prefirió acercarse a ellos por la espalda, sin ser visto.
Echó una mirada antes de doblar la esquina de la choza. Sólo unos pasos le separaban de los centinelas, pero el simio no se atrevía a exponerse, ni siquiera por un segundo, a aquellos temidos y odiosos palos atronadores que los tarmanganis sabían usar tan bien… siempre y cuando hubiera otro sistema de ataque más seguro.
A Taglat le habría encantado que creciese por allí cerca un árbol desde cuyas ramas, extendidas sobre los centinelas, hubiese podido saltar sobre aquella presa desprevenida; pero aunque tal árbol no existía, al menos le sugirió un plan. El alero de la choza sobresalía por encima de las cabezas de los guardianes: hasta dicho alero podía llegar sin que lo vieran y desde allí saltaría sobre los tarmanganis. Una rápida dentellada con sus poderosas mandíbulas habría liquidado a uno de ellos antes de que el otro se diera cuenta de que lo que pasaba. Y el segundo sería presa fácil para la fuerza, agilidad y fiereza con que el simio desarrollaría la celérica continuación del ataque.
Taglat retrocedió unos pasos, hacia la parte trasera de la choza, tensó los músculos con vistas al esfuerzo inminente, tomó carrerilla y dio un salto en el aire. Se posó en el tejado justo encima de la pared que lo sostenía. La estructura de la choza resistió su peso gracias al refuerzo que representaba dicha pared. Sin embargo, cuando el gigantesco antropoide empezó a desplazarse por el tejado, éste se combó hacia abajo, las vigas se quebraron y Taglat cayó al interior de la choza.
Al oír los chasquidos de la madera, los centinelas de pusieron en pie y se precipitaron dentro del chamizo. Jane Clayton trató de apartarse rodando sobre sí misma cuando la enorme figura aterrizó tan cerca de ella que una de las manos inmovilizó su vestido contra el suelo.
Al notar que algo se movía junto a él, Taglat alargó la mano y cogió a la mujer en el hueco de su brazo poderoso. El albornoz cubría el peludo cuerpo del mono, por lo que Jane Clayton creyó que la sujetaba un brazo humano y, desde la profunda sima de su desaliento, le ascendió hasta el pecho la esperanza de que por fin se encontraba protegida por alguien que había acudido a rescatarla.
Los dos centinelas estaban ahora dentro de la choza, pero vacilaban, desconcertados al ignorar la causa del estrépito. Como no estaban acostumbrados a la oscuridad del interior de la choza, los ojos no les informaron de nada, cosa que tampoco hicieron los oídos, porque el simio se mantenía silencioso, a la espera del ataque de los tarmanganis.
En vista de que los centinelas no avanzaban hacia él y comprendiendo que a causa del estorbo que constituía la mujer con la que iba cargado iba a resultar más que problemático salir bien librado en una batalla en toda regla, Taglat optó por arriesgarse a una súbita embestida hacia la libertad. Agachó la cabeza y se lanzó con todo su empuje sobre la pareja de guardianes que bloqueaban la puerta. El impacto de los rocosos hombros de Taglat derribó a ambos centinelas de espaldas y antes de que pudieran ponerse en pie, el simio ya había salido de la construcción y se alejaba, lanzado a toda velocidad, a través de las sombras de las chozas, hacia la empalizada del fondo de la aldea.
La rapidez y fortaleza de su salvador llenaron de asombro a Jane Clayton. ¿Era posible que Tarzán hubiese sobrevivido al balazo del árabe? Aparte de él, ¿qué otro ser de la jungla podría cargar con el peso de una mujer adulta y transportarlo con tal ligereza? Pronunció su nombre en voz alta, pero no obtuvo respuesta. Pero no renunció a la esperanza.
Ante la empalizada, el animal ni siquiera vaciló. De un solo brinco se encaramó en lo alto, donde permaneció apenas un segundo, antes de dejarse caer por el lado opuesto. Jane Clayton tuvo entonces la certeza casi absoluta de que estaba a salvo en brazos de su marido, y cuando el mono se lanzó a los árboles y se adentró rápidamente por la selva, como Tarzán había hecho tantas veces en el pasado, a la mujer ya no le cupo la más ligera duda de que su suposición era cierta.
A cosa de kilómetro y medio del campamento de los malhechores, en un pequeño calvero iluminado por la luna, el salvador de Jane se detuvo y la depositó en el suelo. Su brusquedad la sorprendió un tanto, pero Jane continuó sin albergar dudas. Volvió a llamarle por su nombre, al mismo tiempo que el simio, irritado por el fastidio de aquellas ropas de tarmangani que le coartaban la libertad de movimientos, se quitó de encima el albornoz y expuso ante los horrorizados ojos de la mujer el espantoso rostro y la peluda forma de un gigantesco antropoide.
Jane Clayton lanzó un lastimero gemido de terror y cayó desmayada, mientras, desde su escondite tras unos matorrales próximos, Numa, el león, contemplaba a la pareja con ojos famélicos y se relamía glotonamente.
Tarzán entró en la tienda de Ahmet Zek e inspeccionó minuciosamente el interior. Hizo pedazos el lecho y esparció por el suelo el contenido de cajas y bolsas. Examinó a conciencia cuanto sus ojos descubrían y su aguda mirada no pasó por alto ni un solo objeto de los que se hallaban en el aposento del jefe de los bandidos. Pero ninguna bolsa ni puñado alguno de piedras de colores recompensó su meticuloso registro.
Convencido finalmente de que sus pertenencias no se encontraban en poder de Ahmet Zek, so pena de que el propio cabecilla árabe las llevase encima, Tarzán decidió poner a buen recaudo a la hembra, antes de continuar con la búsqueda de la bolsa.
Hizo una seña a Chulk, indicándole que le siguiera, y salió de la tienda por el mismo sitio por el que había entrado. Se encaminó con paso decidido en dirección a la choza donde Jane Clayton estaba prisionera.
Observó, no sin sorpresa, la ausencia de Taglat, al que había esperado encontrar aguardándole fuera de la tienda de Ahmet Zek. Sin embargo, acostumbrado como estaba a la inconstancia de los monos, no prestó demasiada atención al abandono de su hosco compañero. En tanto no se entrometiera y pusiera en peligro sus planes, a Tarzán le tenía sin cuidado que estuviera o no estuviera por allí.
Al aproximarse a la choza, el hombre-mono observó que se había concentrado ante la puerta una nutrida multitud. Se dio cuenta de que los individuos que la componían estaban excitadísimos y, temiendo que bajo la mirada de tantos testigos el disfraz de Chulk no resultase todo lo perfecto que sería preciso, ordenó al simio que se retirase al punto más alejado del recinto y le aguardara allí.
Mientras Chulk se alejaba con sus torpes andares, manteniéndose entre las sombras, Tarzán avanzó con desparpajo hacia el alterado grupo arremolinado frente a la puerta de la choza. Se mezcló con los negros y los árabes, a fin de enterarse de la causa de aquella conmoción y, en el interés de su curiosidad, se olvidó de que iba armado con el venablo, el arco y las flechas, lo que podía proyectar sobre él la recelosa atención de los reunidos.
A base de codazos se fue abriendo paso hacia la puerta y casi había llegado a ella, cuando un árabe le puso una mano en el hombro y exclamó:
—¿Quién es este tipo?
Al mismo tiempo, tiró de la capucha y dejó al descubierto el rostro del tarmangani.
A lo largo de toda su vida salvaje, Tarzán de los Monos nunca tuvo por costumbre pararse a discutir con el adversario. El primitivo instinto de conservación dispone de innumerables artimañas y recursos, pero entablar una discusión no es uno de ellos, así que no perdió el tiempo intentando convencer a aquellos bandidos de que él no era un lobo con piel de cordero. Lo que sí hizo, en cambio, fue agarrar por la garganta al sujeto que lo había desenmascarado, apenas había acabado el hombre de pronunciar su grito de alarma. Lo zamarreó en semicírculo, a derecha e izquierda, utilizándolo como arma para mantener a raya a los que se disponían a abalanzarse en masa contra él.
Siguió agitándolo de un lado a otro para abrirse camino rápidamente hasta la puerta y en cuestión de segundos estuvo dentro de la choza. Un apresurado vistazo le reveló la decepcionante circunstancia de que estaba vacía, de igual modo que su sentido del olfato le indicó que flotaba allí una leve emanación de Taglat, el mono. Tarzán emitió un sordo y ominoso gruñido. Los que se agolpaban en el umbral, empujándose unos a otros pero sin atreverse a entrar y apoderarse de él, retrocedieron de súbito cuando hirieron sus oídos las notas de un grito de desafío selvático y brutal. Se miraron entre sí, sorprendidos y consternados. En la choza no había entrado más que un hombre y, sin embargo, lo que acababan de oír allí dentro era el alarido de una fiera salvaje. ¿Qué significaría? ¿Se habría refugiado allí un león o un leopardo, sin que los centinelas se hubiesen dado cuenta? La rápida mirada de Tarzán localizó el boquete abierto en el tejado a través del cual había caído Taglat. Supuso que el mono había entrado o salido por aquel hueco y, mientras los árabes titubeaban, el hombre-mono dio un salto felino hacia allí, sus manos se aferraron a la parte superior de la pared, gateó por el tejado y un instante después se dejaba caer en el suelo por la parte posterior de la choza.