Paso a paso, el árabe obligó a retroceder a su adversario hasta que el caballo de éste a punto estuvo de pisar al hombre-mono. Por último, un tajo tremendo hendió el cráneo del soldado negro, cuyo cadáver cayó hacia atrás, casi encima de Tarzán.
En el mismo instante en que el abisinio abandonó la silla, la posibilidad de huida que representaba aquella cabalgadura sin jinete impulsó al hombre-mono a la acción. Antes de que el caballo tuviese tiempo de reaccionar \1 alejarse de allí, un gigante desnudo había saltado ya a su lomo. Una mano vigorosa cogió las riendas y un sorprendido facineroso árabe se encontró con que un nuevo enemigo ocupaba la silla del que acababa de matar.
Pero ese enemigo no blandía espada y su venablo, su arco y su carcaj de flechas permanecían colgados al hombro. Recuperado de su sorpresa inicial, el árabe se lanzó con el alfanje en alto, dispuesto a aniquilar a aquel petulante desconocido. Dirigió un feroz mandoble a la cabeza del hombre-mono, una cuchillada que se perdió inofensivamente en el aire, porque Tarzán se agachó y el árabe notó en la pierna el roce del caballo enemigo que pasaba junto a él y, una fracción de segundo después, un enorme brazo se ciñó en torno a su cintura y, utilizando como escudo humano a su adversario, el hombre-mono empezó a atravesar a galope tendido las filas de los bandoleros que los rodeaban.
En cuanto los facinerosos quedaron atrás, el árabe se vio arrojado al suelo mientras su extraño enemigo se perdía de vista a través de la pradera, rumbo a la lejana linde del bosque.
La batalla siguió desarrollándose enconada y feroz durante una hora más, hasta que el último abisinio quedó tendido en el suelo o emprendió la huida hacia el norte. Un puñado de hombres logró escapar, Abdul Murak entre ellos.
Los victoriosos bandidos se reunieron en torno a los lingotes de oro que los abisinios habían desenterrado. Aguardaron allí el regreso de su jefe. El júbilo de aquel triunfo se veía un tanto enturbiado por la aparición más bien fugaz de aquel extraño guerrero blanco desnudo que se alejó galopando a lomos del corcel de uno de sus enemigos y que atravesó sus filas cargado con uno de sus compañeros. Comentaban admirados la fuerza sobrehumana del hombre-mono. Casi todos ellos conocían el nombre y la fama de Tarzán y el hecho de que reconocieran en el gigante blanco al implacable enemigo de los malhechores de la selva aumentaba su terror, porque les habían asegurado que Tarzán de los Monos estaba muerto.
Supersticiosos por naturaleza, tenían el absoluto convencimiento de que acababan de ver el alma sin cuerpo del difunto y no cesaban de lanzar inquietas miradas a su alrededor, temerosos de que aquel fantasma volviera de un momento a otro a la escena de la ruina en que convirtieron su hogar durante el reciente asalto. Debatían a base de cuchicheos la probable clase de venganza que aquel espíritu se tomaría sobre ellos al volver allí y encontrarlos en posesión del oro que le pertenecía.
A medida que intercambiaban murmullos su miedo fue aumentando, mientras entre los juncos de la orilla del río un grupo de desnudos guerreros negros espiaba todos sus movimientos. En los altozanos del otro lado del río, aquellos negros habían oído el fragor de la batalla y se deslizaron sigilosamente hasta la ribera, vadearon la corriente, avanzaron entre los juncos y se apostaron en una situación que les permitió observar las actividades de los combatientes.
Los malhechores esperaron el regreso de Ahmet Zek durante media hora, sin que en ningún momento la aparición del fantasma de Tarzán dejase de socavar su lealtad y su temor al cabecilla árabe. Por último, la voz de uno de ellos expresó el deseo que albergaban todos al anunciar que tenía la intención de cabalgar hacia el bosque, en busca de Ahmet Zek. Al instante, todos los demás saltaron a la silla de sus respectivas monturas.
—El oro estará aquí a salvo —exclamó uno de ellos—. Hemos eliminado a todos los abisinios y por estos andurriales no queda nadie que pueda llevárselo. ¡Vayamos en busca de Ahmet Zek!
Instantes después, envueltos en una nube de polvo, los bandidos galopaban como locos por la llanura y de su escondite entre los juncales salió furtivamente una partida de guerreros negros que se dirigieron al punto donde estaban apilados en el suelo los lingotes de oro de Opar.
Werper aún llevaba cierta delantera a Ahmet Zek cuando llegó a la linde de la selva, aunque el árabe, cuya montura era mejor que la del perseguido, iba ganándole terreno. Con el valor temerario que infunde la desesperación, el belga exigía más velocidad a su montura, ya en los angostos confines de la sinuosa vereda de caza por la que galopaban los dos caballos.
Oyó a su espalda la voz de Ahmet Zek, que a gritos le conminaba a detenerse, pero Werper hincó con más fuerza las espuelas en los ijares de su jadeante cabalgadura. A doscientos metros selva adentro, una rama partida yacía atravesada en el camino. Era un obstáculo insignificante por encima del cual un caballo normal hubiese pasado sin darse cuenta siquiera de su existencia, pero el corcel de Werper estaba agotado, el cansancio había cargado de plomo sus patas y cuando la rama se interpuso entre sus cascos delanteros, el pobre animal tropezó, no pudo recuperarse y fue a dar con sus huesos en el suelo, en medio de la senda.
Werper salió despedido por encima de la cabeza de la montura, rodó hacia adelante unos cuantos metros, se puso en pie como Dios le dio a entender y corrió de vuelta hacia la cabalgadura. Cogió las riendas y tiró de ellas para ayudar al animal a levantarse, pero el caballo no quería o no podía incorporarse y, mientras el belga le maldecía y golpeaba, Ahmet Zek apareció a la vista.
Automáticamente, Werper dejó de bregar con la montura caída a sus pies, cogió el rifle, se parapetó tras el cuerpo del caballo y abrió fuego sobre el árabe, que se le acercaba.
La bala, demasiado baja, alcanzó en el pecho a la montura de Ahmet Zek, que se vino abajo a unos cien metros de donde se encontraba Werper aprestándose a efectuar su segundo disparo.
El árabe se fue abajo con su montura y, de pie, a horcajadas sobre ella, al ver la estratégica posición del belga, echó cuerpo a tierra detrás del caballo y no perdió un segundo en imitar el ejemplo de Werper parapetándose detrás del animal.
Y allí se apostaron los dos, disparando alternativamente y maldiciéndose el uno al otro, mientras, por detrás del árabe, Tarzán de los Monos se aproximaba a la periferia del bosque. Al llegar a la primera línea de árboles oyó las detonaciones de los duelistas y optó por dirigirse hacia ellos utilizando la vía más rápida y segura de las ramas de los árboles, en vez de seguir a lomos del semirreventado corcel abisinio, medio de transporte que, desde luego, no le inspiraba la menor confianza.
El hombre-mono se desplazó de árbol en árbol, manteniéndose a un lado del camino, hasta llegar a un punto desde el que podía presenciar con relativa seguridad el intercambio de disparos de los dos contendientes. Por turno, primero uno y luego el otro, asomaban levemente por encima del cuerpo del caballo, apretaban el gatillo y volvían a tenderse presurosos al amparo de su trinchera equina. Recargaban el arma y al cabo de un momento repetían la operación.
A Werper le quedaban pocas municiones. Abdul Murak le había armado precipitadamente, proporcionándole el fusil y los cartuchos que tomó de uno de los abisinios que había caído en la lucha junto a los lingotes. El belga comprobó que no tardaría en haber disparado su última bala y que entonces quedaría a merced del árabe…, un destino que sabía muy bien que iba a ser letal.
Frente a la muerte y a la rapiña de su tesoro, el belga se estrujó el cerebro en busca de algún plan que le permitiera eludir ambas tragedias y lo único que se le ocurrió, aunque su posibilidad de éxito era remota, fue intentar hacer un trato con Ahmet Zek.
Werper había disparado ya todos sus cartuchos, excepto uno, cuando, en una momentánea tregua del tiroteo, gritó una propuesta a su adversario:
—¡Ahmet Zek! Si continuamos con este insensato combate, sólo Alá sabe cuál de nosotros dos dejará hoy los huesos para que se pudran en este camino. Tú deseas el contenido de la bolsa que llevo a la cintura y yo anhelo la vida y la libertad con más intensidad que las joyas. Dejemos, pues, que cada uno de nosotros consiga lo que más desea y separémonos en paz, continuando cada uno por su camino. Depositare la bolsa encima del cuerpo de mi caballo, donde puedas verla y, por tu parte, pondrás el fusil sobre tu montura, con la culata hacia mí. Entonces, yo me iré, dejándote la bolsa y me permitirás marchar sano y salvo. Me conformo con conservar la vida y la libertad.
El árabe reflexionó en silencio durante unos segundos. Luego habló. El hecho de que había disparado ya su última bala influyó decisivamente en su respuesta.
—Sigue, pues, tu camino —rezongó—. Deja la bolsa donde pueda verla y lárgate. Mira, aquí pongo mi rifle, con la culata hacia ti. Vete.
Werper se soltó la bolsa de la cintura. Sus dedos se deslizaron amorosa y dolorosamente por los duros perfiles de las piedras que guardaba. ¡Ah, si pudiera sacar un puñadito de aquellas gemas! Pero Ahmet se había puesto en pie y sus ojos de águila observaban atentamente al belga, sin perderse uno solo de sus movimientos.
Apesadumbrado, Werper depositó la bolsa, sin tocar para nada su contenido, encima del caballo, muerto en el tiroteo, se incorporó, cogió el rifle y se retiró despacio por el sendero, hasta que una curva le ocultó a la vista del vigilante árabe.
Ni siquiera entonces se adelantó Ahmet Zek, receloso de que todo aquello fuese una maniobra traicionera de la que a él mismo se le hubiera podido acusar, puesto que en circunstancias similares él habría urdido alguna treta turbia. Sus sospechas, por otra parte, no carecían de base, ya que el belga, en cuanto se encontró fuera del radio visual de Ahmet Zek, se apresuró a apostarse detrás del tronco de un árbol, en un punto desde el que veía el caballo muerto y la bolsa colocada encima de cadáver. Werper se echó el rifle a la cara y apuntó hacia el lugar por el que tendría que aparecer el árabe cuando se adelantase para hacerse cargo de la bolsa.
Pero Ahmet Zek no era tan insensato como para exponerse a caer víctima de un ladrón y asesino cuyo honor estaba por los suelos. Tomó el rifle, abandonó el camino, se adentró en la enmarañada espesura y, a gatas, avanzó en paralelo a la senda. En ningún instante quedó su cuerpo expuesto al fusil del escondido asesino.
El árabe avanzó así hasta situarse a la altura del caballo muerto de su enemigo. La bolsa estaba allí, a la vista, mientras a escasa distancia, al otro lado del sendero, Werper aguardaba consumido por una creciente impaciencia y nerviosismo, mientras se preguntaba por qué no iba el árabe a recoger su recompensa.
En aquel momento vio asomar repentina y misteriosamente el cañón de un rifle a unos cuantos centímetros por encima de la bolsa y, antes de que llegase a comprender la astuta treta del árabe, el punto de mira del arma fue a engancharse diestramente en el lazo de cuero que cerraba la bolsa y ésta desapareció, vista y no vista, entre el denso follaje que bordeaba el camino.
Ni por un instante quedó al descubierto un solo centímetro cuadrado del cuerpo del bandido y Werper no estaba dispuesto a disparar el último proyectil que le quedaba sin tener a su favor todas las probabilidades de que el tiro iba a ser certero.
Ahmet Zek soltó una risita entre dientes, al tiempo que retrocedía unos pasos hacia el interior de la selva. Estaba tan seguro de que Werper andaba emboscado por allí cerca como si sus ojos pudieran atravesar la floresta y ver al belga al acecho, con el dedo curvado sobre el gatillo, oculto detrás del tronco de un árbol gigante.
Werper no se atrevía a dar un paso hacia adelante y su codicia tampoco le permitía retirarse, de modo que permaneció quieto donde estaba, con el rifle dispuesto en las manos y los ojos clavados en el sendero, mirándolo con intensidad felina.
Pero otro personaje había visto y reconocido la bolsa. Alguien que avanzaba en paralelo a Ahmet Zek, por encima del árabe, tan silencioso e indefectible como la propia muerte. Y cuando el árabe llegó a un paraje en el que los matorrales eran menos densos y se dispuso a recrearse la vista contemplando el contenido de la bolsa, Tarzán se detuvo directamente encima de él, con idéntica intención en el ánimo.
Al tiempo que se humedecía los delgados labios con la lengua, Ahmet Zek desató las cintas de cuero que cerraban la boca de la bolsa, ahuecó una mano que parecía una garra y derramó en la palma una parte del contenido.
Lanzó una sola mirada a las piedras que le cayeron en el hueco de la mano. Entornó los párpados, una maldición brotó de sus labios y arrojó desdeñosamente contra el suelo aquellos guijarros. Vació con rapidez el resto del contenido y cuando hubo examinado una por una todas las piedras, que a continuación tiraba al suelo y pisoteaba con furia, su cólera alcanzó tal grado que el rostro parecía más el de un demonio frenético que el de una persona, mientras apretaba los puños con tal fuerza que las uñas se le clavaron en la carne.
Desde su altura, Tarzán le contempló asombrado. Sentía una enorme curiosidad, deseaba enterarse del motivo por el cual habían organizado todo aquel jaleo a cuenta de su bolsa. Experimentaba cierto interés por comprobar qué haría el árabe cuando el otro se hubiera alejado, dejando la bolsa tras de sí. Una vez satisfecho ese interés, saltaría sobre Ahmet Zek y le arrebataría la bolsa y las bonitas piedras, ya que ¿no eran de Tarzán?
Observó que el árabe tiraba la bolsa vacía, para agarrar después el fusil por el cañón, a guisa de porra, y deslizarse sigilosamente por la jungla, a lo largo del camino en la dirección por la que Werper se había retirado.
Cuando el hombre se perdió de vista, Tarzán se descolgó hasta el suelo y se dispuso a recoger el disperso contenido de la bolsa. En cuanto echó una mirada de cerca al primer guijarro comprendió la furia del árabe, porque en vez de las gemas relucientes y centelleantes que habían llamado y retenido la atención del hombre-mono, la bolsa no contenía ahora más que una colección de vulgares cantos rodados del río.
JANE CLAYTON Y LAS FIERAS DE LA JUNGLA
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RAS CULMINAR con éxito su huida hacia la libertad, Mugambi tuvo que superar una mala racha. Su fuga le había llevado a un territorio que le era desconocido, una región selvática en la que no lograba encontrar agua y donde la comida era escasa, de forma que al cabo de varias jornadas de vagar sin rumbo fijo, se encontró tan reducido de fuerzas que a duras penas podía arrastrarse.