Tarzán y las joyas de Opar (28 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Interrumpió su travesía de la llanura al avistar un pequeño rebaño de antílopes en una hondonada, donde la dirección del viento y la topografía del terreno se aliaron para facilitarle el acecho. Una pieza joven y bien cebada recompensó media hora de observación subrepticia y un ataque repentino y salvaje. La tarde había avanzado mucho cuando el hombre-mono se sentó en cuclillas junto al antílope recién cobrado y se dispuso a disfrutar del producto de su astucia, habilidad y fuerza física.

Saciada el hambre, la sed reclamó su atención. Le atrajo el río con sus aguas refrescantes y a él se dirigió por el camino más corto. Y cuando hubo bebido cuanto le pedía el cuerpo, ya reinaba la oscuridad de la noche y él se encontraba a cosa de un kilómetro, corriente abajo, del punto donde había visto los lingotes de oro y donde esperaba encontrar el recuerdo de la mujer o descubrir alguna pista que le indicase su paradero o su identidad.

Para quienes se han criado en la selva, el tiempo suele ser cosa secundaria y las prisas resultan algo indigno de tenerse en cuenta, salvo cuando las engendran el terror, la furia o el hambre. La jornada había concluido. Por lo tanto, era cuestión de suspender toda actividad. Al día siguiente, el primero de la infinita sucesión de ellos que se prolongaban ante él, Tarzán continuaría su investigación. Además, el hombre-mono estaba cansado y quería dormir.

Un árbol le procuró la seguridad, el aislamiento y las comodidades propias de un bien acomodado dormitorio y, arrullado por el coro de los depredadores y víctimas que llegaba desde el río, no tardó en quedarse profundamente dormido.

La mañana siguiente le sorprendió hambriento y sediento de nuevo, así que bajó del árbol y se dirigió al abrevadero de la orilla del río. Se encontró allí con que Numa, el león, se le había adelantado. El enorme felino bebía ávidamente a base de lengüetazos y al oír a Tarzán acercarse por su retaguardia, levantó la melenuda cabeza y lanzó al intruso una mirada fulminante. De su garganta brotó un gruñido de advertencia, pero Tarzán dio por supuesto que el animal acababa de separarse de la pieza que había cazado y que tendría el estómago lleno. De forma que el hombre-mono se limitó a desviarse ligeramente y continuar hacia el río, en cuya ribera se detuvo a unos metros por encima del rojizo felino, donde se puso a gatas y hundió el rostro en el agua fresca. El león siguió observando al recién llegado durante unos segundos, al cabo de los cuales volvió a su tarea de echarse agua al coleto. Hombre y bestia calmaron la sed, a escasa distancia entre sí, cada uno de ellos aparentemente ajeno a la presencia del otro.

Numa fue el primero en darse por satisfecho. Alzó la cabeza y durante unos minutos contempló la orilla opuesta del río con la atenta e inconmovible atención característica de los de su especie. A no ser por la leve agitación ondulante que el viento imprimía a su endrina melena se le hubiera podido tomar por una figura esculpida en bronce dorado, tan inmóvil, tan estatuaria era su pose.

Pero esa idea la disipó el sordo y profundo suspiro que dejaron escapar sus cavernosos pulmones. La formidable cabeza giró lentamente hasta que las amarillas pupilas se clavaron en el hombre. Se le erizaron los bigotes al tiempo que los labios se contraían hacia arriba para enseñar los colmillos color de azufre. Otro gruñido de advertencia vibró entre sus poderosas mandíbulas y el rey de las fieras dio media vuelta y con majestuosos andares se alejó despacio por el camino y se adentró en la espesura de los juncos.

Tarzán de los Monos continuó bebiendo, aunque también siguió vigilando con el rabillo del ojo la marcha del felino hasta que el animal se perdió de vista. Incluso después, los agudos oídos se mantuvieron a la escucha de los movimientos del carnívoro.

Tras un frugal desayuno compuesto por unos huevos que había encontrado por casualidad, el hombre-mono se dio un chapuzón y luego reanudó su camino río arriba, hacia las ruinas de la casa junto a la que estaba el montón de oro que constituyó el eje de la batalla del día anterior.

Enormes fueron su sorpresa y su consternación, sin embargo, cuando llegó al lugar, porque el metal amarillo había desaparecido. Pisoteado por los pies de los hombres y los cascos de los caballos, el suelo no ofrecía rastro alguno. Era como si los lingotes se hubieran disuelto en el aire.

El hombre-mono se quedó absolutamente desconcertado, sin saber qué hacer ni a dónde dirigirse. No había indicio alguno revelador de que la mujer hubiese estado allí. El metal había desaparecido y si existía alguna relación entre él y la mujer parecía inútil esperar a esta última, puesto que se habían llevado el oro a otra parte.

Todo parecía rehuirle: las piedras de colores, el metal amarillo, la hembra, la memoria. Tarzán se sintió contrariado. Volvería a la selva y buscaría a Chulk. Así que dirigió sus pasos de nuevo hacia el bosque. Avanzó presuroso, recorriendo la planicie a paso ligero, con largas y sueltas zancadas. Al llegar a la jungla se desplazó por las ramas de los árboles con la agilidad y rapidez de un mono pequeño.

Iba sin rumbo fijo, simplemente corría por la selva, de un lado para otro, sin más urgencia que la de disfrutar a sus anchas, alegremente, de aquel poder moverse sin trabas y con el incentivo secundario que representaba la esperanza de tropezarse con el rastro de Chulk o de la hembra.

Vagó por la jungla durante dos días, sin hacer otra cosa que cazar, comer, beber y dormir allí donde el deseo y la ocasión de satisfacerlo se presentaban simultáneamente. En la mañana del tercer día, el aire llevó hasta su olfato débiles efluvios de hombre y caballo. Automáticamente, Tarzán alteró el curso de su silencioso deslizarse entre las ramas y se dirigió hacia el lugar de donde procedían aquellos olores.

No tardó en localizar a un jinete solitario que cabalgaba rumbo al este. Sus ojos confirmaron instantáneamente lo que su nariz ya había supuesto con anterioridad: el jinete era el individuo que le había robado las piedras bonitas. La luz de la cólera fulguró de pronto en las pupilas grises del hombre-mono. Descendió velozmente hacia las ramas bajas hasta situarse directamente encima del desprevenido Werper.

Un celérico salto y el belga notó que un cuerpo pesado acababa de caer en la grupa de su aterrorizada montura. El caballo resopló y dio una brusca sacudida hacia adelante. Unos brazos gigantescos rodearon al jinete, que en un abrir y cerrar de ojos se vio arrastrado fuera de la silla y se encontró tendido en el estrecho camino, con un gigante blanco arrodillado encima del pecho.

Una sola ojeada al rostro del asaltante le bastó a Werper para reconocerlo, y la lividez del miedo se extendió por sus facciones. Unos dedos fuertes se le aferraron a la garganta, unos dedos de acero. Intentó chillar, suplicar que se le perdonase la vida, pero aquellos dedos crueles se negaron a permitirle articular palabra, del mismo modo que le negaban la posibilidad de seguir viviendo.

—¡Las piedras bonitas! —gritó el hombre asentado sobre el pecho de Werper—. ¿Qué hiciste con mis piedras bonitas… con las piedras bonitas de Tarzán?

Los dedos aflojaron la presa ligeramente para que el belga pudiese contestar. Durante un momento, lo único que pudo hacer Werper fue jadear y toser… Por último, recuperó la facultad de hablar.

—Ahmet Zek, el árabe, me las quitó —dijo—. Me obligó a entregarle la bolsa y las piedras.

—Eso ya lo vi —replicó Tarzán—, pero las piedras de la bolsa no eran las piedras de Tarzán… Sólo eran guijarros de los que están llenos el fondo y las orillas de los ríos. El árabe no las quiso, sino que las arrojó al suelo, con rabia, en cuanto las vio. Lo que quiero son mis piedras bonitas… ¿Dónde están?

No lo sé, no lo sé —gritó Werper—. Se las di a Ahmet Zek porque de no entregárselas me habría matado. Después de dárselas, me siguió por el camino, dispuesto a liquidarme, a pesar de que había prometido que no me molestaría, pero disparé y acabé con su vida. Sin embargo, no llevaba encima la bolsa, porque le registré y luego la estuve buscando durante un buen rato por los alrededores, en la selva, y no la encontré.

—Yo sí que la encontré, ya te digo —rezongó Tarzán—. Y también encontré las piedras que Ahmet Zek tiró disgustado. No eran las piedras de Tarzán. ¡Tú las has escondido! Dime dónde están, si no quieres que te mate.

Los bronceados dedos del hombre-mono apretaron un poco más la garganta de su víctima.

Werper forcejeó para liberarse.

—¡Dios mío, lord Greystoke! —consiguió chillar—. ¡No será capaz de cometer un asesinato por un puñado de guijarros!

Los dedos que ceñían la garganta aflojaron la presa y una expresión de perplejidad, algo distante, suavizó las grises pupilas.

—¡Lord Greystoke! —repitió el hombre-mono—. ¡Lord Greystoke! ¿Quién es lord Greystoke? ¿Dónde he oído antes ese nombre?

—¡Pero si lord Greystoke es usted! —exclamó el belga—. Sufrió una herida en la cabeza al caerle encima una roca cuando se produjo el terremoto que derrumbó el techo del pasaje subterráneo que conducía a la cámara de la que usted y sus negros waziris sacaron los lingotes de oro para transportarlos a su casa. El golpe le hizo perder la memoria. Usted es John Clayton, lord Greystoke… ¿no lo recuerda?

—¡John Clayton, lord Greystoke! —repitió Tarzán.

Se quedó silencioso. Con ademán vacilante se llevó la mano a la frente, una expresión de asombro apareció en sus ojos… de asombro y de repentina comprensión. Aquel nombre olvidado acababa de despertar una memoria que últimamente se había estado esforzando, sin conseguirlo, en salir del todo a la superficie. El hombre-mono soltó la presa de la garganta de Werper y se puso en pie de un salto.

—¡Santo Dios! —exclamó, y a continuación—: ¡Jane! —Se encaró bruscamente con Albert Werper y le preguntó—: ¿Y mi esposa? ¿Qué ha sido de ella? La granja está asolada. Lo sabes. Has tenido algo que ver en ello. Me seguiste a Opar, me robaste las joyas que yo creía que no eran más que piedras bonitas. ¡Eres un ladrón! ¡Ni se te ocurra negarlo!

—Es algo peor que un ladrón —terció en aquel momento una voz tranquila, que sonaba muy cerca de ellos, a su espalda.

Atónito, Tarzán giró rápidamente sobre sus talones y vio a un hombre alto, vestido de uniforme, plantado en el camino a unos pasos de él. Detrás del hombre se encontraba cierto número de soldados negros, con el uniforme del Estado Libre del Congo.

—Es un asesino, monsieur —continuó el oficial—. Llevo mucho tiempo siguiéndole la pista, para arrestarlo y regresar con él, a fin de que le juzguen por la muerte de su oficial superior.

Werper se había puesto en pie y, pálido y tembloroso, contemplaba el destino que llegaba a alcanzarle incluso en la espesura de aquella selva laberíntica. Instintivamente, dio media vuelta para huir, pero Tarzán de los Monos alargó el brazo y una mano de hierro cayó sobre el hombro del belga.

¡Aguarda un momento! —dijo el hombre-mono a su prisionero—. Este caballero quiere hacerse cargo de ti, lo mismo que yo. Cuando haya acabado contigo, puede quedársete. Dime qué ha sido de mi esposa.

El oficial belga contemplaba con gran curiosidad a aquel gigante blanco desnudo. Tuvo conciencia del extraño contraste que existía entre lo primitivo de su atavío y sus armas y la fluidez y soltura con que se expresaba en correcto francés. Lo primero denotaba un nivel de lo más bajo, lo segundo un tipo de cultura de lo más alto. No le era posible determinar con exactitud el estatus social de aquella extraña criatura, pero lo que sí sabía era que no le gustaba nada la arrogante seguridad con que aquel individuo pretendía establecer el momento en que él podía hacerse cargo del prisionero.

—Perdone —articuló, al tiempo que avanzaba unos pasos y posaba la mano sobre el hombro de Werper—, pero este individuo es mi prisionero y ha de acompañarme.

—Cuando yo haya terminado con él —replicó Tarzán en tono tranquilo.

El oficial hizo una seña a los soldados que se encontraban tras él en el camino. Una compañía de negros uniformados se adelantó con rápida precisión y rodearon al hombre-mono y a su prisionero.

—Tanto la ley como la fuerza están de mi parte, lo que me permite cumplir esta misión —anunció el oficial—. Tengamos la fiesta en paz. Si alimenta algún agravio que este hombre deba reparar, puede usted volver conmigo y presentar su acusación ante un tribunal competente, de acuerdo con las normas jurídicas preceptivas.

—Sus derechos legales no están precisamente por encima de toda sospecha, amigo mío —replicó Tarzán—, y su poder para hacer cumplir sus órdenes por la fuerza es sólo aparente, no real. Se ha tomado la osada libertad de irrumpir en territorio británico con una fuerza armada. ¿Qué derecho le asiste para perpetrar esta invasión? ¿Dónde están los documentos de extradición que le den atribuciones para arrestar a este hombre? ¿Y qué garantías tiene usted de que yo no disponga de una fuerza armada que pueda rodearle e impedir su regreso al Estado Libre del Congo?

El oficial belga perdió los estribos.

—Malditas las ganas que tengo de ponerme a discutir con un salvaje desnudo —declaró—. Si no quiere salir con las manos en la cabeza, vale más que no se mezcle en esto. ¡Sargento, arreste al prisionero!

Werper acercó los labios al oído de Tarzán.

—Si me saca de ésta, le llevaré al lugar donde anoche vi por última vez a su esposa —le susurró—. En este preciso instante no debe de andar muy lejos de allí.

Obedeciendo las órdenes del sargento, los soldados se acercaron para detener a Werper. Tarzán cogió a éste por la cintura, se lo puso bajo el brazo, como si fuera un saco de harina, y se precipitó hacia adelante para intentar romper el cerco de las tropas. Su puño derecho se estrelló de lleno en la mandíbula del soldado que tenía más cerca, el cual salió despedido hacia atrás, contra sus compañeros. Arrancó los fusiles de quienes se oponían a su paso y, ante aquel furibundo hombre-mono que luchaba por su libertad, los soldados fueron cayendo a derecha e izquierda.

El cerco de negros era tan nutrido y denso que ninguno de ellos se atrevía a disparar por temor a abatir a alguno de sus camaradas y Tarzán estaba a punto de atravesar la última línea de aquel cinturón e introducirse en el espeso dédalo vegetal de la selva cuando uno de los soldados se llegó a él por detrás y, con el rifle a guisa de estaca, le asestó un tremendo culatazo en la cabeza.

El hombre-mono se desplomó contra el suelo y, en el acto, una docena de soldados negros se le echaron encima. Al recuperar el conocimiento se encontró sólidamente maniatado, lo mismo que Werper. El oficial belga, al ver sus esfuerzos coronados por el éxito, estaba de un humor exultante y con una tremenda tendencia a mofarse de sus prisioneros, vanagloriándose de lo fácil que le había resultado capturarlos. Pero sus gracias no arrancaron respuesta alguna a Tarzán de los Monos. Werper, sin embargo, no se recató de protestar. Explicó que Tarzán era un lord inglés, palabras que provocaron una sonora carcajada por parte del oficial belga, que aconsejó al prisionero que ahorrase saliva y aliento para defenderse ante el tribunal.

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