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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y las joyas de Opar (19 page)

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Aquellos dos monos, pues, serían los compañeros de Tarzán en su incursión al campamento de Ahmet Zek. Cuando se pusieron en marcha, el resto de los integrantes de la tribu se limitó a lanzarles una simple mirada de despedida y reanudaron la mucho más importante tarea de buscarse alimento.

A Tarzán le costó un trabajo ímprobo conseguir que el objetivo de aquella aventura permaneciese más o menos fijo en el cerebro de sus acompañantes, porque a los monos les resulta poco menos que imposible concentrarse mentalmente en algo durante un tiempo prolongado. Emprender un viaje con un objetivo preciso es una cosa; mantener ese objetivo en la cabeza de un modo constante es otra muy distinta. Por el camino, ¡hay tantas cosas que le llaman la atención y le distraen a uno!

Al principio, Chulk se mostró partidario de avanzar lo más deprisa posible, como si la aldea de los bandidos se encontrara a una hora y no a varias jornadas de marcha; pero al cabo de unos minutos un árbol caído despertó su interés: era una promesa de ricos y suculentos bocados aguardando bajo su corteza. Y cuando Tarzán, al echarlo de menos, volvió en su busca, encontró a Chulk sentado en cuclillas junto al podrido tronco, entusiásticamente entregado a la tarea de extraer los gusanos y escarabajos que constituyen una parte considerable de la dieta alimenticia de los monos.

A no ser que quisiera enzarzarse en una pelea, lo único que podía hacer Tarzán en tal situación era esperar a que Chulk agotase las existencias de aquella despensa, de forma que eso fue lo que hizo… para encontrarse entonces con que había desaparecido Taglat. Tras una búsqueda que se prolongó lo suyo, acabó por localizar al digno caballero, que se lo pasaba en grande con los sufrimientos de un roedor herido, sobre el que había puesto su enorme planta. El simio permanecía quieto, parecía mirar hacia otro lado, con aparente indiferencia, mientras el lisiado animalito se debatía y trataba penosamente de alejarse de él. Y justo cuando la pobre víctima creía haberse zafado de la presa y estaba segura de escapar, la gigantesca palma del mono se abatía contra el aspirante a fugitivo. La misma operación se repitió una y otra vez, hasta que, cansado de aquel deporte, el mono decidió dar por terminado el suplicio de su juguete y se lo zampó.

Tales eran las irritantes causas por las que el camino de vuelta de Tarzán a la aldea de Ahmet Zek se retrasaba tanto. Pero el hombre-mono recurría a la paciencia porque para realizar el plan que había ideado necesitaba la colaboración de Chulk y Taglat, una vez llegaran a su destino.

No siempre era fácil conseguir que los titubeantes cerebros de los antropoides mantuvieran un interés continuo en la aventura. Chulk empezaba a hartarse de aquella marcha permanente y de la poca frecuencia y brevedad de los períodos de descanso. Hubiera abandonado la empresa encantado de no ser porque Tarzán no paraba de llenarle la cabeza de sugestivas imágenes de las surtidísimas despensas repletas de alimentos que encontrarían en el poblado de los tarmanganis.

Taglat seguía alimentando su secreto designio con más perseverancia de la que era lógico esperar en un simio; sin embargo, en diversas ocasiones también habría abandonado gustosamente la aventura si Tarzán no le hubiese puesto los dientes largos, engatusándole para que siguiera adelante.

A media tarde de un bochornoso día tropical, los agudos sentidos de cada uno de los tres les anunciaron la proximidad del campamento árabe. Se acercaron sigilosamente, manteniéndose en la enmarañada espesura de la selva. La densa vegetación proporcionaba amplio
camuflaje
a aquellos seres que tan a fondo conocían la selva.

Encabezaba la marcha el gigante blanco, en cuya tersa y bronceada piel relucían el sudor consecuencia de los esfuerzos realizados en los tórridos confines de la jungla. Tras él se desplazaban Chulk y Taglat, grotescas e hirsutas caricaturas de su jefe, semejante a un dios.

Avanzaron en silencio hasta el borde del calvero que rodeaba la empalizada, donde saltaron a las ramas bajas de un árbol gigantesco desde el que se dominaba la aldea ocupada por el enemigo: era la mejor atalaya para espiar las idas y venidas de los del poblado.

Un jinete vestido con blanco albornoz salió a caballo por la puerta de la aldea. Tarzán les susurró a Chulk y Taglat que no se movieran de donde estaban y, como un simio, se trasladó a través de las enramadas hacia la senda por la que cabalgaba el árabe. De un gigante de la selva saltaba al próximo, con la agilidad de una ardilla y tan silenciosamente como un fantasma.

El árabe marchaba sin prisas, ajeno al peligro que se le acercaba por retaguardia, a través de los árboles. El hombre-mono dio un ligero rodeo y aumentó la velocidad hasta llegar a un punto del camino, por delante del árabe. Se detuvo allí, en la rama de un árbol frondoso que sobresalía por encima del estrecho sendero de la selva. La víctima se acercó; tarareaba una exótica canción del gran desierto de la región del norte. Por encima del árabe acechaba la fiera salvaje erigida en destructora de vidas humanas, la misma criatura que pocos meses antes ocupaba un escaño en la Cámara de los Lores y era todo un respetado y distinguido miembro de esa augusta institución.

El árabe pasaba por debajo de la rama extendida sobre él, un leve susurro se produjo entre las hojas, el caballo relinchó y se encabritó en el momento en que un ser de piel atezada cayó encima de su grupa. Un par de brazos poderosos se ciñeron alrededor del árabe; el cual se vio arrastrado fuera de la silla y fue a parar al suelo.

Diez minutos después, llevando bajo el brazo el hato formado por las prendas exteriores del árabe, el hombre-mono se reunió con sus compañeros. Les enseñó sus trofeos, al tiempo que les explicaba en su lenguaje de términos guturales los detalles de su proeza. Chulk y Taglat acariciaron las telas, las olfatearon y les aplicaron el oído para escucharlas.

Tarzán los condujo luego a través de la espesura hasta la senda, donde los tres se escondieron y aguardaron. No tuvieron que esperar mucho antes de ver a dos de los indígenas de Ahmet Zek, ataviados con ropas similares a las que vestía su jefe, que marchaban a pie por el camino, de regreso al campamento.

Iban charlando y riendo entre sí, felices y contentos, cuando, de pronto, tres potentes máquinas de destrucción se precipitaron sobre ellos y, en cuestión de segundos, los dos negros quedaron reducidos a la condición de cadáveres tendidos en el suelo. Tarzán les quitó la ropa de encima, como había hecho en el caso de su primera víctima, y se retiró con Chulk y Taglat al más aislado escondite que brindaba el árbol que habían elegido antes.

El hombre-mono vistió con aquellas prendas a sus peludos compañeros, se puso él también las que le correspondían, y cualquiera que los viese de lejos los tomaría por tres silenciosos árabes vestidos de blanco sentados en las ramas de un árbol.

Permanecieron allí hasta que oscureció, porque desde aquella atalaya Tarzán podía observar todo el recinto interior de la empalizada. Determinó la situación de la choza en la que su olfato percibió el olor de la hembra que buscaba. Vio que de pie ante la puerta montaban guardia dos centinelas y localizó la tienda de Ahmet Zek, en la que una especie de corazonada le indicó que era muy posible que encontrase la bolsa perdida y las piedras que contenía.

Al principio, Chulk y Taglat se mostraron interesadísimos en sus ropas de fantasía. Acariciaron la tela, la olfatearon y se miraban el uno al otro con grandes muestras de satisfacción y orgullo. Chulk, que a su modo no dejaba de tener cierto sentido del humor, estiró su largo brazo peludo, cogió la capucha del albornoz de Taglat y tiró hacia abajo del borde inferior, cubriéndole los ojos y dejándole a oscuras, como si utilizase un apagavelas.

Pesimista por naturaleza, al mono mayor la broma no le hizo maldita la gracia. Los demás animales sólo le ponían las zarpas encima por dos motivos: para buscar pulgas o para atacarle. Echarle sobre los ojos aquella cosa que apestaba a tarmangani no podía ser para lo primero, por lo tanto tenía que ser para lo segundo. ¡Era un ataque!
¡Chulk
le atacaba!

Soltó un rugido y se abalanzó sobre la garganta del otro simio, sin molestarse siquiera en levantar aquel velo de lana que le oscurecía la visión. Tarzán saltó hacia la pareja y la trapatiesta que se organizó en la inseguridad de la rama, entre balanceos e intentos fallidos de conservar el equilibrio, acabó con los grandes animales en el suelo, donde continuaron con sus golpes e insultos hasta que por fin consiguió el hombre-mono separar a los dos enfurecidos antropoides.

Como quiera que estos salvajes progenitores del hombre no tienen idea de lo que son excusas y las explicaciones suelen ser fruto de un laborioso proceso, generalmente inútil, Tarzán tendió un puente sobre el peligroso abismo distrayendo la atención de los dos simios, desviándola de su conflicto particular y proyectándola sobre el tema de los planes para el futuro inmediato. Acostumbrados a la gresca frecuente, en la que más que derramar sangre se arrancan pelos, los simios olvidan con celérica rapidez tan triviales pugnas, y en el caso de la de Chulk y Taglat, no tardaron en estar pacífica y amistosamente sentados uno junto a otro, descansando tranquilos a la espera de que Tarzán los condujera al interior del poblado de los tarmanganis.

Hacía bastante rato que la oscuridad se había enseñoreado del lugar cuando Tarzán llevó a sus compañeros de su escondite en el árbol al suelo y luego, rodeando la empalizada, al lado contrario de la aldea.

Con los faldones del albornoz recogidos bajo el brazo para que las piernas tuviesen libertad de movimiento, el hombre-mono emprendió una corta carrerilla y gateó hacia la parte superior de la muralla de postes. Temiéndose que los monos se dejaran la ropa hecha unos zorros si llevaban a cabo una tentativa análoga, les indicó que esperasen abajo y, cuando estuvo firmemente asegurado en lo alto de la empalizada, se soltó el venablo y tendió un extremo del mismo hacia Chulk.

El mono lo agarró y, mientras Tarzán sostenía con fuerza la punta superior, el antropoide ascendió rápidamente agarrado al astil hasta que una de sus manos se aferró al borde superior de la estacada. Trepar hasta situarse junto a Tarzán fue cosa de un instante. Taglat llegó junto a ellos de manera similar y un momento después el trío descendía silenciosamente dentro del recinto.

Tarzán los condujo primero a la parte posterior de la choza en la que habían recluido a Jane, donde, a través del chapuceramente reparado boquete de la pared, trató de descubrir, mediante su sensible pituitaria, la evidencia de que la mujer a la que había ido a buscar se encontraba dentro.

Pegados los peludos rostros a la pared, muy cerca del de Tarzán, Chulk y Taglat olfatearon lo mismo que él. Cada uno de ellos percibió el olor de la mujer y cada uno de ellos reaccionó conforme a su temperamento y a su habitual forma de pensar.

Chulk con absoluta indiferencia. La hembra era para Tarzán, todo lo que él, Chulk, deseaba era hundir el hocico en la despensa de los tarmangani. Había ido allí a atiborrarse de comida sin trabajar lo más mínimo. Tarzán le había dicho que recibiría su recompensa y con eso se sentía satisfecho.

Pero Taglat entrecerró sus perversos y sanguinolentos ojillos al comprender que se acercaba la hora de cumplir el plan que tan cuidadosamente ocultaba en la cabeza. Cierto que a veces, en el curso de los días transcurridos desde que emprendieron la expedición, a Taglat le había resultado difícil mantener en el cerebro aquella idea, y que en no pocas ocasiones se olvidó de ella por completo, hasta que Tarzán se la recordaba al pronunciar por casualidad alguna palabra determinada, pero, para ser un mono, Taglat se las había arreglado bastante bien en aquel asunto.

Ahora se relamió y chasqueó los morros, produciendo con ellos un ruido como si succionara aire.

Satisfecho al comprobar que la mujer estaba donde él había esperado que estuviera, Tarzán condujo a los monos hacia la tienda de Ahmet Zek. Un árabe y dos esclavos que pasaban por allí cerca los vieron, pero la noche era oscura y los albornoces blancos ocultaban las peludas extremidades de los simios y la gigantesca figura de su jefe, de modo que los tres, que se sentaron en cuclillas como si estuvieran charlando tranquilamente, pasaron por habitantes de la aldea y no despertaron sospechas. Llegaron a la parte posterior de la tienda. Dentro, Ahmet Zek conversaba con varios de sus lugartenientes. Fuera, Tarzán escuchó.

Tras él se desplazaban Chulk y Taglat…

CAPÍTULO XVII

JANE CLAYTON EN PELIGRO DE MUERTE

A
L IMAGINARSE el destino que podía aguardarle en Addis-Abeba, un pánico cerval tomó posesión del ánimo del teniente Albert Werper, que empezó a devanarse las meninges para idear algún plan de fuga. Lo malo era que, en vista de que el negro Mugambi había eludido la vigilancia de los abisinios, éstos redoblaron sus medidas de precaución para evitar que Werper siguiera el ejemplo del indígena.

Durante algún tiempo, Werper jugueteó con la idea de sobornar a Abdul Murak ofreciéndole una parte del contenido de la bolsa, pero no tardó en temerse que el hombre decidiera quedarse con todas las joyas, estipulando que tal era el precio que exigía a cambio de la libertad del belga. Así que éste, influido por la codicia, intentó encontrar otra solución al problema.

Entonces se le ocurrió la posibilidad de salirse con la suya siguiendo un camino distinto, que le permitiría seguir conservando las piedras preciosas al tiempo que colmaría la avaricia del abisinio con el convencimiento de que había conseguido todo lo que Werper podía ofrecer.

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