Acomodado en la seguridad de la rama del árbol, Tarzán mordisqueaba un hueso de una de las patas de
Hora
, el jabalí, a la espera de que se le presentase una ocasión favorable para colarse en la aldea. Pasó un buen rato royendo los prominentes y redondeados extremos del hueso, astillándolo entre sus fuertes mandíbulas para sorber el delicioso tuétano de su interior. Al mismo tiempo, no dejaba de lanzar repetidas miradas al interior de la aldea. Veía figuras vestidas de blanco y negros que pululaban por allí medio desnudos, pero ni por casualidad vio a nadie que se pareciera al ladrón de sus gemas.
Aguardó pacientemente hasta que las calles estuvieron desiertas por completo, a excepción de los centinelas que montaban guardia en las puertas del poblado. Entonces se dejó caer ágilmente en el suelo, dio un rodeo hasta situarse en el lado opuesto de la aldea y se acercó a la empalizada.
Llevaba colgada del cinto una larga cuerda de cuero crudo, versión natural, bastante mejorada y mucho más segura, de la cuerda de hierbas trenzadas de su juventud. La desenrolló, desplegó el lazo encima del suelo, a su espalda, y con rápido movimiento de muñeca lanzó el nudo corredizo hacia el picudo extremo de uno de los palos que sobresalían en lo alto de la estacada.
Apretó el lazo alrededor del poste, tensó la cuerda para probar si había cogido bien y, agarrándose a ella alternativamente con una y otra mano, trepó ágilmente por la pared vertical. Una vez arriba, apenas necesitó unos segundos para recoger la cuerda, enrollarla y colgársela a la cintura. Lanzó un vistazo al interior de la empalizada y, convencido de que nadie estaba al acecho debajo de él, se deslizó suavemente hasta el suelo.
Ya estaba dentro del poblado. Ante él se extendían hileras de tiendas y chozas de indígenas. La tarea de explorar todas y cada una de ellas estaría erizada de peligros; pero el peligro era un elemento natural en su vida cotidiana… A Tarzán no le inquietaba lo más mínimo. Más bien le seducían esas posibilidades de riesgo, jugar a vida o muerte, oponer su habilidad, sus facultades y su valor a los de un antagonista digno.
No sería preciso entrar en cada una de aquellas viviendas, le bastaría aplicar el olfato al hueco de una puerta, de una ventana o de una simple hendidura para averiguar si la pieza que perseguía estaba o no allí dentro. Fue sufriendo desencanto tras desencanto en rápida sucesión durante un buen rato. El rastro del belga no se percibía por allí en ninguna parte. Pero llegó por fin a una tienda en la que el olor del fugitivo era intenso. Tarzán aguzó el oído, casi pegada la oreja a la lona de la parte trasera de la tienda, pero no le llegó sonido alguno del interior.
Al final, cortó unas de las cuerdas que sujetaban la tienda, levantó el borde inferior de la lona e introdujo la cabeza dentro de la tienda. Todo era quietud y oscuridad. Se arrastró cautelosamente al interior: el olor del belga era fuerte, pero no era el olor de alguien que estuviese allí. Antes de haber examinado minuciosamente todo el espacio interior de la tienda, Tarzán supo que allí no había nadie.
Encontró un montón de mantas en un rincón, así como algunas prendas de ropa esparcidas por las cercanías, en el suelo. Pero ninguna bolsa de piedras bonitas. Una inspección a fondo del resto de la tienda no le reveló nada más, al menos nada que indicase la presencia de las joyas. Sin embargo, en la parte donde se encontraban las mantas y las prendas de ropa el hombre-mono descubrió que la lona que constituía la pared estaba suelta por el borde inferior y eso le hizo adivinar que el belga había abandonado no mucho tiempo antes la tienda por aquella vía de escape.
Tarzán no perdió un segundo en seguir el mismo camino por el que había huido la presa. El rastro le condujo siempre por la parte trasera de las chozas y tiendas del poblado. Era evidente que el belga se marchó de allí a escondidas, solo y sigiloso. Estaba claro que temía a los habitantes de la aldea. Al menos, su misión era de tal naturaleza que no estaba dispuesto a correr el riesgo de que lo descubrieran.
En la parte posterior de una choza, Tarzán vio una brecha abierta recientemente en la pared de ramas; a través de aquel boquete, el rastro llevaba al oscuro interior de la choza. El hombre-mono lo siguió sin vacilar. Pasó a gatas por el pequeño agujero. Dentro de aquella vivienda, varios olores atacaron sus fosas nasales, pero entre ellos destacaba uno que medio despertó en su memoria un latente recuerdo del pasado: era el tenue y delicado aroma de una mujer. Con aquella percepción surgió en el pecho del hombre-mono cierto extraño desasosiego, consecuencia de una fuerza irresistible con la que no tardaría en volver a familiarizarse: el instinto que atrae al macho hacia su compañera.
En la misma choza se apreciaba también el olor del belga. Ambos efluvios asaltaron el olfato del hombre-mono y al mezclarse un olor con el otro, la furia de los celos se inflamó inopinadamente dentro de Tarzán, aunque en el espejo de su memoria no se reflejaba imagen alguna que representase a la mujer que había despertado su deseo.
Al igual que la tienda que había examinado antes, la choza también se encontraba vacía y, tras convencerse de que la bolsa que le robaron no estaba en ninguna parte del interior, abandonó la construcción por la misma vía de acceso que utilizó para entrar: el boquete de la pared posterior.
Una vez fuera, localizó las emanaciones del belga, siguió aquel rastro a través del claro, franqueó la empalizada y se adentró por la oscuridad de la selva.
LA FUGA DE WERPER
E
N CUANTO hubo dispuesto el monigote que simula la que su cuerpo estaba bajo las mantas y tras deslizarse furtivamente por debajo de la pared de lona de la tienda a la oscuridad exterior de la aldea, Werper se dirigió a la choza donde tenían prisionera a Jane Clayton.
Un centinela negro permanecía sentado en cuclillas ante la puerta. Con desparpajo, el belga se llegó a él, le susurró unas palabras al oído, le tendió un paquete de tabaco y entró en la choza. El indígena hizo un guiño pícaro y sonrió mientras el europeo desaparecía en la negrura del interior.
Como era uno de los principales lugartenientes de Ahmet Zek, Werper podía recorrer a su antojo y entrar y salir de la aldea con toda naturalidad, de modo que el centinela no dudó ni por un segundo que tuviera perfecto derecho a entrar en la choza y pasar un rato con la prisionera blanca.
Una vez dentro, el ex teniente llamó en francés y en tono de murmullo:
—¡Lady Greystoke! Soy monsieur Frecoult. ¿Dónde está usted?
Pero no obtuvo respuesta. El hombre tanteó apresuradamente a su alrededor, buscando en la oscuridad con los brazos extendidos. ¡Allí dentro no había nadie!
La sorpresa de Werper no se podía expresar con palabras. Se disponía a salir de la choza para interrogar al centinela cuando sus ojos, que se habían acostumbrado a aquellas tinieblas, divisaron una mancha menos negra en la base de la pared del fondo de la choza. Al examinarla de cerca comprobó que se trataba de una abertura practicada en la pared. Era lo bastante amplia como para permitir el paso de su cuerpo y, con la certeza de que lady Greystoke se había deslizado por aquel boquete en su intento de huir de la aldea, el belga no perdió tiempo en seguir el mismo camino. Pero tampoco perdió tiempo emprendiendo una búsqueda inútil de Jane Clayton.
Su propia vida dependía de la posibilidad de eludir o de poner tierra de por medio entre él y Ahmet Zek antes de que el árabe descubriese que había huido. El plan inicial de Werper incluía a lady Greystoke en la fuga, por dos buenas y competentes razones. La primera estribaba en que así se ganaría el agradecimiento del inglés, lo que reduciría las probabilidades de extradición, en el caso de que se llegara a conocer su identidad y se le acusara del crimen que había cometido contra su superior jerárquico.
La segunda razón se basaba en la circunstancia de que sólo había una dirección por la que pudiera fugarse con cierta seguridad. Alejarse hacia el oeste le estaba vedado, porque las posesiones belgas se encontraban entre su situación geográfica actual y el océano Atlántico. También le estaba prohibido el sur, puesto que por allí estaba el hombre-mono al que había robado y la posibilidad de tropezarse con él le ponía a Werper los pelos de punta. En el norte se encontraban los amigos y aliados de Ahmet Zek. Sólo si viajaba hacia el este, a través del África oriental británica, contaría con alguna posibilidad razonable de alcanzar la libertad.
Si le acompañaba una aristócrata inglesa, a la que habría rescatado de una suerte atroz y la cual confirmaría que el hombre que iba con ella era de nacionalidad francesa y se llamaba Frecoult, entonces contaría con la ayuda activa de las autoridades británicas a partir del momento en que entrase en contacto con su primer puesto avanzado. Eso era lo que había previsto y deseado Werper.
Pero ahora que lady Greystoke había desaparecido, las probabilidades de escapatoria habían disminuido, aunque todavía le quedaba la posibilidad de conseguirlo huyendo en dirección este. Por otra parte, también se había ido completamente al traste otro de sus ilusionados designios. Porque desde que sus ojos se posaron por primera vez en Jane Clayton alimentó en su pecho una pasión secreta por aquella bonita esposa estadounidense del lord inglés y cuando Ahmet Zek descubrió la existencia de las joyas y la necesidad de huir le resultó a Werper inevitable, al trazar sus planes incluyó el sueño de un futuro en el curso del cual podría convencer a lady Greystoke de que su esposo había muerto y, confiando en el agradecimiento de la dama, jugaría sus cartas para conquistarla.
En la parte de la aldea más lejana de los portones Werper había observado la existencia de dos o tres largos postes —que sin duda alguien habría tomado del montón apilado allí con destino a la construcción de chozas— con los extremos superiores apoyados en la parte alta de la empalizada y que formaban una insegura pero no imposible vía de escape.
Supuso, acertadamente, que Jane Clayton se sirvió de ellos para escalar la empalizada. Como es lógico, el belga se apresuró a seguir el mismo camino. Una vez se encontró en la selva, emprendió rumbo al este.
A unos cuantos kilómetros de distancia, Jane Clayton descansaba, jadeante, tendida en la rama de un árbol, en el que se había refugiado para escapar a la voracidad de una leona que merodeaba hambrienta por la jungla.
La fuga de la aldea le había resultado a la dama mucho más fácil de lo que había pensado. El cuchillo que utilizó para abrir el boquete en la pared de ramas y salir de la choza hacia la libertad lo había encontrado hundido en el muro de la prisión, donde seguramente se lo dejó olvidado algún anterior inquilino que tuvo que abandonar la vivienda.
Atravesar el poblado hasta la zona trasera, manteniéndose entre las sombras más espesas, fue cosa de un momento, y la afortunada circunstancia de encontrar aquellos postes apoyados en la empalizada le resolvió el problema de franquear el alto muro.
Durante una hora se alejó por la antigua senda de caza que corría hacia el sur, hasta que su agudo oído captó los sigilosos pasos de unas patas acolchadas que andaban al acecho, tras ella. Aprovechó el inmediato refugio que le brindó el árbol que tenía más cerca, porque Jane Clayton estaba demasiado impuesta en las cuestiones de la vida cotidiana en la selva para no ponerse a salvo de inmediato, nada más descubrir que un depredador la seguía.
Werper tuvo más suerte y caminó toda la noche, sin prisas, hasta el amanecer. Entonces, observó con desconsuelo que un árabe montado a caballo iba tras él. Se trataba de uno de los sicarios de Ahmet Zek, muchos de los cuales se habían diseminado por la jungla, en todas direcciones, a la búsqueda del belga fugitivo.
Cuando Ahmet Zek y sus secuaces emprendieron la persecución de Werper aún no se había descubierto la huida de Jane Clayton. La única persona que había visto al belga después de que éste abandonara su tienda fue el centinela negro que montaba guardia ante la puerta de la choza que servía de prisión para lady Greystoke; y el hombre decidió guardar silencio cuando descubrió el cadáver del indígena que le había relevado, el centinela que Mugambi envió al más allá.
El negro que se había dejado sobornar supuso, naturalmente, que Werper había liquidado a su compañero y, temeroso de la justa cólera de Ahmet Zek, no se atrevió a confesar que había permitido al belga entrar en la choza. Y como quiso el azar que fuera precisamente ese indígena quien encontrase el cadáver del centinela, cuando se dio la alarma al descubrir Ahmet Zek que Werper se la había jugado, el astuto negro arrastró el cuerpo sin vida de su congénere hasta el interior de una choza próxima y se puso a montar guardia en el umbral de la choza donde aún creía que estaba la prisionera.
Al percatarse de la proximidad del árabe que cabalgaba tras él, Werper se escondió entre el follaje de un frondoso matorral. El sendero trazaba allí una recta que se prolongaba a lo largo de una distancia considerable. Y la figura del perseguidor vestido de blanco se acercaba por aquel camino sombreado, bajo el dosel que formaban las ramas de los árboles.
El jinete se fue aproximando cada vez más. El belga se agazapó, pegado al suelo, tras las ramas y hojas de su escondrijo. Una enredadera se agitó al otro lado del sendero. Automáticamente, los ojos de Werper centraron la mirada en aquel punto. En las profundidades de la jungla no soplaba viento que hiciera estremecer el follaje. La enredadera volvió a moverse. En el cerebro del belga sólo podía explicar aquel fenómeno la presencia de alguna fuerza siniestra y malintencionada.
La vista del hombre se mantuvo fija en la cortina de follaje situada al otro lado del camino. Una forma empezó a materializarse poco a poco: una forma de color rojizo, ominosa y terrible, de ojos amarillo verdosos que fulguraban en la parte contraria del estrecho sendero, justo frente a él.
Werper hubiera estallado en gritos de pánico, pero por la senda se acercaba el mensajero de otra muerte, igualmente cierta y no menos terrible. Permaneció en silencio, casi paralizado por el miedo. El árabe se acercaba. En la otra orilla del camino, el león se agazapaba, preparándose para saltar, cuando, de súbito, el jinete atrajo su atención.
Al ver que la impresionante cabeza se volvía para mirar al árabe, el corazón de Werper casi dejó de latir, a la espera del resultado de aquella interrupción. El jinete se acercaba al paso. ¿Sería aquella montura un animal nervioso que, al captar el olor del carnívoro, se lanzaría hacia adelante, a galope tendido, y dejaría a Werper a merced del rey de las fieras?