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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y las joyas de Opar (24 page)

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Observó atentamente al león. El animal no podía verla a ella, a menos que volviese la cabeza en un giro de más de noventa grados. Intentaría alguna treta. Rodó sobre sí misma, silenciosamente, en dirección al árbol más próximo, alejándose del león, hasta quedar en la misma posición en que Numa la había dejado, pero a unos cuantos palmos más de distancia del león.

Se quedó allí, sin aliento, con la vista clavada en el felino, pero éste no dio muestras de haber notado nada que despertase sus sospechas. Jane Clayton repitió la maniobra, se alejó unos cuantos palmos más y volvió a inmovilizarse, en rígida contemplación de la espalda del animal.

Durante lo que a sus tensos nervios le parecieron horas eternas, Jane Clayton prosiguió con aquella táctica, mientras el león seguía con su comilona, sin percatarse, aparentemente, de que se le estaba escapando su segunda presa. La mujer se encontraba ya a unos pasos del árbol… Unos segundos más y estaría lo bastante cerca como para ponerse en pie de un salto, olvidarse de toda precaución y lanzarse en súbita y veloz carrera hacia la salvación. Estaba en la mitad de un giro sobre sí misma, de espaldas al león, cuando éste volvió repentinamente la cabeza y clavó la mirada en la mujer. Vio que rodaba de costado, alejándose de él, en el momento en que Jane Clayton se ponía de cara al león. Numa observó que el sudor brotaba de todos los poros de su presa y la mujer comprendió que, cuando ya tenía la vida al alcance de la mano, la muerte la descubría y le dedicaba su atención.

Ni la mujer ni el león se movieron durante unos segundos inacabables. El animal permanecía quieto, con la cabeza vuelta sobre las paletillas y los ojos fulgurantes clavados en la rígida víctima, que se encontraba a unos quince metros de distancia. La mujer le devolvió la mirada, fijas sus pupilas en aquellas órbitas crueles, sin atreverse a mover un solo músculo.

La tensión nerviosa empezó a resultarle tan insoportable que a duras penas podía reprimir el creciente deseo de ponerse a chillar, cuando Numa decidió, despacio, volver a lo suyo y seguir alimentándose, aunque sus orejas continuaron erectas e inclinadas ligeramente hacia atrás, manifestando que no estaba dispuesto a abandonar el siniestro interés que le inspiraba la presa que tenía en su retaguardia.

Jane Clayton comprendió entonces que no podría dar otra vuelta sobre sí misma sin llamar la atención del felino, lo que seguramente tendría un resultado fatal para ella, de modo que decidió jugarse el todo por el todo arriesgándose en un intento definitivo de alcanzar el árbol y subirse a las ramas inferiores.

Se preparó reservadamente para aquel último esfuerzo y se puso en pie de un salto, pero casi simultáneamente el león se incorporó, giró en redondo, abrió las fauces en toda su amplitud, empezó a rugir estremecedoramente y se precipitó hacia la mujer.

Quienes se han pasado la vida dedicados a la cala mayor en África os dirán que es muy posible que no haya en el mundo una criatura que alcance la velocidad de un león lanzado al ataque. Durante la corta distancia que el gran felino puede mantener esa punta de velocidad, nada puede parecerse más al avance de una locomotora que rueda con la caldera a toda máquina. De forma que, pese a que el trecho que Jane Clayton debía recorrer era relativamente breve, la tremenda rapidez de Numa convertía en insignificantes, prácticamente nulas, las esperanzas de salvación de lady Greystoke.

Sin embargo, el miedo puede obrar maravillas y, aunque el salto que dio el león al llegar al árbol por el que trepaba Jane Clayton, le elevó tanto que las uñas del felino llegaron a rozar las botas de la mujer, ésta logró eludir la impetuosa acometida y, mientras Numa chocaba contra el tronco del providencial refugio, lady Greystoke ascendía hacia la seguridad de las ramas situadas lejos del alcance de las garras del león.

Sin dejar de rugir y lanzar gemidos, entre la rabia y la impotencia, Numa estuvo un buen rato yendo de acá para allá al pie del árbol en cuya enramada permanecía Jane Clayton, jadeante y temblorosa. Como secuela de la espantosa prueba que acababa de pasar, una reacción nerviosa había hecho presa en la mujer, que, en su estado de sobreexcitación, creía que nunca iba a atreverse a bajar al suelo y exponerse a los ominosos peligros que infestaban la inmensidad de territorio selvático que tendría que recorrer antes de llegar a la aldea más próxima de los leales waziris.

Casi había oscurecido del todo cuando el león se decidió por fin a abandonar el claro. Pero ni siquiera entonces, con la noche a punto de cerrar sobre aquel paraje, iba a aventurarse Jane Clayton a descender de su refugio, sabedora de que, aunque no se presentase de inmediato, no tardaría en acudir una manada de hienas dispuestas a usurpar la plaza de Numa junto a los restos del antropoide. Así que lady Greystoke se acomodó lo mejor que pudo para aguantar la fastidiosa espera hasta que la claridad del siguiente día le permitiese vislumbrar algún medio que facilitara su escapatoria de aquel calvero donde había presenciado tan terribles sucesos.

El cansancio acabó por imponerse al miedo y la mujer se quedó profundamente dormida, en una posición relativamente segura, aunque incómoda, encogida sobre sí misma, apoyada en el tronco del árbol y sostenida por dos ramas que se extendían casi horizontales y separadas entre sí por escasos centímetros.

El sol se encontraba ya bastante alto en el cielo cuando Jane Clayton se despertó. No vio a sus pies el menor rastro de Numa ni de las hienas. Sólo los limpios huesos del mono, dispersos por el suelo, certificaban lo que unas cuantas horas antes había ocurrido en aquel aparentemente apacible lugar.

Se presentaron el hambre y la sed, dispuestas a agobiarla, y la mujer comprendió que no tenía más remedio que bajar del árbol si no quería morir de inanición. De modo que hizo acopio de valor y se aprestó a afrontar la prueba de fuego que representaba reanudar la marcha a través de la selva.

Echó, pues, pie a tierra y emprendió su camino en dirección sur, hacia el punto donde suponía que se encontraban las llanuras de los waziris, y aunque sabía que sólo iba a encontrar ruina y desolación en el sitio donde se había alzado su feliz hogar, confiaba en que, una vez llegara a la amplia planicie, no tardaría en encontrar alguno de los numerosos poblados waziris que salpicaban aquel territorio o en tropezarse con alguna de las múltiples partidas de cazadores que solían recorrerlo incansablemente.

Hacia la mitad del día llegó de forma inopinada a sus sobresaltados oídos la detonación de un rifle. El disparo se produjo no lejos de donde Jane Clayton se encontraba, por delante de ella. En el momento en que se detenía para escuchar, otra detonación siguió a la primera. Luego sonó otra y otra y otra. ¿Qué significaba aquel tiroteo? La primera explicación que acudió a su mente fue la de que sin duda se trataba de una escaramuza entre los bandidos árabes y los guerreros waziris. Pero al ignorar de qué bando caería la victoria y si ella se encontraba detrás de amigos o enemigos, la mujer se abstuvo de seguir adelante, ya que no deseaba correr el riesgo de revelar su presencia a un posible enemigo.

Tras permanecer varios minutos a la escucha, tuvo el convencimiento de que en aquella refriega sólo participaban dos o tres rifles, puesto que a sus oídos no llegaba el estrépito propio de descargas cerradas. Tampoco entonces se decidió a acercarse y, por último, determinada a no correr riesgo ninguno, trepó a un árbol, junto al sendero por el que avanzaba, se ocultó entre el follaje y aguardó allí, temerosamente, el desenlace de todo aquello.

Cuando los disparos se fueron espaciando, captó el sonido de voces masculinas, aunque no consiguió entender las palabras. Por último, cesaron los estampidos y oyó a dos hombres que dialogaban a voz en cuello. Se produjo luego un prolongado silencio, interrumpido finalmente por el rumor de los pasos de alguien que avanzaba por el camino, delante de ella, y al cabo de un momento, un hombre apareció a la vista, caminando de espaldas hacia Jane Clayton, con el rifle preparado en la mano y la vista cuidadosamente fija en algo que se encontraba en un punto del camino por el que retrocedía.

Lady Greystoke reconoció casi instantáneamente a aquel hombre: era monsieur Jules Frecoult, reciente huésped del hogar de los Clayton. Se disponía a llamarle, animada por el alivio y alborozo que le producía su presencia, cuando vio que el hombre daba un brusco salto lateral y se escondía en la densa espesura de vegetación que orillaba el camino. Evidentemente, le perseguía algún enemigo, por lo que Jane Clayton se mantuvo silenciosa, a fin de no distraer la atención de Frecoult ni guiar a su enemigo al escondite del francés.

Apenas se había ocultado éste cuando apareció la figura de un árabe de blanco albornoz, que se desplazaba silenciosamente por la senda. Perseguía al europeo. Desde su escondite, Jane Clayton veía claramente a ambos hombres. Reconoció en Ahmet Zek al jefe de la banda de forajidos que asaltaron, saquearon su casa y después se la llevaron a ella prisionera. Así que cuando vio que Frecoult, supuesto amigo y aliado, se echaba el rifle a la cara y apuntaba cuidadosamente al árabe, a lady Greystoke el corazón le dejó de latir y, con toda su alma, musitó fervorosamente una oración pidiendo que por nada del mundo fallase la puntería.

Ahmet Zek hizo un alto en medio del sendero. Sus ojos examinaron escrutadoramente todos los árboles, arbustos y matorrales situados dentro de su campo visual. Su alta figura ofrecía un blanco perfecto al alevoso asesino. Retumbó una aguda detonación y una nubecilla de humo se elevó en el aire por encima del arbusto tras el que se escondía el belga, mientras Ahmet Zek daba un traspié hacia adelante y caía de bruces contra el suelo.

Cuando Werper salia de nuevo al camino, le sobresaltó un grito de alegría que sonó por encima de él. Giró en redondo para localizar al protagonista de aquella interrupción inesperada y vio a Jane Clayton saltar ágilmente desde las ramas de un árbol próximo y acercársele corriendo, con los brazos extendidos, para felicitarle por su victoria.

CAPÍTULO XX

JANE CLAYTON DE NUEVO PRISIONERA

A
UNQUE la mujer aparecía con el vestido hecho jirones y la cabellera desgreñada, Albert Werper se dijo que en toda su vida había contemplado una imagen tan bella y encantadora como la que presentaba lady Greystoke, rebosante de jubiloso alivio por haber encontrado tan inesperadamente a un amigo y salvador, cuando la esperanza le parecía de todo punto inaccesible.

Si el belga hubiese albergado alguna duda acerca de que la señora estuviera enterada de la parte que él había tenido en el traicionero ataque al hogar de los Clayton y a la propia lady Greystoke, esa posible duda la disipó automáticamente la cordialidad sincera con que la dama le saludó. Jane Clayton le refirió con rapidez cuanto le había ocurrido desde que él partió de la casa. Al informarle de la muerte de su marido, los ojos de Jane Clayton estaban velados por unas lágrimas que le fue imposible contener.

—Me deja usted consternado —expresó Werper su condolencia con bien fingido sentimiento—, pero no me sorprende. Ese hijo de Belcebú —señaló con el índice el cuerpo de Ahmet Zek— ha tenido aterrorizado al territorio entero. Ha exterminado o expulsado del país, alejándolos hacia el sur, a los waziris. Los esbirros de Ahmet Zek ocupan la llanura donde estaba la finca de usted… En esa dirección no hay refugio ni vía de escape. Nuestra única esperanza reside en marchar hacia el norte con la máxima rapidez que nos sea posible, presentarnos en el campamento de los bandoleros antes de que la noticia de la muerte de Ahmet Zek llegue a los que se encuentran en él y, con alguna argucia, persuadirlos para que nos asignen una escolta con la que dirigirnos hacia el norte.

»Creo que es algo que puede conseguirse, porque fui huésped de ese forajido antes de enterarme de la clase de hombre que era y los secuaces que tiene en el campamento ignoran que me revolví contra él al descubrir su infamia.

»¡Vamos! Iremos todo lo rápidamente que nos sea posible, a ver si llegamos al campamento antes de que los que acompañaban a Ahmet Zek en su última incursión criminal encuentren el cadáver de su jefe y lleven la noticia a los malhechores que quedaron de guardia en la aldea. Es nuestra única esperanza, lady Greystoke, y para poder alcanzar con éxito ese objetivo es preciso que deposite usted en mí toda su confianza. Aguarde un momento, mientras me acerco al cadáver de ese árabe y recupero la cartera que me robó.

Werper se llegó en dos zancadas al cuerpo sin vida del árabe, se arrodilló junto a él y con ágiles dedos buscó la bolsa de las joyas. Comprobó con enorme disgusto que entre las prendas de Ahmet Zek no había ni rastro de ella. Se incorporó y retrocedió unos pasos a lo largo del camino, a la búsqueda de algún indicio que revelase la presencia de la bolsa perdida o de su contenido, pero no encontró nada, a pesar de que inspeccionó cuidadosamente el terreno en torno al caballo muerto e incluso se adentró unos pasos en la vegetación de la selva. Perplejo, decepcionado y furibundo, acabó por regresar junto a la señora.

—La cartera ha desaparecido —explicó en tono crispado— y no me atrevo a seguir buscándola por aquí. Hemos de llegar al campamento antes de que regresen a él los bandidos.

Ignorante de la verdadera personalidad de aquel individuo, Jane Clayton no vio nada sospechoso en sus planes ni en la falaz explicación que había dado acerca de su antigua amistad con el malhechor, así que se aferró con pronta diligencia a la aparente esperanza de salvación que el francés prometía. Se encaminó, pues, con Albert Werper al campamento hostil en el que hacía tan poco tiempo estuvo prisionera.

Bastante entrada la tarde de la segunda jornada de marcha llegaron a su destino. Hicieron un alto en el borde del claro, ante las puertas de la empalizada de la aldea, y Werper aleccionó a la mujer, indicándole que asintiese a cuanto él pudiera manifestar en su conversación con los malhechores.

—Voy a decirles —explicó— que la capturé a usted después de que escapara del poblado, que la llevé ante Ahmet Zek y que, como éste estaba enzarzado en una enconada batalla con los waziris, me ordenó que regresara con usted al campamento, donde se me proporcionaría guardia suficiente, y que después me dirigiese al norte con la cautiva, lo más rápidamente posible, y la vendiera en las condiciones más ventajosas a cierto tratante de esclavos cuyo nombre me dio Ahmet Zek.

Lady Greystoke volvió a dejarse engañar por la simulada franqueza del belga. Comprendía que las situaciones desesperadas requieren determinaciones desesperadas y aunque temblaba interiormente ante la idea de entrar otra vez en aquel abyecto y espantoso cubil de criminales no se le ocurrió ningún plan mejor que el que proponía su compañero.

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