Con gran esfuerzo y creciente dificultad encontró las fuerzas necesarias para construirse un cobertizo para pernoctar en el que pudiera considerarse razonablemente a salvo de los carnívoros, mientras dedicaba el día a alimentarse a base de raíces y a buscar agua.
Unos cuantos charcos, enormemente distanciados entre sí, le salvaron de morir de sed, pese a tratarse de agua estancada. Pero su estado era de lo más lastimoso cuando casualmente tropezó por fin con un gran río, en una región donde la fruta era abundante, lo mismo que las piezas de caza menor, que no le fue difícil cobrar mediante una eficaz combinación de sigilo y astucia. Y gracias también, sobre todo, a una robusta estaca que se fabricó con la rama desgajada de un árbol.
Como tenía plena conciencia de que le esperaba una larga marcha antes de llegar siquiera a los aledaños del país de los waziris, Mugambi decidió, sensatamente, permanecer una temporada en aquella zona, hasta haber recuperado la salud y las fuerzas. Sabía que unas cuantas jornadas de reposo harían maravillas y, en cambio, si continuaba su camino en aquellas condiciones de debilidad, era muy posible que sacrificara todas sus posibilidades de regresar sano y salvo a su tierra.
De modo que se construyó una
boma
de espinos de bastantes garantías, en cuyo interior levantó un cobertizo en el que podía dormir por las noches con relativa seguridad y desde el que, por la mañana, salia de caza a fin de procurarse carne, que era el alimento ideal para que sus formidables músculos recobrasen rápidamente su vigor de costumbre.
Un día, mientras cazaba, le descubrieron un par de ojos salvajes cuyo propietario estaba oculto entre las ramas de un árbol de tupido follaje, por debajo de las cuales pasaba el guerrero negro. Eran unos ojos inyectados en sangre, perversos, hundidos bajo las cejas de un rostro peludo y de expresión feroz.
Espiaron a Mugambi mientras éste cazaba un pequeño roedor y le siguieron cuando el indígena regresó a su refugio. El dueño de tales ojos se desplazó silenciosamente de árbol en árbol sobre el sendero por el que marchaba el negro.
Aquella criatura era Chulk, que observaba al desprevenido indígena con más curiosidad que odio. Llevar el albornoz árabe que Tarzán le había puesto despertó en el cerebro del antropoide el deseo de imitar a los tarmanganis. Como la prenda estorbaba sus movimientos y le resultaba más un fastidio que otra cosa, hacía tiempo que el mono se la arrancó del cuerpo y la arrojó lejos de sí.
Sin embargo, ahora veía a un gomangani que vestía prendas menos aparatosas: un taparrabos de tela, unos cuantos adornos de cobre y un tocado de plumas en la cabeza. Aquello estaba más en consonancia con los gustos y deseos de Chulk que la vestidura amplia que se le metía constantemente entre las piernas y se enganchaba en todas las ramas del follaje de los matorrales y arbustos del camino.
Chulk observó la bolsa que Mugambi llevaba colgada del hombro y que descendía hasta su negra cadera. Aquella pieza le robó el corazón instantáneamente, porque la adornaban unas plumas y la remataban unos flecos de lo más llamativo, así que el simio se mantuvo rondando la
boma
de Mugambi, a la espera de la oportunidad de apoderarse, por la fuerza o mediante alguna artimaña subrepticia, de algún objeto de los que componían el atuendo del indígena.
No transcurrió mucho tiempo antes de que se le presentara esa ocasión. Comoquiera que se sentía absolutamente seguro dentro del recinto espinoso, Mugambi acostumbraba a tenderse a la sombra del cobertizo durante las horas calurosas del día y dormía apaciblemente hasta que, al ponerse, el sol se llevaba consigo la debilitadora temperatura del mediodía.
Desde la altura de su puesto de observación, Chulk vio al negro acostarse, dispuesto a pasar aquella bochornosa tarde sumido en la inconsciencia del sueño. Tras deslizarse a lo largo de una rama que se extendía por encima de los espinos, el antropoide se dejó caer en el suelo, dentro de la
boma
. Sobre las palmas acolchadas de sus manos inferiores, se acercó al durmiente en silencio y con tan increíble habilidad que no agitó hoja ni brizna de hierba alguna.
El simio se detuvo junto al negro, se inclinó sobre él y examinó sus pertenencias. Pese a toda su enorme fuerza física, en el fondo del diminuto cerebro de Chulk había algo que le disuadió de despertar al hombre y entablar feroz combate con él, una especie de instinto inherente a las órdenes animales inferiores, un extraño temor al hombre, que, en ocasiones, domina incluso a los animales más poderosos de la selva.
Quitarle a Mugambi el taparrabos sin que se despertase era imposible y los únicos objetos que podía coger sin dificultad eran el garrote y la bolsa, que se había desprendido del hombro del indígena mientras éste dormía.
Chulk se apoderó de ambas cosas, ya que siempre era mejor aquello que irse con las manos vacías y, abrumado por un terror nervioso, se retiró a toda prisa hacia el árbol por el que había llegado y, latiéndole aún en el pecho aquel miedo indefinible que le producía la proximidad del hombre, huyó precipitadamente a través de la jungla. Exaltado por una agresión o animado por el apoyo moral de otro individuo de su especie, Chulk podría afrontar la presencia de una veintena de seres humanos, pero solo y sin que mediase provocación que lo irritara… Ah, bueno, esa era otra cuestión muy distinta.
Mugambi echó en falta la bolsa un buen rato después de que se hubiera despertado. Se puso nerviosísimo. ¿Qué podía haber sido de ella? La tenía junto al costado cuando se echó a descansar, de eso estaba seguro porque, ¿no se vio obligado a apartarla de debajo del cuerpo para evitar la fastidiosa molestia de aquel bulto que le oprimía los riñones? Sí, allí estaba cuando se tumbó a dormir. ¿Cómo es que había desaparecido?
La desenfrenada imaginación de Mugambi se llenó de visiones sobrenaturales, de fantasmas de amigos y enemigos difuntos, ya que su alterada mente sólo podía atribuir a los espíritus la extraña desaparición de la bolsa y del garrote. Sin embargo, un examen más detenido y cuidadoso, como le permitía su conocimiento de la jungla, le reveló posteriormente señales evidentes de una explicación material que no tenía vuelta de hoja y que, en su excitada fantasía supersticiosa, había pasado por alto en principio.
Junto a él, detectó en la pisoteada hierba la impresión de unos pies que, con todo lo enormes que eran, se parecían mucho a los de un hombre. Mugambi enarcó las cejas al brotar en su cerebro la explicación. Salió presuroso del recinto de la
boma
y examinó el terreno circundante, en busca de alguna huella que confirmase lo que la anterior le había indicado. Subió a los árboles y trató de encontrar alguna prueba adicional que le señalara la dirección que tomó el ladrón. Pero los tenues indicios que deja un mono cauteloso que opta por desplazarse de árbol en árbol estaban más allá de la capacidad perceptiva de Mugambi. Tarzán hubiera podido seguir aquel rastro, pero ningún mortal corriente lo habría distinguido ni, en caso de descubrirlo, interpretado.
El negro, a quien el descanso había reanimado y fortalecido, se consideró en condiciones de reanudar la marcha rumbo al territorio waziri. De modo que se preparó un nuevo garrote con otra rama, dio la espalda al río y se aventuró decididamente por los laberintos de la selva virgen.
Mientras Taglat forcejeaba con las ligaduras que mantenían sujetas las muñecas y los tobillos de su prisionera, el enorme león que los observaba desde unos matorrales cercanos se fue acercando subrepticiamente a la presa que ya consideraba segura.
El simio estaba de espaldas al felino. No vio la gran cabeza, enmarcada por una áspera melena, que asomó a través de la pantalla del follaje. No pudo saber que las fuertes patas traseras se tensaban bajo el rojizo estómago, preparándose para saltar, y la primera noticia que tuvo Taglat del inminente peligro que se cernía sobre él fue el atronador rugido de triunfo que el león no pudo seguir conteniendo cuando se lanzó al ataque.
Sin molestarse en perder un segundo echando un vistazo hacia atrás, Taglat abandonó a la mujer inconsciente y huyó en dirección opuesta al lugar donde aquel inesperado y aterrador estruendo había roto el silencio y le había llenado de pánico los sobresaltados oídos. Pero el aviso llegó demasiado tarde para que pudiera huir. En su segundo salto, el león cayó sobre las amplias espaldas del antropoide.
Pero en el mismo instante en que el gigantesco mono macho caía derribado contra el suelo, se despertó en él toda la astucia, toda la ferocidad y todo el vigor físico que suscita la más poderosa de las leyes de la naturaleza, la de la defensa propia, el instinto de conservación. Se revolvió para colocarse boca arriba y entabló con el carnívoro una lucha a muerte, con tal intrepidez, furia y temeridad que por un momento, el gran Numa, con todo su poderío, dudó tembloroso del desenlace del combate.
Taglat agarró al león por la melena \1 hundió profundamente sus amarillentos colmillos en la garganta del monstruo, al tiempo que lanzaba espeluznantes gruñidos a través de la mordaza de sangre y pelo. Los rugidos de cólera y dolor del felino se mezclaron con la voz del simio y su eco se repitió a lo largo y ancho de la jungla, hasta que los animales inferiores, con el cuerpo rebosante de miedo, interrumpieron sus pacíficas actividades y se escabulleron temerosamente para ponerse a salvo.
Rodando sobre la hierba, los dos combatientes lucharon con furia demoníaca, hasta que el colosal felino, alargando las patas traseras por debajo del vientre, hundió las garras en el pecho de Taglat y, desgarrando la carne hacia abajo con todas sus fuerzas, Numa logró su propósito y el antropoide, con las tripas esparcidas por el suelo, se estremeció espasmódicamente y quedó inerte, ensangrentado y sin vida debajo de su titánico adversario.
Numa se incorporó trabajosamente y lanzó una rápida mirada en todas direcciones, como si pretendiera detectar la presencia de otros enemigos, pero sus ojos no encontraron más que la desmayada e inmóvil figura de la mujer, tendida a unos pasos de él. Numa emitió un gruñido iracundo y apoyó una de sus patas delanteras en el cuerpo de la víctima que acababa de matar. Luego levantó la cabeza y lanzó al aire su salvaje grito de victoria.
Durante unos minutos, continuó erguido, mientras sus feroces pupilas recorrían el claro. Por último, se detuvieron en el cuerpo de la mujer. De la garganta del león surgió un sordo gruñido. Abrió y cerró las mandíbulas y de su boca salieron unos hilos de baba que gotearon sobre el rostro muerto de Taglat.
Como dos arúspices amarillo verdosos, desorbitados y sin pestañear, aquellos ojos terribles se mantuvieron fijos en Jane Clayton. La postura erguida y majestuosa del cuerpo del enorme felino se contrajo de pronto con ademán siniestro y, despacio, muy lentamente, como el de alguien que avanzara pisando huevos, el diabólico rostro de Numa fue aproximándose a la mujer.
Un hado benévolo mantuvo a Jane Clayton en una feliz inconsciencia, ajena a la espantosa fiera que se deslizaba sigilosamente hacia ella. No se percató tampoco de que el león se detuvo a su lado. Ni oyó los resoplidos de Numa cuando su hocico olfateaba a la mujer. Como tampoco notó en el rostro el calor de su fétido aliento, ni la humedad de la saliva que descendía desde las fauces entreabiertas por, encima de la joven.
Por último, Numa utilizó una de sus patas delanteras para dar media vuelta al cuerpo de Jane Clayton y se dedicó a contemplarla como si aún no hubiese decidido si estaba viva o muerta. Algún ruido u olor de la selva atrajo su atención momentáneamente. Su mirada no volvió a posarse sobre la mujer, sino que el felino se apartó de ella y echó a andar en dirección a los restos de Taglat; se agachó sobre su víctima y, de espaldas a Jane Clayton, procedió a atracarse de carne de simio.
Jane Clayton alzó los párpados y sus ojos se encontraron con aquella escena. Acostumbrada al peligro, conservó el dominio de sus nervios ante la sobrecogedora sorpresa que recibía al recobrar la conciencia. Ni se le escapó un grito ni movió un solo músculo hasta haber asumido todos los detalles de la escena que se desarrollaba frente a su vista.
Comprendió que el león había matado al mono y que estaba devorando su presa a menos de quince metros del punto donde ella, Jane Clayton, yacía en el suelo. ¿Pero qué podía hacer? Estaba atada de pies y manos. Así que no tenía más remedio que esperar, pacientemente, a que Numa concluyera y hubiese digerido su festín. Entonces, sin duda, el felino volvería a dedicarle toda su atención a ella, a menos que, entretanto, la hubieran descubierto las hienas o cualquier otro de los innumerables carnívoros que pululaban por la selva.
Mientras seguía allí tendida, atormentada por tan derrotistas pensamientos, se dio cuenta inopinadamente de que las ligaduras no le laceraban las muñecas y tobillos. Casi de inmediato se percató de que tenía las manos separadas, una a cada lado del cuerpo, en vez de seguir sujetas a la espalda.
Maravillada, movió una mano. ¿Qué milagro se había producido? ¿No estaba atada? Con toda la cautela del mundo y procurando no hacer el menor ruido, movió las piernas, y comprobó que estaba libre. Ignoraba qué podía haber ocurrido, no se le ocurrió pensar que Taglat, con las aviesas intenciones que le animaban, había cortado las ligaduras un segundo antes de que Numa le diera el susto que le impulsó a apartarse de su víctima e intentar la huida.
Durante unos momentos la alegría y el agradecimiento a la providencia abrumaron a Jane Clayton, pero sólo fue durante unos instantes. ¿De qué le servía su recién recobrada libertad frente a aquella fiera aterradora agazapada tan cerca de ella? En otras circunstancias habría podido aprovechar feliz y contentísima aquel golpe de suerte, pero en las condiciones en que se encontraba la escapatoria era prácticamente imposible.
El árbol más cercano se hallaba a unos treinta metros, el león, a menos de quince. Ponerse en pie y salir corriendo hacia la seguridad de las tentadoras ramas equivalía a ponerse en inmediato peligro de muerte, porque, indudablemente, Numa no iba a permitir que su futuro banquete se le esfumara fácilmente. Y, sin embargo, no dejaba de existir otra probabilidad de salvación… que dependía exclusivamente del voluble talante de la fiera.
Al tener el estómago lleno, aunque sólo fuera en parte, acaso contemplase con indiferencia la retirada de la mujer, pero ¿podía Jane Clayton correr el riesgo de intentarlo con la esperanza de que tal contingencia se produjese? La mujer lo dudaba. Por otra parte, tampoco deseaba renunciar por completo a aquella pequeña posibilidad de huir, sin, por lo menos, tratar de sacarle partido.