«Indicadme al cobarde orondo y opulento —solía decir— que haya creado un ideal sublime. Lo más hermoso, lo más bello y lo mejor de la inteligencia y del corazón humanos nació siempre entre el fragor de las armas, en la lucha por la supervivencia, en medio del hambre, el peligro y la muerte, ante el rostro de Dios tal como se manifiesta mediante las fuerzas más aterradoras de la naturaleza».
Tarzán volvía siempre a la naturaleza con el espíritu de un amante que acude a una cita largo tiempo postergada después de cumplir una condena tras los barrotes de la cárcel. En el fondo, sus waziris eran seres más civilizados que él. Guisaban la carne antes de comerla y consideraban repugnantes muchos alimentos que Tarzán había devorado con placentero deleite toda su vida. Y el virus de la hipocresía es tan insidioso que hasta el resistente hombre-mono tenía que esforzarse para no dar rienda suelta a sus instintos naturales delante de los indígenas. Comía carne asada cuando hubiera preferido consumirla cruda y fresca; y abatía las piezas con venablo o arco y flecha, cuando por su gusto habría tendido una emboscada a la presa, para luego saltar sobre ella y clavarle los dientes en la yugular. Con todo, al final la leche de la madre salvaje que le amamantó en la infancia imponía sus exigencias… y Tarzán anhelaba la sangre caliente de una pieza recién cazada, mientras los músculos le hormigueaban de puro deseo de lanzarse a la lucha por la existencia que había sido su único patrimonio y su única práctica durante los primeros veinte años de su vida.
LA LLAMADA DE LA SELVA
A
PREMIADO por tales ambiguos pero omnipotentes impulsos, el hombre-mono estaba tendido una noche, despierto, dentro del recinto de la pequeña
boma
de espinos que en cierta medida protegía a su hueste de los grandes depredadores carnívoros de la selva. Montaba guardia un solitario y soñoliento guerrero, apostado junto a la fogata que obligaban a mantener encendida los amarillentos ojos que relucían en la oscuridad reinante alrededor del campamento. Los gruñidos y carraspeos de los gigantescos felinos, mezclados con la infinidad de ruidos que producían los habitantes menores de la selva, avivaban la indómita llama que ardía en el pecho del lord inglés. John Clayton permaneció una hora larga revolviéndose insomne en el lecho de hierbas, hasta que acabó por levantarse y, silencioso como un fantasma, cuando el centinela waziri le daba la espalda, franqueó de un salto la pequeña barrera de la
boma
, frente a los llameantes ojos de las fieras, saltó a la rama de un árbol gigante y desapareció entre el follaje.
Dominado por la pura exuberancia del espíritu animal, se desplazó velozmente durante un rato por el nivel medio de las enramadas, lanzándose peligrosamente de un árbol a otro. Luego ascendió a las ramas más delgadas de las copas, donde la claridad de la luna le daba de lleno, donde el aire se agitaba al soplo de las ráfagas del viento y donde la muerte acechaba en la debilidad de las ramas más delgadas y frágiles. Allí hizo Tarzán una pausa y levantó el rostro hacia Goro, la luna. Se mantuvo inmóvil unos instantes, aludo el brazo, con el aullido del mono macho temblándole en los labios, pero sin proferirlo para no despertar a los leales waziris, que conocían demasiado bien el horrible grito desafiante de su señor.
Luego reanudó la marcha, desplazándose más despacio y con mayor cautela, porque Tarzán de los Monos estaba buscando una pieza que cazar. Descendió hasta el suelo, donde se aventuró en la profunda tenebrosidad que imponían la impenetrable enramada de los árboles y la tupida espesura verde de la selva. Se detenía de vez en cuando para pegar la nariz al suelo. Buscaba el rastro de determinadas piezas y su olfato encontró por fin su recompensa al percibir el olor de Bara, el ciervo, que había pasado recientemente por allí. A Tarzán se le hizo la boca agua y de sus labios aristocráticos se escapó un gruñido en tono bajo. Desapareció de su persona el último vestigio de linaje artificial, volvió a ser el cazador primitivo, el primer hombre, el individuo perteneciente a la estirpe suprema de la raza humana. Con el viento de cara siguió el esquivo rastro con un sentido de la percepción tan extraordinario que a nosotros nos resultaría inconcebible. Siguió las huellas de Bara a través de las corrientes y contracorrientes que trasladaban los olores de diversos carnívoros: el dulzón y empalagoso de Horta, el jabalí, no podía sofocar el que buscaba: el suave y penetrante efluvio que despedían las patas del ciervo almizclero.
El olor que emanaba del cuerpo de aquel animal informó de pronto a Tarzán de que la pieza estaba a su alcance. El hombre-mono volvió a subirse a un árbol y desde las ramas bajas pudo observar el suelo y tomar contacto con su presa mediante el olfato. No tardó mucho en avistar a Bara. Alerta, se erguía en el borde de un claro bañado por la luna. Tarzán se desplazó silenciosamente a través de las ramas, hasta situarse directamente encima del ciervo. En la diestra del hombre-mono estaba el largo cuchillo de monte que había heredado de su padre, mientras en el corazón latía impetuoso el afán sanguinario del carnívoro. Permaneció un segundo inmóvil encima del desprevenido ciervo y luego se dejó caer sobre el lustroso lomo. El impacto del peso de Tarzán hizo doblar las rodillas a Bara y antes de que el ciervo pudiera incorporarse el cuchillo había encontrado ya su corazón. Cuando Tarzán se erguía junto al cuerpo de su víctima para lanzar el espeluznante grito de victoria a la cara de la luna, el viento llevó a sus fosas nasales un efluvio que le dejó petrificado y silencioso como una estatua. Dirigió la mirada de sus salvajes pupilas hacia la parte de donde soplaba el viento y, al cabo de unos instantes, vio separarse las hierbas del borde del claro y Numa, el león, surgió por allí, caminando con paso majestuoso. Los ojos verde amarillos del felino se clavaron en Tarzán. Numa se detuvo en el mismo borde del claro y contempló con fulminante envidia la pieza que acababa de cobrar el hombre-mono. Porque, aquella noche, Numa no había tenido suerte.
De los labios de Tarzán de los Monos brotó un sordo gruñido de aviso. Numa le respondió, ominoso, pero no avanzó un paso. Se limitó a mover sosegadamente la cola de un lado a otro. Tarzán se puso en cuclillas junto al cadáver del ciervo y cortó una generosa porción de un cuarto trasero. Numa siguió observándole con creciente y furioso resentimiento, mientras Tarzán, entre bocado y bocado, le dirigía amenazadores gruñidos de advertencia. Era la primera vez que aquel león entraba en contacto con Tarzán de los Monos y el enorme felino se sentía desconcertado. Tenía delante un ser con toda la apariencia y el olor del hombre y, aunque nunca había probado la carne humana, el león sabía que, si bien no era de las más sabrosas, sí resultaba bastante fácil de conseguir; sin embargo, los iracundos gruñidos de aquel extraño animal le sugerían que estaba en presencia de un adversario formidable y le recomendaban que permaneciese quieto donde estaba, mientras el olor de la carne fresca de Bara y el tormento del hambre le volvían loco. Tarzán no le quitaba ojo, al tiempo que trataba de adivinar lo que discurría el pequeño cerebro de Numa. Hizo bien al vigilarle porque, al final, el león no pudo resistir más. De pronto, su cola se puso erecta y el precavido Tarzán, que sabía muy bien lo que significaba aquel gesto, sujetó entre los dientes el resto del cuarto trasero del ciervo y saltó a la enramada de un árbol próximo, en el mismo instante en que Numa se lanzaba al ataque, con toda la velocidad y el pesado ímpetu de un tren expreso.
El hecho de que emprendiese la retirada no quería decir que Tarzán tuviese miedo alguno. La vida de la selva se ordena de acuerdo con unos principios distintos a la nuestra y en ella predominan unas normas diferentes. Si Tarzán hubiese tenido hambre, indudablemente se habría mantenido firme y habría plantado cara a Numa. Ya había hecho frente a su ataque en más de una ocasión, del mismo modo que en otras fue él quien lanzó el ataque. Pero esa noche no tenía demasiado apetito y el cuarto trasero que llevaba entre los dientes era más carne fresca de la que podría comer. A pesar de todo, cuando bajó la vista, no contempló precisamente con ecuanimidad la escena de Numa desgarrando a dentelladas el cuerpo de Bara cazado por Tarzán. ¡Era obligatorio castigar el atrevimiento de aquel insolente león! Decidió entonces amargar un poco la vida al gigantesco felino. Sobraban por allí árboles cargados de frutos grandes y duros, de modo que, con la agilidad de una ardilla, Tarzán se aposentó en uno de aquellos árboles y desencadenó un inmisericorde bombardeo que arrancó al león una serie de rugidos tan furibundos que hicieron estremecer la tierra. Al rápido ritmo con que los cogía, Tarzán fue arrojando a Numa las piezas, una tras otra. Era imposible que, bajo aquella lluvia de proyectiles, el león pudiera comer… Sólo podía rugir, soltar gruñidos y brincar de un lado para otro, intentando esquivar lo que le llegaba del árbol. Por último, no tuvo más remedio que apartarse de los restos de Bara, el ciervo. Se alejó, protestón y resentido, pero en el mismo centro del claro, suspendió repentinamente sus rugidos y Tarzán observó que la gran cabeza rojiza se inclinaba hacia la tierra, el cuerpo se aplastaba contra el suelo y la larga cola vibraba en el aire, mientras el felino avanzaba cautelosamente hacia los árboles del otro lado del calvero.
Al instante, Tarzán se puso en estado de alerta. Alzó la cabeza y venteó la tenue brisa de la jungla. ¿Qué había despertado la atención de Numa, impulsándole a abandonar sobre sus almohadilladas patas, en silencio, el escenario de su desconcertado desencanto? En el momento en que el león desaparecía entre los árboles de la parte opuesta del claro, Tarzán captó en el viento la explicación del nuevo interés del felino: el intenso olor a hombre que pareció ondular en alas del viento hasta el agudo olfato del tarmangani. Ocultó en la horqueta de un árbol lo que quedaba del cuarto trasero del ciervo, se limpió en los muslos la grasa que manchaba sus manos y partió en seguimiento de Numa. Desde el claro, una ancha y trillada senda de elefantes se adentraba en la floresta. Numa avanzaba en paralelo a ese camino, mientras Tarzán se movía por la enramada como la sombra de un espectro. El salvaje felino y el hombre salvaje divisaron casi simultáneamente a la presa de Numa, aunque antes de que sus ojos cayeran sobre ella ambos sabían que se trataba de un hombre negro. Su agudo olfato se lo había transmitido a ambos. A Tarzán, además, le había informado de que se trataba de un desconocido, anciano y del género masculino, porque para él, la raza, el sexo y la edad tenían efluvios distintos. Era un viejo que avanzaba en solitario por la sombría jungla, un hombrecillo arrugado, reseco, con la piel sembrada de espantosas cicatrices y tatuajes, ataviado de una manera rarísima, con una piel de hiena echada sobre los hombros y la cabeza disecada del animal asentada sobre la canosa cabellera. Tarzán reconoció las marcas que señalaban las orejas del hombre y le invadió una sensación de anticipado placer, porque al hombre-mono no le caían nada simpáticos los hechiceros. Pero en el instante en que Numa se lanzó al ataque, el hombre blanco recordó súbitamente que el león le había arrebatado una presa pocos minutos antes y que la venganza es un placer de lo más dulce.
La primera noticia que tuvo el anciano negro de que le acechaba un peligro se la proporcionó el chasquido de unas ramas al romperse cuando Numa se precipitó a través de los arbustos. El felino apareció en medio de la senda, por detrás del hechicero, a menos de veinte metros de éste. Al volver la cabeza, el hombre vio al enorme león de negra melena que corría hacia él y, antes incluso de que pudiera iniciar la huida, Numa ya le había alcanzado. Al mismo tiempo, el hombre-mono se descolgó de la rama de un árbol, cayó sobre el lomo del león, hundió el cuchillo en el rojizo costado de la fiera, detrás de la paletilla izquierda, introdujo los dedos de la mano derecha bajo la larga melena, hundió los dientes en la garganta de Numa y ciñó sus poderosas piernas alrededor del torso del felino. Numa emitió un rugido de dolor y de furia, al tiempo que se echaba hacia atrás y caía encima de su atacante. Pero Tarzán continuó aferrado a su presa, sin dejar de hundir repetida y rápidamente el cuchillo en el costado del animal. Una y otra vez rodó Numa, el león, sobre sí mismo, mientras daba zarpazos y dentelladas al aire, sembraba la noche de espeluznantes rugidos y volteaba el cuerpo en una y otra dirección, en infructuosos intentos de alcanzar a aquel ser que tenía sobre el lomo. Más de una vez estuvo Tarzán en un tris de soltar la presa. Numerosas contusiones y arañazos laceraban su cuerpo, cubierto de sangre de Numa, el león, y de polvo del camino, pero ni por un segundo disminuyó la ferocidad de su ataque ni aflojó la tenaza de su presa sobre su felino adversario. Ceder, aunque sólo fuera momentánea o ligeramente, hubiera significado quedar al alcance de aquellas uñas y de aquellos colmillos desgarradores, lo que habría puesto fin a la impresionante carrera del lord inglés nacido y criado en la jungla. El hechicero seguía tendido en el mismo sitio donde cayera al sufrir el ataque el león.
Ensangrentado, cubierto de heridas, el hombre no podía apartarse de allí y contemplaba la terrorífica batalla que sostenían aquellos dos señores de la selva. Fulguraban sus ojos, hundidos en el fondo de las cuencas, mientras los labios cuarteados se agitaban sobre unas encías sin dientes al musitar el anciano hechicero misteriosos conjuros destinados a los demonios de su devoción.
Durante unos minutos, el indígena no tuvo el menor asomo de duda acerca del desenlace de tan desigual pelea: aquel extraño blanco sucumbiría sin remedio bajo las garras del terrible Simba. ¿Quién había oído jamás que un hombre solo, sin más arma que un cuchillo, pudiese acabar con la vida de una fiera tan poderosa? Sin embargo, al cabo de un momento, los ojos del anciano negro empezaron a desorbitarse y ya no estuvo tan seguro de su pronóstico. ¿Qué clase de criatura maravillosa era aquella que no sólo hacía frente a Simba, sino que le mantenía a raya a pesar de lo formidablemente poderosos que eran los músculos del rey de los animales? Poco a poco, en los brillantes ojos del anciano, hundidos en unas cuencas enmarcadas por las arrugas y cicatrices del rostro, empezó a asomar la luz de un recuerdo. Los dedos de la memoria se estiraron hacia el pasado hasta tocar con las yemas la imagen de una escena, que el paso de los años había dejado borrosa y amarillenta. Era la imagen de un joven de piel blanca, de cuerpo ágil y flexible, que surcaba el aire saltando de rama en rama, entre los árboles, integrado en una tribu de monos gigantescos. Los ojos del anciano parpadearon y un pánico cerval despuntó en ellos: el miedo supersticioso del que cree en fantasmas, espíritus y demonios.