Tarzán y las joyas de Opar (6 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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El señor de la sabana rugió de nuevo, al tiempo que volvía su ominosa mirada hacia el altar. La se tambaleó hacia adelante, giró sobre sí misma y cayó sobre Werper, desvanecida.

Le cortaron el paso, lo agarraron…

CAPÍTULO VI

LA INCURSIÓN ÁRABE

C
UANDO remitió la primera oleada de terror subsiguiente al terremoto, Basuli y sus guerreros se apresuraron a regresar por el paso subterráneo en busca de Tarzán y de dos miembros de la tribu que también habían desaparecido.

Se encontraron con que las rocas desprendidas y amontonadas en el pasadizo les obstruían el paso. Trabajaron afanosamente durante dos jornadas para abrirse camino hacia los compañeros atrapados en la otra parte del túnel. Pero cuando, tras denodados esfuerzos, consiguieron avanzar unos cuantos metros y descubrieron los restos destrozados de uno de los indígenas, no tuvieron más remedio que llegar a la conclusión de que Tarzán y el otro waziri yacían más adelante enterrados bajo las toneladas de piedras que se habrían desprendido sobre ellos. Ya no existía forma humana de ayudarlos y, aunque la hubiera, tampoco podían facilitársela.

Una y otra vez, mientras retiraban rocas y más rocas, voceaban los nombres de su compañero y de Tarzán, pero ninguna respuesta llegó a sus atentos oídos. Por último, abandonaron la búsqueda. Lanzaron un último y lacrimoso vistazo a la devastada tumba de su señor, se echaron al hombro el pesado cargamento de oro, que, si no felicidad, al menos sí proporcionaría comodidades a la afligida viuda, y emprendieron su triste viaje de vuelta a través del desolado valle de Opar y de los bosques selváticos que los separaban de la lejana casa de los Greystoke.

Y mientras ellos se dirigían hacia la finca, ¡qué lamentable destino amenazaba aquel hogar dichoso y apacible!

Atendiendo la llamada que por carta le había dirigido su lugarteniente, Ahmet Zek se acercaba al galope desde el norte. Y con él marchaba la turba de renegados árabes, forajidos merodeadores y la chusma formada por los indígenas más degenerados que el bandido árabe había podido reclutar en las tribus de caníbales salvajes que poblaban los territorios por los que solía circular impunemente.

Mugambi, el Hércules de ébano que había compartido con su apreciado
bwana
multitud de peligros y vicisitudes, desde la Isla de la Selva hasta casi las fuentes del río Ugambi, fue el primero en advertir la audaz aproximación de la siniestra caravana.

Tarzán le había dejado al frente de los guerreros encargados de velar por la seguridad de lady Greystoke y no hubiera podido encontrarse guardián más valeroso, aguerrido y leal en ningún otro suelo o clima. Gigantesco de estatura, animoso e impávido ante el peligro, el formidable negro poseía también un espíritu y un sentido común acorde con las proporciones de su volumen y de su fiereza.

Ni una sola vez, desde que su señor abandonó la casa, se había alejado Mugambi de la finca hasta perder de vista la casa o no oír lo que en ella pudiera pasar, salvo cuando lady Greystoke decidía dar un paseo por la amplia llanura o aliviar la monótona rutina de su soledad cotidiana emprendiendo una breve expedición de caza. En tales ocasiones, Mugambi montaba su nervioso corcel árabe y se mantenía a la zaga de la montura de la señora.

Los jinetes se encontraban aún a gran distancia cuando los agudos ojos de Mugambi divisaron a la partida. Permaneció un momento observando en silencio el avance de aquella nutrida patrulla y luego dio media vuelta y se dirigió a todo correr hacia las chozas indígenas que se alzaban a unos centenares de metros más abajo de la casa.

Llamó a los ociosos guerreros. Dio una serie de rápidas órdenes. Obedeciéndolas, los indígenas empuñaron sus armas y escudos. Algunos corrieron a avisar a los que trabajaban en los campos de cultivo y a los que cuidaban de los rebaños. La mayoría acompañó a Mugambi en su camino de vuelta hacia la casa.

La nube de polvo que levantaban los jinetes aún se veía muy lejana. Mugambi no estaba seguro de que fueran enemigos, pero toda su vida había transcurrido en el África salvaje y no era la primera vez que
sus
ojos contemplaban la aparición de partidas que, como aquella, se presentaban sin anunciar su llegada. A veces aparecían en son de paz, pero en otras ocasiones llevaban la guerra consigo: uno no podía adivinar de antemano sus intenciones. Era buena medida estar preparado para lo peor. A Mugambi no le gustaba la rapidez con que avanzaban aquellos desconocidos.

La casa de los Greystoke no estaba bien aprestada para la defensa. No tenía una empalizada que la rodease ya que se alzaba en el corazón del territorio de los leales waziris y su dueño no había previsto la posibilidad de sufrir algún ataque por parte de potenciales enemigos. Eso sí, contaba con gruesas persianas de madera que cerraban el hueco de las ventanas contra las flechas hostiles y Mugambi estaba bajándolas cuando lady Greystoke apareció en el porche.

—¿A qué viene eso, Mugambi? —exclamó—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué bajas las persianas?

El índice de Mugambi señaló a través de la planicie, hacia el punto donde se veía ya claramente la fuerza de jinetes con atavío blanco.

—Árabes —explicó—. En ausencia del gran bwana, no creo que vengan para nada bueno.

Al otro lado del bien cuidado césped y de los arbustos de flores, Jane Clayton observó los cuerpos resplandecientes de sus waziris. Los rayos del sol arrancaban fulgores a las puntas metálicas de los venablos, aumentaban la vivacidad de los brillantes colores de las plumas que adornaban sus tocados de guerra y se reflejaban en la lustrosa piel de sus anchos hombros y los acentuados pómulos.

Jane Clayton los contempló con orgullo y afecto. ¿Acaso podía sucederle algo malo estando allí aquellos hombres para protegerla?

Los árabes se habían detenido en la llanura, a unos cien metros de la casa. Mugambi se apresuró a bajar para unirse a sus guerreros. Se adelantó unos pasos y alzó la voz para dirigirse a los desconocidos. Ahmet permaneció sobre la silla, erguido el cuerpo, al frente de sus secuaces.

—¡Árabe! —gritó Mugambi—. ¿Qué te trae aquí?

—Venimos en son de paz —respondió Ahmet Zek—. Entonces dad media vuelta y marchaos en paz —replicó Mugambi—. No os queremos por aquí. La paz entre árabes y waziris es imposible.

Aunque Mugambi no era waziri de nacimiento, la tribu lo había adoptado y en ella no había miembro más celoso de sus tradiciones y de sus gestas que Mugambi.

Ahmet Zek se colocó a un lado de su hueste y habló a los hombres en voz baja. Un momento después, sin previo anuncio, los jinetes dispararon una descarga cerrada sobre las filas de los waziris. Cayeron dos indígenas y los demás se aprestaron a lanzarse a la carga contra los agresores, pero Mugambi era un caudillo tan prudente como valeroso. Comprendió la inutilidad de atacar a hombres a caballo y armados con mosquetones. Ordenó una retirada estratégica y sus hombres se situaron tras los arbustos del jardín. Envió unos cuantos a determinados puntos estratégicos, alrededor de la casa. A media docena los mandó al interior, con instrucciones precisas para que mantuvieran a la señora a cubierto y la protegieran con sus propias vidas de ser necesario.

Ahmet Zek adoptó la táctica de los luchadores del desierto, su lugar de procedencia. A la cabeza de sus hombres, que formaron una línea larga y delgada, se lanzó al galope y describió un amplio círculo alrededor de la casa, círculo de jinetes que fue estrechando el cerco poco a poco, acercándose a los defensores.

En la zona del círculo más próxima a los waziris, se sucedían ininterrumpidamente las andanadas contra los arbustos tras los que estaban apostados los indígenas. Éstos, por su parte, disparaban sus delgadas flechas sobre el enemigo que tenían más cerca.

Justamente famosos por su habilidad con el arco y las flechas, los waziris no tuvieron motivo para sentirse abochornados, ni mucho menos, por su actuación de aquel día. De vez en cuando, uno de aquellos atezados jinetes alzaba las manos por encima de la cabeza y caía de la silla, atravesado por una mortífera flecha, pero la batalla era demasiado desigual. La superioridad numérica de los árabes iba a resultar decisiva, sus proyectiles atravesaban los arbustos y acertaban en dianas invisibles para los fusileros árabes. Por último, Ahmet Zek trazó al galope un círculo a ochocientos metros por el norte de la casa, derribó un sector de la cerca y condujo a sus facinerosos al recinto que ocupaban los huertos y jardines de la finca.

Desencadenaron una furiosa carga, a galope tendido. Ni siquiera se detuvieron ante las vallas, sino que lanzaron a sus monturas a través de ellas, destrozándolas y franqueando todos los obstáculos como gaviotas.

Mugambi los vio llegar y ordenó a los guerreros que quedaban con vida que se replegasen a la casa, último bastión de resistencia. Lady Greystoke estaba en el porche, con un rifle en la mano. Más de uno de aquellos asaltantes había acabado su carrera criminal merced a los templados nervios y a la certera puntería de la dama; más de un corcel galopaba sin jinete en la estela de la horda lanzada al ataque.

Mugambi hizo entrar a su señora a la seguridad que podía brindar el interior de la casa y, con sus diezmados efectivos, se aprestó a montar el último foco de resistencia, la última posición defensiva.

Los árabes se precipitaron veloces, gritando como posesos y agitando sus espingardas por encima de la cabeza. Al pasar al galope por delante del porche descargaron un diluvio de mortíferas balas sobre los waziris que, rodilla en tierra, correspondieron con una nube de flechas, lanzadas desde detrás de sus escudos de forma oval, escudos seguramente apropiados para detener una flecha o desviar un venablo enemigo, pero que no servían de nada ante los proyectiles de plomo de los fusileros.

Por debajo de las persianas a medio levantar de la casa, otros arqueros realizaban su misión bélica con más efectividad y menos riesgo y, tras aquel primer asalto, Mugambi congregó todas sus fuerzas dentro del inmueble.

Una y otra vez lanzaron los árabes sus asaltos hasta que, por último, optaron por situar la pequeña fortaleza, formando un círculo estacionado alrededor de la casa, fuera del alcance de las flechas de los defensores. Se dedicaron a disparar a discreción contra las ventanas desde sus nuevas posiciones. Los waziris fueron cayendo uno tras otro. Cada vez era menor el número de flechas que respondían al fuego de las armas de los atacantes. Al final, Ahmet Zek consideró que podía ordenar el asalto definitivo con la certeza absoluta de alcanzar el éxito.

La horda sedienta de sangre galopó hacia el porche, al tiempo que disparaba sus armas. Una docena de jinetes cayeron bajo las flechas de los defensores, pero la mayoría alcanzó la puerta de la casa. Pesadas culatas de espingarda se abatieron violentamente sobre ella. El chasquido de la madera al astillarse se mezcló con la detonación de un rifle, cuando Jane Clayton disparó a través de los paneles contra aquel enemigo despiadado.

Cayeron hombres a ambos lados de la puerta, pero la frágil barrera acabó por ceder bajo los frenéticos ataques de los endemoniados agresores. Se derrumbó hacia dentro y una docena de asesinos tostados por el sol irrumpieron en el cuarto. Jane Clayton se erguía en el fondo de la sala, rodeada por los restantes miembros de su fiel guardia. Cubrían el suelo los cadáveres de quienes ya habían entregado su vida en defensa de la dama. Delante de aquella reducidísima fuerza protectora estaba el gigantesco Mugambi. Los árabes se echaron el arma a la cara para disparar la descarga que acabaría de manera concluyente con toda resistencia, pero Ahmet rugió una orden que inmovilizó todos los dedos un segundo antes de que apretaran el gatillo.

—¡No disparéis contra la mujer! —gritó—. ¡Responderá con su vida el que le haga el menor daño! ¡Cogedla viva!

Los árabes se precipitaron a través de la habitación. Los waziris les hicieron frente con sus venablos. Centellearon las espadas y pistolas de largo cañón pronunciaron lúgubres sentencias de muerte. Mugambi hundió su venablo con tal ímpetu en el cuerpo del árabe que tenía más cerca que lo atravesó de parte a parte, después arrebató de la mano la pistola que empuñaba otro, la cogió por el cañón y descargó con todas sus fuerzas un culatazo sobre la cabeza de un asaltante que trataba de abrirse camino hasta lady Greystoke.

Imitando su ejemplo, los escasos guerreros supervivientes lucharon como diablos, pero fueron cayendo uno por uno, hasta que sólo quedó Mugambi para defender el honor y la vida de la compañera del hombre-mono.

Desde el otro lado del cuarto, Ahmet Zek contemplaba el desigual combate y apremiaba a sus secuaces. Empuñaba un mosquetón con incrustaciones de joyas. Lo levantó, muy despacio, se lo echó a la cara y aguardó a que Mugambi se desplazara hasta un punto en que lo tuviera a su merced, sin que la vida de la mujer o la de alguno de los esbirros del árabe corriese peligro.

Se produjo finalmente la circunstancia que aguardaba y Ahmet apretó el gatillo. Sin exhalar un gemido, Mugambi se desplomó sobre el piso, a los pies de Jane Clayton.

Rodearon y desarmaron a lady Greystoke en cuestión de segundos. Sin pronunciar palabra, la arrastraron fuera de la casa. Un negro gigantesco la levantó en peso y la colocó encima de la silla de su caballo y, mientras los malhechores se dedicaban al pillaje en la casa y los edificios auxiliares, el negro se llevó el rehén hasta el otro lado del portillo de la cerca y aguardó la llegada de su jefe.

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