Tarzán y las joyas de Opar (5 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Tarzán soñaba ya con el feliz regreso al hogar, con los cariñosos brazos que se le echarían al cuello y con la suave mejilla que se apretaría contra la suya… pero recordó de pronto el augurio del anciano hechicero y el sueño estalló como una pompa de jabón.

Y entonces, en el espacio de unos fulminantes segundos, las esperanzas de ambos hombres saltaron hechas añicos. Uno olvidó su ambiciosa codicia cuando una oleada de pánico se apoderó de su ánimo… El otro se hundió en un olvido absoluto de su pasado cuando un fragmento de roca cayó violentamente sobre su cabeza y el filo irregular de la piedra le abrió un profundo corte.

CAPÍTULO V

EL ALTAR DEL DIOS FLAMÍGERO

O
CURRIÓ en el preciso instante en que Tarzán se retiraba de la puerta que un segundo antes había cerrado y echaba a andar hacia el mundo exterior. La catástrofe se desató sin previo aviso. En un momento determinado, la calma y la estabilidad eran totales… y una fracción de segundo después, el mundo trepidó, se abrieron y desmoronaron las paredes del estrecho pasadizo, enormes bloques de granito se desprendieron del techo y cegaron el angosto corredor, sobre el que también se abatieron hacia adentro los pétreos costados. Al recibir el impacto del fragmento de roca, Tarzán se tambaleó hacia atrás, su espalda chocó contra la puerta de la cámara del tesoro, ésta se abrió, y el cuerpo del hombre-mono fue a parar al suelo y rodó dentro del cuarto.

El movimiento sísmico produjo muchos menos daños en la estancia donde se guardaba el tesoro. Cayeron unos cuantos lingotes de la parte superior de los montones, del techo sólo se desprendió y se estrelló contra el suelo un único pedazo de roca y las paredes se cuartearon, pero no se vinieron abajo.

Sólo hubo una sacudida, sin que se produjese otra que rematara los daños producidos por la primera. La repentina violencia que descargó el terremoto había lanzado de bruces contra el piso a Werper, que al darse cuenta de que estaba ileso se ponía ya vacilantemente en pie. Se encaminó a tientas hacia el fondo de la cámara, en busca de la vela que Tarzán había dejado en el extremo de un lingote que sobresalía del rimero, sostenida por su propia cera.

El belga tuvo que encender bastantes fósforos antes de encontrar lo que buscaba y cuando consiguió que la llama de una cerilla prendiese en el pabilo y la débil claridad de la vela despejó un poco la negrura estigia que le rodeaba, Werper dejó escapar un suspiro de alivio, porque aquellas consistentes y herméticas tinieblas acentuaban los terrores de su situación.

Cuando los ojos se fueron acostumbrando a aquel tenue conato de luz, el belga volvió la mirada hacia la puerta —su única idea en aquel momento era abandonar cuanto antes aquella tumba espantosa— y vio entonces el desnudo cuerpo del gigante que yacía tendido en el suelo, justo en la parte interior del umbral. Un súbito arrebato de temor impulsó a Werper hacia atrás, pero al mirar por segunda vez comprendió que el inglés estaba muerto. La sangre que manaba de la enorme brecha abierta en la cabeza del hombre había formado ya un charco sobre el piso de cemento.

El belga saltó rápidamente por encima del caído cuerpo de su antiguo anfitrión y, sin que se le pasara por la cabeza siquiera la idea de auxiliar a aquel hombre, que aún podía conservar un resto de vida, se precipitó por el pasadizo subterráneo en busca de la salvación.

No obstante, sus renovadas esperanzas se volatilizaron lamentablemente casi de inmediato. Se encontró con que, al otro lado de la puerta, el paso estaba completamente obstruido y taponado por masas impenetrables de rocas despedazadas. Volvió a entrar en la cámara del tesoro. Cogió la vela del lugar donde estaba e inició un examen sistemático de la estancia. No había ido muy lejos en su inspección cuando dio con otra puerta en el fondo de la sala. Una puerta que giró chirriante sobre sus goznes cuando le aplicó el peso del cuerpo. Al otro lado Werper vio un nuevo pasillo; se aventuró por él, subió un tramo de peldaños de piedra y llegó a otro pasillo, a unos seis metros por encima del primero. La vacilante llama de la vela le iluminaba el camino por delante y, al cabo de un momento, el belga no pudo por menos que agradecer la posesión de aquella antigua y tosca fuente de luz, que escasas horas antes habría mirado con desprecio, porque merced a su claridad pudo percibir, justo a tiempo, la ávida boca de un pozo que se abría en el suelo y que al parecer ponía fin al pasillo por el que Werper avanzaba.

Estaba delante de un pozo de abertura circular. Alargó la vela por encima del hoyo y miró hacia el fondo. La superficie liquida del agua, a una profundidad tremenda, reflejó la luz de la llama. Sí, había llegado a un pozo. Levantó la candela por encima de la cabeza y escudriñó el negro vacío que tenía por delante. Vio que, al otro lado del pozo, el túnel continuaba. Pero ¿cómo iba a franquear aquel abismo?

Mientras, inmóvil allí, medía con la vista la distancia que le separaba del lado contrario y se preguntaba si se atrevería a intentar el gran salto, a sus sobresaltados oídos llegó súbitamente un penetrante alarido cuyo volumen fue disminuyendo de modo paulatino, hasta acabar en una serie de lúgubres gemidos. La voz parecía humana en parte, aunque resultaba tan alucinante que lo mismo podía emanar de la garganta atormentada de un alma en pena que estuviera retorciéndose entre las llamas del infierno.

Un escalofrío sacudió al belga, que alzó temeroso la cabeza, porque el grito parecía tener su origen encima de donde se encontraba. Al mirar hacia arriba vio una abertura y un trozo de cielo en el que fulguraban las estrellas.

El espeluznante aullido eliminó de su mente la medio adoptada intención de pedir socorro: donde alentase una voz así, no era posible que viviesen seres humanos. No se atrevió a manifestar su presencia a las criaturas que pudieran encontrarse encima de donde él estaba. Se maldijo por haber sido tan insensato y necio como para embarcarse en aquella endemoniada empresa. Hubiera dado algo bueno por verse de vuelta en el campamento de Ahmet Zek y hasta habría recibido alborozadamente, de mil amores y con los brazos abiertos, la oportunidad de entregarse a las autoridades militares belgas si éstas se presentaran a rescatarle de aquella terrible situación en que se encontraba en aquel momento.

Se mantuvo a la escucha, con el miedo rebosándole el alma, pero el grito no se repitió; al cabo de un rato, comprendió que la situación era tan desesperada que había que recurrir al heroísmo de saltar a través de la sima. Retrocedió veinte pasos para tomar carrerilla, salió disparado, llegó al borde del pozo, tomó todo el impulso que pudo, se lanzó e intentó ganar con su salto la orilla opuesta.

Apretaba en la mano la candela, cuya llama había apagado una ráfaga de aire cuando el belga iniciaba el salto. En la profunda oscuridad que le envolvió mientras surcaba el aire, Werper extendió los brazos dispuesto a agarrarse a lo que pudiera, en el caso de que sus pies no aterrizaran más allá del invisible borde del pozo.

Sus rodillas cayeron sobre el mismo filo rocoso del suelo, al otro lado de la sima, resbaló hacia atrás, se agarró a algo, desesperadamente, y por fin su cuerpo se detuvo, mitad dentro y mitad fuera del abismo. Pero estaba a salvo. Durante varios minutos se mantuvo aferrado allí, débil y sudoroso, sin atreverse a efectuar el menor movimiento. Por último, con toda la cautela del mundo, se adentró un poco en el túnel y de nuevo se tendió cuan largo era en el suelo, mientras se esforzaba en recuperar el dominio de sus destrozados nervios.

Había soltado la vela cuando sus rodillas tropezaron con el borde del túnel. Ahora, con la esperanza de haber caído en el suelo del pasadizo y no en las profundidades del pozo, se puso a gatas y emprendió una diligente búsqueda del pequeño cilindro de cera, que en aquellos instantes le parecía infinitamente más precioso que las fabulosas riquezas que representaban los lingotes de oro acumulados en Opar.

Cuando, por fin, sus manos tropezaron con la vela, la agarró con fuerza y se dejó caer de nuevo en el suelo, agotado y sollozante. Permaneció así largos minutos, tembloroso, destrozado, hasta que al final se sentó, extrajo una cerilla del bolsillo y encendió el cabo de vela que quedaba. A la luz de la llama le resultó más fácil recobrar el dominio de los nervios y no tardó en estar en condiciones de avanzar por el túnel, a la búsqueda de alguna vía de escape. El horrendo alarido que había llegado desde arriba por el hueco de aquel viejo pozo aún le obsesionaba y los ruidos de su propio y cauteloso avance le hacían temblar de pavor.

Escasa distancia había cubierto cuando, con enorme contrariedad, vio que una pared de mampostería le cortaba el paso; el túnel quedaba completamente cerrado desde el techo hasta el suelo y, naturalmente, por ambos lados. ¿Qué podía significar? Werper era hombre ilustrado e inteligente. Su formación militar le había enseñado a utilizar el cerebro para el propósito al que estaba destinado. Un túnel cegado era algo absurdo, carente de sentido. Tenía que continuar al otro lado de aquella pared. Alguien, en algún momento del pasado, lo bloqueó con algún objetivo particular. A la luz de la vela, Werper procedió a examinar la pared de fábrica. Comprobó, con enorme satisfacción, que los delgados bloques de piedra labrada que componían el muro estaban colocados uno encima de otro sin más, sin argamasa ni cemento que los consolidara. Empujó uno de ellos y, jubiloso, vio que podía retirarlo de allí sin grandes dificultades. Fue quitando sucesivos bloques hasta abrir un boquete lo bastante amplio como para que pasara su cuerpo. A través de aquel hueco se deslizó al interior de una cámara espaciosa, pero de techo bajo. Al fondo de la misma, otra puerta le obstruía el camino, pero también esta barrera cedió ante sus esfuerzos, ya que no estaba atrancada. Se extendía ante él un pasillo largo y oscuro, pero antes de que hubiese recorrido mucho trecho del mismo, la vela se consumió hasta quemarle los dedos. Soltó una maldición al tiempo que la dejaba caer al suelo, donde chisporroteó unos segundos antes de apagarse.

Sumido de nuevo en una oscuridad total, el terror volvió a aposentarse pesadamente sobre sus hombros. No tenía la menor idea de la clase de abismos y peligros que pudieran aguardarle por delante, pero estaba predispuesto a creer que nunca se había encontrado tan lejos de la libertad como en aquellos instantes, porque así de desalentadora es la falta completa de luz para quien se encuentra en terreno desconocido.

Tanteando con las manos las paredes del túnel y adelantando cautelosamente el pie antes de dar cada paso, Werper fue adelantando poco a poco. No pudo determinar cuánto tiempo avanzó así, pero al final, con la sensación de que aquel túnel era interminable y agotado por el esfuerzo, el terror y la falta de sueño, decidió tenderse en el suelo y dormir un poco antes de continuar adelante.

Cuando se despertó, la oscuridad circundante no se había aclarado lo más mínimo; todo seguía igual. Ignoraba si había dormido un día entero o sólo un segundo; pero lo que sí le resultó evidente fue que durmió algún tiempo, porque se encontraba fresco y además tenía hambre.

Reanudó la marcha a tientas, pero en esa ocasión apenas había recorrido unos metros cuando desembocó en una estancia iluminada por la claridad que irrumpía por el hueco de una abertura del techo. Un tramo de escalones de cemento descendía desde la abertura hasta el piso de la cámara.

Por encima de su cabeza, a través de dicha abertura, Werper vio la luz del sol entre columnas macizas en las que se entrelazaban plantas trepadoras. Aguzó el oído; pero no captó más sonidos que el susurro del viento al pasar entre el follaje, el áspero piar de las aves y el parloteo de los monos.

Con paso intrépido ascendió por la escalera; al llegar arriba se encontró ante un patio circular. Frente a él se alzaba un altar de piedra con manchas de color pardusco, como de óxido. De momento, Werper no concedió a aquellas manchas la suficiente importancia como para pensar en explicárselas, pero más adelante su origen le resultó aterradoramente claro.

Detrás del altar, junto a la abertura del suelo por la que había accedido al patio desde la cámara subterránea inferior, el belga descubrió varias puertas que llevaban del recinto al nivel del piso. Por encima, dando una vuelta completa al patio, se veían varios balconajes abiertos. Los micos pululaban por la desiertas ruinas y diversas aves de llamativo plumaje multicolor aleteaban entre las columnas y por las galerías superiores. Pero no se apreciaba señal alguna de presencia humana. Werper se sintió aliviado. Suspiró, como si le hubieran quitado un peso enorme de encima de los hombros. Dio un paso en dirección a una de las salidas… y se detuvo en seco, desorbitados los ojos por el terror, porque casi simultáneamente se habían abierto una docena de puertas y una horda de hombres de aspecto horripilante se precipitaron sobre él.

Eran los sacerdotes del Dios Flamígero de Opar: los mismos velludos, sarmentosos y horribles hombrecillos que en aquel mismo lugar, años antes, arrastraron a Jane Clayton hasta el ara de los sacrificios. Un terror paralizante sacudió los estremecidos nervios del belga al ver el aspecto bestial y repulsivo de aquellos individuos de largos brazos y piernas cortas y arqueadas, de frentes hundidas, de ojillos diabólicos y demasiado juntos, bajo las poblarlas e hirsutas cejas.

Soltó un grito, dio media vuelta y se dispuso a emprender una veloz huida rumbo a los menos ominosos terrores de los oscuros pasillos y estancias de los que acababa de emerger. Pero aquellos escalofriantes sujetos se adelantaron a sus intenciones. Le cortaron el paso, lo agarraron y aunque se dejó caer y les imploró, de rodillas ante ellos, que le perdonaran la vida, lo ataron y lo arrojaron contra el suelo de la parte interior del templo.

Todo lo demás fue una repetición de lo que Tarzán y Jane habían vivido anteriormente. Llegaron las vestales y, con ellas, la suma sacerdotisa, La. Levantaron a Werper y lo tendieron encima del altar. Un sudor frío brotaba de los poros del belga cuando La alzó por encima del cuerpo de la futura víctima el cruel cuchillo del sacrificio. El canto de la muerte penetró hasta el fondo de los torturados oídos de Werper. Los aterrorizados ojos del belga se dirigieron a las copas de oro en las que aquellos espeluznantes paganos calmarían su sed inhumana bebiendo la sangre vital de su víctima.

Deseó que la misericordia divina le concediese la gracia de perder el conocimiento unos segundos antes de que el afilado cuchillo se hundiera definitivamente en su cuerpo… Y, de pronto, un escalofriante rugido resonó casi junto a su cabeza. La suma sacerdotisa bajó la daga, mientras sus ojos horrorizados parecieron a punto de salírsele de las órbitas. Las vestales, sus acólitas, prorrumpieron en chillidos y corrieron como locas hacia las salidas. Los sacerdotes estallaron en estruendosos bramidos, de pavor o de furia, según su cobardía o su valor. Werper estiró el cuello para echar una mirada al motivo de aquel pánico y, al avistarlo, también él se quedó helado de miedo, porque lo que vieron sus ojos fue la figura de un león monumental, erguido en medio del templo y que ya tenía una víctima mutilada bajo sus feroces garras.

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