Ahmet Zek contempló en silencio al europeo. Un torbellino de ideas se agitaba en su cerebro, la principal de las cuales era que aquel infiel le engañaba. Desde luego, existía la posibilidad de que no mintiese, en cuyo caso merecía la pena tener en cuenta su proposición, puesto que nunca andaba sobrado de buenos combatientes… y mucho menos de blancos que dominasen los sistemas y tácticas militares que, teóricamente, debía conocer a fondo un oficial europeo.
Ahmet enarcó las cejas y eso puso en vilo de nuevo el corazón de Werper. Pero lo que el belga ignoraba era que el árabe fruncía el ceño en situaciones que instaban a los demás a sonreír y sonreía cuando los demás arrugaban el entrecejo.
—Si me has mentido —amenazó Ahmet Zek—, te mataré en el mismo instante en que lo compruebe. Veamos, aparte de permitirte seguir viviendo, ¿qué más esperas que te conceda por tus servicios?
—Por ahora, me conformo con la subsistencia —respondió Werper—. Más adelante, si consideras que puedo serte realmente útil, no creo que tengamos muchos problemas para llegar a un acuerdo.
Lo único que deseaba Werper en aquel momento era conservar la vida. Así pues, se decidió sin más que el teniente Albert Werper ingresara en la banda de ladrones de esclavos y marfil que capitaneaba el lamentablemente célebre Ahmet Zek.
El renegado belga cabalgó durante meses junto al facineroso árabe. Luchaba con salvaje indiferencia y con una crueldad infame que no desmerecía de la perversa ferocidad de sus compañeros. Ahmet Zek observaba con ojos de lince a su nuevo recluta y, a medida que su satisfacción aumentaba, a la vista del comportamiento del europeo, su confianza en éste fue cristalizando en la concesión a Werper de una mayor independencia a la hora de actuar.
Por último, Ahmet Zek dejó a un lado todo recelo y decidió mostrarse tan absolutamente franco con el belga como para hacerle partícipe de un plan que llevaba acariciando largo tiempo, pero que nunca había tenido ocasión de llevar a la práctica. Sin embargo, con la ayuda del europeo, tal proyecto podía realizarse con relativa facilidad.
—¿Has oído hablar de ese individuo que los hombres llaman Tarzán? —sondeó el árabe.
Werper asintió.
—Le conozco de oídas —dijo el belga—, pero no personalmente.
—Si no fuera por él —continuó el árabe—, nuestras «operaciones comerciales» ganarían mucho en seguridad y beneficio económico. Lleva años combatiéndonos, manteniéndonos fuera de la zona más rica del país, hostigándonos y proporcionando armas a los indígenas para que puedan rechazarnos a tiro limpio cuando nos acercamos para «comerciar». Es un hombre muy rico. Si encontráramos el modo de obligarle a pagar una sustanciosa cantidad de monedas de oro, no sólo nos vengaríamos de él, sino que nos resarciríamos de buena parte de lo que nos ha impedido ganar «explotando» a los indígenas a quienes tiene bajo su protección.
Werper sacó un cigarrillo de una enjoyada pitillera y lo encendió.
—¿Tienes un plan para sacarle los cuartos? —preguntó.
—Está casado —respondió Ahmet Zek—, y dicen que su esposa es muy guapa. En el norte nos pagarían por ella una bonita suma en el caso de que nos resultara demasiado difícil conseguir de Tarzán el dinero del rescate.
Werper agachó la cabeza mientras meditaba. Ahmet Zek aguardó de pie la respuesta. En la conciencia de Albert Werper aún quedaba un residuo de honestidad que se soliviantó ante la idea de vender a una mujer blanca, que iría a parar a la esclavitud y la humillación degradante de un harén musulmán. Levantó la vista hacia Ahmet Zek. Vio que el árabe tenía los párpados entrecerrados y supuso que había adivinado lo repugnante que a él, Albert Werper, le parecía el plan. Si se negase a colaborar, ¿qué podría ocurrirle? Estaba en manos de aquel malhechor semibárbaro, para el que la vida de un infiel tenía poco más o menos el mismo valor que la de un perro. Werper amaba la vida. Y, de cualquier modo, ¿qué representaba para él aquella mujer? Era una dama europea, sin duda, miembro de una sociedad organizada. Él era un forajido. La mano de todo hombre blanco estaba en contra suya. Aquella mujer era su enemigo natural y, si él se negaba a colaborar en el secuestro, Ahmet no dudaría en liquidarle.
—Veo que vacilas —murmuró el árabe.
—Estaba calculando las posibilidades, de éxito —mintió Werper— y la recompensa que me correspondería. Al ser europeo me admitirán sin reservas en su casa y me sentarán a su mesa. No cuentas con nadie que pueda decir lo mismo. Pero el riesgo será enorme. No vas a tener más remedio que pagarme bien, Ahmet Zek.
Una sonrisa de alivio animó la expresión del salteador árabe.
—Bien dicho, Werper. —Ahmet palmeó la espalda del belga—. Habrá que pagarte bien y se te pagará bien. Ahora sentémonos y procedamos a imaginar y preparar la mejor forma de llevar a cabo esta rentable operación.
Los dos hombres se pusieron en cuclillas sobre una mullida alfombra, bajo las descoloridas sedas de la en otro tiempo fastuosa tienda de Ahmet, y mantuvieron una conversación en voz baja que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Ambos eran altos, llevaban barba y la exposición al sol y al viento había proporcionado a la piel del europeo un tono atezado que casi no se diferenciaba del color que tenía la del árabe. Por otra parte, el belga había copiado prácticamente en todos los detalles el atavío de su jefe, por lo que exteriormente parecía tan árabe como Ahmet Zek. Era muy tarde cuando Werper se levantó y se retiró a su tienda.
Al día siguiente, el antiguo teniente dedicó un respetable espacio de tiempo a la tarea de repasar a fondo su uniforme, eliminando de las prendas todo vestigio que indicase su finalidad castrense. De la heterogénea colección de objetos producto de sus saqueos, Ahmet Zek le proporcionó un salacot y una silla de montar europea. Y seleccionó de entre sus sicarios y esclavos negros una cuadrilla de porteadores,
askaris
y mozos de tienda con los que formó un safari modesto pero digno de un practicante de la caza mayor. Y a la cabeza de esa partida Werper abandonó el campamento.
EXPEDICIÓN A OPAR
Q
UINCE días después, John Clayton, lord Greystoke, cabalgaba de regreso de una gira de inspección por su vasta propiedad africana cuando divisó la cabeza de una columna de hombres que atravesaban la llanura extendida entre su casa y la linde del bosque, por el norte y el oeste.
Detuvo su corcel y observó el pequeño grupo que emergía de una depresión del terreno. Sus agudos ojos captaron el reflejo del sol al caer sobre el casco blanco de un jinete y, con el convencimiento de que un cazador europeo acudía en busca de hospitalidad, John Clayton hizo dar media vuelta a su caballo y avanzó despacio al encuentro del recién llegado.
Media hora después subía los peldaños del porche de la casa y presentaba a monsieur Jules Frecoult a lady Greystoke.
—Me había extraviado —explicó el señor Frecoult—. Parece que el jefe de mi cuadrilla nunca estuvo en esta parte del país y los guías encargados de acompañarme desde la última aldea por la que pasamos aún conocían el terreno menos que nosotros. Desaparecieron hace dos jornadas. He tenido mucha suerte al tropezarme con usted de modo tan providencial. De no haberle encontrado, no sé qué habría sido de nosotros.
Se decidió que Frecoult y su partida permanecieran allí unos cuantos días y, cuando hubiesen descansado, lord Greystoke les facilitaría guías que los condujesen a una zona con la que el jefe de la cuadrilla de Frecoult estuviera familiarizado.
En su papel de ocioso caballero francés, Werper no tuvo que esforzarse mucho para engañar a su anfitrión y granjearse la simpatía de Tarzán y de Jane Clayton, pero cuanto más prolongaba su estancia en la casa del inglés menor iba siendo su esperanza de cumplir fácilmente el propósito que le había llevado a ella.
Cuando lady Greystoke salia a pasear sola a caballo nunca se alejaba demasiado de la casa y, por otra parte, la salvaje lealtad de los feroces guerreros waziris que constituían el grueso de la hueste de Tarzán parecía descartar todo posible éxito de cualquier intento de secuestro y, desde luego, de soborno de los propios waziris.
Al cabo de una semana, Werper llegó a la conclusión de que no estaba más cerca de su objetivo que el día en que llegó allí. Pero entonces sucedió algo que dio nuevas alas a su esperanza y le hizo creer que tal vez pudiera conseguir una recompensa aún más suculenta que el rescate por el secuestro de una mujer.
Había llegado a la casa un mensajero con la correspondencia de la semana y lord Greystoke se pasó la tarde en su despacho, leyendo y contestando cartas. Durante la cena parecía estar preocupado y en seguida se excusó y se retiró a su habitación, seguido casi inmediatamente por lady Greystoke. Sentado en el porche, Werper les oyó hablar en tono serio, lo que le hizo comprender que sucedía algo fuera de lo normal. Se levantó al instante de la silla y se deslizó silenciosamente, manteniéndose entre las sombras de los arbustos que crecían exuberantes en torno a la casa, hasta situarse debajo de la ventana del dormitorio de los anfitriones.
Aguzó el oído, y no sin provecho, porque casi desde las primeras frases la excitación se apoderó de él. Cuando Werper llegó a las proximidades de la ventana, lady Greystoke decía:
—Siempre he dudado de la solvencia de esa empresa, pero parece increíble que la quiebra se produzca con unas deudas tan desmesuradas… a menos que haya una malversación de fondos, un fraude…
—Eso es lo que sospecho —articuló Tarzán—, pero sea cual fuere la causa, subsiste la consecuencia de que lo he perdido todo y el único recurso que me queda es volver a Opar y conseguir una nueva remesa de capital en efectivo.
—¡Oh, John! —exclamó lady Greystoke, y Werper captó en su voz el temblor del miedo—. ¿No hay otra solución? No soporto la idea de que vuelvas a esa horrible ciudad. Casi prefiero la pobreza antes de que vuelvas allí. Los peligros que pueden acecharte en esa espantosa Opar son…
—No hay motivo para tu miedo —rió Tarzán—. Me parece que soy bastante capaz de cuidar de mí mismo y, en el caso de que no fuera así, los waziris que me acompañen se encargarán de que no me ocurra nada malo.
—Ya una vez salieron corriendo y te dejaron abandonado a tu suerte —le recordó Jane.
—No volverán a hacerlo —dijo Tarzán—. Se avergonzaron lo suyo en aquella ocasión… Y volvían en mi ayuda cuando los encontré.
—Pero tiene que haber otra solución —insistió la mujer.
—No existe ningún otro modo de hacerse con una fortuna que sea la mitad de fácil que el de volver a la cámara del tesoro de Opar y arramblar con el oro que haga falta —respondió John Clayton—. Andaré con cien ojos, Jane, y te aseguro que existen muy pocas probabilidades de que los habitantes de Opar sospechen siquiera que he vuelto a visitarles y les he despojado de otra parte de un tesoro de cuya existencia no tienen la menor idea, como también ignorarían su valor, en caso de que supiesen lo que hay bajo sus pies.
El tono terminante con que pronunció tales palabras pareció convencer a lady Greystoke de que era inútil seguir discutiendo, así que abandonó el tema.
Werper permaneció a la escucha un poco más y luego, seguro de haber oído lo necesario y temeroso de que pudieran descubrirle allí, regresó al porche, donde, antes de retirarse a descansar, se fumó unos cuantos cigarrillos en rápida sucesión.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Werper manifestó su intención de ponerse en marcha a la mayor brevedad, y pidió permiso a Tarzán para cobrar algunas piezas de caza mayor por el camino, en el territorio de los waziris, permiso que lord Greystoke no tuvo inconveniente en concederle.
El belga dedicó dos días a realizar sus preparativos, pero al final emprendió la marcha con su safari, acompañado por el guía waziri que lord Greystoke le facilitó. Apenas había cubierto la partida un breve recorrido cuando Werper fingió encontrarse enfermo y anunció que se quedaría donde estaba hasta haberse recuperado del todo. Como estaban a tan escasa distancia de la casa de los Greystoke, el belga despidió al guía waziri, al que dijo que volviera con su señor y que enviaría a buscarlo cuando él, Werper, se encontrase en condiciones de reanudar la marcha. En cuanto el guerrero waziri se hubo ido, Werper convocó en su tienda a uno de los fieles indígenas de Ahmet Zek y le despachó con la misión de vigilar la casa de Tarzán. En cuanto éste partiera, el negro volvería de inmediato para informar a Werper de la dirección que había tomado.
El belga no tuvo que esperar mucho: al día siguiente, su enviado ya estaba de vuelta con la noticia de que, a la cabeza de una hueste de cincuenta guerreros waziris, Tarzán había partido en dirección sudeste a primera hora de la mañana.
Werper redactó una larga carta para Ahmet Zek, llamó a su jefe de cuadrilla y le tendió la misiva.
—Envía inmediatamente un mensajero a Ahmet Zek y que le entregue esta carta —le aleccionó—. Tú te quedas aquí, en el campamento, a la espera de posibles instrucciones ulteriores, mías o de Ahmet Zek. Si viniera alguien de la casa del inglés, le dices que me encuentro muy enfermo, que estoy en mi tienda y que no puedo ver a nadie. Proporcióname ahora seis porteadores y seis
askaris
—los más fuertes y valientes de la cuadrilla—, con los que seguiré al inglés hasta descubrir dónde tiene escondido el oro.
De modo que, mientras Tarzán, sin más prenda de vestir que el taparrabos y sin más armas que la cuerda, el cuchillo y el venablo que tanto le gustaban, conducía a sus fieles waziris hacia la ciudad muerta de Opar, el renegado Werper le seguía el rastro durante los largos y abrasadores días y pasaba las noches acampado a escasa distancia por detrás de él.
Y al mismo tiempo que los dos grupos se dirigían a Opar, Ahmet Zek cabalgaba al frente de todo su ejército hacia el sur, rumbo a la finca de Greystoke.
Para Tarzán de los Monos, aquella expedición sólo era un simple paseo más o menos festivo. En el mejor de los casos, el barniz de civilización que cubría su naturaleza no era más que una capa superficial, de la que, siempre que se le presentaba una excusa razonable, se desprendía con la misma satisfacción con que se quitaba las incómodas prendas de ropa europeas. Sólo el cariño que sentía por su esposa impulsaba a Tarzán a mantener aquella apariencia de civilización, una circunstancia cuya familiaridad no le inspiraba más que desprecio. Aborrecía la afectación y el fariseismo de las relaciones sociales y, con la lúcida visión de una mente no contaminada, había penetrado hasta el fondo putrefacto del asunto: el cobarde anhelo de paz, tranquilidad y salvaguardia de los derechos de propiedad de los privilegiados. Que las cosas bellas de la vida —el arte, la música y la literatura— hubiesen florecido en un ambiente impregnado de ideales tan degradantes era algo que Tarzán rechazaba enérgicamente: insistía en que más bien prosperaron a pesar de la civilización.