Tarzán y las joyas de Opar (7 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Jane Clayton vio a los asaltantes apoderarse de los caballos del corral y sacar las reses de los campos. Los vio saquear su hogar y despojarla de todo lo que, a los ojos de los árabes, tenía algún valor. Los vio aplicar la antorcha y vio elevarse las llamas que empezaban a lamer el resto.

Y finalmente, cuando los forajidos se reagruparon, tras haber saciado su furor y su codicia, y se alejaron con Jane Clayton hacia el norte, la mujer vio elevarse hacia el cielo las llamas y el humo, hasta que una curva del camino, que se adentraba en la espesa selva, ocultó a sus ojos aquel cuadro aciago.

Mientras las llamas se abrían paso hacia el interior de la estancia y sus lenguas se bifurcaban para lamer los cadáveres, el cuerpo de uno de los miembros de aquel espantoso conjunto, cuyas contorsiones sangrientas se habían interrumpido hacía bastante rato, empezó a removerse. Era un negro de enormes proporciones, que dio media vuelta, se puso de costado y abrió unos ojos dolientes y sanguinolentos. Los árabes lo habían dado por muerto, pero Mugambi aún vivía. Las llamas casi habían llegado hasta él cuando logró ponerse a gatas, penosa, laboriosamente, y empezó a desplazarse poco a poco hacia el umbral de la puerta.

La debilidad le hizo caer contra el suelo en varias ocasiones, pero una y otra vez consiguió incorporarse y reanudar su lastimoso avance rumbo a la salvación. Al cabo de lo que pareció una eternidad, durante la cual el fuego convirtió el fondo de la estancia en un auténtico horno, el gigantesco negro se las arregló para salir al porche, rodar por los peldaños de la escalinata que descendía hasta el jardín y arrastrarse hasta la relativa frescura de unos arbustos próximos.

Allí permaneció toda la noche, a ratos inconsciente y a ratos con los sentidos dolorosamente despiertos. Y durante uno de estos últimos períodos contempló lleno de salvaje odio el espectáculo de las llamas que aún se elevaban mientras consumían las cuadras y los almiares. Rugió un león que merodeaba por los alrededores, pero el miedo era algo ajeno al ánimo del gigantesco negro. Y en su exaltado cerebro no había sitio más que para una sola idea: ¡Venganza! ¡Venganza! ¡Venganza!

CAPÍTULO VII

LAS JOYAS DE OPAR

T
ARZÁN permaneció algún tiempo tendido sobre el piso de la cámara del tesoro, bajo los derruidos muros de Opar. Yacía allí como muerto, pero estaba vivo. Al cabo de un rato, empezó a moverse. Abrió los ojos a la negrura total de la estancia. Se llevó una mano a la cabeza y la retiró al notar la viscosidad de la sangre coagulada. Se olfateó los dedos como una fiera de la selva podría olerse la sangre de una pata herida.

Se incorporó despacio, hasta sentarse, y aguzó el oído. Ni el más leve rumor llegaba de las soterradas profundidades de su sepulcro. Se puso en pie y avanzó a tientas, con paso vacilante, por entre los rimeros de lingotes. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? Le dolía la cabeza, pero esa era la única consecuencia perniciosa ocasionada por el golpe que lo había derribado. No se acordaba del accidente, ni tampoco de nada relativo a lo que le había conducido a tal contingencia.

Dejó que las manos tantearan otras partes de su cuerpo, que en aquel instante le resultaban extrañas: las piernas, el tórax, la cabeza. Tocó el carcaj colgado del hombro, el cuchillo de monte sujeto al taparrabos. Algo porfiaba por salir a la superficie de la memoria, desde el fondo del cerebro. ¡Ah, sí! Le faltaba algo. Echó cuerpo a tierra y tanteó el suelo con las manos, en busca del objeto que instintivamente había echado de menos. Por último, dio con él: era el pesado venablo de guerra que en los últimos años había desempeñado tan importante papel en su vida cotidiana, hasta el punto de que casi formaba parte integrante de su existencia, tan inseparablemente unido había estado a todos sus actos, desde aquel lejano día en que arrancó su primera lanza del cuerpo de un negro durante su formación en la vida selvática.

Tarzán tuvo la certeza de que existía otro mundo más sugestivo que aquel en que se veía recluido: la oscuridad absoluta entre las cuatro paredes de piedra que le confinaban. Continuó la búsqueda y encontró por último la puerta que llevaba al interior, por debajo de la ciudad y del templo. Franqueó aquel umbral, despreocupadamente. Llegó a los peldaños de piedra que llevaban al nivel superior. Subió por ellos y continuó hacia el punto donde se abría el pozo.

Nada espoleó su damnificada memoria, en aquel sitio no parecía haber por parte alguna nada que le resultase familiar. Avanzó a través de la oscuridad, dando tumbos como si atravesara una planicie de terreno bajo los efectos abrasadores del sol del mediodía. De pronto, le sucedió lo que no podía por menos que sucederle dadas las circunstancias de su imprudente avance.

Llegó al borde del pozo, dio un paso más, encontró el vacío y cayó a plomo hacia las negruras de tinta que reinaban abajo. Aún apretaba con fuerza el venablo cuando llegó al agua, atravesó la superficie y se hundió hasta tocar el fondo.

No sufrió el menor daño durante la caída y cuando emergió y asomó la cabeza por encima del nivel del liquido, sacudió la cabeza para quitarse el agua de los ojos. Descubrió entonces que podía ver. Por un orificio abierto encima de su cabeza, la luz del día se filtraba hasta el pozo, iluminaba tenuemente las paredes de éste. Tarzán miró en torno. Casi al nivel del agua vio una gran brecha abierta en la oscura y mucilaginosa pared. Nadó hacia la abertura y salió a la húmeda superficie del suelo de un túnel.

Echó a andar por él, pero ahora ya con más precauciones, porque Tarzán de los Monos estaba aprendiendo. La inesperada caída en el pozo le había enseñado que la cautela era conveniente cuando uno marcha por pasadizos oscuros… No le hacía falta recibir la segunda lección.

El corredor subterráneo se prolongaba en un largo trecho recto como una flecha. El suelo era resbaladizo, como si alguna que otra vez las aguas del pozo rebosaran el nivel del piso y lo inundaran temporalmente. Eso, el suelo deslizante, retrasaba el ritmo de marcha de Tarzán, porque le costaba trabajo mantener el equilibrio.

El pie de la escalera ponía fin al pasadizo. Subió por ella. La escalera daba vueltas y más vueltas y desembocaba, al final, en una cámara circular cuya penumbra aliviaba la tenue luz que llegaba a través de un hueco alargado y tubular, de varios palmos de diámetro, que se elevaba hasta el centro del techo, a unos treinta metros de altura, donde lo remataba una especie de rejilla de piedra a través de la cual el hombre-mono pudo ver un cielo azul, animado por la luz del sol.

La curiosidad apremió a Tarzán a examinar lo que tenía a su alrededor. Varios cofres con cercos metálicos y tachones de cobre constituían el único mobiliario de aquella habitación circular. John Clayton deslizó las manos por la superficie de los cofres. Tanteó las cabezas de los clavos de cobre que la tachonaban, probó la resistencia de las bisagras y al cabo de un momento, por casualidad, levantó la tapa de uno de aquellos arcones.

Una exclamación de alborozado placer brotó de sus labios al contemplar el precioso contenido. A la escasa claridad de la cámara, una enorme bandeja de piedras preciosas, fúlgidas y rutilantes, apareció a la vista de Tarzán. Lanzado de vuelta al estado primitivo a causa del accidente, el hombre-mono no tenía idea de lo que valía aquella fabulosa fortuna en joyas. Para él no eran más que piedras. Bonitas, pero piedras. Hundió las manos en ellas y dejó que las gemas de aquel conjunto de valor incalculable se deslizaran entre sus dedos. Se acercó a los otros cofres y comprobó que cada uno de ellos contenía joyas. Casi todas las piedras preciosas estaban talladas y de éstas cogió Tarzán un puñado y llenó la bolsa que llevaba colgada a la cintura, las que estaban sin tallar las devolvió al cofre del que las había sacado.

Involuntariamente, el hombre-mono había ido a parar a la olvidada cámara de las joyas de Opar. Un tesoro que llevaba siglos sepultado bajo el templo del Dios Flamígero, en medio de uno de los múltiples y lóbregos pasadizos que los supersticiosos descendientes de los antiguos adoradores del Sol no se habían atrevido a explorar. O les tuvo sin cuidado hacerlo.

Al cabo de un momento, Tarzán se cansó de aquel entretenimiento y reanudó su camino por el empinado corredor que ascendía desde la cámara de las joyas. Era un pasadizo con muchas vueltas y revueltas, que se acercaba cada vez más a la superficie, para concluir en una sala de techo bajo y algo mejor iluminada que las que había encontrado hasta entonces.

Vio que por encima de su cabeza, en el extremo superior de una escalera de cemento, había una abertura que revelaba una escena iluminada por la brillantez del sol. Con cierta sorpresa, Tarzán vio unas columnas sobre las que se entrelazaban las enredaderas. Enarcó las cejas en un intento de recordar algún cuadro semejante. No estaba seguro de sí mismo. En el cerebro parecía haberse aposentado la torturante obsesión de que se le escapaba algo…, de que debía saber muchas cosas que en aquel momento ignoraba.

Un rugido ensordecedor que llegó a través de la abertura superior interrumpió bruscamente su profundo esfuerzo mental. Una barahúnda de gritos y chillidos, masculinos y femeninos, siguió inmediatamente al rugido. Tarzán empuñó con más firmeza el venablo y se precipitó escalera arriba. Al emerger de la penumbra del sótano a la rutilante luminosidad del templo, un insólito espectáculo apareció ante los ojos del hombre-mono.

Reconoció a las criaturas que tenía delante, eran hombres, mujeres… y un enorme león. Los hombres y mujeres trataban de ponerse a salvo huyendo hacia la seguridad que ofrecían las puertas de salida. El león había echado ya las garras a uno de aquellos seres, que no tuvo tanta suerte como los demás. El felino se erguía en el centro del templo. Delante mismo de Tarzán, una mujer permanecía inmóvil junto a un bloque de piedra. Encima de dicho bloque de piedra se encontraba tendido un hombre y, al contemplar Tarzán la escena, vio que el león miraba con ojos llameantes a las dos personas que aún quedaban dentro del templo. De la feroz garganta surgió otro rugido atronador y la mujer emitió un chillido de pánico y cayó desmayada sobre el yacente cuerpo del hombre tendido encima del altar de piedra.

El león avanzó unos pasos y se agazapó. La punta de su sinuosa cola se agitó nerviosamente en el aire. Estaba a punto de desencadenar el ataque, cuando sus ojos repararon en el hombre-mono.

Inerme y desvalido sobre el altar, Werper vio cómo el colosal carnívoro se preparaba para saltar sobre él. Observó de pronto que la fiera cambiaba súbitamente de expresión al dirigir sus ojos hacía un punto situado al otro lado del altar, fuera del campo visual del belga. El impresionante felino se levantó sobre sus cuatro patas. Una figura pasó velozmente junto a Werper. Éste vio alzarse un brazo poderoso y un venablo que salia disparado, surcaba el aire hacia el león y se hundía en el amplio pecho del carnívoro.

El belga vio entonces al león dar dentelladas y zarpazos al astil del venablo y luego vio también, maravilla de las maravillas, al gigante desnudo que había arrojado la lanza que, sin más arma que un cuchillo de larga hoja, se abalanzaba sobre la enorme fiera, al encuentro de aquellos feroces colmillos y garras.

El león retrocedió, rampante, para hacer frente al nuevo enemigo. La fiera gruñía de un modo escalofriante y, luego, por encima de los sobresaltados oídos del belga, de los labios de aquel hombre desnudo brotó un gruñido tan salvaje como el del león.

Mediante un quiebro lateral, Tarzán esquivó el primer zarpazo del león. En dos zancadas se situó al lado de Numa y saltó sobre su rojizo lomo. Sus brazos se ciñeron alrededor del cuello de la bestia, por debajo de la melena, mientras clavaba profundamente los dientes en la carne. Rugiendo, encabritándose, girando y bregando, el formidable felino intentó por todos los medios zafarse de aquel empecinado y temible enemigo, el cual hundía simultáneamente, una y otra vez, un largo cuchillo en el costado de la fiera.

Durante la pelea, La recuperó el conocimiento. Fascinada, inmóvil, continuó de pie junto a su víctima, incapaz de apartar los ojos de aquel salvaje espectáculo. Parecía increíble que un ser humano pudiera vencer al rey de los animales en una lucha cuerpo a cuerpo y, sin embargo, contemplaba con sus propios ojos que aquello tan inverosímil se convertía en realidad.

El acero de Tarzán encontró finalmente el corazón de Numa y, tras la vibración estremecida de un último espasmo, el león rodó sin vida sobre el piso de mármol. El vencedor del combate se levantó de un salto, puso un pie encima del cadáver del vencido, levantó el rostro hacia el cielo y su voz disparó al aire un alarido tan espeluznante que La y Werper sufrieron un escalofrío mientras oían sus ecos resonando en el ámbito del templo.

El hombre-mono se volvió entonces y Werper reconoció en él al hombre al que había dado por muerto en la cámara del tesoro.

CAPÍTULO VIII

HUIDA DE OPAR

W
ERPER no salía de su asombro. ¿Era posible que aquel hombre y el distinguido inglés que tan amable y rumbosamente le había hospedado en su magnífica residencia africana fuesen la misma persona? Aquella fiera salvaje que tenía delante, de ojos que despedían fuego y rostro cubierto de sangre, ¿podía ser al mismo tiempo un hombre? Aquel horrible grito de victoria que acababa de escuchar, ¿podía haberse gestado en una garganta humana?

Tarzán observaba al hombre y a la mujer con expresión de desconcierto en los ojos, pero sin manifestar el más leve indicio de reconocerlos. Era como si acabase de descubrir unas nuevas especies de animales vivientes y tal hallazgo le maravillara.

La, a su vez, examinaba las facciones del hombre-mono. Despacio, los grandes ojos de la suma sacerdotisa empezaron a desorbitarse.

—¡Tarzán! —exclamó. Luego, en la lengua vernácula de los grandes simios, que a causa de la continua relación con los antropoides se había convertido en idioma común de los habitantes de Opar, articuló—: ¡Has vuelto a mí! La ha incumplido los preceptos de su religión y ha esperado, ha esperado siempre a Tarzán… ¡a su Tarzán! La no tomó compañero, porque en todo el mundo no hay más que un hombre con el que La pueda unirse. ¡Y has vuelto! ¡Dime, oh, Tarzán, que has vuelto por mí!

Werper oía aquella jerga ininteligible, mientras su mirada iba de La a Tarzán. ¿Entendería éste aquel extraño lenguaje? Ante la sorpresa del belga, el inglés respondió en una jerga evidentemente idéntica a la de la mujer.

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