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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y las joyas de Opar (4 page)

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Y llegó una vez más el momento en que el hechicero no dudó de quién iba a llevarse la victoria en aquel duelo, sólo que en esta ocasión su idea inicial había experimentado un giro de ciento ochenta grados: el indígena tenía ahora la absoluta certeza de que aquel dios de la jungla iba a matar a Simba. Lo cual aterró aún más al anciano negro, porque su destino a manos de tal vencedor sería más espantoso que la rápida muerte que le habría procurado el león, de salir triunfante. Vio cómo se debilitaba Simba a causa de la pérdida de sangre. Vio cómo se estremecían y vacilaban sus poderosas extremidades. Vio, por último, cómo se desplomaba la fiera definitivamente, para no levantarse más. Vio cómo aquel dios o demonio de la selva se erguía, plantaba un pie sobre el cadáver aún caliente de su derrotado enemigo, levantaba el rostro hacia la luna y lanzaba al aire un espantoso alarido que heló la poca sangre que quedaba en las venas del hechicero.

CAPÍTULO IV

EL AUGURIO DEL HECHICERO

T
ARZÁN dedicó entonces su atención al pobre hombre. No había matado a Numa para salvar al negro, lo hizo simplemente para vengarse del león, pero al ver al anciano tendido en el suelo, desamparado y agonizante, algo parecido a la compasión conmovió el alma del hombre-mono. En su juventud, habría rematado al hechicero sin el menor remordimiento, pero la civilización había ejercido sobre él un efecto moderador que había suavizado su espíritu como suele atemperar el de las naciones y razas con las que toma contacto. A pesar de ello, en el caso de Tarzán no había llegado al extremo de convertirle en cobarde, ni mucho menos en afeminado. Vio que un anciano sufría, al filo de la muerte, y se agachó junto a él para examinar sus heridas y cortar la hemorragia.

—¿Quién eres? —preguntó el viejo hechicero con voz temblorosa.

—Soy Tarzán… Tarzán de los Monos —respondió éste, con el mismo orgullo, poco más o menos, con que hubiera contestado: «Soy John Clayton, lord Greystoke».

El hechicero se estremeció convulsivamente y cerró los párpados. Cuando volvió a abrirlos, había en ellos una resignación absoluta al destino que le aguardase por terrible que pudiera ser, en manos de aquel temido diablo de los bosques. Preguntó:

—¿Por qué no me matas?

—¿Y por qué iba a matarte? —repuso Tarzán—. No me has hecho ningún daño y, por otra parte, te estás muriendo. Numa, el león, te ha matado ya.

—¿No vas a matarme?

La sorpresa y la incredulidad vibraban en la trémula voz del anciano.

—Te salvaría la vida, si pudiera —respondió Tarzán—, pero eso no es posible. ¿Qué te hizo pensar que iba a matarte?

El viejo guardó silencio durante unos segundos. Cuando habló, resultó evidente que había estado esforzándose durante ese tiempo para hacer acopio de valor.

—Te conocí hace muchos años —dijo—, cuando merodeabas por la jungla del territorio de Mbonga, el jefe. Yo era ya hechicero cuando mataste a Kulonga y a los otros y cuando saqueabas nuestras chozas y te llevabas nuestro recipiente de veneno. Al principio no pude recordarte, pero luego mi memoria se aclaró: eres el mono de piel blanca que vivía con los monos peludos y llevó la desgracia a la aldea de Mbonga, el jefe… Eres el dios del bosque, el
Munango-Kiwati
al que dejábamos ofrendas de comida fuera del recinto del poblado y que acudía a llevárselas. Antes de que muera, aclárame una cosa: ¿eres un hombre o un demonio?

Tarzán se echó a reír.

—Soy un hombre —dijo.

El anciano dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza.

Intentaste salvarme de Simba —articuló—. Te recompensaré por ello. Soy un gran médico brujo. ¡Escúchame, hombre blanco! Veo que te aguardan días aciagos. Está escrito en mi propia sangre, que ha enrojecido la palma de mi mano. Un dios superior a ti se levantará para derribarte. ¡Vuelve sobre tus pasos,
Munango-Kiwati
! Retrocede antes de que sea demasiado tarde. El peligro te espera por delante y el peligro te acecha por detrás. Veo…

Hizo una pausa y exhaló un prolongado y jadeante aliento. Luego se derrumbó de costado, su cuerpo formó un pequeño montón retorcido y expiró. Tarzán se preguntó qué más podría haber visto el hechicero.

Era muy tarde cuando el hombre-mono regresó al interior de la
boma
y se acostó entre sus guerreros negros. Ninguno le había visto abandonar el campamento, como tampoco nadie le vio regresar. Antes de quedarse dormido, Tarzán recordó la advertencia del hechicero. Volvió a pensar en ella al despertarse. Pero, naturalmente, no tenía la menor intención de volverse atrás, porque desconocía eso que se llama miedo, aunque de haber imaginado lo que le esperaba a la persona a quien más quería en este mundo, se hubiera apresurado a lanzarse a los árboles y regresar velozmente a su lado, dejando que el oro de Opar permaneciera oculto para siempre en la olvidada cámara que lo atesoraba.

Detrás de él, aquella mañana, otro hombre blanco pensaba en algo que había oído durante la noche y a causa de lo cual se encontraba a un paso de abandonar sus planes y emprender el regreso. Era Werper, el asesino, a cuyos oídos había llegado, en la quietud de la noche y desde un punto lejano de la senda, un sonido que inundó de terror su alma cobarde, un sonido como nunca había escuchado en toda su vida, un alarido tan espeluznante que no podía creer que pudiera emanar de los pulmones de un ser creado por Dios. Había escuchado el grito de victoria del mono macho que Tarzán había lanzado a la cara de Goro, la luna, y, al oírlo, Werper se echó a temblar y ocultó el rostro. Ahora, a plena luz del día, volvió a temblar al recordarlo y hubiera retrocedido para no afrontar aquel ignorado peligro que parecía anunciar el eco de aquel grito, de no ser porque le aterraban todavía más las represalias que su jefe, Ahmet Zek, tomaría sobre él como castigo por su abandono.

Y así, Tarzán continuó su marcha hacia las derruidas murallas de Opar, mientras a su espalda, el ex teniente Werper le seguía como un chacal. Y sólo Dios conocía la suerte que a cada uno de ellos les reservaba el destino.

Tarzán se detuvo al llegar al borde del desolado valle, desde el que su vista dominaba las áureas cúpulas y minaretes de Opar. Cuando cayera la noche, iría solo a la cámara del tesoro, para reconocer el terreno previamente, porque había decidido que la cautela presidiría todos y cada uno de los movimientos de aquella expedición.

Se puso en marcha en cuanto oscureció y Werper, que había escalado en solitario los riscos, detrás de la partida del hombre-mono, y había permanecido oculto durante toda la jornada entre los abruptos peñascos de la cima de la montaña, se deslizó sigilosamente en pos de Tarzán. La llanura sembrada de rocas que se extendía entre el borde del valle y el imponente monte granítico alzado ante los muros de la ciudad, donde estaba la entrada del pasadizo que conducía a la cámara del tesoro, proporcionaron al belga numerosos puntos en los que ponerse a cubierto mientras seguía a Tarzán en su aproximación a Opar.

Vio al gigantesco hombre-mono trepar ágilmente por la cara del formidable risco. Aferrándose temerosamente a las hendiduras durante la penosa ascensión, cubierto por el sudor frío del miedo, casi paralizado por el terror, pero con la avaricia espoleándole, Werper escaló a su vez la roca hasta alcanzar la cima del monte granítico.

Tarzán no estaba a la vista. Werper permaneció un rato a la expectativa, oculto tras una de las peñas esparcidas por la cumbre de la colina, pero al no ver ni oír al inglés, se decidió a abandonar el escondite y emprender una inspección sistemática de los alrededores, con la esperanza de descubrir la situación del tesoro con tiempo suficiente para escapar de allí antes de que Tarzán regresara, ya que lo único que deseaba el belga era localizar el oro. Una vez que Tarzán se marchase, él, Werper, podría presentarse allí con sus esbirros y llevarse todo el oro que pudiesen transportar.

Dio con la angosta grieta que descendía hacia el corazón del pétreo altozano. Avanzó por los desgastados peldaños hasta llegar a la negra boca del túnel por la que se perdía aquel pasaje. Se detuvo allí, sin atreverse a entrar, sobre todo por temor a que Tarzán volviese por aquel camino y tropezase con él.

El hombre-mono le llevaba bastante delantera. Tras recorrer a tientas el pasadizo de piedra, llegó a la antigua puerta de madera. Instantes después se hallaba en el interior de la cámara del tesoro donde, en una época inmemorial, manos que llevaban siglos muertas habían dispuesto aquellas pilas de preciosos lingotes para los gobernantes de aquel gran continente que ahora yacía sumergido bajo las aguas del Atlántico.

Ni el más leve rumor quebraba el silencio de la cámara subterránea. Nada indicaba que, desde la visita del hombre-mono a la cámara, alguien más hubiese descubierto el escondite del tesoro.

Satisfecho, Tarzán volvió sobre sus pasos hacia la cima del monte granítico. Desde el sobresaliente peñasco tras el que se ocultaba, Werper le vio salir de entre las sombras de la escalera y dirigirse al borde de la colina que daba al valle en cuyo lindero los waziris esperaban la señal de su señor. Werper abandonó entonces su escondite, se deslizó sigilosamente hacia la sombría oscuridad de la entrada y desapareció por ella.

De pie en el filo del risco, Tarzán imitó con voz resonante el rugido del león. Repitió la llamada dos veces, a intervalos regulares, aguardó unos minutos en atento silencio y luego lanzó al viento por tercera vez aquel rugido, cuyos ecos se repitieron en el espacio. Por fin, desde la otra parte del valle, llegó, atenuada por la distancia, la respuesta: uno, dos, tres rugidos. Basuli, el cacique waziri, había oído la llamada y contestaba.

Tarzán volvió sobre sus pasos hacia la cámara del tesoro. Sabía que en cuestión de unas horas sus negros estarían con él, listos para llevarse otra fortuna en aquellos dorados lingotes de extraña forma que constituían el tesoro de Opar. Mientras llegaban, él trasladaría a la cima del monte la mayor cantidad de oro que pudiera.

En las cinco horas que tardó Basuli en llegar a lo alto de la colina de piedra, Tarzán efectuó seis viajes, que representaron cuarenta y ocho lingotes puestos en el borde del risco. En cada uno de tales viajes transportó Tarzán un cargamento cuyo peso habría hecho vacilar a dos hombres corrientes y, sin embargo, su gigantesca humanidad no mostraba el menor asomo de cansancio cuando ayudaba a sus guerreros de ébano a ascender a la cima del monte izándolos con la cuerda que había llevado a tal fin.

Seis veces había vuelto a la cámara del tesoro y en cada una de ellas Werper, el belga, se había encogido, agazapándose medrosamente entre las sombras del extremo de la alargada cámara. El hombre-mono se presentó allí una vez más, pero en esa ocasión iba acompañado de cincuenta guerreros, que se convirtieron provisionalmente en porteadores sólo por afecto hacia el único ser del mundo capaz de conseguir que aquellos hombres de feroz y altiva naturaleza se rebajasen a oficio tan ruin. Cincuenta y dos lingotes más salieron de la cámara, lo que hacía un total de cien, que era la cantidad que Tarzán tenía pensado llevarse.

Cuando el último waziri abandonó la cámara, Tarzán volvió para echar un vistazo a aquella fabulosa fortuna, un tesoro que las dos remesas de lingotes que el hombre-mono se había llevado no parecían haber hecho disminuir. Antes de apagar la vela que había llevado, cuya vacilante llama había lanzado los primeros rayos de claridad que atravesó las impenetrables tinieblas de aquella cámara subterránea, olvidada por los hombres desde hacía incontables siglos, la memoria de Tarzán regresó a la primera vez en que irrumpió en la cámara del tesoro, en la que entró por pura casualidad, cuando huía de los sótanos situados debajo del templo, donde le había ocultado La, suma sacerdotisa de los adoradores del Sol.

Recordó la escena en el interior del templo, cuando se encontraba tendido sobre el altar de los sacrificios, mientras La, con la daga levantada, se erguía ante él y las hileras de sacerdotes y sacerdotisas esperaban, dominados por el éxtasis histérico del fanatismo, a que brotase el primer borbotón de la sangre caliente de la víctima, sangre con la que llenarían sus doradas copas y que beberían a mayor gloria de su Dios Flamígero.

La cruel y sanguinaria interrupción de Tha, el sacerdote loco, volvió a desarrollarse vívidamente ante la mirada evocadora del hombre-mono, que rememoró también la huida a la desbandada de las adoradoras ante la demencial sed de sangre de la espantosa criatura, el ataque bestial sobre La y la participación que él, Tarzán, tuvo en la tragedia, al enzarzarse en feroz combate con el endemoniado habitante de Opar, al que dejó sin vida a los pies de la sacerdotisa. El furibundo sacerdote la hubiera profanado irremisiblemente de no intervenir el hombre-mono.

Todo eso y bastante más pasó por la memoria de Tarzán mientras permanecía allí con la vista fija en las alargadas hileras de lingotes de metal amarillo mate. Se preguntó si La continuaría rigiendo los templos de la desolada ciudad, cuyas murallas se elevaban sobre sus ruinas sobre los mismos cimientos en que las erigieron. ¿Se habría visto obligada, finalmente, a unirse a alguno de sus esperpénticos sacerdotes? Le pareció un destino horripilante de veras para una mujer tan bonita. Al tiempo que meneaba la cabeza, Tarzán se acercó a la vacilante llama de la vela, extinguió sus débiles rayos y se dirigió a la salida.

A su espalda, el espía aguardaba a que se fuera. Había descubierto el secreto por el que fue hasta allí y ahora podía regresar tranquilamente junto a los esbirros que le esperaban, a los que conduciría a la cámara del tesoro para llevarse cuantos lingotes pudieran cargar.

Los waziris habían llegado al extremo del túnel y ascendían por la sinuosa subida que llevaba al aire fresco exterior y a la cumbre del monte berroqueño, iluminado por el resplandor de las estrellas, antes de que Tarzán se sacudiera de la memoria los recuerdos que le habían hecho demorarse y echara a andar despacio en pos de los indígenas.

De nuevo, y pensó que ojalá fuera aquella la última vez, cerró la maciza puerta de la cámara del tesoro. En la oscuridad del interior, Werper se incorporó y estiró los entumecidos músculos. Alargó una mano para acariciar amorosamente uno de los lingotes del rimero que tenía más cerca. Lo levantó del lugar donde llevaba descansando desde una época remota y lo sopesó entre las manos. Después se lo llevó al pecho y lo oprimió contra el corazón en éxtasis de avaricia.

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