Aquel incidente hizo que en el pecho del belga naciese un gran temor hacia su salvaje compañero. Werper no llegaba a comprender la transformación que había experimentado Tarzán como consecuencia del golpe que recibió en la cabeza, aparte de atribuirla a alguna especie de amnesia. Ignoraba el antiguo teniente belga que Tarzán había sido realmente una fiera de la selva y, al desconocer tal circunstancia, no le era posible suponer que había sufrido una regresión, volviendo al estado en el que transcurrieron su infancia, juventud y el principio de su edad viril.
Werper consideraba ya al inglés un maníaco peligroso, al que cualquier desdichado incidente podía convertir en enemigo dispuesto a la dentellada. Ni por un segundo pasó por la cabeza del belga la ilusión de que podría defenderse con éxito de un posible ataque del hombre-mono. Su única esperanza residía en eludirlo y en avanzar rumbo al lejano campamento de Ahmet Zek, para llegar a él cuanto antes. Pero contando como única arma con aquella daga de los sacrificios, a Werper se le ponía la carne de gallina sólo con pensar en la perspectiva de aquel viaje a través de la selva. Tarzán constituía un elemento de defensa nada despreciable, incluso frente a los carnívoros de mayor tamaño, como Werper había podido comprobar al ser testigo de la demostración que hizo en el templo opariano.
Por otra parte, en lo más profundo de su ambicioso espíritu, el belga tenía clavada la obsesión de apoderarse de la bolsa de piedras preciosas del hombre-mono, por lo que su alma se debatía, desgarrada, entre la avaricia y el miedo. Pero era el fuego de la avaricia el que crepitaba con más intensidad en su pecho, hasta el punto de que prefería arrostrar el peligro y sufrir el terror de la constante proximidad de aquel hombre, al que consideraba loco, a abandonar la esperanza de entrar en posesión de la fortuna que representaba el contenido de aquella bolsa.
Ahmet Zek no debería enterarse de aquel asunto: las joyas serían exclusivamente para Werper, y en cuanto se apoderase de ellas, no perdería un segundo en dirigirse a la costa y adquirir un pasaje para América, donde bajo la capa de una nueva identidad disfrutaría en la medida que fuera posible del producto de su robo. El teniente Alfred Werper lo tenía todo planeado y disfrutaba por anticipado de la existencia de lujo y placer, propia de rico ocioso, que le esperaba. Incluso se sorprendió a sí mismo lamentando que Estados Unidos fuese un país tan provinciano y que en el Nuevo Mundo no hubiese una sola ciudad comparable a su amada Bruselas.
Al tercer día, a partir del de su huida de Opar, los agudos oídos de Tarzán captaron ruido de hombres tras ellos. A Werper le era imposible percibir otra cosa que el zumbido de los insectos, el parloteo de los micos y los chillidos de las aves.
Durante un momento, Tarzán permaneció en silencio, inmóvil como una estatua, dilatadas las fosas nasales para aspirar los olores que llevara la brisa. Luego obligó a Werper a ocultarse detrás de unos matorrales y esperó. Instantes después, apareció en la senda de caza un lustroso guerrero negro, alerta y vigilante.
Tras él, en fila india, desfilaron, uno tras otro, cerca de cincuenta más, cada uno de los cuales llevaba cargados al hombro dos lingotes de color amarillo mate. Werper reconoció inmediatamente en ellos a los integrantes de la partida que había acompañado a Tarzán en su expedición a Opar. Lanzó una ojeada al hombre-mono, pero en los atentos ojos del salvaje no vislumbró el menor indicio de que hubiera reconocido a Basuli y al resto de sus leales waziris.
Cuando todos hubieron pasado, Tarzán se puso en pie y salió del escondite. Se quedó mirando el sendero en la dirección por la que se habían alejado los indígenas. Luego se encaró con Werper.
—Los seguiremos y los mataremos —dijo.
—¿Por qué? —preguntó el belga.
—Son negros —explicó Tarzán—. Fue un negro quien mató a Kaia. Son enemigos de los manganis.
A Werper no le seducía en absoluto la idea de entablar una batalla con Basuli y sus feroces guerreros. Sin embargo, verlos regresar hacia la finca de los Greystoke le resultaba tranquilizadoramente satisfactorio, porque había empezado a dudar de que pudiesen orientarse y encontrar el camino de vuelta al territorio de los waziris. Al belga le constaba que Tarzán no tenía la más remota idea de hacia dónde iban. Si se mantenían a prudente distancia de los guerreros cargados con los lingotes, no tendrían dificultad en llegar al destino adecuado. Y una vez en la casa, Werper conocía la ruta hasta el campamento de Ahmet Zek. Existía otra razón adicional para que no deseara armar camorra con los waziris: éstos transportaban el pesado cargamento del tesoro en la dirección conveniente. Cuanta más distancia recorrieran con ella, menos trecho tendrían que llevarlo a cuestas Ahmet Zek y él.
En consecuencia, trató de convencer a Tarzán de que debía desistir de su idea de exterminar a los negros. Discutió con él hasta que, por último, logró imponer el criterio de que lo mejor era seguirlos en paz. El argumento que empleó para ello fue el de que estaba seguro de que los negros les conducirían fuera de la selva, a un terreno rico y pródigo en caza.
Muchas jornadas de marcha separaban Opar del territorio waziri, pero por fin llegó la hora en que Tarzán y el belga, siguiendo el rastro de los guerreros, coronaron el último altozano y tuvieron ante sus ojos la amplia llanura waziri, el río serpenteante y los lejanos bosques que se extendían hacia el norte y el oeste.
A cosa de kilómetro y medio por delante de ellos, la hilera de guerreros parecía arrastrarse como una oruga gigante a través de las altas hierbas de la planicie. Más allá, pastaban manadas de cebras y antílopes, cuyas figuras salpicaban el llano paisaje, mientras, cerca del río, la cabeza y el morrillo de un búfalo se levantaron entre los juncos y el animal observó durante unos segundos a los indígenas, para luego dar media vuelta y desaparecer en la seguridad de su oscuro y húmedo refugio.
En los ojos de Tarzán no apareció el más leve brillo de reconocimiento al extender la vista por aquel panorama que debía de resultarle familiar. Vio suculentas piezas dignas de cazarse y se le hizo la boca agua, pero no miró en dirección a la casa. Sin embargo, Werper sí lo hizo. Una expresión de desconcierto apareció en las pupilas del belga. Se llevó la mano a la frente para hacerse sombra sobre los ojos y contempló largamente el punto donde se había alzado el inmueble. No pudo dar crédito al testimonio de sus ojos: allí no había casa, ni establos, ni graneros, ni edificio auxiliar alguno. Los corrales, los almiares… todo había sido barrido del mapa. ¿Qué significaría aquello?
Y entonces, lentamente, se fue filtrando en el cerebro de Werper la explicación de la catástrofe que había arrasado aquel pacífico valle desde la última vez que sus ojos lo vieron: ¡Ahmet Zek había pasado por allí!
Basuli y sus guerreros observaron la devastación en el momento en que llegaron a la vista de la granja. Echaron a correr, al tiempo que hablaban excitadamente unos con otros, intercambiando especulaciones acerca de la causa y el significado de semejante cataclismo. Cuando finalmente cruzaron el pisoteado jardín y contemplaron las ruinas calcinadas de la casa de su señor, sus peores sospechas no tuvieron más remedio que transformarse en convencimiento, a la luz de aquella evidencia.
Restos humanos, medio devorados por las hienas y otros depredadores carnívoros de los que infestaban la región, yacían putrefactos por el suelo, y entre los cadáveres había suficientes jirones de prendas de vestir y residuos de adornos para que Basuli comprendiera claramente la escalofriante historia del desastre que se había abatido sobre la casa de su señor.
—¡Los árabes! —exclamó, cuando los waziris se congregaron a su alrededor.
Dominados por un mudo furor, los indígenas contemplaron aquella catástrofe durante unos minutos. A dondequiera que mirasen veían nuevas pruebas de la despiadada crueldad de aquel sanguinario enemigo que se había presentado allí en ausencia del gran
bwana
para destruir su propiedad.
—¿Qué habrán hecho con la señora? —preguntó uno de los negros.
Así llamaban siempre a lady Greystoke.
—Seguramente se habrán llevado consigo a las mujeres —repuso Basuli—. A las nuestras y a la señora.
Un gigantesco indígena alzó el venablo por encima de su cabeza y lanzó un salvaje grito de odio y de cólera. Los demás imitaron su ejemplo. Basuli los acalló con un gesto.
—No hay tiempo para soltar ruidos inútiles por la boca —dijo—. El gran
bwana
nos ha enseñado que las cosas se llevan a cabo con actos, no con palabras. Nada de malgastar el aliento… Lo que hay que hacer es seguir a los árabes y acabar con ellos. Si la señora y nuestras mujeres viven todavía, mayor motivo tenemos nosotros para apresurarnos, y los guerreros no pueden ir deprisa si tienen los pulmones vacíos.
Tras la pantalla de los juncos que crecían junto al río, Werper y Tarzán observaban a los negros. Les vieron excavar una zanja con los cuchillos y las manos. Les vieron depositar en el fondo su cargamento amarillo y cubrir después los lingotes con la misma tierra que habían removido.
A Tarzán no pareció interesarle gran cosa, una vez Werper le informó de que lo que habían enterrado no era comestible. Pero el belga experimentó un interés enorme. Habría dado cualquier cosa por tener consigo a sus secuaces, porque entonces podría arramblar con aquel tesoro en cuanto los negros se largaran de allí. Y estaba seguro de que los indígenas abandonarían con la máxima rapidez que les fuera posible aquella escena de muerte y desolación.
Una vez enterrado el tesoro, los negros se alejaron a cierta distancia, en dirección contraria a la del viento, para que no les llegara el hedor de los cadáveres, y acamparon para descansar un poco antes de emprender la persecución de los árabes. Ya había oscurecido.
Werper y Tarzán se sentaron a comer los trozos de carne que habían llevado desde su última acampada. El belga le daba vueltas en la cabeza a sus planes para el futuro inmediato. Tenía la certeza de que los waziris iban a salir en persecución de Ahmet Zek, ya que conocía bastante bien las costumbres bélicas de los salvajes y las características personales de los árabes y sus degenerados camaradas, lo que le permitía dar por supuesto que se llevaron a las mujeres waziris para convertirlas en esclavas. Eso, por sí mismo, bastaría para garantizar la consecuente e ineludible persecución por parte de un pueblo tan guerrero como los waziris.
Werper comprendía que necesitaba encontrar el modo y la oportunidad de continuar adelante, de llegar a Ahmet Zek en seguida y advertirle de la inminente llegada de Basuli, así como de la localización del tesoro enterrado. Werper no sabía, ni le importaba, lo que el árabe pudiese hacer con lady Greystoke, en vista de la amnesia que padecía el esposo de la dama. Al belga le bastaba con saber que el oro enterrado junto al solar de la casa incendiada tenía un valor infinitamente superior al de cualquier rescate que al codicioso árabe se le ocurriera pedir. Y Werper creía que, si lograba convencer a Ahmet Zek para que compartiese con él aunque sólo fuera una pequeña porción de aquel oro, se sentiría de sobras satisfecho.
No obstante, la consideración más importante, con mucho, al menos para Werper, la constituía el tesoro de valor incalculable que contenía aquella bolsita de cuero que Tarzán llevaba colgada a la cintura. ¡Si pudiera apoderarse de ella! ¡Debía conseguirla y la conseguiría!
Sus ojos deambularon hasta el objeto de su codicia. Midieron la gigantesca humanidad de Tarzán y luego se posaron en los voluminosos músculos de sus brazos. Era imposible. Si tratara de arrebatar las gemas a su salvaje propietario, ¿lograría algo, aparte de morir en el intento?
Desconsolado, Werper se tendió de costado. Se colocó un brazo bajo la cabeza, a guisa de almohada, y cruzó el otro por encima del rostro, de modo que sus ojos quedasen ocultos al hombre-mono, aunque el belga mantuvo uno de los suyos clavados en Tarzán, por debajo del antebrazo. Permaneció así un buen rato, mirando con rabia al hombre-mono y esforzándose en idear el modo de escamotearle el tesoro… Imaginando planes que inmediatamente descartaba por inútiles, apenas los había esbozado.
En un momento determinado, la mirada de Tarzán fue a posarse en Werper. El belga se dio cuenta de que le observaba y permaneció muy quieto. Al cabo de unos segundos empezó a respirar con la regularidad del que se ha entregado al sueño, simulando estar profundamente dormido.
Tarzán había estado reflexionando. Había visto a los waziris enterrar sus pertenencias. Werper le dijo que escondían aquello para evitar que alguien lo viese y se lo llevara. A Tarzán le pareció un sistema espléndido para salvaguardar los objetos valiosos. Como Werper había dado muestras de estar deseando poseer aquellas piedras brillantes, Tarzán, con la recelosa desconfianza del salvaje, guardó las chucherías, cuyo valor ignoraba por completo, tan celosamente como si para él fueran una cuestión de vida o muerte.
El hombre-mono observó a su compañero durante largo rato. Por último, convencido de que dormía, sacó su cuchillo de monte y empezó a excavar un agujero en el suelo, delante de sí. Esponjó la tierra con la hoja y con las manos procedió a extraerla hasta que tuvo una cavidad de unos cuantos centímetros de diámetro y unos quince de profundidad. Colocó en el fondo la bolsita de las piedras. Werper estuvo a punto de olvidarse de respirar como una persona dormida al ver lo que estaba haciendo el hombre-mono. Tuvo que hacer un esfuerzo enorme para contener la exclamación de júbilo que estuvo a punto de escapársele.
Tarzán se quedó súbitamente tenso y rígido cuando sus penetrantes oídos percibieron que el ritmo de las aspiraciones y espiraciones alteraba su regularidad. Entornados los párpados, clavó la vista en el belga. Werper tuvo la sensación de que estaba perdido: debía poner en juego toda su habilidad para que el engaño continuara resultando convincente. Suspiró, adelantó ambos brazos, se dio media vuelta para quedar boca arriba y murmuró algo incoherente, como si estuviera sumido en la zozobra de una pesadilla. Al cabo de un momento recuperó la uniformidad respiratoria.
En su nueva postura no veía a Tarzán, pero estaba seguro de que el hombre-mono iba a pasar un buen rato observándole. Luego, Werper oyó el tenue rumor de unas manos que escarbaban la tierra y después la palmeaban para alisarla. Comprendió entonces que Tarzán acababa de enterrar las piedras preciosas.