Lanargh, el segundo puerto al que arribaron, no se contaba entre los de las ciudades importantes del mundo.
Ni estaba en liga con las que bordeaban la costa del Continente del Aterrizaje. Con todo, la metrópoli era lo bastante grande para proporcionar a las gemelas un respiro después de semanas de esquivar icebergs en alta mar.
En Queg Town, las propietarias habían encontrado pocas compradoras para el carbón de Puerto Sanger. Así que el
.Zeus
y el
.Wotan
tuvieron que enfrentarse a olas que se alzaban con fuerza sobre sus gastados flancos. Cada vez que los vigías divisaban las islas flotantes de hielo, los motores auxiliares se esforzaban para alterar el rumbo y evitar aquellas terribles moles blancas. El viento era un aliado imprevisible. Los contramaestres gritaban y todas las manos tiraban de los cabos. Un bloque de hielo pasó por la banda de estribor del
.Wotan
, muy cerca, dejando a Maia con la boca seca y dando gracias de que viajaran en convoy. En caso de accidente, sólo el
.Zeus
estaba lo bastante cerca para ofrecerles socorro.
Cuando llegaron a la costa de nuevo, la antigua monotonía de la tundra fue sustituida por coníferas envueltas en bruma, pinos gigantes cuyos antepasados habían llegado a Stratos junto con los de Maia, tortuosamente, desde la Vieja Tierra. Los árboles terrestres medraron en la costa brumosa, apoyados por los clanes forestales en su lenta y silenciosa lucha contra los matorrales nativos. Senderos sinuosos señalaban los lugares donde recientemente las recolectoras habían talado troncos para transportarlos al mercado en grandes balsas.
Maia se quedó sin respiración cuando el
.Wotan
avistó por fin Punta Desafío, donde un afamado dragón de piedra que simbolizaba el amor protector de Madre Stratos proyectaba la sombra de sus amplias alas sobre el estrecho de la bahía. La talla, muy antigua, conmemoraba el rechazo, a un alto precio, de una fuerza de desembarco enviada por el Enemigo en la oscura y lejana época en que mujeres y hombres luchaban juntos para salvar su colonia, sus vidas, y asegurar el futuro. Maia sabía poco sobre aquella era pretérita (la historia no se consideraba un bagaje académico práctico), pero la estatua no dejaba de ser una visión impresionante.
Entonces aparecieron las cinco famosas colinas de Lanargh, una tras otra, alineadas con pálidos muelles de piedra, fortalezas de clanes, y jardines que se extendían kilómetros a lo largo de la bahía, hasta llegar a las verdes faldas de las montañas. Las gemelas siempre habían considerado Puerto Sanger grande y cosmopolita, ya que con su comercio dominaba gran parte del mar de Parthenia. Pero aquí, en el centro de un vasto océano, Maia entendió por qué Lanargh era adecuadamente conocida como «La Puerta de Orient»..
Después de atracar en el embarcadero asignado por la práctica del puerto, la tripulación vio cómo el capitán partía con las Bizmai propietarias del cargamento en busca de clientes potenciales. Entonces se concedió permiso para desembarcar, cosa que todo el mundo hizo gritando de placer. Maia encontró a Leie esperando al pie del muelle.
—¡Te he ganado otra vez! —rió la gemela de Maia, recalcando otra pequeña victoria y sabiendo que a Maia le importaba un comino.
—Vamos —respondió Maia, sonriendo—. Echemos un vistazo a este lugar.
Más de quinientos clanes matriarcales tenían su sede en la ciudad y llenaban las anchas plazas y avenidas de los mercados con contingentes de clones bellamente vestidas, estudiadamente peinadas y magníficamente uniformadas que llevaban sus cargas en carros bien engrasados o a la espalda de pacientes lúgars ataviados con librea. Flotaban suntuosos olores de extrañas frutas y especias, y había criaturas de las que las gemelas sólo sabían por los libros, como monos rojos aulladores y aleteantes merodragones que, colgados de los hombros de sus propietarias, siseaban a los transeúntes y robaban uvas a las vendedoras despistadas.
Las hermanas recorrieron las plazas y las estrechas calles del mercado, compraron dulces en un puesto, se rieron de las proezas de un pequeño grupo de ágiles malabaristas, esquivaron las arengas de las candidatas políticas, y sopesaron la extrañeza de un mundo tan pintoresco y maravilloso. Nunca antes había visto Maia tantos rostros que no reconocía. Aunque Puerto Sanger tenía una población de varios millares de habitantes, nunca había más de un centenar de caras, todas ellas conocidas.
Por primera vez saborearon cómo podría ser la vida si su plan secreto tenía éxito. Aunque iban humildemente vestidas, algunas vars con las que se encontraron se hicieron a un lado a su paso con deferencia instintiva, como si fueran nacidas en el invierno.
—¡Lo sabía! —susurró Leie—. Las gemelas son tan raras que la gente llega a la conclusión equivocada. ¡Nuestro plan puede funcionar!
Maia apreció el entusiasmo de Leie. Sin embargo, sabía que el éxito dependería de infinidad de detalles. No deberían pasar el tiempo libre jugando, insistió, sino recorriendo el puerto en busca de información útil.
Por desgracia, la ciudad era un batiburrillo de lenguas extrañas. Cuando quiera que las hermanas clónicas se encontraban en la calle, hablaban una jerga incomprensible de código familiar, creado por las madres-colmena y embellecido por sus hijas a lo largo de incontables generaciones. Esto frustró a Leie al principio. Allá en el tranquilo Puerto Sanger, el habla común era la normal.
Entonces Leie se entusiasmó.
—También nosotras necesitaremos una jerga secreta cuando fundemos nuestro propio clan.
Maia no se molestó en recordarle a su hermana que, de pequeñas, ya habían experimentado con códigos, criptogramas y jergas privadas, hasta que Leie se aburrió y lo dejó. Por su cuenta, Maia nunca había dejado de crear anagramas o de buscar pautas en los bloques de letras esparcidos por el suelo de la habitación de los niños.
Tal vez aquello fuera lo que estimuló su interés por las constelaciones, pues para ella las chispeantes pautas estelares siempre parecían apuntar al código privado de la Creadora, un código que estaba allí para todo aquel que aprendiera a verlo.
Mientras recorrían la gran plaza situada delante del templo de la ciudad de Lanargh, las gemelas contemplaron a un grupo de marineros arrodillados que recibían bendiciones de una sacerdotisa ortodoxa envuelta en una túnica de rayas color rojo oscuro. Alzando las manos, la religiosa pidió la intercesión del espíritu planetario, sus rocas y su aire, sus vientos y sus aguas, para que los hombres pudieran llegar a buen puerto al final de su viaje. La cantarina bendición terminó con un pasaje familiar sobre la santidad de la camaradería en los peligros compartidos. Sin embargo, por la forma de hablar de la mujer santa, se veía que también las clérigas tenían un «lenguaj». propio, sobre todo al citar el misterioso Cuarto Libro de las Escrituras.
.Asípues a sus naves entemps denecesidad caiga la bendción delo questá ocult
.
No era extraño que el Cuarto Libro fuera conocido popularmente como el «Acertijo de Lyso».. Tenía incluso su alfabeto de dieciocho letras, que solía entretener a Maia durante las largas ceremonias semanales en la capilla de Lamatia, mientras reflexionaba en silencio sobre los crípticos pasajes tallados en las paredes de piedra.
Leie miró el reloj situado en el frontispicio del templo y suspiró.
—¡Uf! Lo siento. Tengo que volver al trabajo.
Maia parpadeó.
—¿Qué? ¿El primer día?
—La suerte de la var. Hay que baldear y limpiar. Nuestro jefe quiere que el viejo
.Zeus
consiga más clientas que el
.Wotan
, aunque todo va a parar a las mismas propietarias y a la misma cofradía —sonrió con una mueca—. ¿Son vuestros contramaestres tan horribles como los nuestros?
Maia no habría empleado aquel calificativo. «Duro». tal vez, y rápidos en sorprenderte cuando estabas cruzada de brazos. Pero estaba aprendiendo mucho de Naroin y los demás, y estaba más fuerte cada día. De todas formas, no cabía duda de que Leie ocultaba algo. Maia apostó a que su hermana estaba castigada, probablemente por abrir la boca cuando tendría que haberse quedado calladita.
A pesar de todo, Maia gruñó compasivamente.
—Descargar carbón para ganarse la vida. Ja. Supongo que las madres estarían orgullosas de nosotras por empezar desde abajo.
—¡Pero no será por mucho tiempo! —respondió Leie—. ¡Algún día regresaremos a Puerto Sanger con suficientes varas de monedas para comprar el lugar!
Se echó a reír, y su alegría obligó a Maia a sonreír.
Era diferente caminar sola por la ciudad, y no sólo porque ya nadie le cedía el paso. A Maia le gustaba señalarle cosas a Leie, compartir lo que veía. Era reconfortante saber que otra persona era una aliada en este mar de desconocidas.
Por otro lado, la ciudad así parecía más viva. Sonido, olor y visión se hacían más claros a medida que era más consciente del reverso de la vida urbana. Sudorosas trabajadoras vars que arrastraban cargas en carros chirriantes.
Mendigas, algunas lisiadas, que sacudían cuencos con sellos de cera del templo. Mujeres de aspecto taimado que se apoyaban contra las esquinas de los edificios y la miraban especulativamente, tal vez preguntándose si llevaba la bolsa bien atada…
.Hicimos bien en coger barcos separados, pensó Maia, sintiéndose a la vez alerta y viva
.Necesitábamos esto.
.Yo lo necesitaba.
Carteles que nunca antes había visto de clanes que no conocía ofrecían artículos de los que nunca había oído hablar. Algunos espacios comerciales estaban cubiertos por una docena de empresas diminutas, algunas con pretenciosos escudos pintados a mano, dirigidas por mujeres solas que pagaban el alquiler en común, cada una de ellas esperando iniciar el lento ascenso hacia el éxito. En el otro extremo, el hospital de la ciudad parecía a la vez moderno y falto de color, pues las profesionales del interior no tenían necesidad de anunciar su afiliación familiar.
Un sonido atronador, un cuerno y címbalos restallando, hizo que la calle se dividiera para dejar paso a un nuevo alboroto. Los transeúntes se detuvieron a mirar mientras un breve desfile se abría paso colina abajo. Los miembros varones de una sociedad secreta, vestidos con atuendos llamativos y llevando tótems misteriosos, recorrían el empedrado entre los aplausos y las burlas benevolentes de la multitud. Algunos de los hombres parecían mansos, y llevaban a hombros recargados modelos de barcos y zep’lins de madera al compás del tambor, mientras que otros mantenían la barbilla alta, como desafiando a cualquiera a burlarse de su ritual. Sólo unas cuantas espectadoras se mostraban poco amistosas: Un puñado de mujeres cejijuntas se negó a hacerse a un lado y la procesión tuvo que sortearlas.
.Perkinitas, pensó Maia, mientras continuaba.
.¿Por qué no dejan en paz a los pobres hombres y eligen a alguien de su misma talla?
Lanargh ofrecía una gama de servicios más amplia de lo que hubiese podido imaginar, desde quirománticas y brujas profesionales hasta frenólogas de renombre equipadas con calibradores, cintas craneales, y floridas cartas.
Maia estuvo tentada de hacerse una lectura, hasta que vio los precios y decidió que de todas formas no podía hacerse nada con la forma de su cabeza.
Al asomarse a un caro escaparate, Maia contempló a tres pelirrojas consultar con sus clientas acerca de unas carpetas de cuero. Tras ver los carteles dorados, Maia supuso que se trataba de una rama local de una lejana empresa familiar que ofrecía servicios de anuncios comerciales. En un tablón aparte las pelirrojas anunciaban una especialidad local: diseñar lenguajes privados para casas de futura creación.
—Eso sí que es un dicho —murmuro Mala, admirada. El éxito en Stratos a menudo dependía de encontrar algún producto o servicio que nadie más dominara. Le habría gustado explorar éste. Suspiró—. Lástima que ya parezca estar completamente ocupado.
—Todos están ocupados, hermana. ¿No lo sabes? Es una de las señales predichas.
Maia se volvió para ver a una mujer joven, de aproximadamente su misma edad y altura, que llevaba una túnica con capucha y las franjas bordadas de alguna orden religiosa. La sacerdotisa, o la postulante, empuñaba un fajo de panfletos amarillos y miraba a Maia a través de unas gruesas gafas.
—Umm… ¿Señales de qué, hermana? —preguntó Maia, una vez superada su sorpresa.
Una sonrisa amistosa, aunque ferviente.
—De que entramos en un Tiempo de Cambios. Seguro que una muchacha de cinco años inteligente como tú habrás notado que las cosas han llegado al límite. Las matronas de los clanes llevan tiempo quejándose de que el número de nacimientos del verano aumenta, ¿pero qué hacen para impedirlo? Una fuerza dentro de la misma Stratos quiere que así sea, a pesar de todos los inconvenientes que eso conlleva.
Maia superó su reacción habitual cuando la acosaba una religiosa: el impulso de buscar la salida más cercana.
—Mm… ¿inconvenientes?
—Para las grandes casas. Para la burocracia de Caria. Y sobre todo para las mismas hordas de veraniegas, que no tienen sitio en este planeta. No hay más que un lugar.
.¡Ajá!, pensó Maia.
.¿Se trata de una maniobra de reclutamiento?
El sacerdocio era aún menos selectivo que la Guardia ciudadana de Puerto Sanger. Al tomar los votos, cualquier var se aseguraba un cuenco de comida para el resto de sus días. Eso también significaba no tener descendencia ni establecer jamás un clan propio pero ¿cuántas veraniegas lo conseguían de todas formas? Abjurar del sexo algún día, con un hombre sudoroso, no era ninguna decisión final. Toda Stratos era tu amante cuando tomabas los hábitos, y todos sus habitantes tus hijos.
.Con todo, ¿por qué reclutar a nadie? En Lanargh, una piedra lanzada en cualquier dirección pasaría por encima de alguna sacerdotisa o diaconisa. Cada día más gente elegía esa ruta hacia la seguridad.
—No pretendo ser irrespetuosa —dijo Maia, retrocediendo—. Pero no creo que el templo sea lugar para mí.
La sacerdotisa no pareció preocuparse.
—Hija mía, eso queda claro por tu aspecto.
—Pero… ¿entonces qué…?
Maia se encontró de pronto con un panfleto impreso en la mano. Leyó las primeras líneas.
Los Exteriores: ¿Un peligro o un desafío?
¡Hermanas de Stratos! Ya debería resultaros obvio que las sabias y mujeres del Consejo de Caria nos están ocultando la verdad sobre la nave espacial de nuestros cielos en la que, según se dice, viajan emisarios del Phylum Homínido que nuestras antepasadas abandonaron hace tanto tiempo. ¿Por qué han dicho tan poco al público? Las sabias y oficialas dan excusas, hablan de «deriva lingüístic». y cautelosas «medidas de cuarenten»., pero cada vez está más claro que incluso las más bajas de nuestras grandes, sentadas en sus cómodos escaños del Consejo, el templo y la universidad, son cobardes en lo más profundo de sus corazones…