—¡Demasiada bebida y pereza en tierra! —la reprendieron.
—¡Vosotros vais a hablar! —replicó ella—. ¡Todo el día retozando con las zorras Bizzie!
Uno de los hombres empezó a dar cuerda a la pieza para intentarlo de nuevo, pero el segundo de a bordo del
.Wotan
eligió ese momento para bajar del alcázar y llamó a la mujer para hablar con ella. Conversaron durante unos cuantos minutos, y luego el oficial se marchó. La marinera se sacó un silbato de la camiseta y con un agudo pitido hizo que todo el mundo le prestara atención.
—Pasajeras de segunda clase a popa —dijo con tono neutro, indicando a Maia y a las demás que se pusieran en fila junto a la banda de estribor.
—Me llamo Naroin —dijo la pequeña marinera al grupo congregado—. Mi rango es el de contramaestre, igual que el marinero Jum y el marinero Rett, así que no lo olvidéis. También soy maestra de armas de esta bañera.
A Maia no le costó creérselo. Las piernas de la mujer mostraban cicatrices de combate, le habían roto la nariz al menos dos veces, y sus músculos, aunque no eran masculinos, resultaban impresionantes.
—Estoy segura de que todas visteis anoche que los rumores que venimos oyendo son ciertos. Este año hay actividad saqueadora más al norte que nunca, y empieza temprano. Podríamos convertirnos en su objetivo en cualquier momento.
A Maia le dio la impresión de que era precipitado llegar a esa conclusión a partir de un incidente aislado, y al parecer lo mismo pensaban las otras vars. Pero Naroin se tomaba sus responsabilidades muy en serio. Así se lo dijo, apoyando el bastón acolchado en su espalda.
—El capitán ha dado órdenes. Debemos estar preparadas, por si hay problemas. No vamos a convertirnos en presa de nadie. Si una banda de únicas rebotadas intenta abordar este barco…
—¿Por qué iba a querer hacerlo nadie? —murmuró una var, provocando risitas. Era la mujer de mandíbula cuadrada que había despreciado antes a las «mocosas Lama»..
—¿Qué clase de sangradoras atípicas nos abordarían por un cargamento de
.carbón
? —continuó la medio Chuchyin.
—Te sorprenderías. El mercado está en alza. Además, incluso una mengua en los beneficios podría arruinar a las propietarias…
La explicación de Naroin fue interrumpida por la ofensiva imitación de un pedo.
Cuando la contramaestre alzó la cabeza, la var Chuchyin bostezaba exageradamente. Naroin frunció el ceño.
—Las órdenes del capitán no tienen que ser explicadas a gente como vosotras. Una tripulación que no permanece unida…
—¿Quién necesita unirse? —La alta var chasqueó los nudillos, dando un codazo a sus amigas, aparentemente un grupo cerrado de compañeras de viaje—. ¿Por qué preocuparnos por esas saqueadoras amantes de lúgars? Si vienen, las enviaremos en busca de sus papás.
Maia sintió enrojecer sus mejillas, y esperó que nadie se diera cuenta. La maestra de armas se limitó a sonreír.
—Muy bien, coge un bastón y enséñame cómo pelearás llegado el caso.
Un bufido. La Chuchyin escupió sobre la cubierta.
—Me quedaré mirando, si no te importa.
Los tendones de los antebrazos de Naroin se tensaron como cuerdas de arco.
—Escucha, basura del verano. ¡Mientras estés a bordo, obedecerás las órdenes, o te volverás nadando por donde viniste!
La alta mujer y sus camaradas la miraron sombrías, la hostilidad pintada en sus duros rostros.
Una voz grave interrumpió desde atrás.
—¿Hay algún problema, maestra de armas?
Naroin y las vars se volvieron. El capitán Pegyul se encontraba en el extremo del alcázar, rascándose su barba de cuatro días. De aspecto banal en la taberna Bizmai, su figura era ahora impresionante, vestido sólo con una camiseta azul, algo que los machos nunca hacían en tierra. Tres brazaletes de bronce, insignia de rango, circundaban un brazo del grosor del muslo de Maia. Otros dos marineros, más altos y de hombros aún más anchos, se mantenían tras él al pie de las escaleras; el pecho desnudo. A pesar de la clara tensión, Maia se sintió fascinada por aquellos torsos. Por una vez, pudo dar crédito a ciertas exageradas historias que decían que a veces, en el calor del verano, un macho particularmente grande y loco podía atormentar a propósito a un lúgar para que la bestia se volviera la horrible furia en la que era capaz de convertirse, sólo por luchar con la criatura mano a mano, hasta vencerla.
—No, señor. No hay ningún problema —respondió Naroin tranquilamente—. Estaba explicando a las pasajeras de segunda clase que se entrenarán para defender el cargamento de la nave.
El capitán asintió.
—Tienes el apoyo de tus camaradas, maestra de armas —dijo suavemente, y se marchó. .
El escalofrío que recorrió la espalda de Maia no fue debido al viento del norte. Generalmente hablando, los hombres eran considerados inofensivos cuatro quintas partes del año, igual que los lúgars lo eran todo el tiempo.
Pero eran seres inteligentes, capaces de
.decidir
enfurecerse incluso en invierno. Los dos grandes marineros se quedaron observando. Maia pudo ver en sus ojos la alerta ante cualquier amenaza a su barco, a su mundo.
La Chuchyin hizo como si se examinara las uñas, pero Maia vio sudor en su frente.
—Supongo que podría entrenarme un poquito —murmuró la alta var—. Para practicar.
Todavía fingiendo indiferencia, se acercó al bastidor de las armas. En vez de coger el otro bastón acolchado de entrenamiento, tomó uno de combate, hecho de dura madera Yarri con mínima cobertura en el garfio y el diente.
Desde las jarcias, dos mujeres de la tripulación jadearon, pero Naroin se limitó a retroceder hacia la ancha y plana puerta que cubría la bodega de popa, levantando una película de polvo de carbón con los pies descalzos. La alta var la siguió, dejando huellas con sus sandalias. No hizo ninguna reverencia. Ni la hizo tampoco la marinera cuando ambas empezaron a dar vueltas.
Maia miró a los dos marineros sin camisa que ahora estaban sentados, observando, toda la furia desaparecida de sus dóciles ojos. Una vez más sintió curiosidad, medio excitada medio asqueada, por el sexo. Su curiosidad era normal. Pocos clanes dejaban que sus hijas del verano entraran en sus Salones de Placer, donde la danza de negociación, acercamiento, rechazo y aceptación entre marinero y futura madre alcanzaba una consumación diferente dependiendo de la estación. Entre las ambiciones que compartía con Leie se encontraba la de construir un salón propio donde disfrutar de cuantas delicias fueran posibles (por improbable que pareciera) al mezclar su cuerpo con uno de aquéllos tan grandes e hirsutos. Sólo con imaginarlo la cabeza le dolía de forma extraña.
Las dos mujeres terminaron sus movimientos preliminares, agitando y blandiendo sus bastones. Naroin no parecía tener prisa por pasar a la ofensiva, quizás a causa de su arma, acolchada y mal equilibrada. La var Chuchyin blandía con afectación el palo elegido. De repente se abalanzó hacia delante para atacar las piernas llenas de cicatrices de su oponente… y bruscamente se encontró esas piernas en torno al cuello. Naroin no había esperado al intercambio tradicional de fintas y amagos, sino que había utilizado su incómodo bastón como pértiga sobre la cubierta para lanzarse hacia el arma de su enemiga y aterrizar con las piernas alrededor de los hombros de la otra mujer. La var se tambaleó, soltó el palo y trató de arañar a la maestra de armas, pero descubrió que sus manos estaban sujetas por una fuerza terrible. Se le doblaron las rodillas y su cara empezó a enrojecer entre los tensos muslos de la marinera.
Maia respiró por fin cuando Naroin saltó hacia atrás, dejando que su oponente se desplomara sobre la sucia escotilla. La marinera de pelo oscuro cogió el arma de madera Yarri y usó su punta en forma de Y para apretar el cuello de la var contra la puerta de la bodega. La respiración de Naroin apenas era entrecortada.
—¿Qué esperabas al atacarme de esa forma, madera pelada contra acolchado? ¿Ninguna cortesía, y luego descargar un golpe cortante? Intenta eso contra las saqueadoras y harán más que quitarte el cargamento o venderte como esclava. Te tirarán al mar, a ti y a cualquier idiota que haga trampas. Y nuestros hombres no levantarán un dedo, ¿me oyes? ¡Eia!
La tripulación femenina respondió al unísono.
—¡Eia!
Naroin arrojó el bastón a un lado. Resoplando, la medio Chuchyin salió arrastrándose del improvisado coso, cubierta de manchas negras. Una mirada al alcázar mostró que los hombres se habían marchado, pero varias clones observaban desde primera clase, con expresión divertida.
—¿La siguiente? —preguntó Naroin, mirando la fila de vars; ya no parecía tan pequeña.
.Sé lo que haría Leie, pensó Maia.
.Esperaría a que las demás agotaran a Naroin, detectaría alguna debilidad, y luego se lanzaría con todas las pilas cargadas
.
Pero Maia no era su hermana. En el colegio podía observar una docena de duelos sin recordar quién había ganado, mucho menos quién se entrenaba y cuándo en busca de puntos. Mientras su instinto quería encontrar algún rincón oscuro donde perderse, su mente racional dijo:
.Acabemos de una vez
. De cualquier forma, si lo que Naroin intentaba era potenciar las adecuadas virtudes femeninas en el combate, Maia podría ofrecer un buen contraste con la Chuchyin, y sorprender a aquellas que la llamaban «virgi»..
Combatiendo sus temblores, dio un paso al frente, recogió en silencio del bastidor el otro bastón acolchado de entrenamiento y se encaró al coso. Ignoró las miradas de clones y vars, arrastró ritualmente los pies tres veces sobre el polvo, e inclinó la cabeza. Naroin, con su arma también acolchada, sonrió benéfica ante la cortesía de Maia.
Ambas extendieron sus palos, el extremo ganchudo hacia delante para el primer golpe formal…
Alguien le echó agua en la cara. Maia tosió y escupió. No sabía sólo a sal, sino a carbón. Un borrón se convirtió lentamente en un rostro, un rostro de hombre, el que antes le había acariciado el pelo, recordó aturdida.
—¿Qué tal? ¿Estás bien? Nada roto, ¿no?
Hablaba un cerrado dialecto masculino. Pero Maia lo entendió.
—No… no lo creo.
Empezó a levantarse, pero un fuerte dolor le atravesó la pierna izquierda, por debajo de la rodilla. Un corte ensangrentado recorría la pantorrilla. Maia silbó.
—Mm. No te preocupes. No es tan malo. Tengo un ungüento que se encargará de todo.
Maia sintió un gemido crecer en su garganta y se estiró cuando el hombre le aplicó la medicina de una jarra de barro. La agonía la recorrió en oleadas, como una marea que baja. Las palpitaciones menguaron. Cuando volvió a mirar, la hemorragia había cesado.
—Esto… es bueno —suspiró.
—Nuestra cofradía tal vez sea pequeña y pobre, pero tenemos chicos listos en el santuario.
—Mm, apuesto a que sí.
Entre las temporadas marítimas, algunos hombres pasaban el tiempo libre trabajando en laboratorios, como invitados de los clanes o en sus propias hermandades. Pocos de los barbudos remendones tenían educación formal, y la mayoría de sus inventos eran como mucho maravillas de una sola temporada. Una fracción de esos inventos llamaba la atención de las salas de Caria, para acabar siendo divulgados o prohibidos. Pero este ungüento… Maia decidió obtener una muestra y averiguar si alguien tenía ya los derechos de comercialización.
Se levantó apoyándose en los codos y miró a su alrededor. Dos parejas de pasajeras de segunda clase se entrenaban bajo la dirección de la maestra de armas. Otras yacían en el suelo igual que ella, acariciándose las heridas. Mientras tanto, dos marineras estaban sentadas en la amura de proa, una tocando una flauta y la otra cantando con una voz triste y grave.
El anciano chasqueó la lengua.
—Este año las cosas están difíciles. Vaya tontería, coger hembras demasiado estropeadas para trabajar. No es bueno, a mi juicio.
—Supongo —murmuró Maia. Logró sentarse y entonces, agarrada a una jarcia cercana, consiguió apoyarse en una pierna. Seguía mareada, pero al mismo tiempo se sentía vagamente aliviada. El verdadero dolor rara vez es tan malo como lo que se espera.
Qué curioso, ¿no había dicho una vez Madre Claire eso mismo sobre
.parir
? Maia se estremeció.
Una de las vars soltó un grito y aterrizó sobre la escotilla con un fuerte golpe. Las mujeres que tocaban música pasaron a una vieja y quejumbrosa melodía que Maia reconoció, una melodía que hablaba de una vagabunda que anhelaba un hogar, un amante, todos los placeres que son tan fáciles para algunas, pero no para otras.
Apoyada contra la borda, Maia contempló el mar y encontró al
.Zeus
detrás, abriéndose paso entre las olas con las velas hinchadas. Hasta ahora, aquel viaje había sido al menos la experiencia de aprendizaje que su hermana prometió.
.Espero que Leie encuentre su viaje igual de interesante, pensó con ironía.
Dos semanas más tarde, al desembarcar en Queg Town, las gemelas se encontraron por fin después de su larga separación, y sus reacciones fueron idénticas. Cada una miró a la otra de arriba abajo… y se echaron reír simultáneamente.
En la parte inferior de la pierna derecha de Leie, en un punto que reflejaba exactamente su pierna izquierda, Maia vio una rosada cicatriz alargada que sanaba bajo la benigna influencia del sol, el aire, el trabajo duro y el agua salada.
Problema número uno: al carecer de mecanismos de control naturales, nuestros descendientes humanos tenderán a reproducirse hasta que Stratos ya no pueda soportar su número. ¿Habremos recorrido entonces todo este camino para repetir la catástrofe de la Tierra?
Una lección hemos aprendido: todos los esfuerzos por limitar la población no pueden basarse solamente en la persuasión. Los tiempos cambian. Las pasiones cambian, e incluso los deseos moralistas más elevados acaban sucumbiendo ante los instintos naturales.
Podríamos hacerlo genéticamente, permitiendo a cada mujer sólo dos partos. Pero las variantes que rompen la programación superarían a todas las demás, devolviéndonos pronto a donde empezamos. De todas formas, nuestras descendientes pueden necesitar en ocasiones una reproducción rápida. No podemos limitarlas a una estrecha forma de vida.
Nuestra principal esperanza se basa en encontrar formas de conjugar de modo permanente los intereses propios con el bien común.
Lo mismo vale para nuestro segundo problema, el que provocó que esta coalición tomara medidas, abandonando los blandos compromisos del Phylum. El problema que nos trajo a este mundo lejano en busca de una solución.
El problema del sexo.
LYSOS,
.La apología