Maia miró por encima de la borda y vio cómo el mar atacaba una vez más, golpeando las amuras esta vez, antes de retroceder aún más reluctante que antes. Una cuantas oscilaciones más y el
.Wotan
estaría condenado.
Los gritos de la gente de cubierta se alzaron con urgencia, junto con el golpeteo de frenéticos cortes. Alguien gritó. Un hacha brilló bajo el rayo de una linterna de emergencia hasta perderse en el furioso mar. Bajo cubierta resonaban los quejidos de quienes trabajaban en una labor distinta y sin esperanzas.
Por pura fuerza de voluntad, Maia contuvo las náuseas, tan salvajes ya como la tormenta. Soltó las manos de la borda y se volvió.
—Ya voy… —consiguió croar, pero nadie la oyó. Sabiendo que no poseía habilidades útiles para los que trabajaban en cubierta, Maia avanzó dando tumbos por la superficie resbaladiza hacia la abierta oscuridad de la escotilla.
Dentro de la bodega se había desatado un infierno; se habían soltado varias particiones cuya función era proteger la carga de los bandazos del barco. Una barrera había cedido en el peor lugar posible, cerca de la proa, donde toda la masa apilada de golpe a estribor aumentaba la inclinación del navío y empeoraba la ya torpe maniobrabilidad. Mortecinas bombillas eléctricas alimentadas por baterías de reserva oscilaban salvajemente y proyectaban extrañas sombras cuando Maia atravesó el crujiente andamiaje que se alzaba entre grandes depósitos medio llenos de carbón. El polvo negro se elevaba como rocío, sofocando su garganta y haciendo que sus membranas nictitantes se cerraran sobre sus ojos justo cuando necesitaba más luz, no menos.
Tras deslizarse por un desmoronadizo talud, Maia llegó a un escenario infernal, allí donde las tablas rotas permitían que toneladas de carbón se vertieran hacia la derecha en grandes montañas inclinadas. Otras vars se habían unido ya a los hombres de abajo y luchaban por domar el rebelde cargamento lanzándolo paletada a paletada sobre las paredes crujientes de otros compartimentos que aún seguían enteros. Alguien tendió a Maia una pala y se puso a cavar, ayudando en el penoso esfuerzo. A través de la sofocante neblina, vio que un trío de clónicas también trabajaba con ahínco: pasajeras de primera clase cuyo clan debía haber enseñado a sus hijas que unas manos sucias eran preferibles a la muerte.
.Una buena cosa a tener en cuenta para el currículum de nuestras hijas, reflexionó una parte remota de Maia, arrinconada junto con otras partes que seguían gimiendo llenas de ciego terror. No había tiempo para el miedo ni para la objetividad mientras se disponía a cumplir con su tarea.
Llegaron más ayudantes cargando cubos. Un oficial empezó a gritar y señalar, organizando una cadena humana: las mujeres en el centro pasaban cubos de plástico mientras los hombres los llenaban a paletadas en un extremo, lanzando el carbón de una partición a otra. El trabajo de Maia era proporcionar constantemente cubos vacíos y luego ponerlos en movimiento cuando estaban llenos. Aunque la desesperación guiaba su fuerza, y las hormonas de peligro superaban sus náuseas, tenía problemas para mantener aquel ritmo frenético. El torso del marinero se alzaba como una gran bestia, emitiendo un calor tan palpable que Maia temió que prendiera el carbón y los enviara a todos al infierno patarkal convertidos en una gigantesca bola de fuego.
El ritmo se incrementó. La agonía corría desde sus manos a sus fatigados brazos y cruzaba su espalda. Todos los demás eran mayores, más fuertes, más experimentados, pero eso apenas contaba, estando las vidas de todos en peligro. Sólo el trabajo en equipo contaba. Cuando Maia volcó un cubo, le pareció que se terminaba el mundo.
¡Concéntrate, maldita sea!
No se terminó, todavía no. Nadie la reprendió, y ella no lloró, porque no había tiempo. Otro cubo ocupó el lugar del caído y ella se agachó, esforzándose por trabajar más deprisa.
Cubo a cubo, fueron reduciendo el carbón caído. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, el volumen parecía aumentar. La montaña negra parecía cada vez más alta en el mamparo de estribor. Peor todavía: el depósito que habían estado cargando, a popa, empezó a gemir y a chirriar, y sus planchas a abultarse hacia fuera. Nadie podía decir cuánto aguantaría aquella partición la creciente inversión de la gravedad. Todos los cubos que arrojaban no hacían más que aumentar la carga.
De repente, un chasquido ensordecedor sonó en cubierta. Algo pesado debía de haberse soltado por fin de los cordajes. A través del resonar en su cráneo, Maia oyó sonidos de distantes vítores. Casi de inmediato, sintió que el carguero se libraba de las frustradas garras del viento. Con un gemido palpable, el timón del
.Wotan
respondió por fin a la fuerza de su piloto y el barco se liberó, girando para huir de la tormenta.
En la bodega, junto a Maia, una var soltó un largo suspiro cuando la horrible inclinación empezó a reducirse.
Una de las clones se echó a reír, soltando la pala. Maia parpadeó cuando alguien le palmeó la espalda. Sonrió y empezó a soltar el cubo que tenía en las manos…
—¡Cuidado! —gritó alguien, señalando la montaña de carbón de la derecha. Sus esfuerzos habían sido recompensados, sí. Demasiado rápido. Cuando la inclinación a estribor se redujo, el impulso hizo oscilar la nave más allá de la vertical en un movimiento contrario. La negra masa tembló, luego empezó a desmoronarse.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó un oficial, sin que hiciera falta, pues la tripulación y las pasajeras saltaban hacia las escaleras, se subían a los depósitos de madera o, simplemente, echaban a correr. Todos menos los que se encontraban más cerca de la avalancha, para quienes ya era demasiado tarde. Maia vio una expresión de estupefacción cruzar el rostro del gran marinero que estaba a su lado, mientras la negra ola se desplomaba hacia ellos. Tuvo tiempo de parpadear, luego su alarido de sorpresa se ahogó cuando Maia alzó el cubo sobre sus hombros, cubriéndose la cabeza.
El impulso de su salto la llevó hacia arriba, de forma que el tsunami de antracita no la cogió de inmediato. El corpachón del pobre marinero protegió a Maia por un instante, luego se sintió nadar a través de una bruma de piedras afiladas, mientras se arrastraba frenéticamente colina arriba. Al intentar aferrarse a algo, su mano chocó con el mango de una pala y lo agarró espasmódicamente, mientras sus piernas y abdomen quedaban atrapados, Maia apenas consiguió alzar la herramienta y usar la hoja de acero para protegerse la cara.
Un sonido como el fin de toda la eternidad trajo consigo una súbita oscuridad.
El pánico, una intensa fuerza animal que la sacudía y agitaba convulsivamente contra el entierro y la asfixia, se apoderó de ella. Una ceguera aterradora y un peso aplastante la envolvieron. Quiso golpear al enemigo que la apretaba por todas partes. Quiso gritar.
El ataque pasó.
Pasó porque nada se movía, no importaba cuánto se esforzara. Nada. El cuerpo de Maia retornó al control consciente simplemente porque el pánico demostró ser completamente inútil. La consciencia era la única parte de ella que podía pretender moverse.
Con su primer pensamiento coherente, al encontrarse sepultada por toneladas de duro carbón, Maia advirtió que había en efecto cosas peores que la acrofobia o el mareo. Y sin embargo, algo encabezaba el catálogo de sorpresas.
.No estoy muerta.
Todavía no. En medio de la oscuridad y la terrible agonía, esforzándose por encontrar una zona entre el desmayo y la histeria, Maia se aferró a ese hecho e intentó hacer uso de él. La presión del caliente acero oxidado contra su cara le daba una pista. La hoja de la pala no había impedido que la avalancha la enterrara, pero había protegido un pequeño espacio, una bolsa de aire rancio sin carbón. Así que tal vez se asfixiara, en vez de ahogarse. No parecía haber mucha diferencia, aunque el fuerte olor del metal era preferible a tener la nariz llena del horrible polvo.
Pasó el tiempo. ¿Segundos? ¿Fracciones de segundo? Ciertamente, no minutos. No podía haber tanto aire.
El barco había dejado de mecerse, gracias a Stratos, o el movimiento de la carga la habría convertido rápidamente en pulpa. Incluso con el lecho de carbón inmóvil, sentía casi cada centímetro cuadrado de su cuerpo magullado y lacerado por las duras rocas. Sin nada más que hacer excepto el inventario de sus agonías, Maia descubrió que era posible distinguir sutiles diferencias de textura. Cada pedazo de roca que apretaba su cuerpo tenía una sádica personalidad tan individual que podía ponerles nombre… ésta, Aguja; la que tenía debajo del pecho izquierdo, Pellizco, y así sucesivamente.
Mientras los segundos se sucedían, notó un único punto de contacto: una tensa y latente constricción que parecía suave pero rítmicamente inflexible. Advirtió con sorpresa que ¡alguien le agarraba una pierna! Albergó la esperanza de haber sido derribada boca arriba y de tener un pie al descubierto, y que aquellos apretones significaran que venían en su ayuda.
Entonces se dio cuenta.
.¡Es el marinero grande!
Su mano debía de haber tocado su pie en el último momento, mientras ella nadaba en la ola de carbón. Ahora, ya estuviera consciente o moribundo, el hombre mantenía su fino hilo de contacto humano a través de su tumba común.
Qué irónico. Sin embargo, no parecía más extraño que ninguna otra cosa ahora mismo. Era compañía.
Maia sintió pena por Leie cuando se enterara de la noticia.
.Imaginará que el final fue más terrible de lo que es. Podría ser peor. Ahora mismo no se me ocurre cómo, pero estoy segura de que podría ser peor
.
Mientras reflexionaba sobre esto, la tenaza sobre su tobillo se apretó brusca, espasmódicamente, con tanta fuerza que Maia gimió de dolor. Sintió las terribles convulsiones del marinero, y su fuerza la arrastró hacia abajo, haciendo que las piedras de carbón se le clavaran en un centenar de sitios y jadeara de angustia. Entonces la feroz tenaza empezó a ceder en una sucesión de temblores cada vez más débiles.
Las pulsantes contracciones se detuvieron. Maia imaginó que oía una sacudida lejana.
.¿Ves?, se dijo, mientras lágrimas calientes inundaban sus ojos de total oscuridad.
.Te lo dije. Te dije que podía ser peor
.
Tranquilamente, se preparó para su propio turno. La liturgia cienciodeísta de su educación le vino a la mente; líneas del catecismo que la Casa Lamatia enseñaba a sus niños del verano en las ceremonias semanales en la capilla, discursos sobre el espíritu materno y sin forma del mundo, a la vez amoroso, aceptador y estricto,
¿Pues qué esperanza tiene un solitario y vivo «y».,
una mente, breve, aunque henchida de importancia? ¿Aferrarse
a la vida como a una posesión? ¿Hay algo que se pueda conservar?
Conocía oraciones para el consuelo, oraciones para la humildad.
.Pero claro
, se preguntó,
.si el alma realmente continúa después de que la vida orgánica haya cesado, ¿qué diferencia supondrían unas cuantas palabras murmuradas en la oscuridad a Madre Stratos? ¿O incluso al extraño y omnisciente dios del trueno que, según decían, era adorado en privado por los hombres? Seguro que ninguno de los dos le reprocharía que ahorrara su aliento para vivir unos cuantos segundos más
.
La sobrecarga perceptiva redujo gradualmente parte de su agonía. La presión claustrofóbica que rodeaba a Maia, al principio una horrible masa de garras afiladas, tenía ahora un efecto aturdidor, como si se contentara con aplastar lentamente todas las sensaciones restantes. La única impresión que aumentaba con el tiempo era la de
.sonido
. Golpes y lejanos chasquidos.
Pasaron latidos, uno a uno. Los contó, al principio para pasar el tiempo. Luego, incrédula, porque no mostraban ningún signo inminente de parar. Experimentando, Maia abrió un poco la boca, exponiendo la lengua y los labios para sentir lo que su rostro magullado y cubierto de polvo no podía: ¡un leve hilillo de aire fresco que parecía correr por el mango de la hoja desde algún lugar cercano a sus cabellos! Sin embargo, tenía que haber al menos un metro de carbón por encima de su cabeza. ¡Probablemente mucho más!
No había una respuesta fácil a este acertijo, y trató de no pensar demasiado. Incluso cuando distinguió pasos sobre ella, y el rápido roce de las herramientas, apenas prestó atención, aferrada a la cobertura de aturdida aceptación. La esperanza, si llegaba a su metabolismo, era lo último que necesitaba en aquel momento.
.Tal vez sería mejor si durmiera un poco.
Así, Maia entró y salió de un sueño anóxico, mientras las vibraciones a lo largo de la hoja de la pala le indicaban lo lento que era el progreso de sus rescatadores.
.Como si importara
.
Sin advertencia previa, la herramienta se movió, y la hoja que la había salvado amenazó de pronto con cortarle el cuello, por lo que Maia se rebulló de terror. De inmediato, la negra pared de carbón pareció más tensa, más constrictora, más asfixiante que nunca. La histeria, tanto tiempo mantenida a raya gracias a su aturdimiento, envió temblores de renovada furia a través de sus lacerados brazos y piernas. Maia luchó desesperadamente contra el grito de su garganta. Entonces, inesperada y sin paliativos, la luz le golpeó los ojos con un brillo repentino y doloroso, superando incluso el pánico, ahogando todos los pensamientos con su pura y cegadora belleza. Sus oídos se llenaron de ruido: golpes, arrastrar de objetos y gritos roncos. Maia jadeó estremeciéndose mientras las formas borrosas se convertían en siluetas y finalmente en caras manchadas de hollín, claramente delimitadas por las oscilantes bombillas. Arrodillados, marineros y pasajeras usaron sus manos desnudas para despejar más carbón de su cabeza. Alguien con un trapo y un cubo le limpió los ojos, la nariz y la boca, y después le dio agua.
Finalmente, Maia pudo pronunciar unas cuantas palabras.
—N-no… os m-molestéis… con… migo… —Sacudió la cabeza, abriéndose nuevos arañazos en el cuello—. Ho… hombre… ahí… abajo.
Apenas fue un gemido, pero actuaron como si la comprendieran, y comenzaron a cavar furiosamente allí donde Maia les indicó con la barbilla. Mientras tanto, otro grupo liberó gradualmente el resto de su cuerpo.
Cuando estaba casi libre, un cubo amarillo volcado apareció debajo, y el trabajo se aceleró.
En ese punto, Maia podría haberles ahorrado el esfuerzo. La mano que aún le agarraba el tobillo estaba cada vez más fría. Sin embargo, no fue capaz de decirlo. Siempre había una posibilidad…