.Podría estar equivocada… respecto a un montón de cosas. Maia permaneció en cuclillas, reflexionando. La prudencia la instaba a olvidarse del asunto.
La curiosidad y la obstinación fueron más fuertes. Cambió de postura, maniobrando para trabajar en la maleta desde otro ángulo…
Una tabla del suelo gruñó, como un animal herido. Maia contuvo la respiración.
.¡No puede haber sonado tan fuerte! Es sólo que estoy nerviosa
. Mirando a Tizbe, se preguntó qué diría si la clon se despertaba y la encontraba allí. La viajera chasqueó los labios y cambió ligeramente de postura, luego se quedó quieta de nuevo, roncando un poco más fuerte. Con la boca seca, Maia colocó su herramienta en otro lugar y trabajó una vez más entre el tejido.
Resistió, penetró, y luego se detuvo con un brusco sonido levemente tintineante.
¡Ajá!
Repitió el experimento varias veces, trazando un burdo mapa del interior de la maleta. Para ser una var de carretera, Tizbe parecía llevar pocos efectos personales y un montón de pesadas botellas de cristal.
Torpemente, Maia retrocedió hasta que se encontró de nuevo en su mesa. Arrojó a un lado el alambre, se mordió el labio inferior.
.Bien, ahora sabes que Tizbe es un correo que transporta algo misterioso. Pero sigues sin poder demostrar que esté cometiéndose algo ilegal
. Todos los movimientos extraños, los susurros en los muelles, las clones ricas haciéndose pasar por pobres vars, podían apuntar al crimen.
.O podrían tener razones legítimas para mantener un secreto, razones comerciales.
Un segundo aspecto preocupaba más a Maia.
.El caos en Lanargh podría haber sido causado en parte por esto. Sin duda el accidente de Ciudad Barro lo fue. ¿Podría ser legal algo que causa tantos problemas?
En teoría, los tres órdenes sociales eran iguales ante la ley. En la práctica, hacía falta tiempo para dominar la maraña de códigos planetarios, regionales y locales, así como precedentes y tradiciones transmitidas por las Fundadoras, e incluso por la Vieja Tierra. Los clanes grandes a menudo dedicaban a una o más hijas plenas a estudiar leyes, discutir casos, y a emitir votos en grupo durante las elecciones. ¿Qué joven var podría permitirse dirigir más que una mirada de pasada a los polvorientos libros legales, incluso si estuvieran a su alcance? El sistema podía parecer diseñado intencionadamente para excluir a las clases inferiores, ¿pero para qué molestarse si de todas formas las clones superaban con creces en número a las veraniegas?
Maia sacudió la cabeza. Necesitaba consejo, conocimientos; ¿pero cómo conseguirlos? Valle Largo ni siquiera tenía una Guardia organizada. ¿Qué falta le hacía, con las saqueadoras y otros problemas costeros tan lejos, y los hombres desterrados durante la época del celo?
Había un lugar al que Maia podía ir. Donde se suponía que una joven var como ella debía plantear los problemas que estaban fuera de su comprensión. Decidió que sería mejor intentarlo primero en otro sitio.
La última parada del día era Holly Lock. Esta vez, Tizbe ni siquiera fingió ayudar mientras Maia arrastraba paquetes, se debatía con el torpe sistema de contabilidad Musseli, y luego se enfrentaba al escrutinio de una guardagujas. Con un tranquilo «¡Ya nos veremos!»., la viajera rubia se marchó. Para cuando Maia terminó, pensaba ya que «adiós muy buena».. Que aquellas enigmáticas botellas fueran problema de otra.
Holly Lock era poco más que un puñado de almacenes, elevadores de grano, y cercas de ganado a un lado de las vías, y un grupito de casitas para vars solitarias y microclanes al otro. No había allí nada que recordara siquiera el modesto «centro de la ciuda». de Puerto Sanger, donde unas cuantas funcionarias ejecutaban sus tareas, ignoradas por el resto de la población.
Cargada con su petate, Maia se detuvo delante de la oficina de la estación, donde una Musseli mayor y de aspecto ligeramente poco amistoso charlaba con una mujer gruesa cuya piel tenía el color del cobre. Como Maia permanecía indecisa en el umbral, la jefa de estación alzó una ceja.
—¿Sí?
Maia se decidió por impulso.
—Discúlpeme, señora, pero… —Tragó saliva—. ¿Puede decirme dónde puedo encontrar a una sabia en la ciudad?
¿Una que tenga acceso a la red? Necesito comprar una consulta.
Las dos mujeres mayores se miraron mutuamente. La jefa de estación compuso una mueca.
—¿Una sabia, dices? Una sa-bia. Creo que he oído hablar de esas cosas. ¿Son algo parecido a abejas inteligentes? —Su sarcástica versión del habla de los hombres hizo que Maia se sonrojara.
La mujer de piel oscura tenía unos ojos que se llenaban de arrugas cuando sonreía.
—Vamos, Tess. Es una var agradable. Lysos, ¿te imaginas lo que va a costarle una consulta, sin contar las tasas del clan? Debe necesitarla con urgencia. —Se volvió hacia Maia—. No tenemos sabias licenciadas en esta parte del valle; pequeña virgie. Pero te diré una cosa: pasaré por la Casa Jopland de regreso a la mina. Podría llevarte.
—Um. ¿Tienen…?
—Un enlace, claro. Son las madres más ricas de estos parajes. Tienen una consola completa y todo. Pero tal vez no tengas que usarla. Lo que sin duda necesitas, calculo, es algún buen consejo materno. Te podrías ahorrar el coste de una consulta.
.Consejos maternos era lo que le habían enseñado a buscar si alguna vez tenía problemas en el mundo. Las madres de los clanes locales más grandes y respetados estaban disponibles no sólo para sus propias hijas, sino para cualquiera, incluso hombre o var, que lo necesitara y fuese digno. De hecho, Maia no tenía muchas ganas de encontrarse con un puñado de clones viejas, acostumbradas a mediar en cortes feudales, citando perogrulladas y asignando sus versos del
.Libro de las Fundadoras
.
Pero dice que tienen una consola.
—Muy bien —contestó, y se volvió hacia la jefa de estación—. Me temo que eso significa…
—No me lo digas. Tal vez no vuelvas a tiempo para coger el de las 6.02. Oh, bueno… —La Musseli bostezó para mostrar lo preocupada que estaba—. Supongo que siempre hay otra var esperando en la calle. Vuelve y te pondremos a la cola para otra ocasión.
Magnífico. Perderé la antigüedad y tal vez una semana esperando otro tren. Esto ya me está costando caro.
Maia tenía la terrible sensación de que, antes de terminar, aquello iba a costarle muchísimo más.
Estamos programadas para encontrar placentero el sexo por un sencillo motivo: porque los animales que se aparean tienen descendencia. Los que no lo hacen no la tienen. Las tendencias que procuran la reproducción con éxito se refuerzan y se transmiten. La evolución es así de simple.
Es por tanto inútil considerar maligno el hecho de que los hombres tiendan a la agresión. Entre nuestros antepasados, la agresión a menudo ayudaba a los machos a tener más hijos que sus competidores. «Buen». o «mal». tiene poco que ver con ello.
¡Es decir, hasta que alcanzamos la consciencia: en ese punto bien y mal se convirtieron en pertinentes! Conductas excusables en bestias idiotas pueden parecer perversas, criminales, cuando se dan en seres pensantes. El hecho de que una tendencia sea «natura». no nos obliga a seguirla.
Aunque las radicales de Herlandia fueron demasiado lejos, sin duda podemos hacerlo mejor que esas timoratas compromisarias allá en Nueva Terra o Florentina, que hacen tímidos y minúsculos cambios sólo por consenso. Por ejemplo, sin eliminar por completo la agresividad masculina, podemos canalizarla hacia ciertas estaciones, como en los animales con celo, como el ciervo y el alce. Otras tendencias poco convenientes o peligrosas pueden ser puestas en cuarentena, aisladas, de forma que nuestras hijas ya no tengan que soportarlas todo el año, día sí, día no.
Para esta empresa son necesarias la astucia y la inteligencia, así como la compasión por las inevitables tensiones que nuestras descendientes tendrán que soportar.
El sol se ponía ya cuando Maia terminó de ayudar a la mujer gruesa a cargar su carreta. A la salida del poblado se detuvieron en la hostería, donde Maia dejó su petate. No contenía gran cosa de valor, sólo ropa y unos cuantos recuerdos, entre otros un libro de efemérides que Leie le había regalado un cumpleaños y un pequeño trozo de piedra ennegrecida regalo del viejo Bennett (antes de que la luz abandonara sus ojos acuosos) y que, según él había jurado, era un auténtico meteorito. Maia no quería dejar sus posesiones, pero no tenía sentido llevarlas y traerlas hasta la Casa Jopland para sólo una noche. Tras meterse unas cuantas cosas en los bolsillos de la chaqueta, cogió un vale de la asistenta Musseli y corrió al encuentro de la otra mujer.
Cargada hasta arriba, la carreta tirada por caballos avanzaba despacio por la estrecha senda de tierra situada al norte de la ciudad, sacudiéndose por los baches y socavones que no habían sido reparados desde las tormentas del verano. El polvo flotante le hacía cosquillas en las membranas que Maia tenía bajo los párpados, causando que aletearan intermitentemente nublando su visión.
—El concejo del valle sigue posponiendo la reparación de estos caminos —se quejó la propietaria de la carreta—. ¡Las brujas dicen que no hay dinero, pero siempre parecen encontrarlo antes de la cosecha! Las granjeras mandan en todo aquí, virgie. Recuerda eso, y no tendrás problemas.
.Granjeras Perkinitas, añadió Maia en silencio. La secta atraía a los clanes pequeños, de un estatus no muy superior al de las vars. Incluso los clanes más ricos de Valle Largo eran modestos según los cánones costeros, a no ser que fueran ramas juveniles de colmenas más extendidas por otras partes.
La benefactora de Maia pertenecía a una de esas ramas. Era una
.Lerner
. Maia conocía a la familia, cuyos dispersos retoños se habían abierto huecos por todo el Continente Oriental, dondequiera que hubiese depósitos demasiado exiguos para atraer grandes empresas mineras, y comunidades con necesidades que una pequeña explotación de fragua pudiera cubrir. La dura experiencia había enseñado al Clan Lerner los límites de su talento.
Cada vez que una de sus explotaciones crecía lo bastante como para atraer a la competencia, la vendían y se trasladaban a otra parte.
.Pero es un nicho, supuso Maia. Pocas vars fundaban un linaje propio, y mucho menos tan numeroso. No estaba en posición de juzgar.
Calma Lerner parecía bastante amistosa. Una mujer con manos masculinas casi tan duras como los gruesos lingotes rojizos que Maia había ayudado a cargar y traído en tren desde Grange Head. La aleación sería mezclada con hierro local siguiendo recetas locales transmitidas de madre a hija durante generaciones, para crear el sencillo acero Lerner.
Allá en Puerto Sanger, las Lerner locales no soportaban el sol de la pradera, y eran mucho más pálidas. Sin embargo, la sensación era de familiaridad, como si Calma y ella debieran estar chismorreando sobre conocidas comunes. Naturalmente, no tenían ninguna. La familiaridad era unívoca. Y tampoco era probable que Calma reconociera a Maia si volvían a encontrarse otra vez. La gente tendía a no molestarse en memorizar, o advertir siquiera, una cara con sólo una propietaria.
Con todo, mientras el pardo paisaje avanzaba lentamente, la mujer mayor empezó a mostrar la conocida afabilidad de su clan, permitiéndose hablar sobre la vida en aquella gran llanura de aluvión. Calma y su familia trabajaban la tierra al norte de Holly Lock, donde los sondeos habían llevado a la superficie un raro pliegue rocoso que contenía una prometedora mezcla de elementos. Cuando los asentamientos en este extremo del valle eran aún nuevos, tres jóvenes cadetes de una Casa Lerner establecida llegaron desde la costa para trabajar en aquellos pequeños yacimientos e instalar hornos. Durante cuatro generaciones hubo momentos duros y algunos años de prosperidad. Ahora había seis adultas en el diminuto clan retoño, y cuatro hijas clónicas de diversas edades. Eso además de un chico del verano y una docena o así de empleadas vars que estaban de paso.
Cuando descubrió que la educación de Maia incluía un cursillo de química, Calma empezó a mostrarse más efusiva, y se puso a narrar los desafíos y delicias de la metalurgia en la frontera, creando y transformando la materia prima del planeta para satisfacer las demandas humanas.
—No te puedes imaginar la satisfacción —dijo, extendiendo los brazos hacia el horizonte, donde el sol poniente parecía prender fuego a un mar de grano—. Hay grandes oportunidades aquí para una joven con la actitud trabajadora necesaria. Sí. Muy buenas oportunidades.
Por cortesía, y porque había llegado a caerle bien su acompañante, Maia se abstuvo de reírse en voz alta. No era difícil detectar algunos callejones sin salida, y la pobre Calma estaba describiendo a una auténtica perdedora.
—Lo pensaré —replicó Maia disimulando cuidadosamente su divertimento.
Con un súbito estremecimiento, se dio cuenta de que, como de costumbre, había estado registrando las palabras de la Lerner con la intención de repetírselas más tarde… a Leie. No podía evitarlo. Las costumbres de toda una vida son difíciles de perder. A veces tardan más en morir que los frágiles seres humanos.
.Creía que ya tenían suficiente vino para un funeral
—recordó haberse quejado a su gemela un invierno, cuando tenían cuatro años, mientras accionaban un desvencijado manubrio para descender en una vagoneta a un pozo de piedra—.
.¿Nos van a tener subiendo y bajando toda la noche?
.Podría ser
—le había respondido Leie sin aliento, la voz resonando en el estrecho pozo del montacargas. Chasqueando suavemente, el manubrio marcaba cada centímetro de descenso como el tictac de un reloj—.
.Esta mañana había escarcha de gloria en los alféizares, y ya sabes que eso las pone con ganas de fiesta. Apuesto a que las Lamai tienen en mente algo más que una ceremonia para enterrar a tres abuelas.
Maia recordó haber dado un respingo ante la sarcástica imagen. Aunque las Lamai se comportaban fríamente hacia sus hijas-var, tendían a suavizarse con la edad, e incluso algunas demostraban un auténtico afecto al final de su vida. Dos de las abuelas difuntas casi habían sido agradables. Además, no era correcto hablar mal de los muertos.
.Dicen que Stratos reutiliza cada átomo que le damos, y que cada pedazo de nosotras va a ayudar una nueva vida.
Aquel día, tras el primer contacto directo de Maia con la muerte, el solaz en abstracto parecía fuera de lugar.