El estrecho ascensor era sofocante, y se mecía desagradablemente mientras giraban el manubrio. Sus linternas hacían que las paredes de piedra brillaran allí donde se filtraba la humedad de las cocinas de arriba, y los ecos de su respiración entrecortada vibraban como almas atrapadas contra las paredes del pozo. Cuando la caja de madera golpeó el fondo, bajaron aliviadas. En una dirección, depósitos sellados contenían suficiente grano y suministros de emergencia para resistir un asedio. Hilera tras hilera, los estantes contenían barriles y brillantes filas de botellas con tapones de cera.
Con una lista en la mano, Leie se dirigió hacia el vino para coger el de las cosechas que les habían encargado.
Sabiendo que a su hermana no le importaría una breve deserción, Maia recorrió otro pasillo, usando su linterna para iluminar un portal de piedra que rodeaba una puerta de acero reforzado. La piedra circundante era un laberinto de profundos cortes y canales. Algunas incisiones eran retorcidas, otras rectas y lo bastante anchas para insertar una hoja en ellas. Unas cuantas protuberancias se hundían un poquito si empujabas, emitiendo chasquidos que indicaban la existencia de algún mecanismo oculto.
La única vez que preguntó a una Lamai por la puerta, Maia recibió tal sopapo que le zumbaron los oídos. Leie solía fantasear sobre las misteriosas riquezas que había más allá de la puerta, mientras que a Maia le atraía el enigma en sí. Si conseguía bajar papel y lápiz para copiar los trazos, se pasaría horas contemplando combinaciones y códigos secretos. Resolverlo tenía que ser difícil, ya que las Lamai enviaban a las vars a hacer recados a la bodega sin preocuparse de vigilarlas.
Aquel día, cuando terminaron de meter las botellas en el montacargas, Leie se acercó para pasar un brazo sobre los hombros de Maia.
.No dejes que este acertijo te deprima. Tal vez podamos traer un gato hidráulico, pieza a pieza. ¡Bam! Se acabó el misterio.
.No es eso
—respondió Maia, sacudiendo abatida la cabeza—.
.Estaba pensando en esas pobres ancianas, esas abuelas. Las conocíamos. Siempre estaban cerca cuando éramos pequeñas, como el sol y el aire. Ahora están tendidas en la capilla, todas tiesas y…
—Se estremeció. Era la primera vez que asistían a un funeral—.
.Y todas las otras de la primera fila, parecía como si supieran que pronto sería también su turno.
Las Lamais de pura sangre vivían normalmente veintiocho o veintinueve años stratoianos. Sin embargo, cuando una de ellas moría, toda una «clas». tendía a seguirla en cuestión de semanas. Nadie esperaba que aquél fuera el último funeral de la estación, ni del mes.
.Lo sé
—replicó Leie con voz inusitadamente reflexiva—.
.Yo también me he asustado.
Maia apoyó la cabeza contra la de su hermana, reconfortada por el hecho de saber que alguien comprendía las preguntas que atormentaban su alma.
Mientras subían en el montacargas, Leie intentó aliviar la tensión contando algún cotilleo que le había relatado esa mañana otra var en la ciudad. Parecía que varias hermanas jóvenes del Clan Saxon habían iniciado un alboroto cerca del muelle al acosar a unos marineros hasta que, desesperados, los hombres habían llamado a la Guardia y…
Una bandada de espinosos pájaros pou cruzó la carretera, haciendo que los caballos percherones relincharan y se agitaran hasta que Calma Lerner tiró de las riendas y habló para tranquilizar a las asustadas bestias. Los pájaros desaparecieron entre unos juncos, seguidos por un puñado de zorros pálidos.
Maia parpadeó, conteniendo la respiración durante unos segundos. El flujo del recuerdo le había parecido por unos instantes más vívido que el polvoriento presente. Tal vez el bamboleante asiento de madera le recordaba el chirriar del montacargas. O alguna otra pista subconsciente, un olor, o un destello en el crepúsculo, habían desencadenado aquel inoportuno arrebato de introspección.
Curioso. Ahora que su cadena de pensamientos estaba rota, Maia no podía recordar qué cotilleo había compartido con Leie aquel día, mientras las dos colgaban suspendidas entre la bodega y las cocinas. Sólo recordaba que se había echado a reír, y que se cubrió la boca para que sus carcajadas no resonaran por toda la casa. Después le dolieron los costados durante horas, tanto por la risa como por el esfuerzo de reprimirla, y Leie la imitó, riendo, apenas capaz de sujetar el manubrio. Una botella volcó, se rompió y el líquido rojo se derramó por todo el suelo de madera. El charco escarlata se extendió y se abrió paso entre las planchas de madera para salpicar con fuerza, tras un breve interludio, en la bodega de abajo, tan parecida a una tumba.
.¿Por qué no me dejas en paz?, pensó Maia, quejumbrosa, sacudiendo la cabeza y luchando contra las lágrimas. Ahora mismo no quería ni necesitaba los recuerdos. La lástima tenía un sabor amargo en su boca y en sus ojos.
Sin embargo, era algo ambiguo. Aunque la pena le dolía, la dulzura del recuerdo de aquella risa parecía bañar una parte más profunda de su persona, recubriendo la herida con un triste placer, un agradecido solaz. Contra su voluntad, Maia descubrió que sonreía débilmente.
.Tal vez todo cuanto tenemos son momentos, pensó, y decidió no resistirse con tanta fuerza si a su mente acudía otro recuerdo alegre.
Calma Lerner no había hablado desde hacía un rato, quizás advirtiendo la melancolía de su pasajera. Por eso, Maia dio un respingo cuando la mujer anunció bruscamente:
—Ya estamos llegando. Casa Jopland. Pasado ese huerto.
Mientras los pensamientos de Maia se volvían hacia dentro y la tarde se desvanecía, una oscura extensión de árboles frutales había aparecido tras un borboteante riachuelo. Miró la plantación, cuya disciplinada disposición de finos troncos creaba pautas cambiantes de filas y huecos. La carreta atravesó un puente de madera, y el bosque cultivado pareció explotar alrededor de Maia en un éxtasis de planeada geometría, un cristalino estudio en madera viviente. La luz cada vez más escasa ampliaba cada ángulo de visión, cambiando la tranquilidad de la distancia por una impresión de infinitud.
Pronto Maia advirtió que los árboles disponían de iluminación propia. Tenues fluctuaciones entre las ramas la hicieron parpadear sorprendida. Al principio parecían adornos, pero entonces advirtió que debían ser escarabajos brillantes que recorrían las columnas e intersecciones del huerto en sus danzas de apareamiento insectoides.
Oleadas titilantes recorrían las avenidas de árboles.
Podían seguirse aquellas ondulaciones, observó Maia, igual que se podían seguir brevemente las armonías paralelas de una fuga en cuatro partes… simplemente dejándose llevar.
.Debe de ser todo un espectáculo más tarde, pensó, deseando poder quedarse y flotar para siempre en aquella galaxia de bolsillo, en aquel enjambre de estrellas en miniatura.
La carretera salió del bosque, dejando detrás el ondulante trazado. En lo alto, la más serena luz de una luna inferior iluminaba un puñado de bonitas granjas entre las que había una casa de dos pisos construida con adobe o tierra reforzada. Un puñado de antenas apuntaba hacia los pocos satélites que aún funcionaban en alta órbita.
—La Casa Jopland —repitió Calma Lerner—. Como es tarde, te alojaran en un granero, supongo. Código de hospitalidad. Pero si tienes problemas, no te preocupes. Sigue el rastro de mis ruedas tres kilómetros hacia el noroeste, gira a la derecha en el sauce grande, continúa otros dos kilómetros más y guíate por el olfato. La gente dice que puede oler la Casa Lerner mucho antes de llegar allí. Aunque yo misma no lo he notado nunca.
—Gracias. —Maia asintió—. Oh, ¿es fácil que me pase? Que me vea en problemas, quiero decir.
Calma se encogió de hombros.
—Todo el mundo acude a Jopland en busca de una opinión, tarde o temprano. Debes tener cuidado respecto a cómo dices las cosas. Eso es todo.
La carreta pasó junto a una alta puerta abierta en la verja, sin frenar el paso. Maia se bajó y caminó junto a ella unos cuantos metros.
—Gracias por la advertencia, y por traerme.
—No hay de qué. ¡Buena suerte con tu consulta!
La mujer se rió y se despidió con un gesto. Pronto la carreta se perdió de vista, dejando una nube de polvo en el aire.
Había varios carruajes delante de la casa principal. Una mujer joven, probablemente una criada var, llevaba unos caballos al abrevadero.
.Esto debe de ser el centro social del condado
, pensó Maia, mientras llamaba a la puerta. No tardó en responder un lúgar alto vestido con un chaleco de rayas amarillas y verdes que había visto mejores tiempos. La criatura de pelo blanco ladeó la cabeza, y un gruñido inquisidor escapó de su hocico.
—Una ciudadana busca sabiduría. —Maia pronunció las palabras con claridad, despacio—. Busco guía de las madres de la Casa Jopland.
El lúgar la miró unos segundos, luego emitió un sonido grave con la garganta. Se volvió, indicando vagamente a Maia que le siguiera.
Aunque las paredes exteriores eran de adobe, el interior de la mansión estaba ricamente decorado con madera chapada, desconocida en aquellos altiplanos. Candelabros de pared proporcionaban una pálida iluminación eléctrica que hacía resaltar un chillón emblema situado sobre la escalera principal: un arado rodeado por haces de trigo.
.Al menos no hay estatuas
, pensó Maia.
El lúgar abrió dos pesadas puertas correderas y la acompañó a una habitación más iluminada, presumiblemente el salón principal. Una neblina molesta picoteó los ojos de Maia.
.Hombres
, vio sorprendida.
Había una docena, tendidos en unos sofás y cojines gastados y fumando pipas de larga boquilla mientras cuatro criadas jóvenes corrían desde la cocina transportando jarras de cerveza parda. El hombre situado más cerca de la puerta leía en silencio bajo una lámpara. Más allá, otros dos contemplaban en una telepantalla una lejana competición deportiva. En un rincón, unos cuantos jugaban con un Juego de la Vida en miniatura, de sólo un metro de lado, cuya superficie enrejada estaba cubierta de cuadrados negros, blancos o púrpura que chasqueaban y latían bajo la concentrada mirada de los contendientes, siguiendo misteriosas y siempre cambiantes pautas sobre el tablero. Los demás hombres estaban sentados en silencio, inmersos en sus propios pensamientos. Pocos se habían molestado en cambiarse la ropa de trabajo: uniformes de una pieza rojos, naranjas o negros pertenecientes a las tres cofradías ferroviarias. Maia supuso que todos los hombres que había en cincuenta kilómetros a la redonda debían de encontrarse en la sala aquella noche.
.Los clanes empiezan pronto los cortejos de invierno, igual que en casa
, pensó.
Maia había visto bostezar a los hombres dos veces en aquella primera apreciación de la sala. Sin duda la mayoría había soportado un largo día de trabajo antes de ir allí. Con todo, parecían más fastidiados que fatigados.
Parece que he llegado en mal momento.
Todavía no era visible ninguna mujer adulta. Excepto en verano, los hombres generalmente preferían veladas que empezaran con tranquilidad, sin presión. Así que las Jopland elegidas estarían esperando en alguna parte, cambiándose la ropa de faena por atuendos que según los catálogos de venta por correo despertarían esa chispa dormida de deseo masculino. Maia miró a las cuatro criadas que caminaban con cuidado entre sus invitados, tratando de no molestar. Dos de ellas, aunque de diferentes edades, tenían los rasgos idénticos: tez olivácea, de complexión ligera pero con músculos bien desarrollados. Su mayor orgullo era el negro pelo sedoso, que llevaban largo a pesar del constante polvo del valle.
Debían de ser hijas del invierno, decidió Maia, estimando sus edades en cuatro y cinco años. Las otras dos muchachas, mayores y no tan bien vestidas, eran claramente distintas, probablemente empleadas var.
Varios hombres alzaron la cabeza cuando entró Maia. En su mayoría perdieron rápidamente el interés por ella y volvieron a lo que habían estado haciendo, pero un muchacho joven, bien afeitado y más arreglado que los demás, se entretuvo un poco más en su apreciación, e incluso sonrió levemente cuando ella le miró a los ojos. Se agitó en su silla, y Maia sintió un pánico atroz al advertir que estaba a punto de acercarse a hablar con ella. ¿Qué podría decirle si lo hacía?
En ese momento, una corriente de aire indicó a Maia que unas puertas se abrían a su espalda. El joven miró más allá, suspiró, y se hundió de nuevo en su asiento. Con una extraña mezcla de alivio y decepción, Maia se volvió para ver qué había causado tal reacción.
—¿Quién eres, y qué estás haciendo aquí?
El tono imperioso no parecía en absoluto anómalo al proceder de la figura baja y regordeta que se enfrentaba a Maia con los brazos cruzados. Al parecer las Jopland engordaban con la edad, aunque los hombros de la mujer denotaban que su fuerza era considerable incluso a aquellas alturas de su vida. El hermoso tono de piel de las jóvenes se había convertido en cuero, pero el sedoso pelo negro no había cambiado en absoluto. Ésa era otra de las cosas que tenían las vars. Contrariamente a la gente normal, no sabías con certeza qué aspecto tendrías cuando envejecieras. Maia no estaba segura de no preferir que así fuera.
—Una ciudadana que viene en busca de ayuda —dijo, inclinándose cortésmente ante la Jopland—. He visto vuestro enlace, oh, Madre, y debo pedir ayuda para consultar a las sabias de Caria.
Su intención no fue hablar en voz muy alta, pero sus palabras llamaron la atención. De pronto, la relativa tranquilidad de la sala se convirtió en un silencio total. Un destello de interés apareció bajo los párpados entrecerrados de los hombres más cercanos, para irritación de la matriarca Jopland.
—Oh, ¿eso debes hacer, hija-variante? ¿Supones que tienes algo que decir en lo que las sabias puedan estar interesadas?
—Así es, Madre. Y veo que vuestro sistema es operativo. —Señaló la vieja tele. Por la expresión de la anciana, Maia acababa de darle un motivo más para odiar la máquina, aunque era un accesorio de valor para atraer a los hombres a veladas como aquélla—. Según los antiguos códigos —concluyó Maia—, os pido ayuda para hacer mi llamada.
Un ceño fruncido. La anciana obviamente odiaba que una desarriagada sin estatus le citara los códigos.
—Uf. Has venido en mal momento. —Hubo una pausa—. No estamos obligadas a pagar tus gastos. Espero que puedas cubrirlos.