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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Tormenta de sangre (46 page)

BOOK: Tormenta de sangre
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El miedo hizo presa en él. Se volvió a mirar a la figura encapuchada.

—¿Estoy soñando?

—Pregúntale al drachau si esto es un sueño —replicó la figura—. Sin duda, él querría que lo fuera. —Se le acercó más—. Esto es real. Tú has hecho que lo sea, Malus. ¿Acaso dudas de ti mismo ahora, a las puertas de tu más grandioso triunfo?

El noble inspiró profundamente e intentó controlar las dudas que amenazaban con abrumarlo. ¿Qué había dicho el encapuchado que tanto lo había asustado? ¿Algo referente al tiempo?

Sabía qué le esperaba. Una vez que se pusiera la armadura, los nobles de la ciudad se inclinarían ante él como su drachau, y le prestarían el anual juramento de lealtad, convencidos de que era Uthlan Tyr. Tras los juramentos le pertenecerían, y la usurpación sería completa. Con la languidez de los sueños, avanzó hasta el soporte de la armadura y dejó que sus guardias comenzaran a ajustársela en torno al cuerpo. Cada pieza que le sujetaban hacía que un estremecimiento de poder le recorriera la piel.

Malus ansiaba rendirse a la sensación de ese poder, pero una parte de su mente retrocedía ante él. Intentó concentrarse en lo que había de equívoco, pero no lograba identificarlo y se le escapaba como mercurio entre los dedos. Cuando le pusieron el ornamentado peto, se volvió a mirar el camino por el que había llegado.

Justo en ese momento, vio otra figura encapuchada —ésta ataviada con ropones y un kheitan teñido de color añil—, que retrocedía hacia la oscuridad del otro lado de la entrada. Un escalofrío de puro terror lo hirió como un cuchillo.

—¡Allí! —dijo al mismo tiempo que señalaba hacia la arcada—. ¡Había un hombre acechando desde el umbral!

Arleth Vann corrió en silencio hasta la entrada, con los destellantes cuchillos en las manos. Se asomó a la oscuridad.

—Allí no hay nadie, mi señor —dijo, y negó con la cabeza.

—¡Había un hombre, maldito seas! ¡Lo he visto con mis propios ojos! —Malus cerró la mano en un puño—. ¡Vio..., lo vio todo!

«Lo sabe —pensó Malus, atemorizado—. Sabe que no soy quien ellos creen.» El pensamiento le heló la sangre.

—Tenemos que detenerlo.

Mientras hablaba, sintió que Silar le ponía los avambrazos y los sujetaba. Luego llegó el casco, que se posó como una corona de hielo sobre su frente. La figura encapuchada avanzó un paso, con un curvo objeto de acero plateado en una mano.

—Ponte la máscara —dijo—. Póntela y nadie se dará cuenta.

Malus sintió que se la colocaban sobre el rostro. La respiración salió con estruendo a través de los orificios de la máscara, y ante sus ojos se alzó vapor. Su cuerpo se vio inundado de calor, y el aire que lo rodeaba adquirió una tonalidad roja. Una vez más, sintió una ola de poder tan dulce que le causaba dolor en el cuerpo, pero al mismo tiempo se sentía muy expuesto.

La figura encapuchada se volvió e hizo un gesto hacia una estrecha escalera de caracol que ascendía contra la pared hacia la oscuridad. Malus avanzó en dirección a los escalones, vagamente consciente de que los guardias inclinaban la cabeza con gesto suplicante cuando pasaba ante ellos. En lo alto aguardaban la tarima y el gran trono desde donde presidiría la ceremonia ante la ignorante multitud y aceptaría su devoción. El sordo rugido de los reunidos lo llamaba, le prometía poder y gloria, todo lo que había anhelado tan largamente.

«Tan largamente —pensó—. Tan largo tiempo.»

Se detuvo.

—Tiempo —dijo para sí, y se volvió a mirar a la figura encapuchada que subía por la escalera detrás de él—. Esto es una ilusión.

—El tiempo es una ilusión, Malus —replicó la figura encapuchada—. Has cruzado el río y te encuentras en la orilla, ¿recuerdas?

El noble sacudió la cabeza y se obligó a recordar mediante un tremendo esfuerzo de voluntad.

—Esto no es real. No está sucediendo realmente. Estoy perdido en el laberinto.

—Te equivocas —lo contradijo el encapuchado—. Esto es completamente real. Tú has hecho que sucediera, Malus. ¿No es lo que siempre has querido en los profundos rincones oscuros de tu corazón?

El noble dio un traspié y cayó de espaldas sobre los afilados bordes de los escalones.

—Sí —respondió con una voz que resonaba detrás de la máscara—. ¿Es éste mi futuro? —susurró—. ¿Me aguarda esta gloria en los años venideros?

Por un momento, la figura lo miró en silencio.

—Todo esto y más. —Señaló más allá de Malus, hacia una abertura que había en lo alto de la escalera. Al otro lado se veía sólo negrura—. Avanza y reclama tu destino —dijo.

Lo bañó el rugido de la muchedumbre, que tironeaba de su alma. Malus se dejó llevar y ascendió la escalera hacia la oscuridad.

Las pesadas solapas de la tienda se apartaron ante su cuerpo acorazado, y Malus salió al fresco aire marino. Ante él se alzaban los altos acantilados de Ulthuan, y un bosque de estacas se levantaba del empinado terreno que mediaba entre ambos. En esas estacas teñidas de sangre se retorcían más de cinco mil guerreros elfos, que elevaban una canción de agonía hacia el cielo coloreado por el fuego. La visión le hizo sentir vértigo; era sobrecogedora en su gloria. Por un momento, se sintió abrumado por el espectáculo de tormento que se desplegaba ante él, pero luego, poco a poco, reparó en el gran pabellón bordeado por las altas astas de los estandartes que lucían los colores de las Seis Ciudades, y en los campeones acorazados que hacían guardia en torno a la tienda. Al bajar los ojos vio que llevaba la armadura rúnica del drachau, y lo recorrió un estremecimiento.

Ése era su ejército. Naggaroth había marchado a la guerra y, según exigía la tradición, el drachau de Hag Graef iba en cabeza. Esa terrible victoria le pertenecía.

Malus salió de la tienda caminando con pasos torpes por la fina arena blanca. Hasta donde podía ver a lo largo de la curva orilla, se extendía el más grandioso ejército druchii que había visto jamás. Miles y miles de guerreros, todos ocupados en la preparación de la siguiente batalla que se avecinaba, todos al servicio de su voluntad.

—¡Bendita Madre —jadeó—, que todo esto sea verdad! Al volverse, vio que la figura encapuchada se hallaba a cierta distancia de él.

—¿Por qué me enseñas estas cosas? —preguntó el noble.

—¿Yo? No. Esto es obra tuya. Son las verdades que te ha revelado el laberinto.

El noble avanzó un paso.

—¡Así que lo admites! Todavía estoy en la torre, y esto es una ilusión.

—Estás en la torre de Eradorius y también en la orilla de Ulthuan —replicó con un asomo de impaciencia en la gélida voz—. El tiempo y el espacio no tienen ningún poder sobre ti. Ves lo que tu mente quiere que veas. Nada más y nada menos.

—¿Y qué eres tú? ¿Eres el guardián de este lugar?

La figura no respondió.

Malus sonrió burlonamente ante el silencio.

—¿Es así como proteges los secretos de la torre? ¿Distrayéndome con dulces visiones de futuros éxitos?

—¿Éxitos? —repitió la figura—. ¿Acaso imaginas que tu historia acaba en triunfo, Malus Darkblade?

La burlona sonrisa de Malus se desvaneció cuando el miedo y el frío le invadieron las entrañas.

—¿Qué quieres decir?

Antes de que la figura pudiera responder, las solapas de la tienda volvieron a abrirse, y Malus vio salir a un grupo de hombres acorazados, con expresión severa. Entre ellos vio a Silar y Dolthaic, cuyos rostros mostraban cicatrices de guerra, pero no reconoció a nadie más. Se le acercaron con rapidez mientras miraban a uno y otro lado. «Tienen el aspecto de los conspiradores —pensó mientras desplazaba discretamente una mano hacia la empuñadura del cuchillo que llevaba a la cintura—. Sin embargo, ¿qué ganarían conspirando contra mí?»

Entonces, se dio cuenta. Cuando los ejércitos de Naggor marchaban, no lo hacían en solitario.

Silar fue el primero que llegó hasta él. Cuando habló, lo hizo con voz tensa.

—No puedes darle largas eternamente a la convocatoria del Rey Brujo —susurró—. ¡Debes actuar ahora, o todo estará perdido!

—¿Actuar? —Malus frunció el ceño—. ¿Qué quieres que haga, Silar?

Antes de que Silar pudiera responder, Dolthaic se interpuso entre ellos.

—¡No hagas nada precipitado, mi señor! —dijo—. ¡Hoy le has proporcionado una gran victoria a Malekith! ¡No puede sospechar de ti!

Al noble le daba vueltas la cabeza mientras intentaba entender los acontecimientos que se desplegaban ante él. ¿Sospechar de él? ¿Tenía Malekith motivo para sospechar algo? No obstante, en cuanto formuló la pregunta, la respuesta surgió por sí sola.

Claro que lo tiene.

Silar apartó a Dolthaic a un lado.

—¿Qué importancia tiene si sospecha o no? ¡Después de lo que has hecho hoy, todo el campamento está ofreciendo sacrificios en tu nombre! Malekith no tolerará una amenaza contra su gobierno, real o imaginaria. ¡Cuando vayas a su tienda, debes estar preparado para atacar! ¡Ahora, mientras tienes al ejército de tu parte! ¡Piensa en lo que puedes lograr!

Un torbellino de emociones se agitó en el pecho de Malus.

—¡Callad! —dijo—. ¡Callad los dos y dejadme pensar!

Le daba vueltas la cabeza. «Es una ilusión —pensó—. No tiene importancia», intentó decirse a sí mismo.

«Pero, ¿y si no lo es?»

Apartó los ojos de las implorantes miradas de sus hombres para dejar vagar la mirada por el grupo de guardias acorazados, y justo en ese momento atisbo al personaje encapuchado que se apartaba discretamente de la retaguardia del grupo y atravesaba con sigilo las arenas.

—Un espía —dijo con los ojos desorbitados por la conmoción, y señaló al encapuchado—. ¡Detenedlo!

Silar y Dolthaic se volvieron en la dirección indicada por el aterrorizado gesto. Dolthaic giró para mirar a Malus y frunció la frente con preocupación.

—¿Qué espía? Allí no hay nadie.

—¿Estás loco? ¡Está allí mismo! —se encolerizó Malus, pero los guardias estaban ciegos ante la figura que se alejaba.

«Alguna inmunda brujería —pensó Malus—. Ha estado observándome desde el principio. ¡Conoce mis secretos y se los revelará todos al Rey Brujo!»

La conmoción del miedo lo sacudió como un golpe físico, y en ese momento se dio cuenta de cuánto lo aterrorizaba que le arrebataran las glorias obtenidas. Entonces, creyó entender, finalmente, cuál era el peligro del laberinto del brujo. El guardián había hecho que sus más profundos deseos se hicieran realidad..., e iba a usarlos para destruirlo.

Malus se abrió paso a empujones entre el grupo de hombres, al mismo tiempo que sacaba el cuchillo del cinturón. Avanzó a trompicones por la arena en la que se hundía hasta los tobillos, con los ojos fijos en la espalda del hombre que desaparecía en torno al pabellón. El noble concentró hasta la última pizca de voluntad en obligar a las piernas a moverse, y aceleró el paso para evitar que el guardián llegara a la tienda de Malekith.

El noble giró en la esquina del pabellón y volvió a ver al encapuchado, entonces a pocos metros de distancia. Avanzaba con calma y sigilo, sin darse cuenta de que Malus se lanzaba hacia él como un halcón cazador. La cara del noble se contorsionó en una mueca feroz. El miedo que sentía, y la ferocidad que le confería ese miedo, eran de una intensidad casi vigorizante. «No vas a escapar de mí —pensó, furioso—. ¡No vas a ponerme en evidencia!»

Saltó sobre la figura y la derribó. El hombre apenas forcejeó, aparentemente aturdido por el impacto. Malus lo hizo rodar y le puso la punta del cuchillo contra la garganta.

—¿Piensas que soy un cobarde? —Malus empujó el cuchillo y sintió cómo la hoja comenzaba a hender la piel del encapuchado—. ¿Piensas que soy un débil, un ser defectuoso como el resto de mi familia? Y tú, ¿cuán fuerte eres con mi cuchillo clavándosete en el cuello? —Rió salvajemente ante el pensamiento. Tenía la cara a pocos centímetros de la oscuridad del interior de la capucha. El hombre permanecía quieto, sin ofrecer resistencia—. Justo lo que yo pensaba. ¡Tú eres el débil! ¡Tú eres el cobarde que se oculta y conspira a la sombra de sus superiores! ¡Veamos tu cara, guardián! ¡Muéstrame tu verdadera apariencia, ¿o tendré que arrastrar tus tripas por la arena para obligarte?!

El encapuchado no se movió. La furia ardía como aliento febril en la respiración de Malus.

—¿Me oyes, cobarde? ¡Muéstrate! ¡¡Muéstrate!

Clavó el cuchillo más profundamente en la garganta del hombre. El aire mismo pareció rielar en torno al encapuchado y ondular como un estanque al que se arroja una piedra.

El cuchillo que tenía en la mano se desdibujó, enfocándose y desenfocándose. En un momento estaba apoyado contra el encapuchado, y al siguiente, parecía dirigido contra su propio cuello, como si se encontrara ante un espejo. Rugió de furia y empujó más el cuchillo..., y sintió que más de dos centímetros de la punta se le clavaban en la garganta. La sangre tibia corrió por su cuello y empapó el ropón que llevaba bajo el kheitan.

Se le nubló la vista. Lo acometió un ataque de desorientación y, de repente, se encontró arrodillado en la sala cuadrada de la torre de Eradorius, rodeado por tres puertas de paneles de madera oscura.

Estaba a un segundo de clavarse el cuchillo en la garganta.

El noble cayó de espaldas al mismo tiempo que se arrancaba la punta del cuchillo del cuello. Sintió dolor por debajo del mentón, y la sensación fue casi vigorizante.

—Una ilusión... —jadeó—, todo... una ilusión.

Una sombra cayó sobre él. Alzó los ojos y vio a la figura encapuchada, de pie, a su lado, con la cara perdida en sombras. La respiración de la figura pasó como un viento frío por la mejilla de Malus.

—¿Quién es ahora el cobarde, Malus Darkblade? —preguntó la figura—. ¿Quién es el que se oculta y conspira a la sombra de sus superiores?

Por un momento, el sobresalto dejó a Malus sin habla. Un hombre inferior podría haberse derrumbado bajo la conmoción del conocimiento que le había sido revelado, pero a él lo sustentaba el fuego del odio que continuaba ardiendo en su corazón.

—¿Piensas hacer que me derrumbe con una sola mirada al espejo? —Malus se puso lentamente de pie—. ¿Piensas que me moriré a causa de la conmoción que me provoque mi propia fealdad? De ser así, estás equivocado. No me he derrumbado. No estoy vencido. Mi odio es poderoso, y mientras odio, vivo.

Malus se lanzó hacia la figura y la aferró por el ropón con una mano.

—Me has puesto un espejo ante el rostro... ¡Ahora veamos cómo eres tú, Eradorius!

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