Authors: John Varley
Traté de cambiármela de mano lanzándola, pero no pude. Era demasiado liviana y el rozamiento del aire la detenía.
La verdad es que me encantó desde el principio, así que volví junto a mi moto, la guardé en el casco... y así cambié mi vida y la de muchos otros para siempre.
Al llegar al patio de hormigón, Dak estaba vertiendo un saco de carbón en una barbacoa redonda de grandes dimensiones. Una de las puertas correderas de la casa se abrió rápidamente, impulsada por un motor, y salió el coronel Travis Broussard, con una bandeja de filetes crudos en una mano y un cóctel en la otra. Me miró, sonrió y dejó la bandeja en la gran mesa de picnic. Le estreché la mano.
—Tú debes de ser Manny —dijo—. Dak me ha hablado de ti. ¿Por qué no pasas y coges algo de beber de la nevera? Tengo diecinueve clases diferentes de cerveza importada y nunca pido el carné de identidad.
—Es un poco temprano para mí, gracias. —Me acerqué a la puerta del patio, que se hizo a un lado mientras yo alargaba la mano para abrirla.
—Para Trav nunca es demasiado temprano —dijo Alicia mientras cerraba la puerta detrás de mí. Estaba sentada en la encimera de la cocina, mirando a Dak y Travis por la ventana—. El tío es un bebedor de campeonato. Mira ahí, tres latas vacías y todavía hay rocío en las calles. —Vi las latas de cerveza junto a una nevera grande. O sea, una nevera enorme, de esas que se ven en los grandes almacenes, con puertas de cristal para que puedas escoger lo que quieres antes de abrirlas. Cerveza y refrescos, Gatorade, agua mineral, algunas botellas de vino blanco... Si a uno le apetecía algo fresco, el lugar estaba bien provisto. Junto a la nevera había una máquina de fabricar hielo digna de un restaurante y sobre esta, en varias estanterías, una selección de licores propia de un camarero profesional, varias filas de copas colgadas del techo y material de bar detrás de unos armaritos con puertas de cristal. Y, al otro lado de la habitación, otra nevera y un enorme congelador.
—Mira esto —dijo Alicia, asqueada. Abrió la puerta de la nevera y vi que los estantes grandes estaban casi vacíos. Medio corazón de lechuga de color marrón, un par de tomates arrugados, media gallina y unos huesos secándose en un plato y una barra de margarina.
—Y esto. —Dentro del congelador había montones y montones de gruesos bistecs como los que había sacado antes, y bolsas de plástico de patatas congeladas para carne, marca Ore-Ida.
—Eres un poco cotilla, ¿no? —dije. Frunció el ceño y decidió no ofenderse. Saqué una lata de 7-Up de la nevera y la abrí.
—Aquí no se ven otras verduras que esas patatas fritas desde hace un mes. Hay botes de ketchup en una de esas alacenas. Supongo que alguien podría decir que es verdura. No he visto nada de fruta. La única razón por la que no se ven cubiertos sucios en ninguna parte es que nadie utiliza otros cubiertos que tenedores y cuchillos de carne. —Arrojó un par de pinzas de plástico para ensalada en una ensaladera del mismo juego y suspiró—. Les he dicho que entraba para preparar un poco de ensalada para acompañar la carne. Seguro que el señor... perdón, el coronel Broussard se ha reído a gusto.
Me acerqué a la puerta de lo que pensé que podía ser una despensa y la abrí. En efecto. El cuarto era más grande que la habitación 201 del Despegue y contenía comida suficiente para alimentar a una familia de cinco miembros durante varios años. En el suelo había barriles metálicos, sellados, de pasta seca, arroz, harina, azúcar y cosa por el estilo, a salvo de los bichos y las ratas. Los estantes que tenían encima contenían latas de casi todo, atún y carne, melocotones y peras, sopas y frutos secos. Todo estaba cubierto de polvo. Empecé a arrojarle latas a Alicia.
—Judías pintas, judías blancas, judías verdes, garbanzos, judías peladillas, judiones, judías negras... ¡ajá! Hasta hay algunos pinquitos. —Cuando trataba de coger la quinta lata, se le cayó la cuarta, y luego otra y otra, y nos echamos a reír mientras yo seguía lanzando más latas—. Puedes prepararle una ensalada a las tres judías, ¿no? O a las siete judías.
—Voy a preparar algo que odiará.
Entré en el salón. Estaba bastante ordenado, pero cubierto de polvo, y flotaba en él un cierto aroma a abandono. En el suelo había alguna que otra camisa y algún que otro par de calcetines sucios.
—Todavía está en las fases iniciales —dijo Alicia desde la puerta—. No hay vómitos sin limpiar. Aún recoge sus cosas cuando tropieza con ellas.
—Puede que solo sea un poco descuidado.
Se echó a reír.
—Manny, ese tío es un militar. Si fuera descuidado, no podrías atravesar este sitio ni con una excavadora. Ha degenerado un montón desde sus tiempos de astronauta. En el cuartel no te permiten dejar las cosas por el suelo. Ya lo sabes.
Tenía razón, ya lo sabía.
—Probablemente ni siquiera sabe que es alcohólico —dijo.
Recorrí el salón. Había montones de fotos enmarcadas en las paredes, en la mayoría de las cuales se le veía en compañía de gente famosa. Entre ellas se encontraba la fotografía en la que el Presidente le hacía entrega de su medalla. Reconocí algunas de las caras. Había una sección dedicada a dos jovencitas. ¿Sus hijas? No se veía una esposa por ninguna parte.
Había huecos en las paredes, rectángulos de una tonalidad más clara. No hacía falta ser Sherlock Holmes para suponer lo que faltaba allí. Fotografías de gente que al coronel había dejado de gustarle, supuse.
La única pared desnuda resultó no ser una pared en realidad, sino una pantalla Sony de alta definición de dos y medio por cuatro metros. Los sistemas de audio estaban ocultos detrás de un panel de caoba y una docena de altavoces colgaban del techo. Era algo muy caro, que yo podía apreciar de verdad. Si había termitas en las paredes, a estas alturas estarían todas sordas.
Volví a mirar a mi alrededor y lo abarqué todo con la mirada. De modo que así es como viven los ricos. No solían presentárseme muchas ocasiones para verlo de cerca.
Me dije que no tendría demasiados inconvenientes en cambiar mi vida por la suya.
Alicia salió de la cocina con su gran ensalada de judías en un cuenco, seguida por un Broussard que parecía dubitativo. Los acompañé hasta el patio, donde Dak, ataviado con un delantal manchado de grasa, estaba dando la vuelta a los filetes. Broussard se hizo cargo de la barbacoa.
—Dak me ha dicho que tienes un motel —me dijo.
—Es de mi familia. El Despegue, en...
—Sí, lo conozco.
—Todo el mundo conoce el Despegue —dijo Dak—. Es una institución en Florida. Todo el que pasa por la zona de Cañaveral manda a casa una postal del Despegue.
—Parece un buen negocio.
—¿Lo de las postales? Lo es. —Lo que no dije fue que algunas semanas hacíamos casi tanto dinero con aquellas putas postales, y las baratijas que hacen mamá y la tía María que alquilando habitaciones. Si lo piensas bien, es un asco.
—Bueno, si alguna vez decidís poner un cartel nuevo, espero que me dejéis pujar por el viejo. Fue una de las primeras cosas que me gustaron al llegar a Florida. ¿Sabes?, a veces podía verlo cuando subíamos. Solía buscar el pequeño cohete anaranjado en pleno lanzamiento.
—¿Lo dice en serio? Es... es genial. —Miré a Dak y vi que la imagen también había hecho mella en él. El viejo y cutre Despegue, y allí estaba todo un astronauta que lo miraba desde arriba... o, aunque sea, lo veía al pasar por la avenida y se sentía mejor por un instante—. Lo recordaré, coronel Broussard —dije.
—Llámame Travis, ¿vale? Me habéis visto tirado en la playa y completamente borracho. Tiene que ser raro para vosotros llamarme coronel.
Nadie tuvo nada que responder a esto, pero el incómodo silencio pasó bastante deprisa. Travis regresó a la cocina para sacar del microondas el cubo de patatas fritas que había metido a calentar. Regresó con cuchillos, tenedores y platos de papel.
Cortó uno de los filetes, examinó su interior y levantó la mirada.
—¿A quién le gustan tan crudos que todavía están rumiando su pasto?
A Alicia y a él mismo. Dak y yo respondimos que en su punto. Eso dejaba un filete en la barbacoa, y Travis pulsó un botón que había en la pared exterior antes de sentarse a la mesa. Al otro lado de la piscina vacía se abrió la puerta del cobertizo y salió el tipo rechoncho y macizo del otro día. Travis sirvió patatas en los cinco platos.
—Jubal, estos son unos amigos de Dak. Alicia y Manny. Los demás, este es mi primo Jubileo. Aquí todo el mundo lo llama Jubal.
Jubal asintió con timidez, inclinó la cabeza y volvió a levantarla.
—Travis, ¿no quieres bendecir la comida?
—¿No deberíamos esperar a que tu filete esté hecho, Jube?
—Puedes bendecirlo desde ahí.
Así que todos inclinamos la cabeza y Travis dijo una pequeña plegaria. Cuando hubo terminado, Jubal se puso una gran servilleta de tela al cuello y se entregó en cuerpo y alma al plato de patatas. Cuando llegó su filete, casi todo negro por fuera y no mucho mejor por dentro, lo devoró en un tiempo récord y a continuación regresó a su cobertizo arrastrando los pies.
—No os ofendáis —nos dijo Travis—. Jubal nunca ha aprendido modales. Por ejemplo, no le encuentra utilidad a decir adiós... y a muchas otras cosas, en realidad. Pero he conseguido acostumbrarlo a decir "por favor" y "gracias".
No supe si nos estaba tomando el pelo.
—¿Qué hace en ese cobertizo? —preguntó Dak.
—Inventar cosas. Me permite mantener un nivel de vida que no me merezco pero al que me he acostumbrado, sin tener que salir a buscar trabajo.
Esta vez los tres nos quedamos esperando a que terminara el chiste, pero no lo hizo. Bueno, era su casa y su comida. Podía ser tan pródigo o tan parco en palabras como quisiera.
Comí más carne de la que hubiera debido. No veo solomillo de primera tan a menudo, así que me dije que compensaría los banquetes que me había perdido durante mi adolescencia. En otras palabras, me puse como un cerdo. Pero no fui el único. Todos permanecimos un buen rato alrededor de la mesa, hurgándonos los dientes y tratando de mantener la hinchazón de nuestras barrigas en un nivel que no aterrorizase a las criaturas del pantano.
Entonces Dak le pidió a Travis que contara la historia que le había contado a él el día anterior, ya sabes cuál te digo, sobre lo que le hizo a aquel senador de Utah que se coló en la "inspección" anual a la Estación Internacional de Paz y Cooperación... y Travis dijo que no se trataba de un senador de Utah, sino de un congresista de Oregon y que, además, ya se había recuperado, aunque es cierto que todavía le queda una pequeña cojera y se sobresalta cuando oye un ruido fuerte y, además, no fui yo, y si alguna vez se os ocurre decir lo contrario, llevaré vuestros culos ante un tribunal por difamación. Todos nos reímos, y Travis dijo que aquello merecía una cerveza, y yo decidí que podía tomarme una sin problemas, así que se marchó a buscarlas.
Travis poseía una capacidad extraordinaria para contar historias. Y lo mejor era que, aunque puede que no fueran estrictamente, cien por cien, auténticas, todas ellas se basaban en hechos reales. Y para mí bastaba con eso, porque eran historias sobre el espacio, sobre cohetes, sobre chicos y chicas que salían ahí fuera, de verdad, y lo hacían. Besar el cielo.
Cuando Travis llegaba a una realmente buena, uno de nosotros buscaba el control remoto desde el que se manejaba el caimán mecánico y empezaba a apretar los botones. El falso reptil se encabritaba, sacudía la cola y profería un rugido que para mí era más parecido al de un oso grizzly. Y no es que yo sepa diferenciar a un oso grizzly de un Oso Yogi, pero caimanes enfurecidos sí que he oído unas cuantas veces.
El caimán de goma tenía su propia historia. Uno de los amigos de Travis había trabajado como técnico de animación mecánica en Disney World. Cuando el tipo abandonó la Disney, quiso montar su propio estudio y Travis invirtió en el negocio. El caimán era para un lugar llamado Mundo Caimán. El día antes de la inauguración, un grupo de radicales, defensores de los derechos de los animales, Liberad a los Bichos o algo parecido, irrumpió en el recinto y soltó a todos los cocodrilos de verdad.
Mundo Caimán no se encontraba exactamente en las marismas, estaba en un suburbio de Tampa. En cuestión de media hora, nueve de los caimanes liberados habían sido atropellados al tratar de cruzar una carretera. Varias personas salieron heridas en los accidentes y todos los caimanes murieron. A otros hubo que sacarlos de piscinas viejas, o acorralarlos en las calles e, incluso, a más de uno hubo que matarlo a tiros. Una docena de gatos y perros del vecindario no volvieron a aparecer.
Para cuando todos los juicios concluyeron, el amigo de Travis estaba en bancarrota y lo único que quedaba de su inversión era el caimán. Así que Travis y él se llevaron a la muy realista alimaña a la casa del presidente de Liberad a los Animales y... pero entonces Travis nos dijo que las limitaciones impuestas por el juez no habían expirado aún, de modo que tal vez fuera mejor que no siguiera contando.
—No es que crea que el muy capullo vaya a presentar cargos —nos dijo—. Desde el fiasco de Mundo Caimán se han mostrado mucho más discretos.
Podría haber seguido escuchando sus historias hasta altas horas de la noche, pero al cabo de un rato Travis consultó su reloj, apuró su lata de cerveza, la estrujó y nos dijo que fuéramos a buscar nuestros ordenadores.
Estás de coña, pensé. Pero no era así.
Así que los llevamos hasta el patio, los conectamos a su toma de tierra, y entramos en el Aula Infinita.
Era una de las mejores ideas que Dak había tenido en su vida. Travis conocía aquello, había trabajado con números durante toda su carrera profesional. Había conceptos básicos en el cálculo que me estaban llevando por el camino de la amargura. Había llegado a preguntarme si alguna vez conseguiría superarlos, si alguna vez conseguiría graduarme. Puede que mereciera un trabajo como vendedor de zapatos. Siempre sería mejor que limpiarlos, como hacía mi tatarabuelo en la Habana.
—Lo que pasa es que hay cosas que son difíciles de aprender en un libro — dijo Travis en un momento dado, después de conseguir que por fin comprendiera un concepto con el que llevaba forcejeando todo un mes—. Las matemáticas son una de ellas. No creo que lo hubiera conseguido nunca de no haber tenido un buen profesor para ayudarme a superar las partes difíciles.
»No me interpretes mal. Creo que la Universidad de Internet es una gran cosa. Pero en toda materia se llega a un punto en el que las palabras e imágenes en una pantalla no son suficientes. Tienes que experimentar las cosas en persona o conseguir que alguien te ayude a sortearlas, una a una.