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Authors: John Varley

Trueno Rojo (3 page)

BOOK: Trueno Rojo
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Alicia se arrodilló y apuntó con la linterna la parte baja de la camioneta. Kelly se arrodilló a su lado e introdujo la mano en la arena suelta.

Sacó un pie desnudo, sosteniéndolo por el dedito que se quedó en casa o puede que el que se comió el huevo. Una pierna, perfectamente unida al pie, salió con él. Ni siquiera tenía marcas de neumáticos.

Primero sientes una oleada de alivio. Luego te enfureces. Me entraron ganas de darle una patada. ¿Qué clase de capullo se tumba junto al mar en la oscuridad?

Pero casi pude oír la voz de mi madre: ¿Ah, sí? ¿Qué clase de capullo se dedica a hacer carreras por la playa en la oscuridad? Vale, mamá. Tienes razón, como siempre.

—Vamos a sacarlo de aquí —dije, y cogí un pie. Dak cogió el otro y nos lo llevamos a rastras. El tipo entornó la mirada bajo la luz de Alicia.

—El agua salada no va a sentarle nada bien a la parte inferior de tu carrocería, cariño —dijo.

—Es mi carrocería —dijo Dak.

—Como tú digas —contestó el tío, y vomitó. A continuación perdió el conocimiento, más o menos.

Digo "más o menos" porque no llegó a quedarse dormido. Se sumió en una neblina alcohólica en la que no siguió en contacto con lo que estaba pasando. Se mostraba tan dócil como un niño y por la mañana no recordaría nada de lo ocurrido. En aquel momento habría conseguido una puntuación de diez en el alcoholímetro.

Era muy probable que le hubiésemos salvado la vida. La marea podría haberlo arrastrado al mar, donde se habría ahogado incluso antes de despertar.

—¿Cómo te llamas, tronco? —estaba preguntándole Dak.

—Este tronco está dormido como un ídem, colega —dije—. Será mejor que nos lo llevemos antes de que los cangrejos lo devoren.

—¿Lo llevamos hasta esas dunas? —sugirió Alicia.

—Podría encontrarse con algo peor que los cangrejos allí —dijo Dak—. A un tío inconsciente pueden violarlo entre las dunas.

—Pero no se enteraría —dijo Alicia.

—Puede que sintiera un cierto escozor por la mañana... —Dak se rascó el culo y todos nos echamos a reír. Vale, no era tan divertido. Me sentía un poco atontado de puro alivio. Si lo piensas un poco, te das cuenta de que tu vida entera puede cambiar fácilmente en dos segundos. En aquel mismo momento podríamos estar mirando a un hombre muerto o moribundo.

Parecía que Kelly estaba leyéndome el pensamiento.

—Hemos estado a punto de matarlo. ¿No creéis que deberíamos llevarlo a su casa?

—¿Y que me manche de vómitos toda la tapicería? Que se aguante solo la borrachera.

—La ginebra no mancha demasiado —dijo Alicia. Nos enseñó una botella vacía de Tanqueray con la que había tropezado.

—¿Sí? ¿Y si se comió una de las Mundialmente Famosas Astroburgers hace una hora? —señaló el lejano bar con un gesto de la cabeza.

—Es una ginebra muy cara para un mendigo.

—No es ningún mendigo. No ha estado durmiendo en callejones. Mirad su ropa.

Era verdad. Sus mocasines tenían pinta de valer cien dólares el par y parecían nuevos. Tanto la camisa como los pantalones eran también de marca.

—Ya, y no se emborracha con vino —dijo Dak—. ¿Y qué? Por eso su vómito no va a oler a rosas.

—Bueno, ¿lo llevamos a su casa o no?

—¿Y dónde está su casa? —preguntó Kelly.

Todos nos volvimos hacia él. El tío seguía sonriendo y estaba canturreando algo que no me sonaba. Una pequeña ola lo envolvió, se enroscó alrededor de nuestros pies y entonces, al retirarse, ensanchó un poco el surco en el que estaba tendido. Así es como debía haberse enterrado las piernas. Una hora más y estaría todo él bajo la arena. Ya no sería problema nuestro pero ninguno de nosotros quería que eso pasara.

Así que alargué el brazo hacia él, lo cogí por los pantalones, lo levanté un poco y saqué su cartera de uno de sus bolsillos.

Era de cuero, hecha a mano y bastante gruesa. Lo primero que vi fue el borde de un billete de cien dólares que asomaba. La abrí y saqué un buen fajo. Se lo entregué a Dak, quien lo aceptó con expresión de asombro. Lo contó.

—Ochenta de los grandes —dijo.

—Pues cojamos un taxi y lo llevamos a su casa.

Me devolvió el dinero.

—¿En qué estás pensando?

La verdad es que no lo sabía. En parte, que sabía que el dinero me hubiera venido muy bien. ¿Quién iba a enterarse? Desde luego no aquel borracho que estaba allí tendido, sin conocimiento.

Tú lo sabrías, Manuel, dijo mamá. Tenía la desagradable costumbre de hablar tan alto cuando no estaba presente como cuando lo estaba.

—Lo echaremos en la parte de atrás de la camioneta —dije—. Yo iré con él. Si vomita, lo limpiaré. —Dak hizo un ademán furioso y volví a mirar la cartera. Visa, MasterCard, American Express, todas platino y todas a nombre de un tal Travis Broussard.

—Cajún —dijo Kelly asomándose por encima de mi hombro.

—¿Eh?

—El nombre —me explicó—. Hay algunas familias cajún en el mango de la sartén de Florida. —No sabía qué diferencia podía suponer eso, a menos que viviera en el mismo mango de la sartén. Aquello estaba demasiado lejos y no podríamos llevarlo. Encontré el carné de conducir y, al sacarlo del bolsillo, otra tarjeta cayó en la arena. Alicia la recogió. Les mostré la dirección que figuraba en el carné a Dak y Kelly.

—¿Está muy lejos?

—A unos cuarenta y cinco minutos, o puede que media hora a estas horas de la noche. Pero en el campo. No me mires así. Yo lo llevaré. Ni siquiera le cobraré la gasolina.

Alicia silbó entre dientes.

—Mirad esto —dijo—. Este tío es un astronauta.

—Déjame ver eso —dijo Dak y cogió la tarjeta. Alicia jugó al ratón y el gato con nosotros un momento hasta que conseguimos atraparla.

—Expiró hace tres años —dijo Dak. Pero antes de eso había sido un pase de entrada para el Centro espacial Kennedy, e identificaba a Broussard como coronel y piloto jefe del programa de la NASA VentureStar.

Capítulo 3

El camino más rápido desde la playa al rancho Broussard discurría unos treinta kilómetros por la superpista de Florida. Dak introdujo el Trueno Azul en la rampa y permitió que el ordenador de la vía automática interrogara a su preciosidad. Hay varias cosas de las superpistas que a Dak no le gustan. La más elemental es que simplemente odia ceder el control de su vehículo.

—Si uno va a conducir, debería tener al menos una mano en el volante, como Dios manda.

No sería yo quien se lo discutiera. Seguía habiendo algo espeluznante en coches que se conducían solos, al menos para gente como mi madre y yo. Apenas podíamos permitirnos el Mercury de treinta años que Dak y yo estábamos rescatando continuamente de un viaje de ida al basurero. Aquel viejo Merk no era adaptable a la vía automática sin una inversión diez veces superior al precio real del viejo armatoste. Los pobres como nosotros montábamos en la superpista tan a menudo como en el Oriente Expreso balístico de Tokyo.

La otra cosa que Dak detesta de la vía automática es que... bueno, afrontémoslo, a nadie le gusta que le adelanten, ¿verdad? A nadie de nuestra edad, al menos, y desde luego a nadie que conduzca un trasto tan extravagante como el Trueno Azul. Pero el viejo Trueno destacaba por su potencia, no por su velocidad, así que con él nos veíamos relegados al carril D, el exterior, el reservado a los vehículos que no pasan de los ciento veinte o ciento treinta. Lo que llamamos la vía del "pelo blanco", para todas esas ancianas en sus bien conservados Caddie y Buick. Ahora se ven a miles en el carril D, dirigiéndose a sitios a los que, antes de que se abriera la vía automática, no se atrevían a ir por pura timidez. Es horroroso arrastrarse entre ellos mientras ves cómo te adelantan por el carril rápido las marujas en sus minifurgonetas.

Dak entró en una de las brillantes cabinas de autorización. Kelly y yo salimos de la parte trasera y ayudamos al coronel Broussard a ponerse en pie. Necesitó nuestra ayuda pero al menos podía mantenerse erguido. Lo sentamos en el estrecho asiento trasero mientras la vía automática, como siempre que se entraba en ella, verificaba el estado de todos los componentes del vehículo, desde los sensores de airbags a la presión de los neumáticos. Nos colocamos detrás de él.

—¿Es este mi coche? —preguntó Broussard.

—Tómeselo con calma, señor —dijo Kelly—. Estará en su casa enseguida.

—Vale.

—Tío, como me vomite en el coche...

—Destino, por favor —dijo el ordenador. Dak respondió con el número de la salida que teníamos que coger y el ordenador le dijo la tarifa.

—No intenten salir del vehículo en marcha. —Oí el crujido de las puertas al cerrarlas el ordenador.

—No intenten manejar el vehículo hasta que se les informe de que pueden hacerlo sin peligro. —Dak, ajeno a las instrucciones, estaba girando el desactivado volante.

—No se quiten los cinturones de seguridad en ningún momento. La próxima salida se encuentra a cincuenta kilómetros de distancia de modo que si necesitan utilizar las instalaciones, pulsen el botón de DESCANSO en la Consola de Control de la superpista.

—Prefiero mear en una jarra de barro —dijo Dak.

—No olviden —dijo el ordenador— que deben cambiar el aceite dentro de ochocientos kilómetros. Su rueda delantera izquierda empieza a dar señales de fatiga estructural. Y toda esa sal y esa arena no van a sentarle bien a la parte inferior de la carrocería.

—¡Eso es lo que yo le he dicho! —gritó el coronel Broussard.

—Bon voyage, Trueno —dijo una voz, que sospecho que no pertenecía al ordenador de la vía automática. El Trueno Azul salió velozmente de la cabina mientras Dak murmuraba algo sobre "el Gran Hermano". Volví la vista hacia la torre del supervisor y vi que un tío nos despedía con la mano.

La única vez que yo había estado en la vía automática, la parte más espeluznante había sido la entrada. El ordenador nos colocó entre dos semitráilers, con apenas tres centímetros de espacio, y empezamos a avanzar a ciento veinte kilómetros por hora. En las horas punta utilizan hasta el último centímetro disponible de carretera, y las puertas y los parachoques casi llegan a tocarse. Hay gente que no puede soportar la vía automática precisamente por eso. Es algo que va contra tus instintos de conductor.

Aquella noche no tuvimos ese problema. El tráfico era escaso en todos los carriles. Transcurrían varios minutos consecutivos sin que se viera tráfico alguno en el carril A y entonces pasaba una docena de coches, parachoques con parachoques, para aprovecharse del rebufo, como vehículos de carreras. Dicen que dentro de pocos años se podrá viajar de Maine a Miami de aquella manera pero por el momento la parte de Florida de la vía automática solo va de Breward a Jacksonville, pasando por Orlando.

Apenas habíamos alcanzado la velocidad de crucero de la vía automática cuando llegó el momento de volver a salir. El ordenador nos condujo con suavidad hasta la cabina requerida y Dak se hizo de nuevo con los controles manuales. Salimos de la vía automática y seguimos nuestro camino por la autopista principal, en dirección este-oeste.

Condujimos por ella durante unos quince minutos y luego salimos a una carretera secundaria. De esta pasamos a un camino comarcal, desierto a aquellas horas de la noche. Dak consultó la pantalla del Sistema de Posicionamiento Global, en la que una línea roja le mostraba la ruta a seguir entre un laberinto de caminos de grava y veredas de caza. En aquella parte del mundo era imposible adentrarse más en la red de caminos secundarios.

A nuestra derecha aparecieron unas luces, las primeras que veíamos desde hacía mucho. Cuando llegamos allí vimos que era una de esas pequeñas iglesias baptistas de cinco bancos que jalonan todas las carreteras secundarias, desde Carolina del Sur a Texas. Estaba hecha con un tráiler de doble anchura apoyado sobre unos bloques de cemento. Había otro tráiler parecido un poco más atrás, entre los árboles. Probablemente fuera la casa del párroco. Se sabía cuál de los dos servía como iglesia porque alguien le había construido un campanario encima y había cubierto sus ventanas con papel de celofán de colores. Allí vivía alguien a quien le gustaba pintar. Había docenas de grandes carteles de madera contrachapada con versos bíblicos y advertencias sobre el fin del mundo y numerosas representaciones de escenas bíblicas realizadas con pintura de paredes, un poco descascarillada. El conjunto estaba iluminado con focos y decorado con luces navideñas de colores. Una valla alta delimitaba el recinto entero, que estaba atestado con los típicos coches oxidados, neveras averiadas y tazas de váter que uno suele encontrar cuando se adentra tanto en las zonas rurales.

Kelly me tiró de la manga.

—Mira ese cartel —me dijo riéndose. Supuse que se refería al que rezaba:

¿CREES QUE DIOS

ES SOLO UN VIEJO

Y GORDO PÁJARO CARPINTERO

EN UNA SÁBANA SUCIA?

¡VUELVE A PENSARLO, PECADOR!

Dak giró a la derecha y avanzamos traqueteando por un largo camino de tierra que, tras pasar junto a un corral, describía varias curvas suaves por entre los pinos de un bosquecillo antes de desembocar... en una cancha de baloncesto.

Había varios focos, pero solo uno de ellos funcionaba. En el hormigón del suelo se veían grietas en las que crecía la hierba. Ninguna de las dos canastas tenía red.

—¡Vamos a hacer unos tiros, colegas! —exclamó Dak. No tuve más remedio que reírme. Todos conocíamos la actitud de Dak sobre el baloncesto. Si eres negro y alto, me dijo en una ocasión, será mejor que no aprendas a jugar al baloncesto a menos que vayas a ser el próximo Michael Jordan. Dak aseguraba ser el patoso más grande desde que se inventó el juego, en algún lugar del centro de África.

—No creo a esos blancos que dicen que viene de aquí. ¿A cuántos blancos has visto en la NBA? No me lo trago.

De hecho, la única vez que había conseguido convencerlo para jugar un uno-contra-uno en una cancha desierta, había averiguado que no era tan malo. Mi velocidad compensaba su estatura, así que estábamos bastante igualados. Pero la verdad es que yo no jugaba en el primer equipo del instituto.

El resto del lugar estaba oculto entre las sombras. A un lado de la cancha había una amplia casa de estilo ranchero. Parecía que las huertas que la rodeaban se habían vuelto silvestres, y en Florida eso puede querer decir muy silvestres. Dak se dirigió a la casa pero antes de que llegáramos topamos con una gran piscina vacía.

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