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Authors: John Varley

Trueno Rojo (4 page)

BOOK: Trueno Rojo
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Se arrimó al borde y apagó el motor. Pasamos un momento escuchando el canto de los grillos y luego salimos todos de la camioneta. Kelly y yo seguimos a Alicia hasta la piscina. La enfocó con su linterna y entonces, sobresaltada, dio un respingo y soltó un gritito. En el fondo, tumbado sobre un montón de hojas secas y latas vacías, había un caimán de casi tres metros de longitud. Volvió la cabeza, abrió la boca y nos lanzó un siseo.

—Sea quien sea el que vive aquí, está loco —dijo Kelly—. ¿No es ilegal tener un caimán en estas condiciones?

—Puede. ¿Y qué? —dijo Alicia, y apuntó con su linterna un grueso cable eléctrico que pasaba por debajo del caimán y ascendía por el borde de la piscina—. Creo que es una de esas cosas como-se-llamen eléctricas, como las de Disney World.

—Baja y compruébalo, ¿quieres, cariño? —dijo Dak—. Nosotros te esperamos aquí.

—¿Quieres que me electrocute? No. Veo un poco de agua ahí.

Enfocó la casa y el patio con la linterna. Dejé que mis ojos siguieran el haz en su recorrido sobre un trampolín bajo y varios muebles de piscina o jardín, incluida una gran sombrilla y una especie de mesa destartalada.

La luz se desplazó un poco más, hasta llegar a uno de esos edificios prefabricados de metal que se pueden adquirir en Sears y montarse en unos días, si uno cuenta con una plataforma de granito. Había cuatro amplias puertas de garaje, todas ellas cerradas y con un foco encima, de los cuales solo uno seguía funcionando. Era un edificio de grandes dimensiones. Apuesto a que cabía una cancha de hockey sobre hielo en su interior. En un lado había varios edificios oxidados, algunos de ellos engullidos en su práctica totalidad por zarzamoras. Uno estaba en pésimo estado y parecía un Rolls-Royce al que le hubieran arrancado la parte trasera para sustituirla por la de una ranchera.

—No creo que aquí viva nadie —dijo Kelly. Yo tampoco lo creía. No se oía nada que sugiriera que había seres humanos allí. Pero los mosquitos nos habían encontrado. Todos estábamos tratando de espantarlos, y estaba bastante claro que no podíamos dejarlo sin más en una de las sillas del jardín. Por la mañana se habría convertido una inmensa picadura.

—¿Dónde ponemos al tío entonces? —preguntó Dak.

Alicia metió la mano en la cabina de la camioneta y apretó el claxon con fuerza durante quince o veinte segundos largos.

Dak estaba a punto de hacerlo de nuevo cuando se encendió una luz en un lado del cobertizo de aluminio. La puerta se abrió y una figura menuda y regordeta salió a un pequeño porche, donde se detuvo con las manos en los bolsillos.

—¿Conoce a un tal Travis Broussard? —le gritó Alicia.

Sus hombros se hundieron un poco. Se pasó una mano sobre una cabeza medio calva.

—¿Sabéis dónde está? —respondió.

—En mi camioneta —exclamó Dak—. Está inconsciente en mi camioneta. Puede que esté a punto de vomitar en mi camioneta. ¿Quiere hacerse cargo de él?

—Sí, sí, me hago. Espera un minuto.

Cerró la puerta y, a continuación, una de las del garaje se abrió hasta la mitad. El tipo salió por allí, empujando una carretilla.

Para cuando llegó junto a nosotros, todos estábamos sonriendo, al menos un poco.

No levantaba metro cincuenta del suelo y era rollizo como un viejo y alegre duendecillo. Mientras trataba de formarme una opinión sobre él, me di cuenta de que se parecía mucho a una postal muy popular que veíamos en la oficina, sobre todo en Navidades. En ella aparece Santa Claus tumbado junto a una piscina entre dos chicas en bikini. Lleva una amplia camisa hawaiana, unos pantalones vaqueros cortados y sandalias mejicanas, tiene un margarita en la mano y está diciendo:

—¡Este año entregaos vosotros mismos vuestros putos regalos!

Al llegar a nuestro lado, bajó la carretilla. Tenía unos antebrazos enormes, como los de Popeye. Estaba sonriendo, lo que profundizaba un poco más las arrugas de sus ojos. Se notaba que sonreía muy a menudo. Hizo unas curiosas genuflexiones en nuestra dirección y no vio a Dak cuando este hizo ademán de darle la mano. Estaba retorciendo con tanta fuerza el dobladillo de su ancha camisa que me pregunté por qué no estarían chillando las chicas del hula-hula. A juzgar por las arrugas que tenía, parecía que lo hacía con mucha frecuencia.

Miró en la camioneta. Se atusó la nívea barba un momento y a continuación alargó los brazos y agarró al coronel Broussard. Estaba a punto de cargárselo a hombros cuando Dak acudió en su ayuda.

—Espere, hombre, le echaremos una mano —dijo. El hombrecillo puso cara de confusión y a continuación nos obsequió con algunas reverencias más. De modo que Dak y yo cogimos al coronel por las piernas y lo levantamos. Depositamos el flácido cuerpo sobre la carretilla, con los brazos y piernas colgando. Seguía durmiendo apaciblemente.

El duendecillo se quedó allí un momento, retorciendo de nuevo su camisa. Reparé en que sus ojos se posaban raras veces en los nuestros, pero también es verdad que casi nunca se posaban en nada.

—Gracias —dijo—. Os debo un favor.

Dak se dispuso a responder con la habitual rutina de "tranquilo, tronco" pero habría sido perder el tiempo. El tipo cogió la carretilla por las asas y se alejó de nosotros casi al trote. Los brazos y piernas de Broussard brincaban arriba y abajo.

Nos miramos y Alicia no tuvo más remedio que meterse la mano en la boca y morderse con fuerza los nudillos. Aguantó todo lo que pudo, hasta que el tipo estuvo casi en la puerta del cobertizo, y entonces rompió a reír.

—Qué hombrecillo más extraño —dijo Kelly, y se echó también a reír. No tardé demasiado en secundarlas. Dak nos miró y meneó la cabeza.

—Sí, vale. "Os debo un favor". Como si fuéramos a vernos otra vez.

—¿Os habéis dado cuenta de que no había tierra ni nada parecido en la carretilla? Como si nunca la hubieran utilizado.

—Era el transporte personal del coronel Broussard —dijo Kelly.

—Sí, todos los sábados por la noche se da un garbeo hasta su casa en su carretilla.

—¡Ja! No solo los sábados por la noche —replicó Alicia—. A mí el tío me ha parecido un alcohólico. —Imagino que sabía lo que se decía.

—Vámonos de aquí de una puta vez —sugirió Kelly.

De modo que volvimos a subir al Trueno Azul y regresamos por el mismo camino que habíamos tomado a la ida, salvo la parte de la superpista. Dak no parecía impaciente por regresar a casa y yo tampoco lo estaba. Hay montones de cosas que pueden hacer dos personas debajo de una manta en la parte trasera de una camioneta y, mientras volvíamos, las puse en práctica casi todas. No volví a pensar en Broussard ni en su extraño amiguito durante todo el trayecto de regreso y, al cabo de unos pocos días, casi me había olvidado de ellos.

Capítulo 4

Era nuestro interés en ir al espacio lo que nos había unido a Dak y a mí. Fuimos a institutos diferentes pero poco después de graduamos llegamos a la misma conclusión. La escuela pública de Florida no nos había preparado a ninguno de los dos para una carrera fructífera en la ciencia o en la ingeniería. Ni siquiera nos había preparado para pasar el examen de ingreso en una buena universidad. Teníamos mucho terreno que recuperar.

Pero un estudiante bien motivado puede obtener lo que desee, incluido un doctorado en la Universidad de Internet, accediendo a la red y acudiendo a clases virtuales. Sin libros, sin tutorías y sin clases presenciales. No es que un doctorado punto com pueda compararse con un título de Harvard, pero en el precio no hay color. Allí fue donde conocí a Dak, en una clase de refuerzo de matemáticas. En un chat, después de las clases, averiguamos que los dos estábamos obsesionados con hacer carrera en el espacio y que vivíamos solo a unos kilómetros de distancia. Así que decidimos estudiar juntos y, antes de que pasara mucho tiempo, pasábamos también juntos muchos de nuestros ratos de ocio.

Yo soy un tío listo pero no un genio. El instituto me resultó fácil, nunca supuso un gran desafío para mí. Así que me llevé una gran sorpresa al ver mis resultados en el examen de ingreso a la universidad.

Bien, ¿quién tenía la culpa de que ahora estuviera limpiando cuartos de baño y haciendo camas mientras trataba de recobrar el terreno perdido, en lugar de hacer planes para mi segundo año en Florida o la Universidad estatal? ¿A quién había que culpar?

Bueno, ¿qué tal a la pobreza?

En estos tiempos, cuando se habla de educación superior, prácticamente todo el mundo puede echar la culpa a la pobreza. Solo hay tres tipos de persona que llegan a una universidad como Yale: los hijos de los ricos, los estudiantes con becas completas y aquellos que están dispuestos a aceptar un crédito que tardarán toda la vida en pagar.

Mi familia —mamá, la tía María y yo mismo— posee un terreno cerca de la playa, y se supone que esto es una mina de oro. Pero resulta que la propiedad es un motel destartalado, agrietado, desvencijado y lleno de goteras, construido en 1959, y cada mes que pasa disminuye un poco más nuestra confianza en poder aguantar otro año. Después de pagar impuestos y hacer frente a los gastos de mantenimiento, lo que nos queda nos deja muy por debajo del límite de la pobreza. Así que no hay duda al respecto. Somos pobres. Pero esto no tiene nada que ver con el hecho de que yo no estudiara lo suficiente.

Intentémoslo de nuevo. ¿Qué hay del Sistema? Siempre conviene echarle la culpa al sistema. Políticamente está de moda, hace que te sientas mejor y es (al menos en parte) verdad. ¿Qué dice del Departamento de Educación el hecho de que un muchacho como yo, que asistía a clase con regularidad, hacía sus deberes e incluso se había graduado entre el 5 por ciento de los mejores estudiantes del Instituto Gus Grissom, no hubiera sido capaz de acceder al sistema universitario estatal?

Nada bueno. El sistema era una mierda, eso no había quien lo negara. Pero era la misma mierda para algunos de mis compañeros de clase, que en aquel mismo momento estaban recibiendo clases en Cornell o Princeton.

Si no son las instituciones y no es el dinero, tiene que ser el color de tu piel o el idioma que hablas, ¿no? Tiene que ser el racismo.

Incluso llegué a mencionárselo a mi madre un día en que me sentía especialmente triste y amargado. Debe de ser porque soy latino, me quejé. Bueno, medio cubano al menos. Cuando dejó de reírse, le faltó poco para ponerse furiosa.

—Espero no haber criado a un llorón —dijo—. No culpes al racismo de tus carencias o las de otros... aunque sea verdad. Si ves que te están discriminando, trata de superarlo. Aguántate, porque si no lo haces, empezarás a ver racismo cada vez que vuelvas la mirada y te pasarás el resto de tu vida quejándote. Y además, tu piel no es mucho más morena que la mía y hablo el español bastante mejor que tú.

Cosa que era la verdad, pura y dura. He salido a la rama materna de la familia, que es italiana. Tengo el pelo negro y rizado. No parecería fuera de lugar llevando un sombrerillo judío. Solo alrededor de los ojos, que son negros, rehundidos y a veces casi parecen magullados, guardo alguna semejanza con las fotos de mi padre que conservo. Aunque resulte triste decirlo, aunque el resto de mí no parezca un Jimmy Smits, más o menos paso inadvertido.

Como dijo Jimmy Buffet, la culpa era mía, joder.

En un sistema mediocre, la gente de talento no tiene necesidad de destacar. Yo leo deprisa, tengo buena memoria y se me dan bien las cifras. Con estas virtudes, la única manera de fracasar en el Instituto Gus Grissom hubiera sido no ir a clase nunca.

Tras doce años metidos en un sistema educativo así, tanto Dak como yo creíamos que sabíamos estudiar. Te vas a casa y lees la lección del día siguiente. Treinta minutos, una hora como máximo. Luego tienes el resto de la tarde y el fin de semana entero para hacer lo que te dé la gana.

En mi caso, hacer lo que me diera la gana significaba trabajar casi sesenta horas por semana en el negocio familiar, el Motel el Despegue. O sea, esto era lo que me daba la gana si quería tener algo que llevarme a la boca y un techo sobre mi cabeza.

Dak y yo empezamos a reunirnos para estudiar, con la esperanza de mejorar nuestra preparación y nuestra motivación, que se encontraban bajo mínimos. Algunas veces funcionaba. Si no hacía un día demasiado bueno. Si las olas y el viento no eran tan perfectas que hubiera sido un pecado pasar el día encerrado allí, en lugar de montado en una tabla de windsurf. Si las universitarias del norte no parecían demasiado exuberantes y guapas en sus cortos vestiditos, mientras trataban de coger un buen bronceado de Florida antes de que terminasen las vacaciones de primavera...

Mi familia y yo teníamos lo que suele llamarse una relación amor-odio con el Motel el Despegue. Sin él, todos habríamos estado buscando trabajo en lugar de trabajar en un negocio familiar. Yo he tenido que utilizar una aspiradora dos veces más ancha que la Tierra a la altura del Ecuador. Conozco cincuenta catástrofes diferentes que pueden suceder en un váter y sé cómo enfrentarme a la mayoría de ellas. Podría obtener un doctorado en váteres.

Sin embargo, sigue siendo mejor que trabajar por cuenta de otros. Creo.

Los abuelos de mamá construyeron el motel y lo bautizaron como la Brisa Marina. Por aquel entonces Cabo Cañaveral no era más que una base donde se probaban misiles. Los lugareños llevaban disfrutando de los fuegos artificiales desde el final de la Segunda Guerra Mundial, pero nadie sabía que la base estaba allí, salvo los aficionados a las carreras que venían para las 500 millas de Daytona, y estos ignoraban su presencia.

Entonces, el Proyecto Mercurio atrajo una enorme expectación sobre aquel rinconcillo arenoso de Florida. El alojamiento escaseaba y muchos de los trabajadores e ingenieros que se trasladaron al área de Merry Island se contentaban con disponer de una simple habitación. Y por entonces, el Brisa Marina era un lugar bastante bonito.

Le cambiaron el nombre por el de Despegue en honor al vuelo de John Glenn. El abuelo no sabía que la gente de Cañaveral lo llamaba "Lanzamiento" y para cuando se enteró, el enorme y carísimo cartel de la entrada ya estaba instalado. Desde entonces, el pequeño cohete de neón rojo que había en él llevaba despegando, prácticamente sin interrupción, cincuenta años.

Cuando los padres de mamá se mataron en un accidente de coche, ella heredó un negocio que estaba ya a medio camino de la bancarrota. Durante los últimos veinte años, tanto ella como la tía María, y yo mismo desde que tuve edad suficiente, habíamos estado tratando de vivir de él. Ahora, probablemente fuera demasiado tarde.

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