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Authors: John Varley

Trueno Rojo (6 page)

BOOK: Trueno Rojo
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—¿Por qué? A mí me parece un héroe.

—Oh, lo era. Puede que el mayor de la historia de la NASA. Fue un vuelo increíble. Todavía se brinda a su salud en los bares de astronautas... aunque en voz baja.

»No me has preguntado cómo hizo el agujero en la nave. El que permitió que saliera el humo y que Broussard pudiera ver. El que salvó la California y a la tripulación.

—Iba a hacerlo.

—Lo ocultaron. Nadie de la tripulación quería hablar sobre ello, ni nadie de las altas esferas. Pero estas cosas acaban por saberse. El Cerdo lo descubrió hace años y a causa del gran respeto que siente por el coronel Broussard, rara vez lo cuenta. Pero tengo la impresión de que no quieres perjudicar a Broussard.

—Por supuesto que no. No es asunto mío.

—En efecto. Broussard abrió el agujero con un elemento no estándar del equipo de astronauta conocido como Colt .45 automático.

Los dos guardamos silencio durante un minuto. ¿Una pistola? ¿Para qué, para protegerse de los alienígenas del espacio?

—Podría haberse ido de rositas de no haberlo contado personalmente en la vista de la investigación. Ni los tripulantes ni los pasajeros lo mencionaron en sus informes. Sabían que seguían vivos gracias a la pistola y a la habilidad como piloto de Broussard.

»Uno de los miembros de la comisión de investigación me contó que Broussard les dijo que se "sentía desnudo" sin un arma encima. Así que había llevado la pistola en todos los vuelos anteriores.

Travis se convirtió en el tipo de problema que odian los burócratas. Algunos de ellos querían echar a patadas su culo de paleto del cuerpo de astronautas, y otros le hubieran mandado una factura por la California. Pero había salvado un montón de vidas, y los tipos a los que había salvado juraron que organizarían un buen escándalo en los medios si Broussard recibía algún castigo.

—Así que hicieron lo que los militares hacen siempre cuando un tío la caga tanto que termina convirtiéndose en un héroe —dijo el Cerdo—. Le dieron una medalla y un ascenso y barrieron los detalles sucios debajo de la alfombra.

—Vale —dije—. Pero eso no explica realmente...

—¿Por qué es una persona inexistente? No, por supuesto que no.

—¿Y por qué lo es?

El Cerdo sonrió y sacudió la cabeza.

—He dicho que te contaría lo de la medalla, Manniespacial —dijo—. Ni unos caballos salvajes podrían arrancarme el resto de la historia. Siento demasiado respeto por Broussard, un tío de una pieza, si alguna vez ha existido tal cosa.

Se despidió con un gesto y desapareció.

Supongo que me había dado bastante en que pensar para una sola noche, de todos modos.

Capítulo 5

Era una semana más tarde, uno de aquellos días que yo odiaba. Alrededor de veinticinco grados, un sol radiante. Era el comienzo de las vacaciones de primavera y uno de cada dos vehículos era un coche de alquiler lleno de universitarias, impacientes por teñir su tez de Minnesota con un bronceado de Florida en los pocos días de que disponían. Y todas ellas a la caza de tipos playeros guapos y majos, como Dak y yo.

De hecho, no habíamos hecho nada hasta el momento. Pero había concursos de camiseta mojada a los que acudir, discotecas en las que entrar con nuestros carnés falsificados, cervezas que engullir y aceras en las que vomitar. Aquel día, todo me gritaba que saliera a la calle para participar.

En cambio, Dak y yo estábamos encerrados en la habitación 201 con las persianas bajadas y las puertas correderas de cristal cerradas y el aire acondicionado encendido, tratando de mantener a raya todas las distracciones. No estaba sirviendo de mucho. Cada vez que oíamos el sonido de un claxon o la risa aguda de una chica al otro lado de la ventana, dirigíamos miradas de nostalgia a las cortinas.

—Si salimos —dijo Dak— estamos perdidos. Nos dedicaremos a beber, perderemos todo el día y luego tendremos una resaca que nos durará todo el día de mañana y hasta puede que parte del siguiente.

—Ya lo sé —dije—. Joder, me acuerdo del año pasado. ¿Y tú?

—No mucho —admitió.

Lo del año pasado no era algo de lo que hubiera que enorgullecerse demasiado. Nuestra amistad era reciente por aquel entonces y los dos estábamos un poco deprimidos porque nos habían rechazado en media docena de universidades. Yo conocía a un tío que vendía unos carnés de conducir tan buenos como los de verdad, así que invertimos en él parte del dinero destinado a la matrícula y luego nos dedicamos a recorrer bares durante tres días y tres noches seguidos. No es necesario extenderse demasiado en detalles sórdidos. Una gran parte de ello estará siempre envuelta en una neblina, y es una suerte que sea así. Estuve varios días enfermo.

—Además, las tías que han venido a Daytona no son gran cosa —dijo Dak.

—Cierto. Todas las guapas se han ido a Lauderdale o Cayo West.

—Es verdad.

—Mira, no te ofendas, pero este sitio podría deprimir al tío ese, el Cazador de Cocodrilos.

—Sí, pero...

—No, mejor que no abramos las ventanas. No podríamos resistirlo. Conozco un sitio al que podemos ir a estudiar sin que nos distraigan. Bueno, sin que nos distraigan las tías, al menos.

—¿Y dónde está eso?

—¿Alguna vez te he llevado a un mal sitio, colega? No respondas. Vamos, vamos.

Qué coño... Yo también apagué mi ordenador.

Salimos de mi cuarto y lo primero que vi fue a mi madre, subiendo por las escaleras del otro lado, con aire resuelto. Llevaba su pistola de cañón largo y estaba comprobando la munición del cargador mientras caminaba. Levantó la mirada y nos vio, frunció el ceño, y su expresión se hizo aún más resuelta.

—Jesús, mamá —susurré mientras trataba de pasar entre el carrito de la limpieza que la tía María había dejado en el pasillo y ella—. ¿No te dije que...?

—Ahora no tengo tiempo, Manuel.

—Es un asunto de drogas otra vez, ¿no? —Tenía que ser cosa de drogas. Si fuera un asunto de prostitución, no se habría molestado en coger la artillería. Se habría limitado a decirles que se largaran. A los puteros no les gustan los problemas.

Pero a los camellos, a veces, les da igual.

—Vamos a llamar a la policía, señora García —dijo Dak. Tenía el teléfono en la mano y había marcado el 91. Mamá le apartó la mano del aparato.

—No quiero polis aquí, Dak. Si empiezas a hacer demasiadas llamadas de esas, antes de que quieras darte cuenta te han cerrado el local por escándalo público. No te preocupes, Manuel, no pienso disparar a menos que empiecen a discutir.

—Oh, estupendo. —Vi que la tía María se nos acercaba, llevando con cuidado la vieja y estupenda Mossburg de mamá. A la tía María no le gustan las armas. A mamá le encantan, siempre que sea ella la que las apunta y dispara. Rodeé a mamá y le quité la escopeta a María.

—¿Qué cuarto, María? —pregunté.

—Ese, el 206. Han tenido seis visitas anoche. Pensé...

—Sí, no creo que sea una convención de Mary Kay. María, Dak y tú quedaos aquí. Dak, si oyes disparos, marca el último 1, ¿de acuerdo?

—Si oyes disparos fuertes —dijo mamá, apuntando con la pistola hacia el cielo—. Esto no hace mucho más ruido que una pistola de juguete.

Estaba exagerando un poco, pero la verdad es que el revólver no hacía demasiado ruido. Era solo del calibre .22, pero databa de los tiempos en que mi madre participaba en campeonatos de tiro, y tenía un aspecto imponente.

¿Que si se le daba bien? Si le pidieras que derribara a un mosquito en el aire, te preguntaría si querías que le diera en la cabeza o en una de las patas.

Me miró, aspiró hondo y asintió. No era la primera vez que hacíamos algo parecido. Así era nuestro vecindario. Aparté el carrito de la limpieza para que no estorbara. Mamá dio unos golpecitos en la puerta con el cañón de la pistola.

—Soy la gerente, señor Smeth. Abra, por favor. —Más tarde comprobé el registro de entrada y vi que realmente había firmado con ese nombre, Homer Smeth. Teníamos montones de Smith, pero este era el primero que no sabía cómo se deletreaba.

—Lárgate. Estamos ocupados.

Mamá llamó una vez más, recibió más o menos la misma respuesta y volviéndose hacia mí, asintió con la cabeza. Con cuidado, introdujo la llave maestra en la cerradura.

Alargué la mano hacia la pared y apreté el resorte escondido que había entre los ladrillos. Estaba conectado a un mecanismo que mantenía la placa de la cadena pegada a la pared. Cuando se cerraba la puerta, parecía que la cadena estaba echada pero en realidad se podía abrir desde fuera. Había instalado aquel pequeño artilugio en la mayoría de las habitaciones. Nos ahorraba tener que echar abajo las puertas. Era mucho más barato.

Le hice un gesto de cabeza y ella giró el picaporte. La puerta se abrió y mamá entró con la pistola por delante. Yo entré detrás de ella e hice lo que pude por adoptar una expresión furiosa.

Homer Smeth estaba sentado en la mesa, con una bolsita de polvo blanco delante. En el momento en que entramos, estaba midiendo dosis con una navaja y metiendo cada una de las dosis en aquellas diminutas bolsas de plástico que, al menos por lo que yo sé, no sirven más que para separar las dosis.

¿Heroína? Posiblemente coca. Lo misma daba. Ninguna de ellas se toleraba en el Despegue. Sentado en la cama, a medio vestir y viendo la televisión se encontraba el colega de Homer, el tío que había firmado con él hacía pocas horas. Con él había una chica que hubiera aparentado unos catorce, de no ser por los ojos, que eran mucho más viejos.

—Te dije cuando firmaste que en este sitio no se permiten las drogas, Homer —dijo mamá. Señaló la puerta con un meneo del arma—. Será mejor que recojáis vuestras cosas y os larguéis.

Homer se quedó mirándola, con la boca entreabierta. Daba la impresión de tener medio kilo de mercancía en la mesa. La estaba mezclando con laxante infantil. La pareja de la cama también estaba inmóvil.

Finalmente, pareció comprender lo que estaba pasando. Sonrió, mostrando los dos dientes de menos en los que ya me había fijado cuando su amigote y él habían firmado. Levantó sus bolsitas de droga.

—No te metas en líos, hermana. ¿Qué tal un par de chutes de esto?

Mamá no vaciló. Levantó el arma y la bolsita que había entre los dedos del tipo desapareció. Un fino polvo blanco flotó en el aire como una nubecilla de tiza. El camello se quedó mirando el espacio vacío, de nuevo demasiado asombrado para terminar de comprender lo que había pasado. Aquellos tres habían hecho lo peor que puede hacer un camello, que es probar la mercancía. En el Despegue, ni siquiera los traficantes de droga eran de calidad. Lo cual era una suerte, porque alguna vez habíamos tenido un tiroteo con esa clase de tíos y siempre contaban con más potencia de fuego.

Todos seguían inmóviles. Amartillé la escopeta y levanté el cañón para apuntar el pecho de Homer. Ese sonido, el que hace el cartucho de una escopeta al introducirse en el cañón, tiene la asombrosa virtud de aclararle la mente a la gente. Me aparté de la puerta y señalé a los dos de la cama. Se levantaron con lentitud, y la chica se inclinó para recoger su ropa del suelo.

—¡Eh, eh! —grité, y ella se llevó un buen susto—. Tíramela aquí con el pie. — Lo hizo y comprobé que no había armas entre las prendas. El chico hizo lo mismo. Les devolví la ropa del mismo modo y empezaron a vestirse.

En menos de treinta segundos habían recogido sus cosas, que consistían en un poco de ropa, el medio kilo de coca y algunos trastos para cortar la mercancía en una caja de cartulina. Salieron de la habitación manteniéndose lo más lejos posible de nosotros. Los seguimos y no les quitamos la vista de encima mientras montaban en su coche, un modelo Oldsmobile de los años 60, increíblemente oxidado y lleno casi a reventar de neumáticos y basura diversa. La tía María salió de la habitación 206 con un par de zapatillas envueltas en una camiseta sucia. Las tiró por encima de la barandilla y cayeron sobre el capó. Homer nos lanzó una mirada furibunda, hizo un gesto obsceno y entonces metió la marcha atrás, aceleró, puso la primera y trató de salir quemando rueda. El coche era demasiado viejo para eso, pero dejó tras de sí una impresionante nube de humo blanco.

—Y ahora, ¿me das esa pistola, mamá?

—¿Dónde vais, chicos...? Perdón, ¿dónde vais, jóvenes?

—A estudiar a otro sitio —le dije.

—Mejor que no sea un bar lleno de culitos jóvenes.

—Nada de eso, señora García.

—Lo digo en serio. Como volváis borrachos, ya podéis dormir en una silla de la piscina, porque no pienso dejaros entrar.

—Nos portaremos bien.

—Manny, limpia esa mesa y pasa una bayeta antes de marcharte.

—Estaba a punto de sugerirlo. —Me dirigió una mirada severa, como si pensara que estaba tomándole el pelo de nuevo. Mamá no es la persona con más sentido del humor que hay en el mundo. Finalmente resopló, extendió el brazo, me revolvió el pelo (a ver si un día deja de hacerlo) y a continuación cogió la Mossburg y regresó a la oficina para volver a guardar la escopeta en la caja.

—Espérame un minuto, Dak. —Cogí unos rollos de papel del carrito de la limpieza y entré en la habitación 206.

Todavía olía a Homer y sus amigos. Os lo juro, la escoria tiene su propio olor, y cuando lo hayáis olido tantas veces como yo, no podréis confundirlo con ninguna otra cosa. No sé si es por falta de higiene o por algo que hay en su sudor. Lo había olido en Homer desde el principio, pero si rechazáramos a todos los que nos alquilan una habitación para pincharse, perderíamos la mitad de nuestros ingresos. Con el consumo personal de drogas no nos queda más remedio que hacer la vista gorda, a menos que haya violencia. Nada de tráfico y nada de tratamiento, esa es nuestra regla.

Dos veces habíamos tenido que cerrar un laboratorio de metadona que llevaba varios días en funcionamiento. Esto es una completa catástrofe para un motel. En las dos ocasiones habíamos tenido que clausurar las habitaciones y olvidarnos de volver a utilizarlas. Una vez que esos productos químicos han empapado las paredes, aunque sea un poco, necesitas una autorización de la Agencia de Protección Medioambiental para volver a abrirla. Y hay que invertir miles de dólares en limpieza, dólares que nosotros no teníamos.

Entré en el baño —todas las toallas y manoplas estaban repugnantes y al mirarlas, uno dudaba sinceramente que aquellos tíos hubieran usado un cuarto de baño en toda su vida—, y empapé un puñado de toallas de papel. Dak estaba mirando la mesa cubierta de polvo.

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