Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
—¡Y recuerdo que mis hombres necesitan comer! ¡Sacrificaremos uno de tus camellos cada día, y podrás pasarle la cuenta al nuevo gobernador, en El-Akab!
El anciano se detuvo un instante, pero no se volvió y, continuó pesadamente su camino hacia donde aguardaban sus hijos y sus animales.
Malik hizo un gesto hacia un soldado negro.
—¡Alí!
El llamado se aproximó con rapidez:
—¿Sí, mi sargento? —Tú eres negro, como los esclavos de ese estúpido. El no dirá nada, porque es targuí y cree que su honor quedaría manchado para siempre, pero los "aklis" son propensos a hablar:
Les gusta contar lo que saben, y alguno estará dispuesto a ganarse unas monedas y sacar a su amo de un problema. —Hizo una corta pausa—. Esta noche llévales un poco de agua y comida como si fuera cosa tuya. Solidaridad entre hermanos de raza, ya sabes. Procura volver con la información que necesito.
—Si sospechan que voy como espía, esos tuareg son capaces de degollarme.
—Pero si no lo hacen, ascenderás a cabo. —Le metió un puñado de arrugados billetes en la mano—. Convéncelos con esto.
El sargento mayor Malik-el-Haideri conocía bien a los tuareg, y conocía bien a sus esclavos. Apenas había conciliado el sueño, cuando sintió pasos en el exterior de su tienda de campaña.
—¡Sargento!
Asomó la cabeza y no le sorprendió encontrarse con un negro rostro sonriente:
—El "guelta" de las montañas del Huaila. Junto a la tumba de Ahmed-el-Ainín, el "morabito".
—¿La conoces? —No personalmente, pero me explicaron cómo llegar.
—¿Está lejos? —Día y medio.
—Avisa al cabo. Saldremos al amanecer.
La sonrisa del negro aumentó, y señaló con intención:
—Ahora yo soy cabo —le recordó—. Cabo Primero.
Sonrió a su vez.
—Tienes razón. Ahora eres cabo primero. Ocúpate de que todo esté listo en cuanto salga el sol. Y tráeme el té quince minutos antes.
El piloto negó de nuevo.
—Escuche, teniente —repitió—. Hemos sobrevolado esas dunas a menos de cien metros de altura. Hubiéramos podido distinguir hasta la última rata, si en aquel maldito lugar hubiera ratas, pero no había nada: ¡Nada!
—insistió convencido¿ Tiene una idea de la huella que dejan cuatro camellos en la arena? Si hubieran pasado, habríamos visto algo.
—No, si quien conduce esos camellos es un targuí —replicó Razmán, seguro de lo que decía—. Y menos, si ese targuí es el que buscamos. No permitirá que los camellos marchen en fila, con lo que dejan un sendero visible, sino de cuatro en fondo, por lo que sus patas no habrán profundizado en la dura arena de esas dunas. Y si la arena es blanda, en menos de una hora el viento borra las huellas.
—Hizo una pausa durante la cual le observaron, expectantes—. Los tuareg viajan de noche y se detienen al amanecer. Ustedes nunca despegan antes de las ocho de la mañana, lo que quiere decir que llegaron al "erg" cerca ya del mediodía. En esas cuatro horas no queda rastro alguno de las huellas de un camello en la arena.
—¿Y ellos? Cuatro camellos y dos hombres. ¿Dónde se esconden? —¡Vamos, capitán! —exclamó abriendo los brazos—. Usted sobrevuela cada día esas dunas. Cientos, miles, ¡tal vez millones!, de dunas. ¿Pretende hacerme creer que todo un ejército no sería capaz de camuflarse allí? Una hondonada, una tela de color claro, un poco de arena encima, y a silbar.
—De acuerdo —aceptó el piloto que había hablado en primer lugar— Completamente de acuerdo. ¿Qué pretende entonces? ¿Que volvamos para seguir perdiendo el tiempo y gastando gasolina? No los encontraremos —insistió—. ¡Nunca los encontraremos!
El teniente Razmán negó con un gesto, tranquilizándolos, y se aproximó al gran mapa de la región clavado en la pared del hangar.
—No —señaló—. No quiero que vuelvan al "erg", sino que me lleven a la auténtica "tierra vacía". Si mis cálculos no fallan, deben haber llegado ya a la llanura. ¿Podría aterrizar aquí? Los dos hombres se miraron y resultaba claro que la proposición no les hacía ninguna gracia.
—¿Tiene una idea de cuál es la temperatura de esa llanura? —Desde luego —admitió—. La arena puede alcanzar los ochenta grados centígrados al mediodía.
—¿Y sabe lo que eso significa para unos aviones viejos y de pésimo mantenimiento como los nuestros? Problemas de refrigeración del motor, de turbulencias, de imprevistas bolsas de aire incontrolables y, sobre todo, de ignición. Podríamos aterrizar, desde luego, pero nos arriesgamos a no levantar el vuelo nunca más. O explotar en cuanto pongamos de nuevo el contacto. —Hizo un gesto con la mano que quería ser definitivo—. Yo me niego.
Quedaba claro que su compañero compartía sus puntos de vista. Razmán, pese a ello, insistió:
—¿Aunque la orden venga de arriba? —Bajó instintivamente la voz¿ Saben a quién estamos buscando? —Sí —admitió el que llevaba la voz cantante—. Hemos oído rumores, pero eso son problemas de los políticos, en los que no deberían mezclarnos a nosotros, los militares. —Hizo una pausa, y señaló el mapa con amplio ademán—. Si me ordenan que aterrice en cualquier punto de ese desierto, porque estamos en guerra o nos ha invadido el enemigo, aterrizaré sin dudarlo un momento. Pero no lo haré por cazar a Abdul-el-Kebir, porque me consta que Abdul-el-Kebir no me pediría nunca algo parecido.
El teniente Razmán se envaró y, sin poder evitarlo, lanzó una discreta ojeada a los mecánicos que, al otro extremo del amplio hangar, se afanaban en poner a punto los aparatos. Bajando de nuevo la voz, advirtió:
—Eso que acaba de decir es peligroso.
—Lo sé —replicó el piloto—. Pero creo que, después de tantos años, empieza a ser hora de que empecemos a demostrar lo que sentimos. Si ustedes no lo agarran en Tikdabra, y lo veo muy difícil, Abdul-el-Kebir volverá muy pronto, y habrá llegado el momento de que cada cual clarifique su posición.
—Se diría que le alegra no haberle encontrado.
—Mi misión era buscarle, y le busqué lo mejor que supe. No es culpa mía si no lo hemos encontrado. En el fondo, me da miedo pensar en lo que puede ocurrir. Abdul en libertad significa la división del país, enfrentamientos, y, tal vez, la guerra civil.
Nadie debe desear eso para su propia gente.
Cuando abandonó el hangar de regreso a su alojamiento, el teniente Razmán aún iba dándole vueltas a aquellas palabras, ya que, por primera vez, se había mencionado una posibilidad que espantaba a todos: la guerra civil; el enfrentamiento entre dos facciones de un mismo pueblo al que únicamente separaba un hombre: Abdul-el-Kebir.
Tras más de un siglo de colonialismo su gente no se encontraba dividida en clases sociales claramente determinadas, ricos muy ricos y pobres muy pobres, y no respondían aún a los esquemas clásicos de las naciones desarrolladas: capitalismo por un lado, y proletariado por otro que acaban enfrentándose a muerte en una lucha despiadada por la supremacía de sus ideales. Para ellos, con un setenta por ciento de analfabetismo y una extensa tradición de sometimiento, lo importante continuaba siendo el carisma de los hombres, su capacidad de arrastre y el eco que sus palabras despertaran en el fondo de sus corazones.
Y en eso —Razmán lo sabía. Abdul-el-Kebir llevaba las de ganar, por que, gracias a un rostro noble y franco que inspiraban confianza, y un verbo fácil, el pueblo acababa por seguirle adonde se propusiera, ya que, al fin y al cabo, había cumplido su promesa, conduciéndoles del colonialismo a la libertad.
Tumbado en la cama contemplando sin ver las aspas del viejo ventilador que no lograba, pese a sus esfuerzos, refrescar el ambiente, se preguntó a sí mismo cuál sería su posición cuando llegara el momento de elegir.
Recordó el Abdul-el-Kebir de su juventud, cuando lo convirtió en su héroe, cubriendo con su retrato las paredes de su habitación, y recordó luego al gobernador Hassán-ben-Koufra y a todos cuantos componían su camarilla, y comprendió que su decisión personal estaba tomada desde mucho tiempo atrás.
Pensó luego en el targuí; en aquel hombre extraño que había desafiado a la sed y a la muerte y le había burlado limpiamente, y trató de imaginar dónde se encontraría, qué estaría haciendo en aquellos momentos, y de qué hablaría con Abdul cuando se tumbaran a descansar agotados por la larga caminata.
"No sé por qué los persigo —se dijo—. Si, en el fondo, me gustaría escapar con ellos".
Habían bebido la sangre del camello, y habían comido su carne. Se sentía fuerte, animoso, lleno de energía y capaz de enfrentarse a la "tierra vacía" sin sentir miedo, pero le preocupaban los terrores de su acompañante; el mutismo en que se iba sumiendo; la desesperación que leía en sus ojos cada vez que la luz de un nuevo día venía a gritarles que el paisaje continuaba siendo el mismo.
—¡No es posible! —fue lo último que le oyó decir—. ¡No es posible!
Tuvo que ayudarle a descender de la camella, y arrastrarlo hasta la sombra, dándole de beber y recostándole la cabeza como a un niño asustado, preguntándose por dónde se le iban las fuerzas, y qué extraño maleficio ejercía sobre él la infinita llanura.
"Es un anciano —se repetía una y otra vez—. Un hombre prematuramente envejecido, que ha pasado los últimos años de su vida encerrado entre cuatro paredes, y para el que todo lo que no sea pensar, significa ya un esfuerzo sobrehumano".
¿Cómo confesarle que las auténticas dificultades todavía no habían hecho su aparición? Aún quedaba agua. Y tres camellos a los que robarles la sangre. Aún faltaban días para que extrañas luces brillantes como mil soles comenzaran a estallar en el fondo de sus ojos, síntoma inequívoco, de que empezaba la auténtica deshidratación, pero el camino era largo, muy largo, y exigiría una gran fuerza de voluntad y un invencible espíritu de supervivencia, sin ofrecer siquiera a cambio la esperanza de que el éxito coronaría sus esfuerzos.
"Huye de Tikdabra." No podía recordar cuándo escuchó por primera vez aquella advertencia que probablemente había aprendido ya en el mismísimo vientre de su madre, pero ahora se encontraba allí, en algún punto de Tikdabra, arrastrando consigo a un hombre que comenzaba a convertirse en sombra, y abrigó el convencimiento de que él, Gacel Sayah, "el Cazador", "imohag" del Kel-Talgimus, hubiera podido vencer a Tikdabra con ayuda de cuatro camellos.
Hubiera sido el primero en conseguirlo, y su fama se habría extendido de punta a punta del desierto, para que su nombre pasara de boca en boca como una leyenda, pero arrastraba una carga insoportable, como una de aquellas cadenas que algunos amos sujetaban a los tobillos de sus esclavos rebeldes, y con aquel peso —un hombre destruido que en menos de una semana se había dado por vencido—, ni él, ni ningún otro targuí del desierto, llegaría a parte alguna.
Le constaba que se presentaría un momento en el que tendría que optar por entre pegarle un tiro para aliviar sus padecimientos y tratar de salvarse a sí mismo, o continuar hasta el fin para sufrir juntos la más espantosa de las muertes.
"Será él mismo quien me pida que le mate —se dijo—. Cuando ya no pueda más, me lo suplicará, y tendré que hacerlo". Sólo cabía esperar que, para entonces, no fuera ya demasiado tarde.
Si su huésped le pedía voluntariamente la muerte, estaba en su derecho al concedérsela, y desde ese momento quedaba libre de toda responsabilidad, y libre igualmente para intentar su propia salvación.
"Cinco días —calculó—. Dentro de cinco días aún estaré en condiciones de intentarlo por mí mismo. Si resiste más, será demasiado tarde para los dos".
Comprendió que se le planteaba un difícil dilema: por un lado debía esforzarse por mantener entero a su acompañante, alimentar sus esperanzas, e intentar lo humanamente viable para salvarlo. Por otra parte, le constaba que cada día o cada hora que le prolongase la vida, era un día o una hora menos que tenía para salvar la suya.
Abdul-el-Kebir, por su constitución y su falta de costumbre, consumía tres veces más agua de la que Gacel necesitaba. Eso significaba que, a la hora de la verdad, el targuí, solo, cuadruplicaba sus expectativas de continuar con vida.
Lo observó mientras dormía, inquieto, murmurando a ratos y con la boca muy abierta como buscando siempre un aire que se resistía a bajar a sus pulmones. Le haría un favor si prolongaba su sueño eternamente, evitándole los terrores y las penalidades de los días venideros, ya que se sumergiría en un sueño más tranquilo cuando aún mantenía en su corazón una pequeña ilusión de que era libre y aún acariciaba una leve esperanza de que cruzarían la frontera.
¿Qué frontera? Por allí debía estar, en alguna parte frente a ellos o quizá ya a sus espaldas, sin que nadie en este mundo supiera señalarla, porque la "tierra vacía" de Tikdabra que no había sido capaz de aceptar una simple presencia humana, menos aún aceptaría la imposición de una frontera.
"Ella" era la propia frontera.
Frontera entre países, entre regiones, e incluso entre la vida y la muerte. "Ella" se imponía como frontera a los hombres y Gacel comprendió que, en cierto modo, amaba la "tierra vacía" y amaba el hecho de encontrarse allí por su propia voluntad y ser tal vez el primer ser humano desde el comienzo de los siglos, que podía experimentar, con plena conciencia, lo que significaba desafiar al "desierto de los desiertos".
"Me siento capaz de vencerte —fue lo último que murmuró antes de quedar profundamente dormido—. Me siento capaz de vencerte y acabar de una vez con tu leyenda". Pero ya dormido, una voz repitió en su cerebro machaconamente, "Huye de Tikdabra", hasta que de entre las sombras nació la figura de Laila que le acarició la frente, le dio de beber agua fresca del pozo más profundo y cantó a su oído como cantara aquella noche en que el "Ahal" de los solteros, cuando trazó sobre su mano extraños signos que sólo los de su pueblo sabían interpretar.
¡Laila!
¡Laila!
Se detuvo en su tarea de moler el mijo y alzó los inmensos ojos oscuros hacia el arrugado rostro de Suílem que señaló la cumbre del farallón que dominaba el "guelta".
—Soldados —fue todo lo que dijo.
Eran soldados, en efecto, y descendían desde todos los puntos con las armas listas, como si se dispusieran a atacar un peligroso enclave enemigo, en lugar de un mísero campamento nómada ocupado únicamente por mujeres, ancianos y niños.
Le bastó una ojeada para comprender la situación, y cuando se volvió al negro su voz no admitía réplica: