Authors: Alberto Vázquez-Figueroa
—¡Escóndete! —ordenó—. Tu amo necesitará saber lo que ha ocurrido.
El viejo dudó un instante, pero obedeció en seguida, se deslizó entre las "jaimas" y "sheribas" y desapareció como tragado por el cañaveral de la diminuta laguna.
Laila llamó después a los hijos de su esposo y a las mujeres y sirvientes, tomó a su pequeño en brazos, y aguardó, altiva y firme, a que el hombre que parecía comandar al grupo de soldados se plantara ante ella.
—¿Qué buscas en mi campamento? —inquirió, aunque de sobra lo sabía.
—A Gacel Sayah. ¿Lo conoces? —Es mi esposo. Pero no está aquí.
El sargento Malik contempló a su gusto a la hermosa targuí altiva y desafiante, sin velos que le cubrieran el rostro ni pesados mantos que ocultaran sus brazos, el nacimiento de sus pechos o sus fuertes piernas. Hacía años, desde que llegara al desierto, que no había tenido tan cerca a una mujer semejante y tuvo que hacer un gran esfuerzo para olvidar sus pensamientos y replicar sonriendo levemente:
—Ya sé que no está aquí. Está muy lejos. En Tikdabra.
Ella experimentó un estremecimiento al oír el nombre tan temido, pero logró disimularlo. Nadie debía decir jamás que en una ocasión vio a una targuí sentir miedo.
—Si sabes dónde está, ¿a qué has venido? —A protegeros. Tendréis que venir con nosotros, porque tu marido se ha convertido en un peligroso criminal y las autoridades temen que la muchedumbre, indignada, os ataque.
Laila estuvo a punto de soltar una carcajada ante la desfachatez del individuo, y señaló con un amplio gesto a su alrededor.
—¿Muchedumbre? —repitió ¿Qué muchedumbre? No hay ni un alma en dos días de marcha en todas direcciones.
Malik-el-Haideri dejó escapar una sonrisa de conejo, feliz y divertido por primera vez en mucho tiempo:
—Las noticias vuelan en el desierto —dijo—. Tú lo sabes. Pronto acudirán y debemos evitar incidentes que podrían originar una guerra entre tribus. Vendréis con nosotros.
—¿Y si nos negamos? —Vendréis igualmente. Por la fuerza. —Recorrió con la vista a los presentes—. ¿Están todos aquí? —Ante la muda afirmación hizo un gesto con el brazo—. ¡Bien! En marcha entonces.
Laila señaló a su alrededor.
—Tenemos que levantar el campamento.
—El campamento seguirá aquí.
Mis hombres se quedarán esperando a tu marido.
Por primera vez Laila pareció perder la calma y su voz se alteró levemente, con un deje de súplica.
—¡Pero es todo lo que tenemos!
Malik rió despectivo:
—No es mucho, desde luego. Pero adonde vais ni siquiera eso necesitaréis. —Hizo una pausa—. Comprende que no puedo andar por el desierto cargando mantas, alfombras y cacharros como un "majarrero". —Hizo una señal a uno de sus hombres—. Que se pongan en marcha. ¡Alí! ¡Quédate aquí con cuatro hombres, y ya sabes lo que tienes que hacer si el targuí aparece!
Quince minutos después, Laila se volvía a contemplar por última vez, allá abajo, en el fondo de la diminuta hondonada, el agua del "guelta", sus "jaimas" y "sheribas", el corral de las cabras, y el rincón, cerca del cañaveral, donde pastaban los camellos.
Aquello y un hombre, era cuanto había poseído en esta vida, aparte del hijo que llevaba en brazos, y le asaltó el temor de no volver a ver, ni a su hogar, ni a su esposo. Se volvió a Malik que se había detenido a su lado:
—¿Qué es lo que pretendes realmente de nosotros? —quiso saber—. Nunca he visto que se utilice a mujeres, ancianos y niños en los enfrentamientos entre hombres. ¿Tan poca fuerza tiene tu Ejército que nos necesita en su lucha con Gacel? —El tiene a alguien que nosotros queremos —fue la respuesta—. Ahora tenemos algo que él quiere. Utilizamos sus métodos, y gracias puede dar porque no hemos degollado a nadie mientras duerme. Le ofreceremos un canje: un hombre por toda una familia.
—Si ese hombre era su huésped, no puede aceptar. Nuestra ley lo prohíbe.
—¡Vuestra ley ya no existe!
—Malik-el-Haideri había tomado asiento sobre una piedra encendiendo un cigarrillo mientras la columna de soldados y cautivos iniciaba el descenso de la colina rocosa en procura de la planicie en que aguardaban los vehículos—. Vuestra ley, hecha por los tuareg para conveniencia y uso exclusivo de los tuareg, no tiene validez frente a las leyes nacionales.
—Lanzó una columna de humo a la cara de la mujer—. Tu marido no ha querido comprenderlo por las buenas, y ahora vamos a tener que explicárselo por las malas. No se puede hacer lo que él ha hecho amparándose en que su tradición se lo permite y el desierto es demasiado grande. Regresará algún día, y ese día tendrá que aceptar sus responsabilidades. Si desea ver en libertad a su mujer y sus hijos tendrá que entregarse para que se le juzgue.
—Nunca se entregará —sentenció Laila convencida.
—En ese caso, hazte a la idea de que nunca volverás a ser libre.
No respondió, dirigió una larga mirada al punto del cañaveral en que sabía que el negro Suílem estaba escondido, y luego, como si diera definitivamente la espalda a todo su pasado, giró sobre sí misma e inició el descenso en pos de su familia.
Malik-el-Haideri concluyó su cigarrillo mientras contemplaba, alterado, el suave balanceo de las caderas de la mujer, y por último, arrojando la colilla con gesto de fastidio, la siguió sin prisas.
Lo vio con la primera claridad del día, creyó que su vista le engañaba, pero a medida que se fue aproximando se convenció de que era "algo", no sabía qué, que destacaba apenas sobre la planicie sin un solo accidente.
El sol comenzaba a calentar y comprendió que había llegado el momento de detenerse y montar el campamento antes de que la camella, que cojeaba desde la medianoche, se tumbara definitivamente, pero la curiosidad pudo más que él, exigió a las bestias un nuevo esfuerzo y dejó por último que se detuvieran a un kilómetro de distancia.
Extendió la lona sobre los animales y el hombre que no era ya más que un peso muerto, se cercioró de que todo estaba en orden, y continuó a pie, sin prisas, esforzándose por tomárselo con calma y no derrochar sus escasas fuerzas, pese a que su deseo hubiera sido echar a correr y llegar cuanto antes.
A doscientos metros ya no le cupo duda: era una mancha blanca recortada contra la blanca llanura, el esqueleto, momificado y casi intacto gracias a la sequedad del ambiente, de un gran camello enjaezado.
Lo contempló de cerca. Sus enormes dientes mostraban la triste sonrisa de la muerte, sus ojos habían desaparecido de las cuencas, y algunos rotos de su piel mostraban el total vacío de su interior.
Se encontraba arrodillado, con el cuello extendido a lo largo de la arena, mirando hacia el punto por el que Gacel venía, es decir, mirando hacia el Nordeste, lo que significaba que había llegado del Sudoeste, porque los camellos, cuando morían de sed, buscaban siempre como última esperanza su punto de destino.
No supo si alegrarse o entristecerse. Era un esqueleto de mehari; algo que rompía la monotonía del paisaje que les había venido acompañando desde días atrás, pero si había ido a acabar allí, significaba que, a sus espaldas, no existía tampoco rastro alguno de agua.
La camella coja moriría pronto allí, a menos de un kilómetro de distancia llegando en sentido opuesto y quedaría momificada igualmente mirándose sin verse, marcando cada uno de los cadáveres la mitad del camino.
Muertos, habían unido el Norte con el Sur de la "tierra vacía" de Tikdabra, los límites de sus fuerzas de pobres bestias del desierto.
¿Qué esperanza le quedaba por tanto a él, que habría de continuar adelante con dos sombras de monturas agotadas y un hombre que se había entregado y al que únicamente él lograba, a duras penas, mantener con vida? No quiso responderse, porque conocía la respuesta, y prefirió preguntarse quién sería el dueño de aquel blanco mehari, y dónde habría ido a parar.
Estudió la piel y los trozos de calavera que quedaban al descubierto.
En cualquier parte del desierto hubiera sido capaz de calcular cuánto tiempo llevaba muerto el animal, pero allí, con semejante calor y sequedad, en una tierra en la que jamás había caído una gota de agua ni sobrevivía ningún ser viviente, lo mismo podía tratarse de tres años que de cien.
Era una momia, y Gacel no entendía mucho de momias.
Advirtió que el calor comenzaba a aplastarle, y regresó sobre sus pasos.
Agradeció la sombra, y estudió con detenimiento el rostro de Abdul-el-Kebir que jadeaba casi incapaz de respirar regularmente. Degolló a la camella y le dio de beber su sangre y los restos, casi putrefactos, del líquido de su estómago, apenas seis dedos del cazo de latón. Agradeció que continuara inconsciente, pues de otro modo nunca hubiera podido ingerir semejante inmundicia, y se preguntó, seriamente, si no podría matarle, teniendo en cuenta que no era un hombre acostumbrado a beber, como los tuareg, aguas a menudo casi corrompidas.
"Igual da que muera de esto que de sed —reflexionó—. Y si lo soporta, le ayudará a seguir adelante".
Se tumbó luego, dispuesto a dormir, pero en esta ocasión el sueño no acudió como siempre al instante llamado por la fatiga de la larga caminata.
Le obsesionaba el esqueleto del camello muerto, terriblemente solo allí, en el corazón de la llanura, y trataba de imaginar al loco targuí que había desafiado Tikdabra, saliendo de Gao o Tombuctú en busca de los oasis del Norte.
El mehari continuaba enjaezado, pero había perdido la montura y la carga en el camino, lo que significaba que su amo había muerto antes que él, que había continuado solo en busca de una salvación que nunca encontró. Tanto los beduinos como los tuareg libraban siempre de sus arneses a las bestias que iban a morir, aunque tan sólo fuera como muestra de agradecimiento y respeto por los servicios prestados.
Si el dueño de éste no lo había hecho era, sin duda, porque no había podido hacerlo.
Probablemente esa noche, o al día siguiente, encontraría su cadáver en la llanura, y probablemente también las cuencas de sus ojos mirarían al Nordeste, a la búsqueda del fin de aquella planicie interminable.
Pero no fue un cadáver, sino cientos. Tropezó con ellos en la oscuridad; distinguió sus formas en la penumbra bajo la fantasmagórica luz de la luna creciente, y el nuevo día le sorprendió rodeado por ellos, infinidad de hombres y de bestias desparramados a su alrededor hasta perderse de vista en la distancia y en ese momento, Gacel Sayah, "inmouchar" del Kel-Talgimus conocido entre los suyos por el sobrenombre de "el Cazador", comprendió que era el primer ser humano que encontraba los restos de "La Gran Caravana".
Jirones de tela cubrían a medias los cuerpos de guías y conductores, aferrados muchos de ellos a sus armas o a sus "gerbas" vacías, y los camellos mostraban sobre sus jorobas monturas tuareg descoloridas por el sol, arreos de plata y cobre y grandes fardos de mercancías reventados por el tiempo, que habían derramado sobre la dura arena su preciado contenido.
Colmillos de elefante, estatuillas de ébano, sedas que se deshacían al tocarse, monedas de oro y plata, y probablemente, en la bolsa de los más ricos mercaderes, diamantes del tamaño de garbanzos. Allí estaba "La Gran Caravana" de la leyenda; el viejo sueño de todos los soñadores del desierto; mil y una riquezas, que ni siquiera Sherezade hubiera osado nunca imaginar.
Allí estaba, pero no experimentó alegría alguna al verla, sino tan sólo un profundo desasosiego; una invencible angustia, pues contemplar las momias de aquellos pobres seres y observar la expresión de terror y sufrimiento de sus rostros era tanto como contemplarse a sí mismo dentro de diez o veinte años; tal vez dentro de cien, mil o un millón de años, con la piel convertida en pergamino, los ojos vacíos mirando hacia la nada, y la boca abierta por el último gemido en procura del agua.
Y lloró por ellos. Por primera vez desde que tenía memoria, Gacel Sayah lloró por alguien, y aunque comprendió que resulta estúpido y absurdo llorar por quienes habían muerto tantos años atrás, verlos allí, ante él, y comprender la magnitud de la desesperación de sus últimos momentos, resquebrajó su entereza.
Montó su campamento en medio de los muertos, y se sentó a mirarlos, preguntándose cuál de ellos sería Gacel, su tío, el mítico guerrero buscador de aventuras, contratado para proteger la caravana de los ataques de bandidos y salteadores, y que no pudo protegerla de su auténtico enemigo: el desierto.
Pasó el día despierto haciendo compañía a los difuntos; la primera compañía que tuvieron desde que les alcanzó la muerte en el camino, y pidió a sus espíritus, que tal vez vagaran eternamente por aquellos contornos, que le ayudaran a escapar de tan trágico destino, mostrándole la ruta que no supieron encontrar en vida.
Y los muertos le hablaron con sus bocas sin lengua, sus cuencas vacías y sus huesudas manos clavadas en la arena. No supieron decirle el camino correcto, pero la larga, inacabable hilera de momias que se perdía de vista al Sudoeste, le gritó que el rumbo que él seguía, el que ellos habían traído, era incorrecto, y no conducía más que a días y días de soledad y sed sin retorno posible.
Le quedaba por tanto una sola esperanza, desviarse hacia el Este, derivando luego hacia el Sur, y confiar en que, al menos en aquella dirección, los límites de la "tierra vacía" se encontraran más cerca.
Gacel conocía bien a los guías tuareg y le constaba que cuando uno de ellos equivocaba el rumbo, persistía en su error hasta sus últimas consecuencias, porque ese error significaba haber perdido por completo la noción del espacio, las distancias y el punto en que se encontraba, y ya no le quedaba otra solución que buscar la salvación en continuar adelante y confiar en que su instinto le guiara hasta el agua. Los guías tuareg odiaban cambiar de ruta si no estaban plenamente convencidos de que sabían hacia dónde se dirigían, pues, por tradición sabían, desde siglos atrás, que nada hay peor en el desierto, y nada agota y desmoraliza más a los hombres, que vagar de un lado a otro sin destino concreto. Por ello, sin duda, el guía de la "Gran Caravana", cuando por alguna circunstancia que nunca conocería nadie, se descubrió de pronto inmerso en el desconocido universo de "la tierra vacía", debió optar por seguir su rumbo, confiando en que Alá hiciera el camino mucho más corto de lo que era en realidad.
Y ahora estaba allí, seco al sol, enseñando a Gacel una lección que Gacel aceptaba.