Marc dudó y se corrigió de inmediato: .
—. se lo ha confiado a Lylie, quien ha insistido en que lo leyera esta mañana.
—Pero ¿ha venido con las manos vacías? —cortó Mathilde de Carville—. Es usted prudente, Marc. No se fía. Equivocadamente. En lo que concierne a ese cuaderno, nunca he exigido la más mínima exclusividad por parte de Crédule Grand-Duc. Al fin y al cabo, es algo bueno que Lylie lo sepa. Las dudas valen más que las falsas certezas. Por mi parte, creo conocer con bastante precisión el contenido de ese cuaderno. Grand-Duc era un empleado leal.
Marc observó el rostro deformado de Malvina en el reflejo de la madera encerada del Petrof antes de tomar la palabra, forzando la sorpresa: .
—¿«Era»?
Mathilde respondió con una ironía no disimulada: .
—Sí, «era». Grand-Duc estuvo a mis órdenes durante dieciocho años. Pero es libre desde hace tres días…
Marc maldijo en silencio. Tras sus aires de superioridad, ¡Mathilde de Carville trataba de manipularlo! Estaba al corriente, por supuesto, de la muerte de Grand-Duc. Asesinado por su nieta. Tal vez por orden suya. Las manos de Marc se agitaban, a su pesar. ¿Qué hacía allí? Entre esa vieja bruja amargada y esa loca que no esperaba más que una orden para eliminarlo. Por no hablar del anciano inerte en su silla de ruedas. Una visión de pesadilla. ¿Qué podía esperar si no metía la pata en el plato de la venganza, enfriado después de todos esos años?
Marc se acercó unos pasos, como para darse seguridad. Los dedos de Malvina se crisparon sobre el Mauser. No había elección. No tenía nada que perder, tenía que lanzarse.
—Muy bien. Dejemos de montar todo este numerito. ¡Voy a jugar limpio! Desde hace dieciocho años, nuestras dos familias se han aferrado a sus certezas. Los Carville pretenden que fue Lyse-Rose quien sobrevivió. Los Vitral aseguran que fue Émilie. Eso es también lo que dijo el juez.
Marc resopló buscando las palabras apropiadas.
—Madame de Carville, en el transcurso de estos años he crecido junto a Lylie y he llegado a convencerme de una cosa.
Marc dudó de nuevo, prosiguió: .
—Madame de Carville, ¡Lylie no es mi hermana! ¿Me oye bien? No tenemos ningún lazo de sangre en común. Fue Lyse-Rose quien sobrevivió la noche del accidente.
El Mauser, al deslizarse sobre el piano, hizo un ruido seco. Los ojos de Malvina brillaban de sorpresa, de embeleso, como si de repente Marc se hubiese convertido en un aliado. Un espía que se quitaba la máscara y desvelaba su identidad.
¡Uno de los suyos!
Por el contrario, Mathilde de Carville se quedó inmóvil, hizo una larga pausa; luego, simplemente, pronunció unas palabras: .
—Malvina, vete al jardín a darle un paseo a tu abuelito.
—Pero, abuelita…
A la chica se le saltaban las lágrimas.
—Haz lo que te digo, Malvina. Llévate a Léonce contigo y vete al jardín a darle un paseo.
—Pero…
Esta vez, Malvina ya no contenía las lágrimas. Salió, empujando la silla de ruedas en la cual su abuelo, inmóvil, seguía durmiendo.
2 de octubre de 1998, 12.55
Lylie se tambaleaba peligrosamente. Ese taburete de bar de patas estrechas debía de haber sido concebido para caer cuando la persona sentada encima quisiera vaciar un vaso de más.
«Eso no tardará en pasar», pensó Lylie.
Un chisme por patentar, ese taburete tambaleante.
Se llevó el pequeño vaso de ginebra a los labios. Ya no le quemaba en la garganta. Ya no sentía nada, sólo el balanceo del taburete.
Era la única mujer en ese bar, el Barramundi, en la calle de Lappe. El tipo de bar adonde una no va sola, ni siquiera de día, o sólo porque se tiene una idea precisa en la cabeza. Por más que los tipos del bar pusiesen cara de no estar interesados en ella, de seguir soplándose sus cervezas, sus copas de blanco aligote, de rascar casillas de la lotería estatal, de mirar fijamente el televisor que retransmitía deporte sin cesar. sentía las miradas insistentes en sus muslos desnudos, con las piernas realzadas por el taburete, y sus ojos subían de nuevo por su espalda, hasta su nuca…
Olvidar…
Lylie vació el vaso de ginebra de un trago y se volvió hacia el barman, un tipo plácido con un único mechón de pelo, gris y rizado, en la parte de arriba de la cabeza.
—¿Qué otra cosa tiene que proponerme?
Ya había probado el vodka y el tequila. De momento, prefería el vodka, de lejos. Pero no estaba sino al comienzo de su aprendizaje, nunca había bebido una gota de alcohol antes de sus dieciocho años. Sólo una copa de champán, tres días antes. Estaba recuperando el tiempo perdido.
—Creo que con eso está bien, señorita. Ya ha bebido bastante, ¿no?
¿Qué quería ese tipo calvo con su estúpida mecha, no había entendido que era mayor de edad desde hacía tres días? Lylie pensó en ponerle su carnet de identidad delante de las narices, pero ese cabrón del camarero le daba ya la espalda, sin ni siquiera mirarla.
Un hombre de traje gris y corbata floja estaba a dos metros de ella, en la barra, perdido en un vaso que contenía un culín de líquido marrón. Era el único en el bar que no la había desnudado con la mirada. Lylie se inclinó hacia él, en equilibrio sobre el taburete cojo, agarrándose a la barra.
—¿Y usted qué bebe?
La corbata floja se enderezó un poco.
—Un clásico. Whisky escocés…
—¡Yo también quiero eso! Camarero, ¡quiero eso!
El camarero, manteniendo la calma, frunció la ceja derecha: .
—¿Está segura, señorita?
—Descuida, Jean-Charles —dijo la corbata—, es para mí.
Jean-Charles frunció de nuevo la ceja, la izquierda esta vez. Ese tío debía de haber tenido todo un entrenamiento.
—¿La última, entonces? No quiero marrones…
Con una técnica de equilibrio sobre taburete mucho más depurada que la de Lylie, el bebedor de whisky, sin descender de su alcándara, fue a pegarse a ella. No para consolarla, lejos de eso; todo lo contrario; ese tipo a la deriva no debía de sobrevivir más que a través de conversaciones entre náufragos, historias de tormentas, de supervivencia, de botellas en el mar…
—¿Y usted? ¿Cómo ha llegado aquí? Señorita…
—Libélula. ¡Señorita libélula!
El tipo parecía que acababa de darse cuenta en ese momento de que la chica a la que había abordado poseía un esbelto cuerpo de modelo, y que todo el bar observaba su flirteo, como en un teatro.
—Muy bonito. eso de. Libélula. Yo soy Richard. Soy profesor, en un colegio de Boieldieu, en el distrito veinte, luego se imagina que…
Lylie le empujó con el brazo para coger el vaso de whisky. Se mojó los labios y puso una mueca. Definitivamente, ¡nada como el vodka! Richard comprendió que pasaba de sus problemas académicos y cambió de tema: .
—Una chica guapa como usted. No parece una profesional. ¿Cómo es posible? ¿Estar aquí siendo tan guapa?
Lylie inclinó hacia Richard el taburete, que resistió de milagro.
—Ven aquí, tú.
Bruscamente, Lylie cogió su corbata, tirando de su cabeza con ella, y acercó la oreja del profesor a su boca: .
—Voy a decirte algo, corbata. En realidad, no soy guapa. Es un disfraz que llevo.
Richard puso cara de estupefacción.
—¿Perdona?
—Mis piernas. mis pechos. mi boca. mi piel. todo a lo que nadie le quita ojo, lo que quiere tocar, en la calle, en todas partes. Pues bien, es sólo un disfraz, una movida de látex, como lo que llevan los submarinistas.
—¿Tú. tú?
—No te miento. A todo el mundo le parezco guapa, pero en realidad ¡por dentro soy un monstruo!
—Tú…
—¿No me entiendes o qué? Te estoy explicando que soy como los lagartos. Tengo varias pieles. Ya ves, como los monstruos de «V», la serie de la tele, los que parecen seres humanos pero luego son abyectos bajo su piel. Sobre todo su jefa, la chica, una reptil viscosa en el cuerpo de una tía que está superbuena. Soy como ella, como esos lagartos que se tragan ratones vivos. Y ya está, ¿sabes lo que quiero decir?
—Pues. no demasiado. Ya sabes, las series de la tele, soy profe de…
Un tirón de la corbata le cortó el sonido en seco.
—Voy a decirte otra cosa, corbata, peor aún. No estoy yo sola, somos dos dentro del mono. Dos en el mismo cuerpo, ¿eso te lo crees?
—Bueno, pues. diría que…
—Chis. No digas nada, será mejor. Ahora tengo que irme. En pocos minutos. ¿Sabes adónde? Tengo que ir a hacer una cosa fea. Una cosa de la que en realidad no tengo ganas. Me da asco. Y, no obstante, tengo que hacerlo…
Richard se agarró al hombro de Lylie, era eso o caer. Dejó que su brazo se entretuviera contra el pecho de Lylie y farfulló, acercando sus labios a los de la chica: .
—¿Por qué? Nunca estamos obligados a nada. Si te ayudase. a quitarte tu disfraz, para verte por dentro. A ti y a tu amiga…
Richard se estaba envalentonando. Todavía cogido por la corbata, no tenía un gran margen de maniobra, pero su mano derecha se deslizó bajo la falda negra. Lylie no rechistó.
—Es demasiado tarde, te digo. Ya no puedes hacer nada por mí, nadie puede hacer ya nada. Ya ves, ahora voy a matar a alguien que no tiene nada que ver, que no ha pedido nada. Porque es así…
—De acuerdo, de acuerdo. Pero todavía tenemos tiempo. Unos minutos. Tienes que enseñarme tu segunda piel antes. Si quieres que te crea…
La mano derecha subió más arriba por el muslo, la mano izquierda se posó sobre el pecho de Lylie. El camarero reaccionó inmediatamente, con las dos cejas en acento circunflejo. Puso con violencia un vaso sobre la barra.
—Tranquilito, Richard. Tranquilito con la cría. Quítale las zarpas de encima, ya tienes bastantes marrones de ésos, ¿no?
Richard dudó. La corbata se tensó, retorciéndole el pescuezo.
—Di, ¿me estás escuchando? ¡Te digo que voy a matar a un inocente!
Lylie se inclinó aún más. Esta vez, el taburete no resistió. Se desplomó de repente. Lylie había soltado la corbata al caer, pero Richard ya tenía una gran marca roja de estrangulamiento alrededor del cuello.
Como un ahorcado superviviente de milagro, nada rencoroso, se levantó para ayudar a Lylie.
—¡No me toques! —gritó ella—. ¡Quítame tus sucias manos de encima! ¡Lárgate!
2 de octubre de 1998, 13.11
Mathilde de Carville corrió lentamente la doble cortina y observó por la ventana si su nieta ejecutaba sus órdenes. Marc miró en la misma dirección, se detuvo un momento en la mano arrugada y luego, a través de los finos puntos de tul blanco que caían delante del cristal, sus ojos abarcaron el enorme jardín verde y ocre. La Rosaleda parecía inmersa en el ambiente esfumado de una mala película de género: decorado burgués, imagen desenfocada pasada de moda y tonos pastel. Malvina pasó a lo lejos, por la avenida de gravilla rosa, empujando con nerviosismo a su abuelo. La cabeza del enfermo debía de haberse caído poco a poco por el camino caótico, el cuello se había ido torciendo: sus ojos fijos se abrían de par en par hacia el cielo blanco, o hacia la cima de los árboles tal vez, hacia el vuelo lento de las últimas hojas rojizas del gran arce. Ni una sola vez Malvina se inclinó sobre su abuelo para levantarlo.
Mathilde esperó unos segundos. Malvina y Léonce de Carville se alejaban bordeando los rosales en dirección al invernadero y al mirador del Marne. Volvió a cerrar la cortina. La habitación quedó de nuevo bañada por una ligera penumbra donde brillaban las siluetas blancas e inmóviles de los muebles cubiertos con sábanas; y la laca inmaculada del Petrof, por supuesto. Mathilde de Carville se volvió hacia Marc.
—Marc. ¿Le importa que le llame Marc? Mi edad me lo permite, creo. Puesto que ha venido hasta aquí, me gustaría hacerle una pregunta. Una simple pregunta. Cuando ha vuelto a ver a Lylie estos últimos días, desde su mayoría de edad, ¿llevaba una joya? ¿Una sortija?
Marc se había acercado al piano. Sus dedos corrían por el teclado, sin tocar las teclas.
¿Para qué mentir?
—Sí, la llevaba. Una sortija. Un zafiro claro…
Ninguna sonrisa apareció en el rostro de Mathilde de Carville. Ninguna manifestación de triunfo. Ningún júbilo. Marc encontró eso extraño. Reaccionaba como un policía que no se atreve a aceptar las confesiones de un mafioso.
La mano de Marc se deslizó por el piano. El Mauser estaba todavía colocado sobre la madera blanca, a ochenta centímetros de sus dedos. Por la ventana, Marc trató de localizar a Malvina de nuevo en el jardín, pero la cortina corrida no le dejaba ver más que una raya de luz pálida.
—Está loca —dijo de repente la voz tranquila de Mathilde de Carville—. Mi nieta se ha vuelto casi loca. Se ha dado cuenta de ello, supongo.
Marc no respondió nada; Mathilde continuó: .
—Y usted, Marc, ¿qué piensa sobre esto?
Nada, Marc esperaba.
—De la locura, Marc. Le hablo de la locura. ¿Qué piensa sobre esto?
Los dedos de Marc bailaban sobre las teclas de marfil para evitar que su temblor fuese demasiado perceptible.
—Le estoy hablando, Marc —insistió la voz glacial de Mathilde de Carville—. Estoy hablando con usted. Al igual que Malvina, su pequeño cerebro de niño debió de haberse enfrentado a la duda. ¿Qué le pasó a su hermanita? ¿Viva? ¿Muerta? ¿Ha salido adelante mejor que Malvina finalmente?
Marc levantó la cabeza, sin pronunciar una palabra.
—Qué suplicio, ¿no es así, Marc? Todos estos años. No saber qué siente por la chica a la que quiere más en el mundo. ¿Se trata de un casto amor fraternal? ¿O se trata de un ardiente amor carnal? ¿Cómo crecer con esa duda?
El tono había cambiado. Su voz se hacía más fuerte, amenazante. Mathilde de Carville avanzó hacia el piano.
—Para vivir, para sobrevivir, uno se las apaña con sus sentimientos, ¿no es así, Marc? Todos estos años de infancia, el pequeño Marc busca el cariño de la pequeña Émilie, adorable hermana pequeña. luego el pequeño Marc crece. ¿Por qué no aprovecharse de la duda?, la oportunidad es demasiado buena, ¿no? ¿Enterrar a la pequeña Émilie y enamorarse de Lyse-Rose, la guapa y rica heredera de los Carville?
Los dedos de Mathilde de Carville se acercaban al revólver, su voz aumentaba de nuevo en potencia: .
—He sufrido, Marc. Por Dios que he sufrido. He expiado, todos estos años, ignoro qué culpa, pero la he expiado de todas formas. Mi revancha tiene un regusto amargo, Marc, créame.