Un avión sin ella (19 page)

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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

BOOK: Un avión sin ella
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* * *

Marc echó pestes de desesperación.

La hoja arrancada se acababa en esa última línea.

«Avancé azorado hasta la…»

Le dio una patada irritado a la grava delante de él. Los pescadores levantaron la cabeza, sorprendidos, con una mirada de reprobación. La siguiente frase se encontraba en la página siguiente del cuaderno, a una hora en cercanías, en la caja fuerte blindada de una consigna de la estación de Lyon cuya clave sólo conocía él.

Marc se metió las hojas en el bolsillo y se levantó, furioso consigo mismo, furioso con el estilo alambicado de Grand-Duc, que no podía escribir las cosas de manera sencilla y que se regodeaba contando su investigación estructurándola como una novela policíaca…

Cruzó el canal por un puente pequeño. Las calles de Coupvray estaban en calma. A la sombra de Disney City, el encantador pueblo tenía algo de artificial, como si también él estuviese construido con cartón piedra. Como si fuese un decorado. El camino de Chauds-Soleils era la primera calle a la derecha, según se llegaba al pueblo. Un camino más que una calle, por supuesto, oscuro, que se adentraba en el bosque. Marc avanzó con desconfianza. ¿Quiénes eran los Carville, en el fondo? ¿Víctimas del destino como él? ¿La auténtica familia de Lylie como él esperaba? Pero ¿también eran, al mismo tiempo, los patrocinadores del asesinato de su abuelo?

¿Enemigos? ¿Aliados? ¿Ambas cosas a la vez?

Marc se obligó a respirar poco a poco.

Era necesario que no dudase. La crisis de agorafobia podía sobrevenir en cualquier momento, por qué no allí, en ese silencio, bajo esa vegetación…

Algunos coches estaban aparcados en el camino, más bien de gama alta. Mercedes. Saab. Audi. Grandes cilindradas, a excepción de un modelo más pequeño. Un Rover Mini. Azul. Marc se detuvo, como si se hubiese activado bruscamente una alarma en él.

Ya se había cruzado con ese coche, ¡no hacía mucho tiempo!

¿Dónde?

No debía de ser difícil acordarse de ello, Marc se había pasado casi todo el día bajo tierra en el metro. La única ocasión en que había pisado la calle, era allí, en Coupvray, y…

¡En casa de Grand-Duc!

Una mano se posó en su hombro.

Un tubo metálico se hundió en sus riñones. Una arma de fuego, sin ninguna duda.

Una voz estridente aumentó un poco el horror del momento: .

—¿Buscas algo, gilipollas?

Capítulo 26

2 de octubre de 1998, 12.50

Curiosamente, Marc no sentía ningún síntoma de crisis nerviosa. Ni ahogo ni palpitaciones. Sólo notaba que su pulso se aceleraba.

No entrar en pánico.

Volverse.

El camino de Chauds-Soleils estaba desesperadamente desierto. Los altos árboles de las fincas proyectaban su sombra en movimiento sobre la grava gris claro. Marc dio media vuelta con lentitud y levantó las manos para mostrar que no tenía ninguna intención de resistirse.

—No te hagas el listo, Vitral.

Marc entrecerró los ojos. Delante de él había una cría de alrededor de un metro cincuenta, cuarenta kilos como máximo, vestida como si saliese de un internado para chicas. Salvo que tenía la cara de una chica de treinta años.

¡Malvina de Carville!

Marc nunca se había encontrado con ella, ni siquiera la había visto en fotografía, pero no podía ser sino ella. Lo tenía a tiro, aferrada a su revólver, con una extraña furia en los ojos. El cerebro de Marc trataba de analizar a toda velocidad los elementos que se sucedían. El Rover Mini azul, aparcado a pocos metros en el camino de Chauds-Soleils, y en la calle de la Butte-aux-Cailles una hora antes, era, pues, el coche de Malvina de Carville. Esa chica se encontraba en casa de Grand-Duc, hacía de aquello unas horas. Con un revólver.

Era ella quien había eliminado a Crédule Grand-Duc. Y ahora le había tocado el turno a él.

Malvina lo miraba fijamente, lo escudriñó de la cabeza a los pies.

—¿Qué cojones vienes a hacer aquí, Vitral?

Había en la entonación de Malvina algo casi cómico, como el ruido agudo de un perrillo gozque inofensivo que ladra tras la verja de una casa. Marc no debía fiarse, era consciente de ello. Esa chica era capaz de todo, como por ejemplo de meterte una bala entre los ojos rompiendo a reír. No obstante, contra toda lógica, Marc no lograba tomarse en serio a esa mujercita anticuada. Curiosamente, todavía no sentía crecer en él el más mínimo síntoma de agorafobia, de miedo, de pánico.

—No te muevas, Vitral. Que no te muevas, te digo.

Marc avanzó medio metro, sin bajar los brazos, esbozó una sonrisa.

—¡Deja de mirarme así! —gritó Malvina retrocediendo—. No me impresionas con esos aires. Lo conozco todo acerca de ti. Hasta sé que te acuestas con tu hermana. ¿No es asqueroso eso de follar con la hermana de uno?

Marc no pudo evitar sonreír, una vez más. Esos insultos sonaban falsos en la boca de Malvina, como los tacos de los críos del centro de ocio municipal de Dieppe que le daban igual, palabrotas enormes para críos de ochos años, que disimulaban mal una timidez combatida mediante el exceso.

—Si me pusiese en tu punto de vista, me acostaría más bien con la tuya…

Malvina se quedó sorprendida por la réplica. Su mente parecía funcionar como un ordenador al que le faltara memoria RAM. Por fin encontró la respuesta: .

—Tienes razón, es a mi hermana a quien te estás follando, porque es demasiado guapa, demasiado guapa para ser una desgraciada de los Vitral. Pero Lyse-Rose no tendrá necesidad mucho tiempo de un piojoso como tú ahora que tiene dieciocho años…

Las invectivas de Malvina seguían sin afectar a Marc lo más mínimo. Demasiado caricaturescas, sin duda. Irreales. Ni siquiera tenía ganas de defenderse, de responderle que no, que no follaba con Lylie. Marc empezó a caminar por la avenida sin preocuparse más de Malvina, forzándose a no dejar traslucir ningún atisbo de duda. La chica apuntó con más firmeza con su Mauser.

—Que no te muevas, te digo.

Marc continuó avanzando sin darse la vuelta.

—Lo siento, no he venido por ti. Tengo que ver a tu abuela. Discúlpame. ¿Esta casa es la Rosaleda?

—Como avances más, te mato. ¿No lo has entendido?

Marc hizo como si no lo hubiese oído, todavía dándole la espalda a Malvina. ¿Estaba tomando la decisión correcta? ¿Debía fiarse de su instinto, esa ausencia de síntomas de crisis? ¿No iba a verse, como Grand-Duc, eliminado por esa loca? Una bala en el corazón. Gotas de sudor comenzaban a perlar la parte inferior de su espalda. Se apostó ante el inmenso portal de la Rosaleda.

—Pero ¿qué haces ahí? ¡Que te voy a matar, te digo!

Malvina trotó como una cría excitada en un jardín y se plantó delante de Marc, todavía apuntando con el Mauser hacia él. Una vez más, lo observó con atención, de la cabeza a los pies.

—¿Estás buscando algo? —dijo Marc tratando de dosificar la ironía de su entonación.

—¿Has venido así, sin mochila? ¿Estás seguro de que no llevas nada escondido encima? ¿Bajo tu cazadora?

—¿Quieres que me desvista aquí, delante de ti? ¿Es eso?

—¡Que mantengas las manos en el aire, te digo!

—¿Quieres hacerlo tú misma? ¿Cachearme con tus manitas?

Malvina dudaba. Marc se preguntaba si no había ido demasiado lejos. La chica parecía al borde de un ataque de nervios, su dedo se tensaba sobre el gatillo del Mauser; un dedo que llevaba una sortija de plata, adornada con una magnífica piedra marrón traslúcida, el color de sus ojos, más luminosa. Malvina continuaba escudriñando su cuerpo. Sin ninguna duda, buscaba el cuaderno de Grand-Duc, había estado muy inspirado al tomar precauciones.

Se obligó a seguir machacándole: .

—Lo siento, Malvina, prefiero a tu hermana pequeña.

Avanzó sin esperar la reacción de ella y pulsó en el telefonillo, con el dedo tembloroso, ahora incapaz de observar lo que hacía esa loca a sus espaldas.

—Gilipollas, voy a…

Una voz femenina en el telefonillo interrumpió a Malvina: .

—¿Sí?

—Marc Vitral. He venido para hablar con Mathilde de Carville.

—Entre.

El portal se abrió. Malvina dudó, confusa con su arma. Apuntó hacia Marc.

—¿Has entendido? Vamos, ¿a qué esperas? ¡Te están diciendo que entres!

Marc estaba prevenido, se imaginaba que iba a penetrar en una propiedad suntuosa, una de las más fastuosas de ese barrio pudiente, pero se quedó en cualquier caso impresionado por la inmensidad del jardín arbolado, la variedad de los aromas, incluso en otoño, los parterres de flores, los rosales impecablemente podados. ¿Qué extensión podía tener la finca? ¿Diez mil metros cuadrados? ¿Quince mil? Avanzó por la avenida de gravilla rosa, siempre flanqueado por su guardaespaldas de un metro cincuenta.

—Estás impresionado, ¿eh, Vitral?, ¡todo este terreno! ¡La Rosaleda! El mayor jardín de Coupvray. Desde la segunda planta tienes una vista de todo el meandro del Marne. ¿Te das cuenta, Vitral, de que habéis privado a Lyse-Rose de todo esto?

Marc reprimió sus ganas de abofetear a ese bicho. A fuerza de lanzar sus flechas envenenadas a ciegas, algunas acabaron alcanzando su blanco. Marc no podía evitar comparar el jardín de la Rosaleda con su jardín de la calle Pocholle. Cinco metros por tres. Cuando la Citroën estaba aparcado, ya no había jardín en absoluto. A lo lejos, cerca del invernadero, pasó una ardilla, echándoles miradas amedrentadas a los visitantes.

—Ahora que lo has entendido, ¡espero que al menos tengas remordimientos!

¿Remordimientos?

Las carcajadas de Lylie resonaban todavía en los oídos de Marc. Gritos de niños alegres en cuanto Nicole sacaba la camioneta para ir a trabajar al paseo marítimo de Dieppe y Lylie y él se apresuraban a echar una partida a la rayuela o a las palas en el jardincito. Más extenso que cualquier Rosaleda para la vara de medir de sus ojos de niño.

Tres escalones. Malvina pasó delante, sin soltar su Mauser, abrió la enorme puerta de madera.

Marc la siguió.

¿Estaba loco por entrar así, de buen grado? Había actuado solo. Nadie estaba al corriente de su visita. Malvina le indicó un gran pasillo, subieron de nuevo tres escalones. Unos cuadros de paisajes campestres estaban colgados en las paredes del corredor; unos abrigos de piel pendían de unos colgadores de hierro forjado. Un espejo oval en el fondo del pasillo ofrecía una ilusión adicional de profundidad.

El cañón del Mauser señaló la primera puerta a la derecha, un pesado portalón adornado con molduras rojas. Entraron.

Marc descubrió un gran salón. La mayor parte de los muebles, sofás y armarios estaban cubiertos con sábanas blancas sin duda destinadas a protegerlos del desgaste del tiempo cuando no se recibían visitas. Había enfrente una biblioteca, abierta, que ocupaba toda la pared. En el rincón opuesto, la habitación estaba cortada por un piano de cola, lacado en blanco. Un Petrof, una de las marcas más lujosas, Marc conocía los precios.

Mathilde de Carville estaba de pie delante de él, erguida, alta, tiesa, con una cruz colgada a su cuello como única joya y unos restos de barro fuera de lugar en el bajo de su vestido. Léonce de Carville dormía a su lado. Indiferente. Una manta sobre las rodillas, algunas hojas amarillas enganchadas entre sus brazos. La viuda negra y el paralítico, una escena digna de una mala película de miedo.

Mathilde de Carville no se movió. Se contentó con ponerle una extraña sonrisa.

—Marc Vitral, qué sorprendente visita. Quién habría pensado que un día vendría aquí…

—Yo mismo no lo pensaba ni de lejos…

La sonrisa se amplió todavía un poco más. Malvina se alejó, fue a apostarse cerca del piano.

—Dame tu arma, Malvina.

—Pero, abuelita…

La mirada de Mathilde de Carville no admitía discusión alguna. Malvina dejó ostensiblemente el arma sobre el piano. Era evidente que no esperaba más que una cosa, cogerla y poder valerse de ella.

La mirada de Marc, por su parte, seguía obsesionada con el piano. Por supuesto que había un piano en casa de los Carville. Incluso sin haber estado nunca antes ahí, lo habría adivinado. Eso formaba parte del orden de las cosas. Ningún miembro de la familia Vitral tenía madera de melómano. Ni sus padres, ni sus abuelos se habían acercado en su vida a un instrumento de música. Incluso los discos eran raros en Pollet. Como por arte de magia, Lylie, desde sus primeros meses de vida pasados en la calle Pocholle, quedó subyugada por los sonidos, toda clase de sonidos; en la escuela infantil, los juguetes musicales la fascinaban; su inscripción en la escuela de música, a partir de los cuatro años, pareció una continuación lógica y casi gratuita; su profesor no ahorraba en elogios sobre Lylie, Marc se acordaba de ello, con orgullo.

—Es un bello artículo, ¿no es así? —dijo Mathilde de Carville—. Es auténtico. Encargado por mi padre en 1934. Me sorprende, Marc. ¿Está interesado en el piano?

Marc no respondió, perdido en sus pensamientos. Cuando Lylie tuvo ocho años, los profesores de música comenzaron a insistir. Lylie era una de sus mejores alumnas, la más apasionada. Tocaba todos los instrumentos con alegría, pero sobre todo el piano. Hacía falta que practicase más, no sólo unas horas durante las clases; tenía que hacer escalas todos los días, en su casa. El argumento de la falta de espacio quedó rápidamente descartado por parte de los profesores de música de Dieppe: se hacían unos pianos excelentes, casi planos, para apartamentos. Seguía estando el argumento del coste. El más mínimo piano con calidad, incluso de ocasión, suponía varios meses de salario de Nicole. Impensable. Lylie no había protestado, cuando Nicole le había explicado que estaba por encima de sus posibilidades…

Una especie de chirrido hizo sobresaltarse a Marc. Malvina, detrás de él, hizo deslizar el Mauser por la madera del Petrof.

—Deja esa arma, por favor, Malvina —le ordenó la voz calmada de Mathilde de Carville—. Marc, yo también solía tocar. Al menos cuando era joven. Bastante mal, por otra parte. Mi hijo Alexandre tenía muchas más dotes que yo. Pero no ha venido aquí para hablar de música clásica, supongo…

Ninguna de las palabras pronunciadas por Mathilde de Carville era gratuita, Marc era consciente de ello.

—Tiene razón. —empezó a decir—. Voy a ir directo al grano. He venido a hablarle de la investigación de Crédule Grand-Duc. No voy a ocultarle nada, me ha confiado su cuaderno, todas sus notas desde hace dieciocho años. Bueno, se lo ha confiado a…

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