Lylie se alejó, se quedó de pie, miró por la ventana. Dientes-Amarillos acabó ofendiéndose.
—Tú ponte digna. Ya verás, también vas a pasar por lo mismo.
En el aparcamiento, Lylie observaba los tejemanejes de las ambulancias. Había dado vueltas cerca de una hora en la calle antes de entrar. Había llegado incluso a seguir el entierro de una desconocida, justo enfrente. Lylie veía con claridad el campanario de la iglesia de Saint-Hyppolyte, pero el patio de la pequeña escuela infantil, justo al lado, quedaba oculto por los edificios haussmannianos. El ruido de los vehículos en el bulevar tapaba los gritos de los niños. A menos que hubiesen regresado a clase, o a sus casas. Lylie ya no tenía más que una vaga idea de la hora que era. Tenía la mente hecha papilla, el cuerpo era un suplicio. ¿Qué hacía allí? ¿Cómo iba a aguantar todas esas horas?
—Yo era como tú, la primera vez…
«¡Que te calles!», gritó Lylie en su interior.
Lylie se había dejado el teléfono en su bolsillo, en el abrigo, en el cuarto de baño. Apagado. No obstante, sólo tenía ganas de una cosa, unas irresistibles ganas de ¡llamar a Marc! Que acudiera. Que la cogiera entre sus brazos, que la protegiera, como siempre, como en el patio del colegio, que alejase a los cabrones.
Que estuviese allí.
Bastaba con descolgar el teléfono. Marc llegaría a tiempo. Estuviera donde estuviese.
Dientes-Amarillos no soltaba a su presa: .
—No debes tener remordimientos, ¿sabes? Tú pasa de lo que puedan pensar todos esos gilipollas. Van a tratar de que te sientas culpable. ¡Pues los mandas a la mierda!
—Gracias —respondió Lylie a su pesar.
No podía decir más. Miraba fijamente al gran cedro, delante de ella, buscando un pájaro, un signo de vida cualquiera. En vano.
No, Marc no acudiría. No lo llamaría. Ni Marc ni nadie más podría encontrar su rastro. Anonimato, era lo mínimo que se podía exigir allí. No, no llamaría. A pesar de las ganas tenaces que tenía de hacerlo, a pesar de su vientre desgarrado, a pesar de esa bilis que le volvía a subir, había que dejar a Marc al margen.
Hasta el día siguiente, al menos.
Lylie se volvió hacia Dientes-Amarillos. Había una cosa que esa chica podía hacer por ella. Lylie esbozó una especie de sonrisa.
—¿No tendrás un piti para mí.?
Lylie no obtuvo nunca respuesta. La puerta se abrió. Una enfermera con físico de oficial de prisiones dio un paso en la habitación.
—¿Señorita Émilie Vitral?
—¿Sí?
—Es la hora. El psiquiatra va a recibirla.
2 de octubre de 1998, 17.47
Malvina de Carville clavó la mirada en Marc con su inimitable sonrisa de niña perversa de buena familia; una asesina en serie imaginada por la condesa de Ségur. Se sentó en el primer asiento del vagón, en el lado opuesto al sitio que ocupaba Marc.
Frente a él.
El monótono paisaje de la región de Caux pasaba por las ventanas.
Marc no esbozó ningún gesto. Malvina debía de tener, por supuesto, su Mauser al alcance de la mano. Lo más razonable era esperar. En ese instante, Marc deseaba ante todo terminar el cuaderno de Grand-Duc. Ya no le quedaban más que cinco páginas por leer.
Contuvo un escalofrío. La imagen perturbadora de Lylie en la playa de Morval le volvió a la memoria. Seguida de la lista de los hospitales. No debía dispersarse. Debía leer esas últimas páginas mientras mantenía un ojo en Malvina. Y aprovechar la primera ocasión que se presentara para desarmar a esa loca.
Diario de Crédule Grand-Duc
Les veo venir. ¡Han contado las páginas que quedan! Empieza a entrarles pánico. Reclaman la solución. No obstante, les había advertido, no hay que esperarse un final feliz, un golpe de efecto final, el dedo de Hércules Poirot señalando al verdadero culpable en la ultimísima línea. Lo sé, ya no es mi psicología barata lo que les interesa. Están hasta la coronilla. Fin, los métodos de papá Grand-Duc, los interminables cambios de humor y los indicios imperceptibles; han escuchado educadamente mi relato, pero ahora, en el fondo, sólo les interesa una única cosa: ¡el test de ADN! La Ciencia con C mayúscula. El milagro de la genética. Tranquilícense, voy a llegar a ello, a ese célebre test de ADN. Que no cunda el pánico. Fue el regalo de cumpleaños de Lylie: tres gotas de sangre por sus quince años.
Perdónenme, pero antes faltan por arreglar unos últimos detalles. Nazim y yo continuábamos persiguiendo con obstinación al célebre Georges Pelletier, un sin techo y colgado que quizá se paseaba por ahí con una esclava de setenta y cinco mil francos en el bolsillo…
Fue Nazim quien acabó encontrando a Georges, casi por casualidad. Desde hacía varios meses, intentábamos elaborar el inventario de todos los mendigos y de otros colgados de la calle hallados muertos, por accidente o no. Aquel día, una mañana de niebla de julio de 1993, Nazim le enseñó la foto a un policía de la zona del Havre, en el barrio de Neiges, una barriada extraña arrinconada entre los almacenes del puerto. El tío se acordaba vagamente de él. Después desenterramos unos archivos, había un dossier en la comisaría.
El 23 de enero de 1991, un desconocido había sido hallado ahorcado en la dársena del petróleo. Las temperaturas se mantenían por debajo de cero desde hacía una semana; el tipo no habría sobrevivido más de cinco minutos en el agua helada, aunque tenía más de dos gramos de alcohol en la sangre. No le habían encontrado ningún documento de identidad encima, pero los polis habían tomado una foto del cadáver. Sin duda, era Georges Pelletier, tumbado bajo su manta agujereada. Nada en las manos, nada en los bolsillos. Ni testamento, ni correa de perro. ni esclava.
La pared al fondo del callejón sin salida.
Avisé yo mismo al hermano, Augustin, que pareció casi aliviado. Su búsqueda personal tocaba a su fin. Podía pasar página. Yo no.
Ese cabrón de Georges Pelletier se había esfumado en invierno con su secreto. ¿Qué demonios había hecho aquella tarde en el monte Terrible? ¿Qué había visto?
* * *
¡Malvina cerraba los ojos!
Las ondulaciones de la región de Caux parecían estar arrullándola.
«La niña no está acostumbrada a los viajes largos», pensó Marc.
Alternaba la lectura del cuaderno de Grand-Duc y la vigilancia de Malvina de Carville, al final del compartimento. Desde hacía muchos minutos, Malvina luchaba contra el sueño; se adormilaba un breve instante, luego se despertaba, súbitamente, con la mirada al acecho, buscando a Marc. Esta vez, los ojos de Malvina estaban cerrados desde hacía más de treinta segundos.
Marc se decidió. Se levantó sin ruido, avanzó de puntillas. Menos de veinte metros lo separaban de la chica. Era indispensable que Malvina no abriera los ojos, no en seguida…
Marc ya había recorrido sus diez buenos metros. La cabeza de Malvina estaba todavía inclinada, inmóvil, sobre el lateral del asiento azul y amarillo, mostrando la sonrisa casi angelical de una niñita agotada por haberse divertido demasiado. Marc continuó avanzando. Se veía a sí mismo de niño, en el centro de ocio de Dieppe, jugando al «rey del silencio»: debía, sin hacerse tocar por las garras de un dragón ciego —un chaval cualquiera con los ojos vendados— y liberar a una princesa atada a una silla. Lylie, por supuesto.
Sólo cinco metros. El tren giró un poco a la derecha. La cabeza de Malvina cayó unos centímetros, se quedó inmóvil de nuevo. Marc se quedó petrificado, y dejó incluso de respirar.
Malvina abrió los ojos. Directamente hacia él. Dos canicas oscuras tiradas por un tirachinas.
La chica no tuvo tiempo de esbozar ni siquiera el más mínimo gesto; al segundo siguiente los ochenta kilos de Marc se abatieron sobre ella. Se había lanzado, sin reflexionar, simplemente fiándose de su instinto de lateral de rugby. Su mano derecha amordazó la boca de Malvina, mientras que con su mano izquierda sólo le atrapaba los dos brazos. Malvina tuvo que contentarse con revolver los ojos y agitar los pies. En el vagón, los dos otros pasajeros, tanto el adolescente de los cascos como el hombre dormido, no habían rechistado.
Marc empujó a Malvina hacia la ventana mientras la sostenía con firmeza. Había un viejo bolso de abuela de piel de cocodrilo verde postizo a su lado. Marc tenía un plan en mente, muy simple: recuperar la pistola. Después, ya se podría hablar…
Mantuvo la mano derecha como mordaza, dejó caer su peso más todavía sobre Malvina para impedirle todo movimiento y registró el bolso con la mano izquierda.
Bastaron sólo unos segundos. Extrajo del bolso el Mauser L110. Los ojos de Malvina lo fulminaron. Marc apuntó con el revólver, luego quitó poco a poco la mano de la boca de la chica.
—¿Tenías ganas de visitar Dieppe?
Malvina puso una mueca.
—Claro. Soy una loca de las cometas. Por lo visto Dieppe, este fin de semana, es La Meca.
—Tienes respuesta para todo, ¿verdad?
—Eso depende de las preguntas. ¿Qué harás si chillo?
—Te pegaré un tiro…
—¿Harías eso? ¿Le pondrías la mano encima a tu querida cuñada?
—Vete a saber. Soy un Vitral. Uno de los malos…
Malvina suspiró. Evidentemente no tenía ningunas ganas de atraer la atención sobre ellos.
—¿Estás al corriente de que éste es el último tren de la tarde, Malvina? ¿Cuentas con dormir en Dieppe?
—Vete a saber. Soy una Carville, ¿sabes? Tengo pasta…
—Pasta o no, te aviso, si mi abuela Nicole se cruza contigo, acabarás cortada en trocitos y luego serás comida para gaviotas…
—¿Cuándo se acabará lo de tu humor barato?
Marc se irguió unos centímetros. La seguridad de esa chica lo irritaba. Tenía que quitarle la altanería de la boca. ¡Tenía que hacer que se viniera abajo para que hablase! Como a una niña con trastornos de conducta a la que se planta cara, a la que se agrede con sus propias armas y que acaba desmoronándose. La mano libre de Marc se posó sobre el muslo de Malvina. La chica se encogió hacia atrás. Su cabeza se golpeó contra el cristal.
—Querías que te acogiésemos, ¿verdad? Contabas con dormir en mi cuarto, ¿es eso?
La mano subía. Una venganza mezquina. A Marc le importaba un bledo.
—Lo siento, cariño, pero esta noche estoy un poco indispuesto de los cojones, no sé si sabes lo que quiero decir…
—Si no paras, voy a chillar…
La mano de Marc se posó sobre el jersey malva de Malvina, justo bajo sus pechos.
—¿Sabes que no estarías demasiado mal si te vistieses correctamente?
—Quita tus zarpas…
El timbre de voz de Malvina parecía resquebrajarse, como una pared de hormigón que se agrieta. Marc insistió: .
—Más sexy, quiero decir. Serías casi una tía de bandera. Unas tetitas bonitas…
La mano de Marc se posó sobre una de las dos pequeñas protuberancias que inflaban la parte superior del jersey. Sintió cómo el corazón de Malvina se aceleraba.
—Y, además, tienes los medios para pagarte unas más grandes. ¿No?
El corazón se aceleró aún más. Los dedos de Malvina se crisparon en torno al brazo derecho de Marc: diez muñones inofensivos, incapaces de arañarlo. Uñas mordidas hasta hacerse sangre.
Marc se inclinó. Con la boca sopló en el cuello de Malvina. Sintió cómo el cuerpo de la chica se ponía tenso, los dedos se cerraban convulsivamente, su cuerpo flaco se convertía en un tronco de árbol muerto. Luego Malvina cedió, de repente, como si su esqueleto se hubiese fundido de repente.
Marc apartó la mano y susurró en su oído: .
—¡No me toques nunca más, Malvina! ¿Has comprendido? Nunca más.
La puerta del vagón se abrió de golpe. Entró un revisor. Una revisora, en realidad, más bien joven. Pasó delante de ellos sin detenerse. Echó una rápida ojeada a los cuerpos abrazados de Marc y de Malvina. Apareció una sonrisa en sus labios y desapareció en el vagón siguiente.
Marc aflojó todavía más su llave, apuntó con el Mauser a la prisionera.
—Dejémonos de juegos. ¿Qué haces aquí?
—Vete a la mierda…
Marc sonrió.
—Me haces gracia, Malvina. Deberías acojonarme y me dan ganas de echarte un sermón, como a una hermana pequeña.
—Soy mayor que tú, ¡gilipollas!
—Lo sé. Extraño, ¿verdad? Todo el mundo te presenta como una loca peligrosa. Pero no consigo creérmelo.
—¿Quién es todo el mundo? ¿Grand-Duc?
—Entre otros, claro…
—Si te crees lo que él cuenta…
Malvina volvía en sí. Marc no debía dejarse engañar por esa extraña confianza que le inspiraba. La encañonó de nuevo con el Mauser.
—Es cierto que ahora ya no podrá decir nada malo de ti. Una bala en todo el corazón. ¡Radical! ¿Fue porque te odiaba por lo que lo has liquidado?
Por segunda vez en menos de un minuto, el cuerpo de Malvina pareció licuarse. Abrió unos ojos con forma de canicas, marrones, casi conmovedores: .
—¿Qué me estás contando, Vitral? Yo. yo no he matado a Grand-Duc…
Su voz recobró una apariencia de seguridad: .
—Me habría gustado mucho, fíjate. Pero el trabajo estaba ya hecho cuando llegué a su casa…
—¡No me tomes por un gilipollas! Se me cayó su cadáver encima en su casa. Tu Mini estaba aparcado delante de su casa.
Las pupilas de Malvina se dilataban. Sus ojos oscuros se agitaban como dos moscas aterrorizadas en un tarro.
—Ya estaba fiambre cuando llegué. ¡Te lo juro! Entré en casa de Grand-Duc dos horas antes que tú. Como máximo. Ya estaba frío. Como las brasas de la chimenea donde tenía metida la cabeza.
Marc se mordió los labios.
«Dice la verdad», pensó.
Grand-Duc llevaba muerto varias horas cuando lo había encontrado. Malvina parecía sincera, su versión era creíble. ¿Era tan estúpido de confiar en esa loca a pesar de las apariencias? En ese caso, ¿quién había matado a Crédule Grand-Duc? La imagen de Lylie pasó por delante de sus ojos.
—¿Por qué iba a creerte?
—Me importa una mierda que me creas o no…
—Vale. ¿Qué hacías, entonces, en casa de Grand-Duc?
—Soy una gran fan de las libélulas. Quería contemplar su colección. Tú también, ¿no?
Marc sonrió, a su pesar. Sin embargo, procuró mantener a distancia el Mauser. Malvina remachó: .
—Viral, a lo mejor has sido tú quien ha disparado a Grand-Duc, después de todo. Son tus huellas las que los polis van a encontrar, no las mías.
¡La muy zorra! ¡No estaba tan loca! Marc, desconcertado, farfulló un poco: .